Eran las diez de la mañana en la Sala de Mapas, en la planta baja de la Casa Blanca, y se había convocado una «improvisada»: una reunión no planificada de directores y subdirectores de agencias. Era en esas reuniones irregulares donde se trataban situaciones de emergencia, se apagaban incendios y, a veces, se los prendía. En esas reuniones se tomaban las decisiones que a nivel colectivo producían políticas y doctrinas de Estado.
Los sucesos rápidos exigían rápidas reacciones: el consenso requerido sólo se alcanzaba en un escenario de más libertad, sin tener que cargar con la burocracia que avanza a paso de tortuga, el politiqueo de gabinete y el eterno juzgar a posteriori de los tímidos analistas. Triunfar en el poder ejecutivo implicaba el dominio de un principio básico. No había que traerle problemas al comandante en jefe; se le traían soluciones. Era pues en las reuniones improvisadas, en la Casa Blanca o en el edificio adyacente del Viejo Ejecutivo, donde se concebían las soluciones.
Había ocho sillas alrededor de una larga mesa de ébano, y un bloc de notas blanco delante de cada asiento. Contra una pared había un sofá de damasquinado rosa, una imagen de solitaria majestuosidad; sobre él, enmarcada, el último mapa de situación que usó el presidente Roosevelt, quien desde allí supervisó las acciones americanas en la Segunda Guerra Mundial. Tenía una fecha escrita a mano: 3 de abril de 1945. Roosevelt murió poco más de una semana después. En los años que siguieron, el que había sido centro de mandos sumamente secreto se convirtió en un área de depósito. Sólo con la administración actual se había vuelto a usar activamente esa sala sin ventanas. Pero aun así, el carácter evocador de su historia le daba solemnidad a los actos.
Richard Lanchester estaba sentado en una punta de la mesa y miraba con curiosidad a sus colegas.
—Sigo sin saber de qué discutiremos esta mañana. En el mensaje que recibí se hablaba de que era urgente, pero poco se decía del contenido.
El director de la NSA, John Corelli, fue el primero en hablar.
Pensaba que usted era el más indicado para apreciar la significación de lo ocurrido —dijo Corelli, mientras miraba a los ojos a Lanchester—. Ha entrado en contacto.
—¿Quién? ¿Cómo?
Lanchester alzó las cejas. Había llegado en el vuelo de la noche desde Bruselas, apenas había podido ducharse y afeitarse antes de que fuera convocada la reunión, y se veía la fatiga en su rostro con arrugas.
Morton Culler, el alto funcionario de inteligencia de la NSA y un veterano con veinte años en la agencia, cruzó una mirada con su jefe. Culler tenía su escaso cabello peinado hacia atrás con gel, los ojos color pizarra no parpadeaban detrás de los gruesos lentes de sus gafas de estilo aviador.
—Nicholas Bryson, señor. Nos referimos a la visita que le hizo en Bruselas.
—Bryson —repitió Lanchester, con la cara impasible—. ¿Usted sabe quién es?
—Por supuesto —dijo Culler—. Todo ocurrió según lo esperábamos. Corresponde a su estilo, ¿sabe? Va directamente a la cúpula. ¿Ha tratado de chantajearle? ¿De recurrir a amenazas?
—No ha sido así —protestó Lanchester.
—Y sin embargo usted accedió a verle en persona.
—En la vida pública, todo el mundo acumula un arsenal de protección, una guardia pretoriana de recepcionistas, jefes de prensa y funcionarios. Él pasó sobre todos ellos merced a un engaño. Pero consiguió que le prestase atención cuando me reveló lo que sabía de algo que muy pocos de nosotros conocen.
—¿Y averiguó lo que quería de nosotros?
Lanchester hizo una pausa.
—Habló del Directorate.
—Admitió su fidelidad, entonces —dijo el director de la CIA, James Exum.
—Por el contrario. Describió al Directorate como una amenaza global. Se mostró impaciente de que no hubiéramos tomado una acción efectiva contra él. Hizo alusión a tramas de engaños, a una sombría organización supranacional. En buena parte sonaba absurdo. Y sin embargo… —Lanchester hizo silencio por un instante.
—¿Y sin embargo? —le animó a continuar Exum.
—Sinceramente, una cierta parte de lo que dijo tenía sentido. Me asustó.
—Es un maestro en el género, señor —dijo Culler—. Un verdadero hilador de historias. Un genio de la manipulación.
—Parece que ustedes saben mucho acerca de este hombre —dijo Lanchester con aire mordaz—. ¿Por qué no me ponen al tanto ustedes?
—Eso es precisamente lo que tenemos pensado hacer —dijo Corelli. Hizo un leve movimiento con la cabeza en dirección a los dos desconocidos que se encontraban en la sala—. Terence Martin y Gordon Wollenstein, de la fuerza de tareas de inteligencia conjunta que hemos reunido para este fin. Les he pedido que hagan un breve informe para los presentes.
Terence Martin era un hombre alto de poco más de treinta años, de aspecto seco y un deje de Maine en su acento. A juzgar por su postura rígida, era evidente que había hecho carrera militar.
—Nicholas Bryson. Hijo de George Bryson, general de una estrella del ejército de Estados Unidos antes de morir. Bryson estuvo en el 42.º Batallón Mecanizado en Corea del Norte, y más tarde sirvió en Vietnam, durante la primera fase de la contienda. Una trayectoria llena de honores en combate. Brillantes informes de idoneidad y evaluaciones de oficiales, hasta el más alto nivel. Nicholas, su único hijo, nació hace cuarenta y dos años. En aquel momento, George Bryson cambiaba de destino con regularidad, los puestos rotaban por todo el mundo. Nina Bryson, su mujer, era una pianista dotada, enseñaba música. Tranquila, sin pretensiones. Lo seguía de sitio en sitio. El pequeño Nicholas pasó su infancia en una docena de países diferentes. En cierto momento, ocho países en cuatro años: Wiesbaden, Bangkok, Marrakech, Riyad, Taipei, Madrid, Okinawa.
—Parece una receta para el aislamiento —dijo Lanchester, asintiendo ligeramente con la cabeza—. Es fácil perder la orientación en semejante caleidoscopio de culturas. Uno se vuelve sobre sí mismo, se retrae y se aparta de la gente que lo rodea.
—Sólo que aquí es donde las cosas empiezan a ponerse interesantes —intercaló cortésmente Gordon Wollenstein. Era pelirrojo y rollizo, tenía una cara muy arrugada y un aspecto ligeramente desaliñado. Sólo sus maneras tranquilas de observador sugerían un conocimiento disciplinado de la psicología. Su tesis doctoral en Berkeley sobre la nueva generación de técnicas de descripción psicológica había sido lo que primero llamó la atención de algunos expertos en la comunidad de la inteligencia americana—. Éste es un niño que, cada vez que se asienta, ha de volver a empacar. Abruptamente y casi sin previo aviso. Y sin embargo, en cada nuevo sitio adquiere un dominio perfecto de las culturas, las costumbres y la lengua de los nativos. No la base del ejército, ni la cohorte americana, sino los nativos, la gente en cuyos países vivía. Supuestamente a partir del contacto con los sirvientes de sus padres. Cuatro meses después de su llegada a Bangkok, a la edad de ocho años, hablaba tai fluidamente y sin acento. Poco después de llegar a Hannover, ninguno de sus compañeros de escuela alemanes habría dicho que era americano. Lo mismo en italiano, chino, árabe e incluso vasco, caramba. No ya las lenguas oficiales, sino las variantes locales de dialecto: la lengua del patio de recreo así como también la de las transmisiones radiales. Era como si hubiera pasado toda la vida en el sitio. Era una esponja, un camaleón humano, con una capacidad realmente asombrosa para, bueno, «hacerse nativo».
—Hemos confirmado que sus notas eran excepcionales, siempre las primeras de la clase —añadió Terence Martin. Repartió un cuadro sinóptico entre los presentes—. Inteligencia extraordinaria, capacidad atlética extraordinaria. No un fenómeno de la naturaleza, pero casi. Aun así, está claro que algo le ocurrió en la adolescencia. —Martin le hizo un gesto a Wollenstein, para que prosiguiera.
—La capacidad de adaptación es algo extraño —dijo Wollenstein—. Hablamos de «cambio de código» cuando las personas crecen multilingües, capaces sin esfuerzo de pensar y expresarse en muchas lenguas. Más problemática es la capacidad de adoptar y desechar diferentes sistemas de valores. De intercambiar un código de honor por otro. ¿Qué sucede si no hay una línea divisoria entre ser adaptable y desarraigado? Creemos que Bryson cambió a los quince años, cuando murieron sus padres. Una vez que se cortaron los lazos con aquellos valores de los padres, de modo violento, se hizo susceptible a otras influencias. Rebeldía adolescente, dirigida y manipulada por intereses hostiles a los nuestros, lo convirtieron de hecho en un hombre muy peligroso. Hablamos de un hombre que tiene mil caras. Un hombre que pudo haber cultivado motivos de queja hacia las autoridades que alguna vez gobernaron su vida. Su padre dio la vida al servicio de su nación. A un nivel prerracional, puede que hasta culpe al gobierno de Estados Unidos por la muerte de su padre. Es un hombre que nadie querría tener de enemigo.
Martin se aclaró la garganta.
—Lamentablemente, nunca nos hemos podido dar el lujo de escoger a nuestros enemigos.
—Y en este caso, parece que él nos escogió a nosotros. —Wollenstein hizo una pausa—. Un hombre cuya enorme capacidad para adaptarse a las circunstancias está al borde de lo que podría ser un trastorno de personalidad múltiple. Éstas son puras conjeturas. Pero mi equipo y yo hemos llegado a la conclusión de que la multiplicidad es la clave de Nicholas Bryson. No es como tratar con un hombre con un conjunto estable de hábitos y de rasgos. Si prefiere, considérele un consorcio de un sólo hombre.
—Es importante que usted entienda lo que nos ha estado diciendo Gordon —dijo Martin—. Todas las pruebas sugieren que se ha convertido de hecho en un hombre muy peligroso. Sabemos de su participación en algo llamado el Directorate. Sabemos que uno de sus nombres falsos es «Coleridge». Sabemos que ha recibido un entrenamiento sofisticado…
Lanchester le interrumpió.
—Ya he dicho que me habló del Directorate. Dijo que intentaría destruirlo.
—Es una estratagema clásica de desinformación —dijo Corelli—. El es el Directorate, para todos los efectos.
Terence Martin abrió un gran sobre de manila y extrajo un conjunto de fotografías que repartió entre los presentes.
—Algunas son borrosas, otras menos. Lo que ven son producto de la vigilancia desde satélites de alta resolución. Me gustaría mostrarles en particular la fotografía con la etiqueta 34-12-A. —La imagen mostraba a Nicholas Bryson a bordo de un gran buque de contenedores—. El análisis espectroscópico nos dice que Bryson sostiene un contenedor de cuarzo con «mercurio rojo», como se le llama. Un explosivo de alto poder y extremadamente eficiente. Lo inventaron los rusos. De lo peor.
—Basta con preguntarles a los buenos ciudadanos de Barcelona —dijo Corelli—. Es lo que allí se usó en la reciente explosión.
—La fotografía 34-12-B está borrosa, pero creo que alcanza para dar una idea —continuó Martin—. La tomamos con una cámara de seguridad en la estación de Lille. De nuevo Bryson. —Sostuvo en alto otra imagen, una vista aérea del paisaje a diez millas al este de Lille. Era una escena de destrucción, un amasijo de vías y vagones de tren, como los juguetes de un niño que se ha aburrido de jugar—. Otra vez, tenemos la confirmación de las pistas forenses de que el explosivo usado fue mercurio rojo. Es probable que diez centímetros cúbicos fueran suficientes. —Martin sacó otra imagen: Bryson en Ginebra—. Aquí se le ve en la calle, cerca del Temple de la Fusterie.
—Hemos averiguado que tiene una caja en un banco de Ginebra —dijo Morton Culler—. Pero fue allí por otra cosa. No lo supimos hasta hace unas horas.
—Nos enteramos cuando supimos que liberaron ántrax como arma biológica —añadió Martin—. Precisamente en la Ciudad Vieja, donde le fotografiamos. Es de suponer que tenía cómplices, pero puede ser que lo hayan sido de modo inconsciente. Él es quien lo orquestó, eso está claro.
Lanchester se reclinó en su silla, con la cara cansada.
—¿Qué trata de decirme?
—Llámelo como quiera —continuó Corelli—. Pero yo diría que su hombre es la bestia negra del terrorismo mundial.
—¿Al servicio de quién? —Aunque Lanchester tenía la vista fija más allá de su interlocutor, su voz era insistente.
—Ésa es la pregunta del millón —observó Exum, con su engañosa languidez sureña—. John y yo tenemos nuestras diferencias sobre este punto.
John Corelli miró a Martin, animándole a intervenir.
—Yo estoy aquí porque el brigadier Corelli me pidió que viniera en calidad de consejero —dijo Martin—. Pero no tengo secretos sobre cuál es mi posición. Por formidable que sea Bryson, no puede actuar por su cuenta. Propongo que lo sigamos en secreto para ver adonde nos lleva. Seguir el avispón al nido. —Sonrió y dejó ver unos dientes pequeños y blancuzcos—. Y luego encender un soplete.
—La gente de John dice que esperemos hasta que sepamos más —dijo Exum, con un tono de exquisita cortesía. Se inclinó sobre la mesa y cogió la foto del desastre del Eurostar—. Ésta es mi respuesta. —De repente, su voz se hizo más firme—. Es demasiado peligroso seguir esperando. Discúlpeme, pero esto no es una maldita feria de ciencias. No podemos tener otra masacre mientras los chicos de la NSA arman el rompecabezas. Y en esto, creo que el presidente y yo somos de la misma opinión.
—Pero supongamos que es nuestra única pista hacia una conspiración aún mayor… —comenzó a decir Corelli.
Exum resopló.
—John, Terence, tengo el mayor respeto por vuestra deportividad. Pero vosotros y los niños prodigios os olvidáis de una cosa. No hay tiempo.
Lanchester se volvió hacia Morton Culler, el as de la NSA.
—¿Usted qué dice?
—Exum tiene razón —dijo pesadamente Culler—. Déjeme ser más preciso. Bryson debe ser detenido de inmediato. Y si la detención presenta dificultades, ha de ser eliminado. Debemos despachar al escuadrón Alfa. Y hacer muy explícita su misión. No hablamos de un tío que debe dinero a la biblioteca por no haber devuelto unos libros. Hablamos de alguien que es responsable de asesinatos en masa, y que al parecer tiene un plan más ambicioso en marcha. Mientras esté vivo y ande suelto, nadie podrá bajar la guardia.
Lanchester cambió de postura, visiblemente incómodo.
—El escuadrón Alfa —dijo despacio—. Se supone que no existe.
—Pues no existe —dijo Culler—. Oficialmente, no.
Lanchester apoyó las manos en la mesa lustrosa.
—Óiganme todos, necesito saber cuán seguros están de estos análisis —dijo Lanchester—. Porque yo soy la única persona en esta sala que ha conocido a Bryson en persona. Y, debo decirlo, ésa no es la impresión que me dio. Me dio la sensación de ser un hombre de honor. —Lanchester hizo una pausa, y por algunos instantes nadie dijo nada—. Aun así, no sería la primera vez que me engañan.
—Despacharemos inmediatamente al Alfa —dijo Morton Culler, y esperó hasta que sus colegas asintieran con aprobación.
Una vez que se ventilaron los desacuerdos, se arribó a una decisión consensual. Todos comprendían el significado de aquella orden. El escuadrón Alfa estaba compuesto de asesinos entrenados, igualmente hábiles como francotiradores que en la lucha cuerpo a cuerpo. Movilizarles contra alguien era imponerle una condena a muerte casi segura.
—Santo cielo. Buscado vivo o muerto —dijo Lanchester con aire lúgubre—. Es incómodo, como si estuviéramos en el Lejano Oeste.
—Todos somos conscientes de su sensibilidad, señor —dijo Culler, con un deje de sarcasmo en su voz—. Pero ésta es la única manera de manejarlo. Hay demasiadas vidas en peligro. Le habría matado a usted en un instante si hubiera creído que le convenía a sus fines, señor. Por lo que sabemos, puede que aún lo intente.
Lanchester asintió lentamente, con aire pensativo.
—No es una decisión que pueda tomarse a la ligera. A lo mejor el haberle visto en persona ha hecho flaquear mi juicio. Y debo preocuparme porque…
—Está haciendo lo correcto, señor —dijo rápidamente Culler—. Ojalá no sea demasiado tarde.