El suicidio del que durante tanto tiempo fuera ayudante de campo de Anatoli Prishnikov daba un giro descorazonador a los hechos; era posible que Labov fuera un funcionario despiadado de la corporación, y que sus armas mortales fueran el teléfono y el fax, pero no era un asesino, y su muerte derramaba una sangre innecesaria. Más aún: era una complicación, un desvío en el plan que habían trazado meticulosamente.
El conductor de Labov volvería en sí en menos de una hora; recordara o no cómo el Bentley se llenó de gas lacrimógeno, tendría la memoria desarticulada, aturdida. Se despertaría y encontraría que su uniforme hedía a vodka barato, que había una botella junto a él, y que su pasajero ya no estaba; entraría en pánico. Sin duda llamaría a casa de Labov; había que cubrir también esa posibilidad.
Entre los documentos que había en la cartera de Labov, Yuri Tarnapolsky halló el número de teléfono de la casa. Usó su teléfono móvil —en esos días, Moscú parecía inundada de teléfonos móviles, se había dado cuenta Bryson— para llamar rápidamente a Masha, la esposa de Labov.
—Gospozha Labova —dijo en tono obsequioso de funcionario subalterno—. Habla Sasha, de la oficina. Perdón por molestarla, pero Dimitri quería que la llamase para decirle que llegará un poco más tarde, está en medio de una llamada a Francia que no puede cortar, y le pide disculpas. —Bajó la voz, y agregó con aire confiado—: De todos modos, su chófer usual le ha dado otra vez a la botella. —Fingió un suspiro ofendido—. Lo cual quiere decir que he de encontrar otra solución. En fin. Buenas noches.
Y colgó antes de que la mujer tuviera tiempo de preguntarle nada. Funcionaría; esos retrasos eran inevitables en el trabajo de Labov. Cuando el chófer llamara, si es que lo hacía, agitado y desorientado, la esposa le contestaría enfadada o molesta y lo desecharía en el acto.
Todo eso era razonablemente sencillo. El suicidio de Labov, sin embargo, era un cabo suelto que había que atar lo mejor que pudieran. Bryson y Tarnapolsky estaban limitados en la acción, porque el ex agente de la KGB se negaba rotundamente a hacer ninguna llamada a las oficinas de Nortek; como suponía que todas las llamadas que entraban o salían eran grabadas, no quería que hubiera una cinta con su voz. Había que improvisar rápidamente una solución, una explicación del suicidio que fuera aceptable sin necesidad de una investigación en detalle. Fue Tarnapolsky quien tuvo la idea de dejar varios artículos sospechosos en el cuerpo y el portafolio de Labov: un paquete de condones rusos marca Vigor, unas cuantas tarjetas, sucias y ajadas, de clubes de Moscú de muy mala reputación por los encuentros sexuales que tenían lugar en las habitaciones privadas del fondo (Tarnapolsky tenía una pequeña colección de esas tarjetas de visita), y, el toque de gracia: un tubo medio vacío de una pomada generalmente usada para tratar los síntomas de ciertas enfermedades venéreas. Lo más probable era que esas escapadas fueran completamente ajenas a un hombre tan correcto y trabajador como Labov; pero era precisamente un hombre como él el que habría podido reaccionar con tanta violencia al hallarse en medio de una situación tan sórdidamente embarazosa. Alcohol, sexo de oropel: eran vicios normales, de todos los días.
Ahora era una carrera: contra el tiempo, contra la probabilidad de que, de una u otra manera, Prishnikov se enterara de que se habían infiltrado en Nortek. Había demasiadas cosas que podrían complicarse, y Bryson lo sabía. Un vigilante podría identificar la limusina de Labov, con su chófer semiconsciente, y reportarla a la sede central de Nortek. La mujer de Labov, por una u otra razón, podría llamar a su oficina. Los riesgos eran enormes, y la reacción de Prishnikov no se haría esperar. Bryson tendría que marcharse cuanto antes de Rusia.
Tarnapolsky condujo en su Audi a toda velocidad hacia el aeropuerto Vnukovo, treinta kilómetros al suroeste de Moscú. Era uno de los aeropuertos rusos de cabotaje, tenía vuelos a todas las regiones del país, y en particular al sur. Había conseguido que una nueva línea aérea privada le sacara de un apuro, un vuelo de última hora a Bakú para uno de sus ricos clientes, un hombre de negocios con grandes intereses en Azerbaiyán. Tarnapolsky no había entrado en detalle, por supuesto, salvo que mencionó un súbito estallido de malestar laboral en una fábrica, donde habían tomado al director de rehén. Debido a lo repentino de la reserva, hacía falta una cantidad sustancial en efectivo. Bryson lo tenía, y con gusto lo pagaría. Además habría que comprar a los funcionarios de aduanas para que le expidieran los papeles; eso requería otro cuantioso desembolso.
—Yuri —dijo Bryson—, ¿qué tajada saca Prishnikov?
—Te refieres al Maestro de Jade, supongo. ¿No es así?
—Sí. Sé que eres un experto sobre el ejército chino, sobre el Ejército de Liberación Popular; pasaste un buen tiempo en el sector chino de la KGB. ¿Qué espera sacar Prishnikov exactamente si establece una alianza con el general Tsai?
—Has oído lo que dijo Labov. Ahora los gobiernos son impotentes. Son las corporaciones las que dictan las reglas. Si eres un titán ambicioso como Prishnikov y quieres controlar la mitad de los mercados mundiales, hay pocos socios más indicados que el Maestro de Jade. Es un miembro de alta graduación entre los generales del ELP, responsable de convertir el Ejército de Liberación Popular en una de las mayores corporaciones del mundo, y el hombre a cargo de todas sus transacciones comerciales.
—¿Por ejemplo?
—El ejército chino controla una red asombrosamente compleja de negocios, empresas interconectadas e integradas de forma vertical. Quiero decir, desde fábricas de automóviles a líneas aéreas, desde la industria farmacéutica a las telecomunicaciones. Sus inversiones inmobiliarias son enormes, tienen hoteles en toda Asia, incluyendo la joya de Pekín, el Palace Hotel. Son los dueños y administradores de casi todos los aeropuertos chinos.
—Pero yo creí que el gobierno chino había empezado a tomar medidas severas contra el ejército, que el primer ministro chino lanzó un decreto ejecutivo en el que ordenaba que el ejército empezara a despojarse de todos sus negocios.
—Oh, Pekín lo intentó, pero el genio ya había salido de la botella. ¿Cómo dicen en América, que la pasta dentífrica salió del tubo? Quizá sea mejor hablar de la caja de Pandora. El hecho es que ya era demasiado tarde. El ELP se ha convertido con mucho en la fuerza más poderosa de China.
—¿Pero los chinos no recortaron acaso drásticamente el presupuesto de defensa en los últimos años?
Tarnapolsky resopló.
—Y luego todo lo que ha de hacer el ELP es ir y vender unas cuantas armas de destrucción masiva a las naciones rebeldes. Es como vender cosas de segunda mano en el jardín de su casa. Mi querido Coleridge, el bienestar económico del ELP es inimaginable. Ahora han empezado a reconocer la importancia estratégica de las telecomunicaciones. Tienen y lanzan satélites; son los dueños de la mayor empresa de telecomunicaciones de toda China; han estado trabajando con los gigantes occidentales: Lucent, Motorola, Qualcomm, Systematix, Nortel, para desarrollar unas inmensas redes de telefonía móvil y sistemas de información. Se dice que el cielo sobre China pertenece ahora al ELP. Y el verdadero dueño, el encargado, el hombre que está detrás de todo eso es el Maestro de Jade. El general Tsai.
Mientras el Audi de Tarnapolsky se acercaba a la pista de aterrizaje, Bryson vio un pequeño avión, un flamante Yakovlev-112, que esperaba en la pista. Vio enseguida que era un monomotor a propulsión de cuatro asientos. Era diminuto, seguramente el avión más pequeño de toda la flotilla.
Tarnapolsky vio la cara de sorpresa de Bryson.
—Créeme, amigo mío, esto fue lo mejor que conseguí con tan poco aviso. Los hay mucho más grandes, y más bonitos (mencionaron sus YAK-40, sus Antonov-26), pero estaban todos en uso.
—Estará bien, Yuri. Gracias. Te lo debo.
—Llamémoslo un obsequio de negocios…
Bryson ladeó la cabeza. Oyó un chirriar de frenos no muy lejos de allí; cuando se dio la vuelta, vio un ancho y enorme vehículo Humvee, negro y brillante, que venía hacia ellos a toda velocidad por la pista.
—¿Qué demonios es esto? —exclamó Yuri.
De golpe se abrieron las puertas del Humvee y saltaron tres hombres vestidos de negro, con máscaras y atuendo de kevlar y nailon igualmente negros, típicos de los comandos.
—¡Al suelo! —gritó Bryson—. ¡Joder! ¡No tenemos armas!
Tarnapolsky se agachó y sacó una bandeja que había montada debajo del asiento del Audi. Contenía varias armas y un montón de municiones. Yuri le pasó a Bryson una pistola automática Makarov de 9 mm, luego sacó una gran ametralladora Kaláshnikov Bizon, un arma rusa de la Spetsnaz. Hubo una secuencia repentina de disparos que se estrellaron contra el parabrisas del Audi, que quedó blanco. El vidrio, comprendió Bryson, era al menos en parte a prueba de balas. Se agazapó.
—Este coche no está blindado, ¿no?
—Un poco —replicó el hombre del KGB, mientras se echaba el arma al hombro y respiraba hondo y despacio—. Nivel uno. Usa las puertas.
Bryson asintió; había entendido. Las puertas estaban reforzadas con fibra de vidrio de alta resistencia o con un compuesto sintético, con lo cual podía utilizarlas como escudo.
Hubo otra descarga, y los comandos, a quienes veían por una ventanilla, adoptaron posición de tiro.
—Una partida especial de Prishnikov —dijo Tarnapolsky, casi inaudible.
—Llamó la mujer —dijo Bryson cuando se dio cuenta.
Pero ¿cómo supo Prishnikov adónde despachar sus comandos? Quizá la respuesta era simple: el modo más rápido de salir de Rusia era por avión, y a cualquiera que fuese lo bastante necio como para secuestrar a la mano derecha de Prishnikov más le convenía huir del país cuanto antes. Además, había pocos aeropuertos cerca de Moscú, y tan sólo dos tenían las instalaciones necesarias para aviones privados. Una reserva de último momento, hecha con urgencia… Prishnikov lo había calculado bien.
Tarnapolsky abrió de golpe su puerta, se arrojó al suelo, protegido por ella, y disparó una descarga de ametralladora.
—¡Yob tvoyu mat! —gruñó: vete a joder a tu madre.
Cayó uno de los tiradores, alcanzado por Tarnapolsky.
—Buen tiro —dijo Bryson.
Hubo una serie de disparos contra el parabrisas emblanquecido, y las esquirlas de vidrio golpearon el rostro de Bryson. Abrió la puerta de su lado, se protegió tras ella y abrió fuego contra los otros dos comandos. Al mismo tiempo, Tarnapolsky lanzó otra descarga de ametralladora, y un segundo hombre cayó sobre la pista de asfalto.
Quedaba uno, ¿pero dónde?
Bryson y Tarnapolsky miraron a ambos lados por el campo a oscuras, en busca de un movimiento. Las luces de aterrizaje iluminaban la pista, pero no los campos aledaños, donde debía esconderse el tercer hombre, al acecho y con el arma lista para disparar.
Tarnapolsky volvió a disparar una descarga cuando vio que algo se movía, pero no hubo reacción. Se puso de pie, se dio la vuelta y apuntó la Bizon hacia la zona a oscuras al otro lado de la pista de aterrizaje, el lado de Bryson.
¿Dónde diablos se había metido?
Los hombres de Prishnikov usaban seguramente botas con suelas de goma, que les permitían moverse en silencio, con sigilo. Bryson sostuvo la Makarov con ambas manos y anduvo en pequeños círculos, desde la derecha y en contra de las agujas del reloj.
Cuando vio el puntito rojo que titilaba por atrás de Tarnapolsky, ya era demasiado tarde para que Bryson pudiera hacer otra cosa que gritar.
—¡Al suelo!
Pero una bala dio en la cabeza de Yuri y le reventó la cara.
—¡Dios mío! —gritó Bryson horrorizado al tiempo que se giraba.
Distinguió un centelleo de luz reflejada, vio un mínimo movimiento cerca de un avión, a unos cien metros de distancia. El tercer francotirador tomó posición contra el avión, para que le sirviera de protección. Bryson volvió a apuntar con la Makarov, exhaló despacio, y soltó un preciso disparo.
Hubo un grito distante, el golpe de un arma que cayó al asfalto. El tercer comando, que había matado a Yuri Ivanovich Tarnapolsky, estaba muerto.
Bryson miró por última vez el cadáver de su amigo, se alejó del Audi y se puso a correr en dirección al avión. Habría otros en camino, en gran número; su única oportunidad de salvarse era subirse al avión y pilotar él mismo.
Corrió hacia el Yakovlev-112, trepó al ala y se metió en la cabina del piloto, cerrando la ventanilla tras él. Se acomodó, se recostó en el asiento y cerró los ojos. ¿Y ahora qué? Volar en sí no era un problema; tenía bastantes horas de vuelo y experiencia en despegues de emergencia de sus años en el Directorate. El problema, en cambio, sería navegar en el espacio ruso sin permiso, sin apoyo de la torre de control. ¿Pero qué otro remedio tenía? Regresar al coche de Tarnapolsky era volver a meterse en las fauces de los comandos de Prishnikov, y ésa no era una opción aceptable.
Respiró hondo, contuvo el aire y giró la llave del arranque. El motor se encendió enseguida. Revisó los instrumentos y comenzó a carretear lentamente hacia el final de la pista.
Sabía que no podía ignorar la torre. Despegar sin hacer contacto con los controladores de vuelo no sólo era arriesgado y hasta potencialmente fatal, sino que sería visto por la Fuerza Aérea rusa como una provocación deliberada. Y se tomarían medidas.
Conectó el micrófono y habló en inglés, la lengua usada en todo el mundo por los controladores de vuelo.
—Autorización de Vnukovo, Yakovlev-112, RossTran tres-nueve-nueve foxtrot. Número uno para pista tres, partida inmediata. En espera de autorización a Bakú.
La respuesta llegó unos segundos después, con interferencia pero enérgica.
—¿Shto? ¿Cómo? Repita, no lo he copiado.
—RossTran tres-nueve-nueve foxtrot —repitió—. Listo para despegar vía Vnukovo tres, listo para carretear.
—¡No tiene plan de vuelo, RossTran tres-nueve-nueve!
Impasible, Bryson insistió.
—A Vnukovo tierra, RossTran tres nueve nueve foxtrot, listo para carretear. Subir y mantenerse a diez mil. Nivel de vuelo estimado doscientos cincuenta, diez minutos después de despegue. Frecuencia de despegue uno, uno, ocho punto cinco, cinco. Radio cuatro, seis, tres, siete.
—¡RossTran, espere, repito, espere! ¡No tiene autorización!
—A Vnukovo tierra. Vuelo con ciertos ejecutivos de alto rango de Nortek en una emergencia a Bakú —dijo, con esa arrogancia por encima de la ley de los lacayos de Prishnikov—. Los planes de vuelo deben estar hechos. Tiene mi número de serie; puede llamar a Dimitri Labov para confirmar.
—RossTran…
—Anatoli Prishnikov estará extremadamente molesto si se entera de que están interfiriendo en la administración de sus negocios. Quizás, camarada controlador de vuelo, usted podría darme su nombre e identificación.
Se produjo una pausa, varios segundos de silencio en la radio.
—Adelante —espetó la voz—: Vuele bajo su propia responsabilidad.
Bryson abrió la válvula, aceleró hasta el final de la pista y el avión levantó el vuelo.