El club nocturno estaba oculto en una diminuta perevlok, una callejuela que salía del bulevar Tversky, cerca de la circunvalación de Moscú. Estaba verdaderamente escondido, como uno de esos antros durante la Ley Seca, en la América de los años 20. Pero a diferencia de aquéllos, el Blackbird no se ocultaba de las autoridades que prohibían la venta de alcohol, sino de la gentuza, de las masas. Pues el Blackbird era considerado un oasis privado de riqueza y vicio para la élite, para los elegidos: los pudientes, los bellos y los armados hasta los dientes.
Estaba situado en un edificio de ladrillo desarreglado, que se parecía a la fábrica abandonada que en realidad era: antes de la Revolución, se habían construido allí las máquinas de coser Singer. Tenía las ventanas tapiadas, y sólo había una puerta, de madera pintada de negro, aunque con refuerzos de placas de acero, y en la puerta, en letras cirílicas antiguas y descascaradas, se leían las palabras en ruso shveiniye mashini (Máquinas de coser). La única indicación de que podría haber algo en el interior era la larga fila de limusinas negras Mercedes que ocupaban la estrecha callejuela, un tanto fuera de lugar, como si hubieran ido a parar al sitio equivocado, todas ellas.
Poco después de llegar al aeropuerto Sheremetyevo-2, y cuando más tarde se registró en el hotel Intourist para guardar las apariencias, junto al resto del andrajoso tour, Bryson llamó a un viejo amigo. Media hora después, un Mercedes azul oscuro se detuvo frente al Intourist y un chófer de uniforme abrió la puerta trasera del coche: en el asiento había sólo un sobre.
Era el crepúsculo, pero el tráfico por la Tverskaya Ulitsa era pesado, los conductores estaban enloquecidos, cambiaban de carril abruptamente y pasaban por alto las normas viales, hasta llegaban a subirse a la acera para rebasar a los vehículos más lentos. Desde la última vez que Bryson había estado aquí, Rusia se había vuelto loca, caótica y furiosa. Si bien buena parte de la vieja arquitectura estaba aún en pie —los rascacielos estalinistas, góticos y con aspecto de pastel de bodas, y las gigantescas instalaciones de la Central Telegráfica; una pizca de las viejas tiendas, como el emporio alimenticio de Yeliseyevsky y el Aragvi, que alguna vez fueron los únicos restaurantes decentes de la ciudad—, había habido enormes cambios. Las tiendas caras relucían en la avenida Gorki, que antes de la caída del estado comunista había sido tan sombría: Versace, Van Cleef & Arpéis, Vacheron Constantin, Tiffany. Pero junto a los signos visibles de la riqueza plutocrática se hacían evidentes la pobreza galopante y el sistema social que se había colapsado. Los soldados pedían limosna, las babushki vendían licor barato, frutas o verduras, o imploraban a los paseantes para leerles el destino por un puñado de rublos. Las putas teñidas parecían más descaradas que antes.
Bryson bajó del Mercedes con chófer, cogió la pequeña tarjeta de plástico que había en el sobre que le dejaron sobre el asiento, y la introdujo en una ranura como de cajero automático que había en una puerta de madera astillada, con la banda magnética hacia afuera. La puerta se abrió y entró a un espacio completamente a oscuras. Cuando la puerta volvió a cerrarse tras él, tanteó en derredor en busca de la segunda puerta, como le había indicado el chófer. Cogió el pomo frío de acero y abrió la siguiente puerta, que daba a un mundo extraño y llamativo.
Rayos de luz violeta, roja y azul flotaban y se ondulaban en nubes de humo blanco, y rebotaban contra unas columnas de alabastro griegas y estatuas romanas de yeso, mostradores de mármol negro y taburetes altos de acero inoxidable. Unos reflectores iluminaban desde lo alto los escondrijos oscuros de lo que alguna vez había sido el suelo de la fábrica. Una música rock como Bryson no la había oído nunca, una suerte de tecno-pop ruso, retumbaba a un volumen que rompía los tímpanos. El olor a marihuana se mezclaba con el perfume francés, penetrante y caro, y la loción rusa para después de afeitar.
Pagó su ingreso, el equivalente a doscientos cincuenta dólares, y se abrió paso entre una multitud densa y en movimiento de mafiosos, con cadenas de oro y unos enormes y chillones Relox, que lograban hablar por sus teléfonos móviles sobre el fondo ensordecedor de la música, acompañados de sus queridas y otras mujeres que eran putas o trataban de parecerlo, vestidas con minifaldas y profundos escotes que dejaban poco lugar a la imaginación. Los matones fornidos y con la cabeza rapada miraban con furia; los guardias de seguridad del club se escondían en la periferia, uniformados como ninjas en trajes negros de faena y con porras de goma. Por encima del gentío espástico y palpitante había una galería de vidrio y acero, desde donde los espectadores podían mirar, por un piso de vidrio, los retozos de la planta baja, como si fuera un terrario exótico y de otro mundo.
Bryson subió por la escalera de caracol de acero hasta la galería, que a su vez resultó ser un mundo completamente diferente. La principal atracción en aquel nivel eran las artistas de striptease, en general rubias platino, aunque algunas tenían piel de ébano, y cuyos bustos habían sido obviamente aumentados con silicona. Bailaban bajo luces brillantes, situadas en toda la galería.
Le detuvo una chica de alterne, que llevaba un traje transparente y revelador, con auriculares puestos; le dijo deprisa unas palabras en ruso. Bryson le respondió sin decir nada, apenas le dio unos cuantos billetes de veinte dólares, y ella lo escoltó a una banqueta de acero y cuero negro.
Tan pronto como se sentó, un camarero le trajo varias bandejas de zakuski, los aperitivos rusos: lengua de ternera encurtida con salsa de rábanos, caviar blanco y rojo, blinis, setas en gelatina, verduras encurtidas, arenque. Si bien Bryson tenía hambre, nada de aquello le apetecía. Surgió una botella de Dom Pérignon: «invitación de la casa», explicó el camarero. Bryson se quedó solo, mirando a la multitud durante unos minutos más, hasta que distinguió la figura elegante y esbelta de Yuri Tarnapolsky que venía hacia él con los brazos extendidos en una bienvenida exuberante. Parecía que Tarnapolsky hubiera surgido de la nada, aunque Bryson se daba cuenta ahora de que el astuto ex agente del KGB había entrado a la galería desde la cocina.
—¡Bienvenido a Rusia, mi querido Coleridge! —exclamó Yuri Tarnapolsky.
Bryson se levantó y se dieron un abrazo.
Si bien Tarnapolsky había escogido un sitio extraño para su encuentro, era un hombre de gusto exquisito y muy sofisticado. Como de costumbre, el ex agente del KGB estaba impecablemente vestido con un traje inglés hecho a medida y una corbata de foulard. Habían pasado siete años desde que él y Bryson trabajaron juntos, y aunque Tarnapolsky ya pasaba de los cincuenta, tenía la cara delicada y sin arrugas. El ruso siempre se había cuidado muy bien, pero ahora parecía ser el beneficiario de una cirugía plástica muy cara.
—Te ves más joven que nunca —le dijo Bryson.
—Pues, sí, el dinero puede comprarlo todo —contestó Tarnapolsky con aire sardónico y divertido como siempre.
Llamó con un gesto al camarero para que le sirviera Dom Pérignon y unas pequeñas copas de vino georgiano, un Tsinandali blanco y un Kvanchkara tinto. Cuando Tarnapolsky levantó su copa para brindar, una artista de striptease se aproximó a la mesa; Yuri le deslizó en tanga unos cuantos billetes de rublos, recién impresos y de muchos dígitos, y le pidió cortésmente que fuera hacia una mesa de hombres de negocios con trajes oscuros.
Bryson y él habían trabajado en varias misiones extremadamente delicadas, que a Tarnapolsky le parecieron siempre altamente lucrativas; la operación Vector había sido sólo la más reciente. Los equipos internacionales de inspección de armas no habían logrado encontrar pruebas para apoyar los rumores de que Moscú estaba produciendo ilegalmente armas biológicas. Cada vez que los inspectores llegaban sin anunciarse, «por sorpresa», a los laboratorios de Vector, no encontraban nada. Sus visitas «por sorpresa» no eran tan sorpresivas. De modo que quienes estaban a cargo del Directorate le encomendaron a Bryson que, para obtener pruebas fehacientes de los avances rusos en armas bacteriológicas, debía entrar al laboratorio central de Vector en Novosibirsk. A pesar de los muchos recursos con que contaba Bryson, era una propuesta amedrentadora. Necesitaba apoyo en el terreno, y entonces surgió el nombre de Yuri Tarnapolsky. Tarnapolsky se había retirado recientemente del KGB y estaba en el sector privado, lo cual quería decir que se vendía al mejor postor.
Tarnapolsky demostró valer cada kopek de sus honorarios astronómicos. Le había conseguido a Bryson los planos del laboratorio, y hasta se las había ingeniado para que el centinela de la entrada se distrajera con un «supuesto robo» en la casa del presidente del consejo de la alcaldía. Usando su identificación del KGB para impresionar e intimidar a los guardias de seguridad del instituto, Tarnapolsky consiguió que Bryson llegase a los tanques de refrigeración de la tercera planta, donde pudo hallar las ampollas que necesitaba. Luego Tarnapolsky hizo los arreglos para que las ampollas fueran sacadas del país a escondidas, por una ruta tortuosa, ocultas en un cargamento de cordero congelado que iba a Cuba. Bryson, y por lo tanto el Directorate, habían logrado demostrar lo que equipos enteros de inspectores de armas no habían podido: que Vector, y por lo tanto Rusia, estaba involucrada en la producción de armas biológicas. La evidencia irrefutable eran las siete ampollas de ántrax, de una variedad extraordinariamente rara.
En aquel momento, Bryson estaba satisfecho de su triunfo, de la ingeniosidad de la operación, y de hecho Ted Waller le había hecho grandes elogios. Pero la noticia que venía de Ginebra sobre la repentina epidemia de una variedad rara de ántrax, precisamente la misma que él había robado en Novosibirsk, daba la vuelta a todos los elogios. Ahora se sentía asqueado por la manera en que lo habían manipulado. Quedaban pocas dudas de que fuera el ántrax que robó años atrás el que acababan de usar en el atentado de Ginebra.
Tarnapolsky le sonrió generosamente.
—¿Estás disfrutando de nuestras bellezas negras de Camerún? —le preguntó a Bryson.
—Estoy seguro que comprenderás la importancia de que no le cuentes a nadie que estoy de visita en Moscú —dijo con dificultad, tratando de que le oyera sobre el fondo cacofónico.
Tarnapolsky se encogió de hombros, como diciendo que ni hacía falta mencionarlo.
—Amigo mío, todos tenemos nuestros secretos. Yo tengo varios, como te podrás imaginar. Pero si estás en la ciudad, ¿puedo suponer que no has venido de paseo, como el resto del grupo?
Bryson le explicó la naturaleza de la delicada operación para la que quería contratar los servicios de Tarnapolsky. En cuanto mencionó el nombre de Prishnikov, no obstante, el hombre del KGB pareció perder la compostura.
—Coleridge, querido, yo no soy de los que le abren la boca al caballo regalado. Como sabes, siempre he disfrutado de nuestras aventuras juntos. —Le arrojó a Bryson una mirada sombría, conmocionada—. Uno le teme menos al primer ministro. Sabes, se cuentan historias sobre este hombre. No es un hombre de negocios al estilo americano, esto lo entenderás. Cuando Anatoli Prishnikov te ha «reducido», ya no cobras seguro de desempleo. No, lo más probable es que acabes siendo parte del cemento que fabrica una de sus empresas. A lo mejor acabas en el pigmento de un lápiz de labios que otra de sus empresas vende. ¿Sabes cómo se llama el gángster que se ha hecho dueño, ya sea por extorsión o corrupción, de grandes sectores de la industria de tu país?
Tarnapolsky sonrió con palidez y respondió a su propia pregunta.
—Se llama Director General.
Bryson asintió.
—Un objetivo difícil merece honorarios generosos.
Tarnapolsky se acercó a la banqueta de Bryson.
—Coleridge, amigo mío, Anatoli Prishnikov es un hombre peligroso y despiadado. Estoy seguro de que tiene a sus cómplices en este mismo club, si es que él mismo no es el dueño.
—Entiendo, Yuri. Pero tú no eres un hombre que huya de un desafío, si no recuerdo mal. A lo mejor podemos encontrar un modo de que los dos quedemos satisfechos.
Durante las horas que siguieron, en el Blackbird y luego en el inmenso piso de Tarnapolsky en Sadovo-Samotechnaya, los dos hombres encontraron el modo de llegar a un acuerdo financiero y de hacer los preparativos altamente complejos. Necesitarían la ayuda de otros dos hombres, y Tarnapolsky los hallaría.
—Para llegar a Anatoli Prishnikov, seguramente ha de correr sangre —advirtió Tarnapolsky—. ¿Y quién sabe si esa sangre no ha de ser la nuestra, hmm?
En las primeras horas de la mañana, habían establecido un plan.
Habían renunciado a llegar a Prishnikov de manera directa, porque estaba demasiado bien defendido, se hacía un objetivo demasiado peligroso. El punto más vulnerable, concluyó Tarnapolsky, tras hacer algunas llamadas telefónicas con mucha discreción a antiguos colegas del KGB, era el principal asistente de Prishnikov, un hombrecito enclenque llamado Dimitri Labov. Había sido el lugarteniente de Prishnikov durante largo tiempo, y se le conocía en ciertos círculos como chelovek kotory kranit sekrety: el hombre que guarda los secretos.
Pero ni siquiera Labov iba a ser un objetivo sencillo. Las averiguaciones de Tarnapolsky habían arrojado el dato de que Labov era conducido en coche todos los días desde su residencia fuertemente vigilada hacia la no menos fuertemente vigilada oficina de Nortek, en un suburbio de Moscú cerca de la vieja Exposición de las Conquistas Económicas de la URSS, en Prospekt Mira.
El vehículo con chófer de Labov era un Bentley a prueba de balas y de bombas (aunque no había, como bien sabía Bryson, vehículos realmente a prueba de balas y de bombas) y tenía un blindaje de casi dos toneladas en el chasis. Era prácticamente un tanque, un vehículo blindado de Nivel IV, el nivel de protección más alto que existe, capaz de resistir munición militar superpotente, incluso los proyectiles 7.62 de la OTAN.
En el transcurso de los períodos que pasó en Ciudad de México y Sudamérica, se había familiarizado con esos vehículos totalmente blindados. Generalmente se fabricaban con una placa de un centímetro de aluminio 2024-T3 y un compuesto sintético de alto rendimiento, que solía ser aramida y polietileno de moléculas ultrapesadas. Montada en el interior de las puertas de acero calibre 19 del coche, había una placa de 24 capas de plástico de alto poder reforzado con fibra de vidrio, de un centímetro y medio de espesor, y capaz de detener una bala de carabina de 30 mm disparada a dos metros de distancia. Los vidrios eran laminados de vidrio policarbonado; el tanque de combustible se cerraba automáticamente y era antiexplosivo, aun cuando fuera alcanzado directamente; una batería seca especial se encargaba de que el motor siguiera andando después de un ataque. Unos neumáticos para «rodar aun pinchados» permitían fugas a alta velocidad por trayectos de hasta noventa kilómetros, aunque los neumáticos fueran acribillados.
El Bentley de Labov habría sido modificado para las necesidades específicas de Moscú, donde las bandas usaban probablemente fusiles de asalto AK-47. Era probable que incluso resistiera granadas y pequeñas bombas de tubo, quizás hasta munición para perforar blindados, proyectiles de alta velocidad con camisa de metal.
Pero siempre había puntos vulnerables.
Para empezar, estaba el conductor, que probablemente no era un profesional. Por alguna razón, los plutócratas rusos tendían a emplear a sus propios ayudantes como chóferes, porque no se fiaban de los profesionales y no se molestaban en entrenarles en algo que probablemente consideraban de sentido común, aunque no lo fuera.
Y había otro punto vulnerable, en torno al cual Bryson trazó su plan.
Todas las mañanas a las siete en punto, Dimitri Labov salía de su edificio de apartamentos muy cerca del Arbat, un edificio del siglo XIX muy exclusivo que acababa de ser renovado, y que alguna vez había sido reservado para los altos funcionarios del Comité Central y los miembros del Politburó. El complejo de viviendas, que ahora albergaba a los nuevos ricos rusos, en su mayoría de la mafia, estaba aislado y bien vigilado.
Esta puntualidad de rutina, una información que obtuvo Tarnapolsky, era ejemplo de una seguridad chapucera mezclada con medidas de protección extravagantes y ostentosas, típicas de las empresas comerciales a gran escala, como había aprendido Bryson. Los profesionales de seguridad conocían la importancia de variar la rutina, para asegurarse de que nada fuera previsible.
Tal como le habían informado a Tarnapolsky, el Bentley de Labov salió del garaje subterráneo recién construido debajo de su edificio, y anduvo una corta distancia antes de coger Kalinin Prospekt. Bryson y Tarnapolsky, en un anodino Volga, siguieron al Bentley mientras iba por la circunvalación hasta Prospekt Mira. Poco después de que el Bentley pasó por el obelisco del Sputnik recubierto de titanio, que se alzaba majestuosamente hacia el cielo, giró a la izquierda en dirección a Ezensteina Ulitsa, luego siguió tres calles más y llegó al palacio señorial, ahora redecorado y donde funcionaba la sede central de Nortek. El coche de Labov entró a otro garaje subterráneo.
Y de allí no se movería en todo el día.
El único elemento de algún modo imprevisible en la rutina de Labov era el momento en que regresaba a casa. Tenía mujer y tres hijos, y era célebre por ser un hombre de familia que jamás se perdía una cena en casa, a menos que hubiera una emergencia en el trabajo o que Prishnikov le hiciera volver. La mayoría de los días, sin embargo, su limusina abandonaba el garaje de Nortek entre las siete y las siete y cuarto de la tarde.
Esta tarde, Labov tenía toda la intención de regresar a casa a tiempo para cenar con su familia. A las siete y cinco, el Bentley salió del garaje de Nortek. Tarnapolsky y Bryson le aguardaban al otro lado de la calle en un camión blanco y mugriento de transporte de paquetes, y Tarnapolsky de inmediato le mandó un mensaje por radio a uno de sus hombres. El tiempo sería justo, pero debía de ser suficiente. Lo más importante era que todavía era hora punta en el tráfico congestionado de la ciudad.
Tarnapolsky, quien en los inicios de su carrera había pasado años siguiendo a disidentes y delincuentes menores por Moscú, conocía la ciudad a la perfección. Condujo siguiendo de cerca al Bentley, siempre manteniendo una distancia prudencial, y sólo se acercaba cuando el tráfico era lo bastante denso como para que no le vieran.
Cuando el Bentley torció a la izquierda en Kalinin Prospekt, había un atasco de tráfico. Un camión enorme había tenido un accidente frontal y estaba atravesado en la calle, impidiendo el paso de los coches en ambas direcciones. Resonaban las bocinas de los camiones, y los coches tocaban insistentemente el claxon; se oían gritos a viva voz cuando los conductores frustrados asomaban la cabeza por la ventanilla para maldecir la obstrucción. Pero no había nada que hacer; el tráfico estaba paralizado.
El asqueroso camión blanco estaba justo delante del Bentley de Labov, y los coches los rodeaban por todas partes. El cómplice de Tarnapolsky había abandonado el camión de dieciocho ruedas, llevándose las llaves, con la excusa de ir a buscar ayuda. El tráfico no avanzaría por un buen rato.
Bryson, vestido con tejanos y polo negros, con guantes del mismo color, se agachó en el suelo del camión y abrió una portezuela con bisagra. La abertura era lo suficientemente amplia como para poder pasar y aterrizar en el pavimento, luego arrastrarse por debajo del camión y llegar a los bajos del Bentley de Labov. En el caso muy poco probable de que el tráfico volviera a avanzar unos metros, el Bentley no podría hacerlo porque estaba bloqueado por el camión blanco.
Bryson actuó con rapidez, el corazón le palpitaba, y se deslizó debajo del chasis del Bentley hasta dar con el sitio exacto que buscaba. Aunque la carrocería era en su mayor parte una masa sólida de acero moldeado, aluminio y polietileno, había una pequeña zona perforada en que estaba situado el filtro de aire. Era el segundo punto vulnerable: después de todo, hasta los pasajeros de los vehículos blindados habían de respirar. Sin perder tiempo, pegó sobre el orificio de ventilación un panel de una aleación de aluminio con adhesivo en un lateral, un dispositivo especialmente diseñado y controlado por radio que Tarnapolsky había adquirido a unos contactos de la industria privada de seguridad de Moscú. Cuando se hubo cerciorado de que estaba en su sitio, volvió a deslizarse por debajo del coche y, sin ser visto, hasta el camión, donde la portezuela estaba aún abierta. Logró pasar de nuevo al interior y cerró la portezuela.
—¿Nu, Khorosho? —preguntó Tarnapolsky. ¿Todo bajo control?
—Ladno —replicó Bryson. Perfecto.
Mientras se oían las sirenas de la policía, Tarnapolsky llamó al conductor y le ordenó que regresara al camión que había abandonado y que lo sacara de allí.
Unos instantes después, el tráfico volvió a avanzar, no hubo más bocinazos y las maldiciones llegaron a su fin. El Bentley salió disparado hacia adelante, con el motor que bramaba, y rebasó al camión blanco mientras éste se dirigía por Kalinin Prospekt. Luego hizo el giro habitual hacia la izquierda, a una calle tranquila, con lo que volvía a seguir, en dirección contraria, el camino que había tomado por la mañana.
Entonces Bryson apretó el interruptor del transmisor que tenía en la mano. Cuando Tarnapolsky maniobraba por la calle siguiendo al Bentley, vieron cómo la reacción no se hizo esperar. El interior de la limusina se llenó de inmediato de gas lacrimógeno blanco y espeso. El Bentley se meneó bruscamente de un lado a otro de la calle, hasta que se detuvo sobre la acera de una calle desierta; evidentemente, el conductor se estaba asfixiando. Ambas puertas, la delantera y la trasera se abrieron de par en par cuando salieron el conductor y Labov, tosiendo y retorciéndose, con las manos apretándose los ojos que les picaban. El conductor agarró una pistola a un costado, pero no sirvió de nada. Yuri Tarnapolsky viró también el camión sobre la acera, y los dos hombres saltaron en el acto. Bryson le disparó al conductor, que se desplomó de inmediato. Era un tranquilizante de efecto inmediato que le dejaría noqueado durante algunas horas; el efecto amnésico del narcótico haría que recordase poco o nada de lo que había ocurrido aquella noche. Después Bryson corrió hacia Labov, que se había caído en la acera, tosiendo y momentáneamente obnubilado. Mientras tanto, Tarnapolsky cargó al conductor y lo depositó de nuevo en el asiento del Bentley. Sacó una botella de vodka barato que compró en la calle, derramó una buena cantidad de líquido en la boca del conductor y sobre su uniforme, y después dejó la botella semivacía sobre el asiento delantero.
Bryson miró alrededor para confirmar que no había nadie en la calle que pudiera ver lo que hacían; luego le puso las manos encima a Labov y llevó al hombrecito medio a rastras hacia el camión, que pasaría desapercibido, un vehículo con caja como tantos otros en la zona y que nunca sería identificado, sobre todo porque la matrícula, cubierta de lodo, era ilegible.
Justo antes de las ocho de la noche, Dimitri Labov estaba atado a una silla dura de metal en un gran almacén desierto del distrito de Cheryomushki, no muy lejos del mercado de abasto de frutas y verduras. El gobierno de la ciudad se lo había confiscado a un clan tártaro que vendía productos en el mercado negro a restaurantes, sin pagar el impuesto requerido a las arcas de la ciudad.
Labov era bajo y llevaba gafas, tenía una calvicie incipiente y cabello color paja, y una cara redonda y gordinflona. Bryson estaba de pie frente a él y hablaba perfectamente en ruso con un ligero acento de San Petersburgo, herencia de su maestro de ruso en el Directorate.
—Se le enfría la cena. Nos encantaría llevarle a casa antes de que su mujer se empiece a desesperar. De hecho, si se porta bien y coopera con nosotros, nunca nadie habrá de enterarse de que fue secuestrado.
—¿Cómo? —espetó Labov—. Se engaña. Todo el mundo lo sabe ya. Mi chófer…
—Su chófer está desmayado en el asiento delantero de su limusina, aparcada a un costado del camino. Cualquier policía que pase pensará que está durmiendo la mona, borracho como medio Moscú.
—Si tiene pensado drogarme, adelante, hágalo —dijo Labov, a la vez asustado y desafiante—. Si tiene pensado torturarme, pues adelante. O ya máteme, si se atreve. ¿Tiene alguna idea de quién soy?
—Por supuesto —dijo Bryson—. Por eso está aquí.
—¿Tiene alguna idea de cuáles serán las consecuencias? ¿Sabe a quién le provocará la ira?
Bryson asintió lentamente.
—¡La ira de Anatoli Prishnikov no conoce límites! ¡Va más allá de las fronteras entre países!
—Señor Labov, por favor, comprenda, no se me ocurriría tocarle un pelo. Ni a su mujer, Masha. O a la pequeña Irushka. No tendré que hacerlo: no quedará nada de ellas una vez que Prishnikov haya terminado.
—¿De qué coño está hablando? —gritó Labov, con el rostro rojo de rabia.
—Déjeme que le explique —dijo Bryson despacio—. Mañana por la mañana yo mismo le llevaré a usted a la sede central de Nortek. A lo mejor estará un poco atontado aún por los tranquilizantes, pero le ayudaré a entrar al edificio. Y luego me marcharé. Pero todo quedará registrado en las cámaras de vigilancia. Después su jefe estará increíblemente interesado en saber quién soy, y qué hacía usted conmigo. Le dirá que no me contó nada. —Bryson hizo una pausa—. ¿Pero piensa que le creerá?
—¡Le he sido fiel durante veinte años! —gritó Labov indignado—. ¡Todo lo que he hecho fue ser un ayudante fiel!
—No lo pongo en duda. ¿Pero acaso Anatoli Prishnikov puede darse el lujo de creerle? Se lo pregunto, usted le conoce mejor que nadie. Usted sabe qué clase de hombre es, cuan profundo es su recelo.
Labov empezó a temblar.
—Y si Prishnikov pensara que hubo la mínima oportunidad de que usted le traicionara, ¿cuánto tiempo cree que le dejaría con vida?
Labov sacudió la cabeza, tenía los ojos abiertos del terror.
—Deje que yo responda a mi pregunta. Le dejaría vivir lo bastante como para que supiera que sus seres queridos han muerto de forma horrible. Lo bastante para que usted y todos los demás en la empresa recuerden el precio de la traición: de la debilidad.
Yuri Tarnapolsky, que hasta entonces había observado desde un costado, se rascó el mentón y agregó:
—Me recuerda al pobre Maksimov.
—¡Maksimov fue un traidor!
—No según Maksimov —dijo Tarnapolsky con suavidad. Jugueteó con su revólver de servicio, lustrando el cañón con un fino pañuelo blanco—. ¿Sabía que Olga y él tenían un bebé? Uno pensaría que Prishnikov perdonaría a los niños y a los inocentes…
—¡No! ¡Basta! —resolló Labov con la cara pálida. Le costaba respirar—. Sé mucho menos… mucho menos de lo que creen. Hay muchas cosas que no sé.
—Por favor —dijo Bryson con aire amenazador—. Las evasivas nos harán sencillamente perder el tiempo y alargará además el tiempo que usted falta de casa: el período de desaparición que ha de tener en cuenta. Quiero saber sobre la alianza de Prishnikov con Jacques Arnaud.
—Hay tantos negocios, tantos arreglos. Cada vez más. Ahora hay más que nunca.
—¿Por qué?
—Pienso que está preparando algo.
—¿Qué?
—Una vez le oí hablar por el teléfono por satélite con Arnaud, dijo algo sobre el «Grupo Prometeo».
El nombre le sonó familiar a Bryson. Lo había oído antes. ¡Sí! Jan Vansina había usado la frase en Ginebra, cuando le preguntó si él estaba «en Prometeo».
—¿Qué es el Grupo Prometeo? —inquirió Bryson con urgencia.
—Prometeo… usted no tiene idea. Nadie tiene idea. Yo apenas si sé algo. Son poderosos —inmensamente poderosos. No tengo claro si Prishnikov obedece sus órdenes, o si es él quien se las da.
—¿Quiénes son?
—Son gente importante, poderosa…
—Eso ya lo ha dicho. ¿Quiénes son ellos?
—Están en todas partes y en ninguna. Sus nombres no aparecen en titulares, membretes, ni en documentos de sociedades anónimas. Pero Tolya Prishnikov es uno de ellos, de eso estoy seguro.
—Arnaud también —dijo rápidamente Bryson.
—Sí.
—¿Quién más?
Labov sacudió la cabeza con aire desafiante.
—Mire, si usted me mata, Prishnikov dejará a mi familia en paz —dijo razonablemente—. ¿Por qué no me mata?
Tarnapolsky volvió a participar, con una sonrisa astuta en el rostro.
—¿Sabe, Labov, cómo encontraron al niño de Maksimov? —Se acercó a Labov, sin dejar de lustrar amenazadoramente el revólver con el pañuelo.
Labov meneó la cabeza como un niño, no quería escuchar. Si hubiera tenido las manos libres, seguramente se habría tapado las orejas. Temblando, dijo de repente:
—¡El Maestro de Jade! ¡Hace negocios con… con el hombre que llaman el Maestro de Jade!
Tarnapolsky miró a Bryson a los ojos. Ambos sabían a quién se refería el nombre. El llamado Maestro de Jade era un poderoso general del ejército chino, del Ejército de Liberación Popular. El general Tsai, con sede en Shenzhen, era célebre por su corrupción y había facilitado los esfuerzos de ciertos conglomerados internacionales para afianzarse en el enorme mercado chino: a cambio, claro, de ciertos favores. El general Tsai era además famoso en todo el mundo por su preciosa colección de jade imperial chino, y se sabía que a veces aceptaba sobornos en forma de valiosas esculturas de jade.
Labov vio cómo se miraron los dos hombres.
—No sé lo que se proponen —dijo con aire de desprecio—. Todo está a punto de cambiar, y ustedes no podrán detenerlo.
Bryson se volvió hacia Labov, decidido a interrogarle.
—¿Qué quiere decir con que «todo está a punto de cambiar»? —le preguntó.
—Es cuestión de días, sólo unos días —dijo Labov con tono misterioso—. Tengo sólo unos días para preparar todo.
—¿Preparar qué?
—La maquinaria ya está en su sitio. ¡Ahora falta transferir la energía! Y todo quedará a la vista.
Tarnapolsky acabó de sacar lustre al revólver, guardó el pañuelo en el bolsillo, y después puso el arma a pocos centímetros de la cara de Labov.
—¿Se refiere a un golpe de Estado?
Bryson le interrumpió.
—¡Pero si Prishnikov ya es el poder detrás del trono en Rusia! ¿Para qué diablos querría una cosa así?
Labov se rió con desdén.
—¡Golpe de estado! ¡Qué poco saben ustedes! ¡Qué estrechos de miras! Los rusos siempre hemos querido renunciar a nuestra libertad por la seguridad. Ustedes también lo harán, todos ustedes. Hasta el último hombre. Porque ahora las fuerzas son demasiado grandes. La maquinaria ya está en su sitio. Y todo está por quedar a la vista.
—¿De qué diablos está hablando? —exclamó Bryson—. ¿Prishnikov y sus colegas tienen más aspiraciones ahora que el mundo empresarial? ¿Se proponen tomar el control de gobiernos ahora, es eso? ¿Se han embriagado con su propia riqueza y su propio poder?
—Le agradeceríamos algunos detalles, amigo —dijo Tarnapolsky, bajando el revólver, ahora que la amenaza no se hacía necesaria.
—¿Gobiernos? ¡Los gobiernos ya han pasado de moda! Fíjese en Rusia: ¿qué poder tiene el gobierno? ¡Ninguno! El gobierno es impotente. ¡Ahora son las corporaciones las que fijan las reglas! Quizá Lenin tenía razón después de todo: ¡son los capitalistas quienes controlan el mundo!
De repente, con la velocidad de una cobra, Labov estiró la mano derecha unos centímetros, el máximo que le permitían las ataduras. Pero fue suficiente para coger el revólver de Tarnapolsky, que lo tenía casi pegado a la cara. Tarnapolsky reaccionó con rapidez, le cogió la mano a Labov y se la torció para que soltara el arma. Por un instante, el revólver apuntaba hacia arriba y para atrás, recto a la cara de Labov, que parecía hipnotizado mirando a la boca del cañón, con una sonrisa tierna y extraña en la cara. Y después, justo antes de que Tarnapolsky pudiera arrebatársela, Labov se apuntó entre los ojos y apretó el gatillo.