17

El asesor presidencial para la seguridad nacional estaba sentado al otro lado de Bryson, ante la mesa de ébano de la sala de reuniones, mientras la tensión le fruncía el ceño. Richard Lanchester había escuchado absorto por más de veinte minutos el relato de Bryson, asintiendo, tomando notas, interrumpiendo apenas cuando en ocasiones necesitaba una aclaración. Las preguntas que hizo no fueron sólo pertinentes, sino también incisivas, y penetraban niveles de ambigüedad y confusión para llegar al meollo del problema. Bryson estaba impresionado por la brillantez y la inteligencia rápida de aquel hombre. Escuchaba atentamente, se concentraba con profundidad. Bryson hablaba como si estuviera haciendo un informe a un intermediario o a un funcionario a cargo del caso, exactamente como hacía con Waller después de una operación: con calma y objetividad, evaluando fríamente las probabilidades y no introduciendo jamás conjeturas que no tuvieran fundamento. Trató de proporcionarle un contexto en el cual las revelaciones tuvieran significado. Fue difícil.

Ambos hombres estaban sentados en un sitio especial y a seguro, en el centro de mando y control del secretario general de la OTAN, una habitación dentro de otra, aislada acústicamente y conocida informalmente como la «burbuja». Las paredes y el suelo eran en realidad un módulo separado de las paredes circundantes de hormigón por bloques de goma de treinta centímetros de espesor, que impedían que las vibraciones acústicas emanaran de aquella habitación. Diariamente se empleaban contramedidas de vigilancia técnica para asegurar que la burbuja siguiera siendo un sitio seguro, libre de toda filtración y dispositivo de escuchas. No había ventanas, y por lo tanto no existía el riesgo de que los reflejos de láser o microondas leyeran las vibraciones de la voz humana. Y había un elaborado sistema de reservas: un analizador de espectros que se utilizaba en todo momento para detectar vigilancia, y un analizador acústico que comparaba patrones de sonido para detectar y clasificar automáticamente cualquier dispositivo de escucha. Finalmente, había un generador de ruido acústico que funcionaba de forma constante y generaba una cortina acústica de «ruido rosa», con el objeto de neutralizar micrófonos conectados en las paredes, micrófonos de contacto o cualquier transmisor acústico ubicado en las tomas de corriente. El hecho de que Lanchester insistiera en reunirse entre las paredes excepcionalmente seguras de la burbuja era un testimonio de la seriedad con que tomaba la información urgente que le suministraba Bryson.

Lanchester levantó la vista, visiblemente conmovido.

—Lo que me está contando es absurdo, una pura locura, pero de alguna manera tiene una sombra de verdad. Digo esto porque algunos fragmentos de lo que usted me cuenta confirman precisamente lo poco que sé.

—Pero usted debe conocer la existencia del Directorate. Es director de la Junta de Asesores de Inteligencia Extranjera del presidente; yo había pensado que estaría al corriente de todo ello.

Lanchester se quitó las gafas y las limpió pensativamente con un pañuelo.

—La existencia del Directorate es uno de los secretos más impenetrables del gobierno. Poco después de ser nombrado para la Junta, me informaron al respecto, y debo decir que al principio pensé que la persona que lo hacía (uno de esos funcionarios de inteligencia, anónimos y entre bastidores, que forman parte del sistema permanente en Washington) había perdido la razón. Era una de las cosas más fantásticas y poco plausibles que había oído. Una agencia de inteligencia falsa que operaba de modo completamente invisible, sin controles, sin responsabilidad de supervisión: ¡estrafalario! Si me hubiera atrevido a plantearle la idea al presidente, me habría recluido de inmediato en el psiquiátrico de St. Elizabeth, y con razón.

—¿Qué es entonces lo que le parece tan poco plausible? ¿Se refiere a la verdadera naturaleza del Directorate, el engaño dentro del engaño?

—En realidad, no. Harry Dunne me informó hace algunos meses, cuando al parecer descubrió sólo una parte de la historia. Me dijo que, en su opinión, todos los fundadores y líderes del Directorate eran soviéticos, miembros del GRU, y que Ted Waller era un hombre llamado Gennady Rosovsky. Lo que me contó era alarmante, profundamente desconcertante, y debido al carácter de sus descubrimientos habían de protegerse al máximo: nuestro gobierno sería presa de la confusión, quedarían a la vista los puntos vulnerables de la seguridad, y se sacudirían sus propios cimientos. Es por eso que cuando usted mencionó ese nombre me llamó inmediatamente la atención.

—Pero debió de escuchar con escepticismo lo que él le contaba.

—Oh, claro, con gran escepticismo. No diré que lo pasé por alto, la trayectoria de Dunne es demasiado fuerte como para ser ignorada, pero la idea de una operación de engaño tan descomunal resulta difícil de aceptar, sinceramente. No, lo que me parece más problemático es la evaluación que usted hace de las actividades actuales del Directorate.

—Dunne le habrá mantenido informado de todo esto.

Lanchester sacudió la cabeza ligeramente, con un movimiento casi imperceptible.

—No he hablado con él en varias semanas. Si estaba elaborando este tipo de informe, en justicia debería haberme tenido al tanto. Quizás esperaba tener más datos y amasar un documento sustancial, incontrovertible.

—Usted ha de tener un modo de llegar hasta él, de localizarle.

—No guardo cartas en la manga. Haré llamadas, veré lo que puedo hacer, pero la gente no se hace humo así como así de la séptima planta de la CIA. Averiguaré si le han tomado como rehén o si ha muerto, Nick. Tengo bastante confianza en que puedo localizarle.

—La última vez que hablamos se veía preocupado por una posible infiltración en la Agencia: creía que el Directorate podría haber extendido su alcance al interior de la CIA.

Lanchester asintió.

—Yo diría que la identificación que usted le sacó al asesino potencial de Chantilly dice mucho. Siempre es posible que hayan robado el papel, o que hayan persuadido a ese hombre a pasarse de bando, que le contrataran allí. Pero he de coincidir con usted y con Dunne. No podemos desechar la posibilidad de que la CIA esté profundamente infiltrada. Volaré a Washington en unas horas, y pediré una llamada a Langley para hablar en persona con el director. Pero permítame ser descarnadamente franco con usted, Nick. Fíjese en lo que me ha contado. Una conversación oída por casualidad en el château de un traficante de armas francés, la implicación de que él y Anatoli Prishnikov estaban involucrados en la catástrofe de Lille. No dudo que sea cierto, ¿pero qué tenemos en realidad?

—La palabra de un agente de inteligencia con una experiencia de casi dos décadas —dijo Bryson con calma.

—Un agente de esta misma y extraña agencia, de la que ahora sabemos era una potencia enemiga que operaba en territorio americano contra los intereses americanos. Lamento ser tan brutal, pero así es como se ve desde fuera. Usted es un desertor, Nick. No dudo ni por un segundo de su honestidad, pero ya sabe cómo nuestro gobierno suele tratar a los desertores: con el máximo recelo. Por el amor de Dios, mire lo que le hicimos al pobre desertor Nosenko, que se abrió del KGB para advertir que los rusos planeaban el asesinato de Kennedy y que nuestra propia CIA había sido penetrada por un topo de alto rango. Le encerramos en una celda solitaria y lo interrogamos durante años. James Jesus Angleton, el entonces jefe de contraespionaje de la CIA, estaba seguro de que era una trampa soviética, un intento de manipularnos y confundirnos, y no entendió nada. No sólo no creyó al desertor más importante del KGB que tuvimos nunca —incluso después de que Nosenko pasara un detector de mentiras tras otro—, sino que lo torturó, lo quebró. Y Nosenko tenía nombres específicos de agentes, operaciones, controles. Lo que usted me está dando son rumores, conversaciones oídas por casualidad, insinuaciones.

—Le estoy dando material más que suficiente para poder actuar —le espetó Bryson.

—Nick, óigame. Óigame y entienda. Digamos que voy a ver al presidente y le digo que hay una especie de pulpo —una organización nebulosa, sin rostro, cuya existencia no puedo establecer fehacientemente y cuyos propósitos sólo puedo adivinar. Se reirán de mí en el despacho Oval, o aún peor.

—No con la credibilidad que usted tiene.

—Mi credibilidad, como usted dice, se basa en mi negativa a ser alarmista, en mi insistencia en tener las pruebas antes de actuar. Dios mío, si alguien en el Consejo de Seguridad Nacional saliera en defensa de semejantes alegaciones sin ninguna prueba, yo me pondría furioso.

—Pero usted sabe…

—Yo no sé nada. Sospechas, ideas vagas, esas tramas que creemos ver. Eso no es saber. En la jerga del derecho internacional, no constituyen prueba para una orden judicial. Es insuficiente…

—¿Propone que no hagamos nada?

—No he dicho eso. Oiga, Nick, yo creo en las reglas. La gente me reprende todo el tiempo por ser un maniático de las reglas. Pero ello no quiere decir que me cruzaré de brazos y dejaré que esos fanáticos tomen el mundo de rehén. Lo que digo es que necesito más. Necesito pruebas. Movilizaré toda la autoridad estatal que pueda reunir, pero para hacerlo necesito que venga a verme con algo.

—Maldita sea, no hay tiempo.

—¡Bryson, escúcheme! —Bryson vio la expresión de horror en la cara de Lanchester—. Necesito más. Necesito detalles. ¡Necesito saber lo que están planeando! Cuento con usted. Todos contamos.

«—Cuento con usted. Todos contamos». —La voz de Lanchester salió de la consola de sonido en la habitación a oscuras a miles de kilómetros de distancia—.

«—Bien, ¿en qué puedo ayudarle? ¿Qué recursos puedo poner a su disposición?».

La persona que estaba escuchando descolgó el teléfono y apretó un botón. Poco después se puso a hablar, en voz baja.

—Ha hecho contacto. Como lo esperábamos.

—Corresponde a su estilo, señor —dijo la voz al otro lado de la línea—. Va directamente a la cúpula. Me sorprende tan sólo que no haya tratado de chantajear o alguna otra amenaza.

—Quiero saber exactamente con quién trabaja, para quién trabaja.

—Sí, señor. Desgraciadamente, no sabemos cuál es su próximo paso.

—No se preocupe. El mundo es un sitio muy pequeño hoy en día. No puede escapar. No tiene adonde ir.

Bryson abandonó el coche de alquiler a algunas calles de Marolles y se dirigió a la pensión a pie, atento a cualquier anormalidad, a cualquier persona que despertara sospechas. No había nada fuera de lo normal, pero no tenía la mente tranquila. Demasiadas veces lo habían manipulado y engañado. Richard Lanchester no se había deshecho de él en el acto, pero tampoco había conseguido que se pusiera manos a la obra de inmediato. ¿Quería decir eso que también de él debía sospechar? La paranoia crecía sobre sí misma; Bryson sabía que de ese modo se llegaba a la locura. No, tomaría a Lanchester al pie de la letra, como un hombre que parecía genuinamente preocupado, pero que con toda razón necesitaba hechos fehacientes con los que ordenar una acción. Era un paso atrás, pero en otro sentido era también un paso adelante, porque había reclutado a un poderoso aliado. O si no era un aliado, al menos alguien capaz de escuchar.

Después de pasar delante de la mujer gorda en la recepción, Bryson bajó las escaleras al sótano, hacia el trastero. Desde afuera se veía que estaba aún cerrado; fue un alivio. Pero ya podía esperar cualquier cosa de Layla; desenfundó su arma, oculta debajo de la chaqueta, y se colocó a un lado mientras corría el pestillo en silencio, hasta que de golpe abrió la puerta de un tirón.

Ella no salió de un salto; sólo hubo silencio.

Desde donde se encontraba, vio que el trastero estaba vacío. Habían cortado la cuerda y los trozos estaban desparramados por el suelo.

Había desaparecido.

No podía haberse escapado sin ayuda. No había modo de que pudiera haber desatado los nudos o los hubiera cortado; no tenía hojas afiladas ni ninguna herramienta. Bryson se había asegurado de que así fuera.

Ahora tenía la certeza: Layla trabajaba con otros que estaban cerca.

Era probable que sus cómplices se encontraran ahora en las proximidades; sabían dónde estaba él, y si ella hubiera dudado un instante antes de abrir fuego, no lo sabrían. Por lo tanto, regresar a su habitación era imposible, un riesgo que no podía correr.

Pensó rápidamente en el contenido de su maleta, que estaba aún arriba. Había aprendido en veinte años a viajar con lo mínimo, a dar por sentado que registrarían su habitación de hotel. Por lo general, arreglaba sus cosas de tal manera que podía saber si alguien había hurgado en ellas, una información que le había sido a menudo de utilidad. Como siempre suponía que le desvalijarían la maleta, había aprendido a no dejar nada que fuera irreemplazable. Y aprendió también a separar los objetos de valor en dos categorías: los que tenían un valor monetario, y los que tenían un valor estratégico. Lo más probable era que los ladrones ocasionales, sirvientas y demás robaran los artículos de la primera categoría: dinero, joyas, pequeños aparatos electrónicos que parecieran caros. Los de la segunda categoría (cosas tales como pasaportes, verdaderos y falsos, documentos de identidad y permisos de conducir, rollos de películas, vídeos o discos de ordenador) era menos probable que fueran robados por simples ladrones, pero si los sisaban, a menudo no había modo de sustituirlos.

Por esa razón, era más probable que Bryson dejara dinero y esas cosas en su equipaje, pero que se llevara sus pasaportes falsos. Fiel a su costumbre, tenía consigo todos sus documentos, su arma y la clave criptográfica que había copiado del teléfono por satélite de Jacques Arnaud, un microchip diminuto que llevaba encima desde hacía algún tiempo. En caso de que hubiera de abandonar su habitación de hotel y no regresara más, siempre sobreviviría. Necesitaría dinero, es cierto, aunque eso podía arreglarse con relativa facilidad. Pero podría seguir adelante.

Pero ¿adónde? Ahora se hacía imposible filtrarse sencillamente en el Directorate. Conocían sus intenciones. La única estrategia que le quedaba era de frente: tratar de localizar a Elena sirviéndose de su estatus de ex marido a modo de señuelo.

Ellos no sabían qué era lo que él sabía, de qué se habría enterado por ella.

Independientemente de que la hubieran asignado a él o no, de si tenía la misión de manipularle y mantenerle a oscuras, ella podría haberle contado sin embargo cosas, sin querer, incluso adrede. Pues, por fraudulento que hubiera sido el matrimonio, él había sido su marido; y había habido, naturalmente, momentos de intimidad, períodos en los que estuvieron completamente solos.

El engaño podía también volverse contra ellos. ¿Por qué no? ¿Qué pasaría si él diera a conocer que se había enterado de cosas por Elena, deliberadamente o no, de hechos que no querrían que él supiera? ¿De cierta información que podría poner bajo seguro y usar como elemento de negociación, en manos de un abogado que debía hacerla pública en caso de que muriera?

Por allí podía conseguir algo. Un marido sabía cosas acerca de su mujer que nadie más podía saber. Ellos no podían saber cuánta información pudo haberle pasado ella, con intención o involuntariamente. Pero él usaría la incertidumbre, la ambigüedad, como una señal luminosa, un señuelo.

La manera exacta en que había de usarlo no estaba clara aún, el plan estaba verde. Pero quedaban todavía agentes con quienes había tenido breves relaciones, en Amsterdam y Copenhague, Berlín y Londres, Sierra Leona y Pyongyang. Comenzaría el proceso metódico y minucioso de contactar con ellos, o a quienesquiera de ellos cuyos nombres e información de contacto funcionaban aún, y los usaría como conductos para que le hicieran llegar un mensaje a Ted Waller.

Para ello necesitaría dinero, pero eso se podía arreglar con facilidad. Tenía sus cuentas ocultas en Luxemburgo y Gran Caimán, intactas hasta el momento; la necesidad de esconder fondos de emergencia era prácticamente un derecho consuetudinario entre los agentes del Directorate, una cuestión de supervivencia. Arreglaría las transferencias por teléfono y conseguiría los fondos que necesitaba para moverse libremente, ahora que ya no podía fiarse de la CIA.

Y entonces se pondría a contactar con antiguos colegas, sirviéndose de ellos para que difundieran la amenaza. Y una exigencia: la insistencia en un encuentro con Elena. Una condición que, de no cumplirse, tendría como consecuencia la divulgación de información que hasta entonces había mantenido en secreto. Lisa y llanamente, chantaje. Ted Waller lo entendería; era un hecho evidente para él.

Cerró la puerta del trastero y buscó otra manera de abandonar el hotel, una salida que no le obligara a pasar por recepción. Tras andar en círculos por el sótano oscuro durante unos minutos, halló una salida de servicio que parecía tener poco uso, una puerta de hierro que estaba cerrada y oxidada. Forcejeó hasta que por fin pudo mover el pomo; un instante después, la abrió de un tirón. Daba a un callejón de adoquines, estrecho y lleno de basura, por donde apenas se podía pasar y que evidentemente tenía poco uso.

Era una calle lateral, realmente poco más que un aparcamiento para residentes de los bloques de viviendas adyacentes, que daba a la avenida principal, donde se confundió entre la multitud de peatones. Su primera parada fue una tienda venida a menos, donde compró un juego totalmente nuevo de ropa, se cambió en el probador y allí dejó sus viejas prendas, para sorpresa del vendedor. También compró una mochila, una selección de otra ropa más informal, y un bolso barato para llevar en el avión.

Mientras buscaba la sucursal de un gran banco internacional, pasó delante de una tienda de productos electrónicos, con el escaparate dominado por una hilera de televisores que transmitían el mismo programa. Lo que vio le resultó de inmediato familiar: reconoció la ciudad de Ginebra; parecía un anuncio turístico de Suiza, pero luego se dio cuenta de que en realidad eran las noticias, y enseguida sintió que las piernas le flaqueaban cuando vio lo que seguía.

Era el hospital Cantonal de Ginebra. La cámara recorrió los corredores, cruzó la sala de emergencias, se metió por entre la gente en camilla y los cadáveres embolsados. La cámara atravesó una escena dantesca: cuerpos apilados y listos para ser acarreados. La leyenda decía: GINEBRA, AYER.

¿Ayer? ¿Qué catástrofe acababa de ocurrir?

Regresó a la calle, vio un kiosko de diarios y vio los titulares a toda página: GINEBRA, ÁNTRAX, EPIDEMIA, ATAQUE.

Cogió un International Herald Tribune y leyó el titular que atravesaba la parte superior de la página con un cuerpo 36:

LAS VÍCTIMAS DEL ÁNTRAX SIGUEN LLENANDO LOS HOSPITALES DE GINEBRA, MIENTRAS LAS AUTORIDADES INTERNACIONALES BUSCAN UNA RESPUESTA; SE CALCULA QUE HABRÁ UNOS MIL MUERTOS.

Atónito, leyó con horror.

GINEBRA. Una erupción repentina de ántrax se ha convertido aquí en una epidemia, mientras los hospitales de la ciudad se llenan de residentes afectados. Aproximadamente 3.000 personas han sido infectadas por la enfermedad mortal, y unas 650 han fallecido hasta este momento. Los responsables de los hospitales han instituido procedimientos de emergencia para preparar las instalaciones en vista de lo que muchos temen será una afluencia abrumadora de casos de ántrax en las próximas 48 horas. El gobierno de la ciudad ha clausurado comercios, escuelas y todas las oficinas públicas, y ha advertido a turistas y viajeros de negocios que no vengan a Ginebra hasta tanto no se determine la fuente del flagelo. El alcalde de la ciudad, Alain Prisette, ha expresado su desconcierto y su dolor, al tiempo que ha llamado a residentes y visitantes a mantener la calma.

Los pacientes empezaron a abarrotar los hospitales y clínicas en el día de ayer, antes del alba, sufriendo severos síntomas parecidos a la gripe. Hacia las cinco de la madrugada, se diagnosticaron más de doce casos de ántrax en el hospital Cantonal. Hacia el mediodía de ayer, las víctimas sumaban ya miles.

Los funcionarios de sanidad y del gobierno de la ciudad han estado trabajando sin cesar para determinar la fuente de la epidemia. Las fuentes se niegan a especular sobre informes de que un camión que atravesó la ciudad con una máquina de aerosol montada sobre el mismo, emitiendo una nube de esporas, haya sido el causante de la enfermedad mortal.

El ántrax tiene un índice de mortalidad del 90 por ciento. Una vez que se produce el contagio, la víctima presenta graves dificultades respiratorias, seguidas de un rápido comienzo de conmoción y eventualmente la muerte en un plazo de 36 horas.

Si bien el ántrax contagiado por inhalación puede ser tratado con repetidas dosis de penicilina, las autoridades observan que el personal del hospital ha de tomar medidas preventivas, o de lo contrario correrá el riesgo de contagio. Las esporas del ántrax pueden permanecer en estado de latencia durante décadas.

Mientras las autoridades suizas prosiguen con la investigación de las fuentes de la infección, los funcionarios de sanidad estiman que para el fin de la semana las víctimas se contarán por decenas de miles.

La pregunta que muchos se hacen es: ¿por qué? ¿Por qué se escogió a Ginebra como objetivo, y cómo sucedió? Las conjeturas se centran en el hecho de que Ginebra es la sede central de una cantidad de poderosas organizaciones internacionales, que incluyen la Organización Mundial de la Salud. El alcalde se ha negado a comentar los extendidos rumores de que la epidemia haya sido causada por un arma biológica esgrimida por una organización terrorista desconocida, que habría estado planeando el ataque durante semanas, si no meses.

Bryson levantó la vista del periódico, tenía el rostro pálido. Si el informe era fidedigno, y no había motivos para creer que no lo fuese, había tenido lugar un ataque con armas biológicas en Ginebra mientras él se encontraba allí, o inmediatamente después. Un avión americano que explota en el aire… el tren Eurostar que explota en Lille… una bomba que detona en el metro de Washington en la hora punta de la mañana…

Creía ver una trama terrorista, con frecuencia cada vez mayor, y cuyos rasgos distintivos se hacían evidentes. Cada atentado pretendía incitar al caos, provocar masivas lesiones en la gente y hacer que cunda el miedo. Eran paradigmas clásicos del terrorismo, salvo por un aspecto:

Nadie había reivindicado los atentados.

Era habitual, aunque no inevitable, que los terroristas reconocieran su responsabilidad en los hechos y dieran su justificación. De otro modo, el incidente no tenía más propósito que la desmoralización fortuita.

Como Bryson sabía que el Directorate estaba detrás del atentado de Lille, no era de ninguna manera imposible que el Directorate hubiera jugado un papel en el ataque de Ginebra. En efecto, era incluso probable.

¿Pero por qué?

¿Cuál era el objetivo? ¿Qué esperaba obtener el Directorate con ello? ¿Por qué una conspiración de ciudadanos extremadamente poderosos se aunaba para instigar una ola de terror en diversas partes del mundo? ¿Con qué fin?

Bryson ya no aceptaba la teoría de que los traficantes de armas estuviesen tratando de crear una demanda artificial para sus productos. Las Uzis no servían de nada contra una epidemia de ántrax. Había algo más; había otra trama, otra lógica. ¿Pero cuál?

Él acababa de venir de Ginebra, había estado muy cerca de Lille pocos días antes. En ambos casos, había estado allí. Es verdad que había ido a Ginebra debido a un informe según el cual Jan Vansina, un agente del Directorate, se encontraba allí. Había ido a Chantilly (no a Lille, pero cerca) para seguir una pista sobre las actividades de Jacques Arnaud.

¿Era posible que le estuviesen tendiendo una trampa? Con los atentados terroristas en sitios que acababa de visitar, ¿lo vincularían a él de algún modo por haberse hallado en las proximidades?

Pensó en Harry Dunne y en cómo insistió para que fuera a ver a Jan Vansina a Ginebra. En ese caso, Dunne le había animado a ir; podía ser que Dunne estuviera detrás de aquella trampa. ¿Pero Chantilly? Dunne no lo sabía por adelantado…

Layla, sí. En ese caso, fue Layla quien le habló del château de Arnaud en Chantilly. Al principio se había negado a llevarle con ella, o había fingido que se negaba; pero era sin duda ella la que le habló de Chantilly. En efecto, le había mostrado la capa roja al toro.

Harry Dunne le había animado a ir a Ginebra; Layla le había inducido sutilmente a ir a Chantilly. En ambos sitios, inmediatamente después se habían producido atentados terroristas. ¿Era posible que Dunne y Layla hayan trabajado juntos, ambos al servicio del Directorate, para manipularle, para tenderle una trampa y hacerle responsable de una serie de ataques devastadores?

Por Dios, ¿cuál era la verdad?

Dobló el periódico para llevárselo, y fue entonces cuando vio un pequeño artículo, acompañado de una foto igualmente pequeña. Fue la fotografía lo que primero le llamó la atención.

Bryson reconoció enseguida la cara: era el hombre de mejillas rojizas que había visto salir de la oficina privada de Jacques Arnaud, en el château de Chantilly. Anatoli Prishnikov, presidente y director general de Nortek, el gigantesco conglomerado ruso.

«Arnaud anuncia una fusión de empresas», decía el titular. El imperio corporativo de vasto alcance de Jacques Arnaud había anunciado una fusión con el conglomerado ruso, lo cual en sí representaba la consolidación de una cantidad de industrias que antiguamente pertenecían a las Fuerzas Armadas soviéticas.

La naturaleza de la fusión no se especificaba, pero el artículo comentaba la presencia creciente de Nortek en el mercado europeo, y mencionaba su papel en una ola de fusiones en la industria electrónica. Empezaba a aclararse la trama, ¿pero qué era exactamente? Una fusión a nivel mundial de las grandes corporaciones, cada una de las cuales era, o podía ser, un contratista para defensa.

Y bajo el control del Directorate, si su información era cierta. ¿Significaba eso que el Directorate estaba intentando tomar el control de los sistemas de defensa de las mayores potencias mundiales? ¿Podría ser eso lo que tanto temía Harry Dunne?

¿Había maniobrado Dunne para tenderle una trampa y hacerle responsable? ¿O acaso era el mismo Dunne (si es que aún estaba con vida) quien había caído en la trampa?

Ahora, por lo menos, estaba claro adonde tendría que ir para buscar la respuesta.

Había una tienda de accesorios para teatro en la rué d’Argent, dos manzanas al norte del Theatre de la Monnaie, y Bryson compró allí varias cosas. Luego entró a una sucursal de un banco internacional, donde inició una secuencia de transferencias desde su cuenta en Luxemburgo. Al caer la tarde había reunido, si descontaba las comisiones de transferencia, casi cien mil dólares, en su mayor parte en moneda americana, pero también en diversas monedas europeas.

Se detuvo en una agencia de viajes y compró un asiento de última hora en un vuelo chárter. Después fue a una tienda de deportes y compró algunos artículos más.

Al día siguiente, un avión arrendado y decrépito de Aeroflot partió del aeropuerto Zaventem; los pasajeros formaban un grupo variopinto y bullicioso de mochileros, que habían pagado precios irrisorios por un paquete de gira por Rusia, «Noches de Moscú»: tres noches y cuatro días en Moscú, seguidos de un tren nocturno a San Petersburgo, donde pasarían dos noches y tres días. Los hoteles no eran caros, lo cual era un eufemismo porque también eran sórdidos, y todas las comidas estaban incluidas, lo cual tampoco era necesariamente una ventaja.

Uno de los mochileros era un hombre de mediana edad, llevaba traje verde de faena y una gorra de béisbol, y tenía una tupida barba castaña. Viajaba solo pero participaba de la hilaridad general. Los amigos que acababa de hacer le conocían como Mitch Borowsky, un contable de Quebec que había dado la vuelta al mundo con una mochila, y que se hallaba en Bruselas cuando sintió la necesidad de ir a Moscú. Tuvo suerte de encontrar uno de los últimos asientos libres del vuelo chárter. Fue una decisión de último momento, explicó a sus nuevos camaradas, pero a Mitch Borowsky le gustaba hacer las cosas en el último momento.