16

La pensión estaba en una zona sórdida de Bruselas, los Marolles, un refugio para pobres y desheredados de la ciudad. Muchos de los edificios del siglo XVII se venían abajo, derrumbándose poco a poco. Los residentes empobrecidos de los bloques de viviendas eran en su mayoría inmigrantes de la zona del Mediterráneo, muchos de ellos magrebíes. Una mujer magrebí, gorda y recelosa, era la dueña de la pensión La Samaritaine, y estaba sentada con aire sombrío detrás de un escritorio, en la pocilga oscura y maloliente que era el vestíbulo del hotel. Su clientela habitual eran viajeros de paso, pequeños delincuentes e inmigrantes desahuciados; y consideró a aquel hombre de aspecto demasiado respetable, que llegaba en mitad de la noche con casi nada de equipaje y bien vestido, como particularmente fuera de sitio, y por lo tanto sospechoso.

Bryson había llegado en tren a la Gare du Nord, y en un bar que estaba de camino había cenado algo rápido a última hora, unas moules et frites poco suculentas y una cerveza aguada. Le preguntó a la adusta propietaria por el número de habitación en que su amiga, creía, se había registrado aquella noche. Ella alzó las cejas con aire de insinuación y divulgó el número con una sonrisa desdeñosa.

Layla había llegado unas horas antes al aeropuerto Zaventem, en un vuelo de Sabena, tras comprar su billete en el último momento. Si bien era pasada la medianoche, y Bryson esperaba que ella estuviera tan exhausta como lo estaba él, notó que había un haz de luz que pasaba por una rendija que había entre la puerta y la asquerosa alfombra, y se anunció. La habitación de ella era tan deprimente y lóbrega como la suya.

Layla sirvió dos copas de whisky solo de una botella que había comprado cerca de Vieux Marché.

—Dime, ¿quién es este «hombre honesto» de Washington que quieres ver aquí? —Y añadió con aire travieso—: No será alguien de tu CIA, a menos que hayas encontrado a alguien honesto en Langley. Las magulladuras que tenía en la cara tras el forcejeo con Jan Vansina estaban moradas y no se veían bien.

Bryson bebió un sorbo y se sentó en un sillón desvencijado.

—Nadie de la Agencia.

—¿Entonces?

Negó con la cabeza.

—Aún no.

—¿Aún no qué?

—Te contaré todo cuando llegue el momento. Ahora no.

Layla se sentó en un sillón que no hacía juego con el de Bryson, pero que estaba igualmente desvencijado, al otro extremo de una mesita cuya chapa de madera estaba levantada, y apoyó su vaso.

—Estás ocultándome algo, me lo sigues ocultando, caramba, y ése no era el trato.

—No había trato, Layla.

—¿De veras pensaste que te seguiría a ciegas, en una misión que no entiendo? —Estaba enfadada, y no era por el alcohol ni el cansancio.

—No, claro que no —dijo él fatigosamente—. Todo lo contrario, Layla. No sólo no te pedí ayuda, sino que traté de disuadirte para que te fueras. No porque pensara que no serías de ayuda (de hecho has estado extraordinaria, has sido valiosísima), sino porque yo no podía asumir la responsabilidad de poner tu vida en peligro del mismo modo que pongo la mía. Pero esta batalla he de pelearla yo, es mi misión. Si hay una ganancia colateral para ti, si lo que acabemos por descubrir te sirve de algo, tanto mejor.

—Eres tan duro de corazón.

—Tal vez lo sea. Quizá tenga que serlo.

—Pero tienes también un lado amable y afectuoso. Eso es lo que siento.

Bryson no respondió.

—Además creo que has estado casado.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te hace pensar eso?

—Es cierto, ¿no?

—Sí —admitió él—. ¿Pero por qué lo dices?

—Por la manera en que te comportas conmigo, por cómo te comportas con las mujeres. Estás receloso, claro; después de todo, no me conoces. Pero al mismo tiempo te sientes cómodo conmigo, ¿no?

Bryson sonrió, divertido, pero no dijo nada.

—Pienso que la mayoría de los hombres en nuestra… —continuó ella— en nuestra profesión, no se sienten seguros de cómo tratar a las agentes. O bien estamos castradas, no tenemos sexo, o somos una conquista amorosa en potencia. Tú pareces darte cuenta de que es más complejo que eso; que una mujer, al igual que un hombre, puede ser ambas cosas, o ninguna, o algo totalmente distinto.

—Parece un enigma.

—No quiero que lo sea. Sólo creo… pues, supongo que lo que quiero decir es que somos hombre y mujer… —Inclinó el vaso hacia él, a modo de saludo.

Él comprendió adonde apuntaba ella, pero hizo ver que no la captaba. Era una mujer extraordinaria, y la verdad era que se sentía fuertemente atraído hacia ella, cada vez más, a medida que transcurría más tiempo a su lado. Pero dar rienda suelta a la atracción habría sido egoísta, habría creado expectativas que él no quería cumplir, que no podía cumplir, hasta que por fin entendiera qué había ocurrido entre Elena y él. El placer físico podía ser considerable, pero sería transitorio, fugaz; y sólo acabaría por confundirlos, por alterar su relación, por introducir un factor desestabilizante.

—Parece que hablas por experiencia —dijo él—. De cómo algunos hombres no entienden a las mujeres que hacen el tipo de trabajo que tú haces. Tu marido (dijiste que te habías casado con un soldado israelí) ¿era uno de los hombres que no entendía?

—Yo era una persona diferente entonces. Ni siquiera una joven. Era una niña, no había crecido del todo.

—¿Fue su muerte lo que te hizo cambiar? —preguntó Bryson con ternura.

—Y la muerte de mi padre, si bien nunca lo conocí. —Se puso pensativa, y bebió otro trago de whisky. Él asintió.

Luego Layla agachó la cabeza y dijo:

—Yaron, mi marido, estaba destinado en Kiryat Shmona durante la intifada, para ayudar a defender la aldea. Un día, la Fuerza Aérea israelí lanzó un ataque con misiles a una base terrorista de Hezbollah en el valle de la Bekaa, no muy lejos de donde yo crecí, y por accidente mataron a una madre y a sus cinco hijos. Fue una pesadilla. Hezbollah tomó represalias, por supuesto, y lanzó sus misiles Katyusha sobre Kiryat Shmona. Yaron estaba ayudando a los aldeanos a protegerse en los refugios antiaéreos. Uno de los cohetes lo alcanzó y le incineró el cuerpo hasta volverlo irreconocible. —Levantó la vista, con lágrimas en los ojos—. Ahora dime, ¿quién tenía razón? ¿Hezbollah, cuya única misión al parecer es matar a tantos soldados israelíes como puedan? ¿O la Fuerza Aérea israelí, que estaba tan decidida a eliminar un campo de Hezbollah que no les importó matar a inocentes?

—Tú conocías a la madre que murió junto a sus cinco hijos, ¿no es cierto? —dijo Bryson con suavidad.

Ella asintió, hasta que por fin perdió la compostura y se mordió los labios, al tiempo que le caían las lágrimas.

—Era mi hermana, mi… mi hermana mayor. Mis sobrinitos y sobrinitas. —Por un momento, no pudo continuar. Luego dijo—: Ves, los culpables no son siempre los hombres que disparan los Katyushas. A veces son los hombres que suministran los Katyushas. O los hombres que están en sus búnkers con los mapas y planean el ataque. Un hombre como Jacques Arnaud, que controla la mitad de la Asamblea Nacional Francesa y se hace rico vendiendo a los terroristas, a los locos, a los fanáticos del mundo entero. Conque quiero que sepas que cuando por fin te decidas a fiarte de mí, cuando por fin me cuentes por qué arriesgas tu vida y qué es lo que esperas encontrar… Quiero que sepas a quién has de contárselo. —Luego se puso de pie y le dio un beso en la mejilla—. Y ahora me voy a dormir.

Bryson regresó a su habitación, los pensamientos se sucedían a un ritmo febril. Era vital ver a Richard Lanchester lo antes posible; por la mañana, empezaría a llamar por teléfono para hablar con el asesor de seguridad nacional. Se daba cuenta de que aún tenía muy poca información, y muy poco tiempo. Ahora que Harry Dunne había desaparecido, cualquiera que fuese la causa, Lanchester era la única persona en el gobierno con el poder y la independencia intelectual para hacer algo contra el poder del Directorate que se extendía como una metástasis. A pesar de que Bryson nunca le había visto, conocía su biografía esencial: Lanchester había hecho millones en Wall Street, pero renunció a los negocios cuando tenía poco más de cuarenta años para hacer carrera en el servicio público. Había dirigido la exitosa campaña presidencial de su amigo Malcolm Davis, y como retribución éste le había nombrado asesor para la seguridad nacional, donde no tardó en destacarse. Su probidad y su inteligencia hicieron de él algo anómalo frente al exhibicionismo y la corrupción que caracterizaba a la clase política; era célebre por ser equitativo y de una brillantez afable y sin pretensiones.

Según el artículo del diario sobre la matanza de Lille, Lanchester se hallaba de visita en Bruselas para lo que se decía era una visita en gran parte ceremonial a SHAPE, el Supremo Cuartel General de las Potencias Aliadas de Europa; allí se reuniría con el secretario general de la OTAN.

No iba a ser fácil llegar a Lanchester, menos aún en los alrededores del cuartel general de la OTAN.

Pero tenía que haber un modo.

Poco después de las cinco de la mañana, después de pasar una noche tensa y sin reposo, marcada por la cacofonía incesante del tráfico y los gritos de los juerguistas nocturnos, Bryson se despertó, se dio un baño de agua fría, dado que no parecía haber agua caliente, y trazó un plan.

Se vistió deprisa, salió a la calle, encontró un kiosko de diarios que estaba abierto toda la noche y que vendía una buena selección de periódicos y revistas internacionales, sobre todo prensa europea. Como se lo esperaba, muchos diarios, desde el International Herald Tribune hasta el The Times de Londres, y desde Le Monde y Le Figaro al Die Welt, publicaban una amplia cobertura del ataque en Lille. Muchos de ellos citaban a Richard Lanchester, y casi siempre era la misma cita; algunos incluían largas entrevistas suplementarias con el asesor de la Casa Blanca. Bryson compró un montón de periódicos y se los llevó a un bar, pidió varias tazas de café negro y empezó a hojear los artículos, al tiempo que marcaba los puntos de interés con un bolígrafo.

Varios diarios no sólo mencionaban a Lanchester, sino a su portavoz, que era a su vez el portavoz del Consejo de Seguridad Nacional, un hombre llamado Howard Lewin. Lewin también se encontraba en Bruselas, acompañando a su jefe y a la delegación de la Casa Blanca en su visita al cuartel general de la OTAN.

Los portavoces de prensa como Howard Lewin habían de estar disponibles a toda hora para responder a preguntas urgentes de los periodistas. Bryson regresó al hotel y llamó al portavoz desde su habitación; consiguió hablar con el portavoz al primer intento.

—Señor Lewin, no creo que hayamos hablado antes —dijo Bryson con tono urgente y cortado—. Soy Jim Goddard, jefe de la oficina europea del The Washington Post, y siento molestarle a esta hora de la mañana, pero tenemos una cuestión urgente en nuestras manos y necesitaré su ayuda.

Lewin le prestó atención de inmediato.

—Por supuesto, hmm, Jim… ¿qué pasa?

—Quiero darle un aviso. Estamos a punto de sacar una nota completa y fuera de lo común en primera plana sobre Richard Lanchester. Titulares a toda página, no falta nada. Me temo que no os hará muy felices. De hecho, déjeme ser franco con usted, puede que aquí termine la carrera de Lanchester. Es un material devastador: la culminación de una investigación que ha llevado tres meses.

—¡Coño! ¿De qué diablos está usted hablando?

—Eh, señor Lewin, debo decirle que he recibido mucha presión desde arriba para que saque la nota cuanto antes, y para que no hable con nadie antes de que se publique, pero personalmente, creo que será muy dañino no sólo para Lanchester, sino también para la seguridad nacional, y yo… —Bryson se interrumpió un instante para que sus palabras hicieran mella. Luego ofreció una salvación, que el portavoz no tenía más remedio que aceptar—: Quería darle a su jefe la oportunidad de por lo menos responder a estas acusaciones, quizás incluso, diablos, demorar la publicación; estoy tratando de que mis sentimientos personales, mi admiración por él, no interfieran en mi responsabilidad en esta sala de redacción, y quizá no debería haber hecho esta llamada, pero si consigo que el gran hombre se ponga al teléfono, tal vez pueda limar la cosa…

—¿Tiene idea de la hora que es en Bruselas? —tartamudeó Lewin—. Este… este aviso de último momento, es una maldita trampa, es completamente irresponsable por parte del The Post

—Vea, señor Lewin, lo dejaré a su criterio, pero quiero que quede absolutamente claro que le he dado la oportunidad de apagar este fuego, que ahora será un problema de su conciencia… espere un momento —Bryson gritó en otra dirección, como a un colega imaginario—: ¡No, esa foto no, el primer plano de Lanchester, idiota! —Y luego volvió a hablar al teléfono—: Pero dígale a su jefe que ha de llamarme a este número de móvil en los próximos diez minutos o sacamos la nota, incluyendo la frase «El señor Lanchester se ha negado a hacer declaraciones», ¿queda claro? Dígale a Lanchester, y le aconsejo que use exactamente estas palabras, que lo peor de la nota tiene que ver con su relación con un funcionario ruso llamado Gennady Rosovsky, lo ha entendido?

—¿Gennady… qué?

—Gennady Rosovsky —repitió Bryson, que enseguida le dio su número de móvil en Washington, y que no dejaría ver que se encontraba en Bruselas—. ¡Diez minutos!

El teléfono de Bryson sonó apenas noventa segundos más tarde.

Bryson reconoció de inmediato la voz cultivada de barítono y el acento de la costa Este.

—Habla Richard Lanchester —dijo el asesor para la seguridad nacional en un tono casi frenético—. ¿Qué demonios ocurre aquí?

—Supongo que su portavoz le ha puesto al tanto de la nota que vamos a sacar.

—Ha mencionado un nombre ruso que no he oído nunca: Gennady no sé qué. ¿De qué se trata todo esto, señor Goddard?

—Usted conoce muy bien el verdadero nombre de Ted Waller, señor Lancaster…

—¿Quién diablos es Ted Waller? Pero ¿qué es esto?

—Debemos hablar, señor Lanchester. De inmediato.

—¡Pues hable, entonces! Aquí me tiene. ¿Qué se trae el Post entre manos, sacarme el pellejo? ¡Goddard, yo no le conozco, pero estoy seguro de que se da cuenta que tengo el número privado de su editor, que nos frecuentamos y que no dudaré un instante en llamarle!

—Hemos de hablar en persona, no por teléfono. Estoy en Bruselas; puedo verle en el cuartel general de SHAPE en Mons en una hora. Quiero que antes llame al puesto de seguridad en la puerta de acceso, para que yo pueda entrar, así tendremos una charla íntima.

—¿Que está en Bruselas? ¡Pero creí que estaba en Washington! ¿Qué diablos…?

—Una hora, señor Lanchester. Y le sugiero que no haga una sola llamada desde ahora y hasta el momento que yo llegue.

Llamó suavemente a la puerta de Layla. Le abrió enseguida; ya estaba vestida, recién bañada, con fragancia a champú y jabón.

—Pasé por tu habitación hace unos minutos —dijo cuando él entró—. Oí que estabas hablando por teléfono. No, no me lo digas, tampoco preguntaré; ya sé: «cuando llegue el momento».

Bryson se sentó en el mismo sillón desvencijado en que se había sentado la noche antes.

—Pues creo, Layla, que ha llegado el momento —dijo, y sintió de inmediato que empezaba a sacarse un peso de encima, era una sensación casi física, de poder por fin respirar hondo después de tanto tiempo sin oxígeno—. Debo contarte esto porque voy a necesitar tu ayuda, y estoy seguro de que tratarán de deshacerse de mí.

—¿Quién? —ella le tocó un brazo con su mano—. ¿Qué me vas a contar?

Escogió las palabras con cuidado, le contó cosas que no le había contado a nadie, salvo al subdirector de la CIA, Harry Dunne, que ahora estaba desaparecido. Le confió que tan sólo tenía una misión, que era infiltrarse, para luego destruirla, en una organización oscura que muy pocos conocían por el nombre del Directorate; y le contó que su última esperanza era conseguir el apoyo de Richard Lanchester.

Layla le escuchó, con los ojos abiertos y sin perderse detalle; luego se puso de pie y empezó a pasearse por la habitación.

—Creo que no comprendo del todo. No es una agencia americana: ¿es internacional, multilateral?

—Es una forma de verlo. Cuando yo trabajaba para ellos, tenían la sede en Washington, pero al parecer han mudado su cuartel general. A dónde, lo ignoro.

—¿Qué dices, que han desaparecido?

—Algo por el estilo.

—¡Imposible! Una agencia de inteligencia es como cualquier otra burocracia: tiene números de teléfono, faxes, ordenadores, por no hablar de los empleados. ¡Es como intentar ocultar un elefante en medio de una habitación!

—El Directorate, cuando trabajaba para ellos, era ágil, magro, delgado. Y hábil en diversas formas de camuflaje. A la manera de la CIA cuando simula que sus filiales son empresas privadas de aspecto benigno, o de los soviéticos cuando creaban las llamadas aldeas Potemkin, que eran frentes falsos, y convertían sus instalaciones de armas biológicas en fábricas de detergente y hasta en universidades.

Ella sacudió la cabeza con aire pensativo sin dar crédito a lo que oía.

—¿Y quieres decir que compiten con la CIA, el MI-6, el Mossad y la Sûreté? ¿Y con la información de las otras agencias?

—No, no tiene nada que ver con eso. A sus miembros se les da a entender que realizan operaciones que a muchas agencias convencionales no se les permite realizar, ya sea por principio o por política del gobierno.

Layla asintió, sin sonreír.

—Pero ¿al mismo tiempo son capaces de mantener en secreto su propia existencia? ¿Cómo puede ser? La gente cotillea, las secretarias tienen amigos… hay comités de control en el Congreso…

Se dirigió a la cómoda y visiblemente turbada, empezó a hurgar en su pequeña bolsa de cuero negro, rebuscó en su interior y por fin sacó el lápiz de labios. Se aplicó un poco de color, se limpió los labios con un pañuelo de papel y volvió a guardar el lápiz.

—¡Pero eso es lo más ingenioso! Gracias a una compartimentación extrema y a un esmerado reclutamiento, los miembros se eligen con cuidado, provienen de todas partes del mundo, sus orígenes son especialmente favorables para este tipo de trabajo, para mantener un código de silencio. La compartimentación asegura que ningún agente llega jamás a conocer a otro más que fugazmente; nunca nadie trabaja con más de un intermediario. El mío era una leyenda en la agencia, uno de sus fundadores, un hombre llamado Ted Waller. Un hombre al que llegué a idolatrar —agregó arrepentido.

—¡Pero seguro que el presidente ha de estar al tanto!

—A decir verdad, no tengo idea. Creo que siempre se ocultó la existencia del Directorate a quien ocupase el despacho Oval. En parte para proteger al presidente de saber demasiado sobre los trabajos sucios y otros asuntos sórdidos, para proveerle de una capacidad plausible al rechazar acusaciones. Ése es el procedimiento corriente de los servicios de inteligencia en todo el mundo. Estoy seguro de que es porque la comunidad permanente de las agencias de inteligencia consideran al presidente un mero inquilino de la Casa Blanca. Uno que alquila. Se muda por cuatro años, quizás ocho con suerte, se compra una porcelana nueva, redecora, contrata y despide, da un montón de discursos, y luego se marcha. Mientras que los espías se quedan. Ellos son quienes permanecen en Washington, los verdaderos herederos.

—¿Y tú crees que la única persona en el gobierno que con más probabilidad sepa algo de sus actividades es el director de la Junta de Asesores para Inteligencia Extranjera del presidente? ¿El grupo que se reúne en secreto para supervisar a la NSA, la CIA y las demás agencias de espionaje americanas?

—Así es.

—¿Y el director de esa supervisión del espionaje es Richard Lanchester?

—Exactamente.

—¿Ésa es la razón por la que quieres reunirte con él?

—Así es.

—Pero ¿por qué? —gritó—. ¿Para decirle qué?

—Para decirle lo que sé acerca del Directorate, sobre lo que creo que se propone. Ésta era la gran cuestión, el motivo por el que me fueron a buscar a mi retiro: ¿quién controla ahora el Directorate? ¿Qué está haciendo realmente?

—¿Y tú crees que tienes las respuestas? —Ella parecía beligerante, casi abiertamente en contra.

—No, claro que no. Tengo teorías, que se apoyan en pruebas.

—¿Qué pruebas? ¡No tienes nada!

—¿Con quién estás, Layla?

—¡Contigo! —gritó—. Quiero protegerte, y pienso que estás cometiendo un error.

—¿Un error?

—Vas a ver a este Lanchester con… con volutas de nada, con acusaciones descabelladas: te echará en el acto. ¡Pensará que estás loco!

—Es muy posible —concedió Bryson—. Pero es mi deber hacerle pensar de otro modo, y creo que podré.

—¿Y qué te hace pensar que puedes fiarte de él?

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—¡Podría ser uno de los enemigos, uno de los que mienten! ¿Cómo puedes estar seguro de que no lo es?

—Ya no estoy seguro de nada, Layla. Siento que estoy en un laberinto, que estoy perdido. Ya no sé dónde estoy, ni quién soy.

—¿Qué te hace estar tan seguro de que puedes creer lo que te dijo el de la CIA? ¿Qué te hace estar tan seguro de que no es uno de ellos?

—¡Pero si no estoy seguro, ya te lo he dicho! No es una cuestión de certezas, es una cuestión de cálculo, de probabilidades.

—Entonces, ¿le creíste cuando te contó que habían matado a tus padres?

—Mi madrastra, la mujer que me cuidó después de que murieron mis padres, de alguna manera lo ha confirmado, aunque está enferma, creo que es Alzheimer, le falla la memoria. El hecho es que las únicas personas que saben la verdad son las personas que trato desesperadamente de encontrar: Ted Waller y Elena.

—Elena es tu ex mujer.

—Oficialmente, no. Nunca nos divorciamos. Desapareció. Supongo que se diría que estamos separados.

—Ella te abandonó.

Bryson suspiró.

—No sé lo que ocurrió. Ojalá lo supiera; realmente quiero saberlo.

—¿Desapareció así como así, nunca volvió a ponerse en contacto contigo? ¿Un día aquí, otro día allí?

—Sí.

Ella sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

—Sin embargo, creo que aún la amas.

Él asintió.

—Es que… es que es tan difícil para mí pensar con claridad sobre ella, saber qué debo creer. ¿Me amó alguna vez, o simplemente me la asignaron? ¿Huyó de mí por desesperación, o por miedo, o porque la obligaron? ¿Cuál es la verdad, dónde está la verdad?

¿Acaso su misión secreta a Bucarest se habría vuelto contra él? ¿Habrían alcanzado los barredores a Elena y la habrían hecho esconderse en alguna parte? Pero de ser así, ¿no le habría dejado alguna explicación de sus acciones? Otra posibilidad: ¿habría descubierto de algún modo que le había mentido sobre aquel fin de semana? ¿Se habría enterado de que no había estado en Barcelona? Era posible que se sintiera engañada, traicionada, ¿pero acaso eso la haría marcharse realmente sin discutirlo con él primero?

—¿Y de alguna manera crees que te enterarás de la verdad si vuelas de un lado a otro, en busca de agentes del Directorate? ¡Es una locura!

—Layla, una vez que la pista de las avispas me lleve al nido, no tendrán escapatoria. Han de saber que tengo toda la información sobre ellos. Tengo los datos detallados de las operaciones que se remontan a veinte años atrás, transgresiones de prácticamente todas las leyes nacionales e internacionales.

—¿Y tú vas a presentarle todo eso a Richard Lanchester, y esperas que lo dé a conocer y le ponga fin?

—Si es tan buen hombre como dice la gente, eso será exactamente lo que haga.

—¿Y si no? —Bryson se quedó callado; ella continuó—. Llevarás un arma.

—Por supuesto.

—¿Dónde está? No la llevas encima.

Él levantó la vista, desconcertado. Layla tenía una mirada rápida y penetrante.

—Está en mi equipaje, desarmada aún, así no tenía problemas para pasar por seguridad en el aeropuerto.

—Pues vale —dijo ella, que sacó una pistola de su bolsa, la Heckler & Koch USP compacta de 45 mm.

—Gracias, pero llevaré mi Beretta. —Y sonrió—. Pero claro, si aún tienes esa Desert Eagle de 50 mm…

—No, Nick, lo siento.

—¿Nick?

Sintió un vacío en el pecho; conocía su verdadero nombre, aunque era la primera vez que lo pronunciaba y él nunca se lo hubiera dicho. Santo cielo, ¿qué más sabría ella?

Ella le apuntaba desde el centro de la habitación. Le llevó un instante darse cuenta de lo que ocurría. Se quedó paralizado en el sillón, ya no reaccionaba en una fracción de segundo, entumecido por el asombro.

Ella tenía los ojos tristes.

—No puedo dejar que veas a Lanchester, Nick. De veras lo siento, pero no puedo.

—¿Qué demonios estás haciendo? —inquirió.

—Mi trabajo. No nos has dejado alternativa. Nunca pensé que llegaríamos a esto.

Sintió como si la habitación se hubiera vaciado de aire. Se le puso frío el cuerpo; la conmoción le afectaba las entrañas.

—No —dijo con voz ronca, mientras el sillón en que estaba sentado empezó a dar vueltas lentamente a un millón de kilómetros de allí—. Tú no. También te tienen a ti. ¿Cuándo te…?

Y saltó del sillón con la fuerza de un muelle enroscado y se abalanzó sobre ella con una velocidad que la sorprendió, y por instinto reculó para prepararse y recobrar su guardia, en un ínfimo instante en el cual perdió su feroz concentración. Disparó mientras perdía el equilibrio, y la explosión retumbó en la pequeña habitación, ensordecedora como un golpe seco. Bryson sintió que el proyectil le zumbó junto a la mejilla izquierda, la pólvora le abrasó el rostro y la sien, oyó cómo el cartucho caía escupido al suelo, y casi al mismo tiempo él saltó por el aire, la derribó e hizo que la pistola cayera con gran estrépito al suelo.

Pero ya no era la mujer que él creía conocer; se había transformado en una tigresa, en un depredador de la selva con los ojos embravecidos y sedientos de sangre. Layla se encabritó, y con la mano derecha, que era ahora una rígida garra, le apretó el cuello, al tiempo que con el codo izquierdo le golpeaba en el plexo solar para quitarle el aire.

Aun así, él consiguió levantarse y le arrojó un puñetazo, pero de repente ella se agachó y lo esquivó, tras lo cual su hombro derecho quedó bajo la axila derecha de él, y así ella le rodeó el cuello con su brazo derecho, y dando un fuerte bramido cogió su propio bíceps izquierdo y lo atrajo hacia ella, de manera que asfixiaba a Bryson.

Él había luchado mano a mano con algunos de los asesinos mejor entrenados, más feroces y peligrosos del mundo, pero ella pertenecía enteramente a otra clase. Tenía una fuerza brutal, era incansable como una máquina, y luchaba con una fiereza que no había visto nunca. De algún modo él logró librarse del gancho que le apretaba la cabeza, se incorporó de nuevo y le arrojó un golpe, pero ella brincó hacia atrás, contuvo el golpe con el brazo izquierdo, luego se agachó de repente y casi desde el suelo le dio un puñetazo en el estómago, mientras se protegía el rostro con la mano izquierda.

Bryson jadeaba, intentó cogerla por el cartílago de la garganta, pero ella fue demasiado veloz: le dio una potente patada en la rodilla derecha, tras lo cual Bryson se hundió. Layla le golpeó la nuca con el codo y a punto estuvo de derribarlo, pero él hizo un supremo esfuerzo por sobreponerse al dolor, reunió todas sus fuerzas al servicio de las técnicas de combate que había aprendido hacía ya décadas, y que ahora retornaban como antiguos reflejos.

Saltó bruscamente para esquivarla, luego se lanzó hacia ella de frente, con todo el peso de su cuerpo, al tiempo que le disparaba un golpe con la izquierda en el riñón derecho. Ella dio un grito, un alarido a voz en cuello, no de dolor sino de rabia. Se levantó en el aire y, girando sobre sí misma, estiró la pierna derecha y la sacudió contra su abdomen con fuerza demoledora. Bryson gimió; ella aterrizó con la pierna derecha adelantada y le golpeó con un revés de derecha en la cara, con un impacto como de acero; después, cogiéndole de los hombros, le encajó un rodillazo en la ingle. Mientras él se doblaba de agonía, ella levantó su codo derecho y le golpeó la columna, causándole un dolor insoportable, y luego le torció la cabeza en el sentido de las agujas del reloj para derribarlo al suelo.

En un último y desesperado impulso, se soltó las manos y trató a ciegas de cogerla por las piernas, mientras que le cogía el reverso de su mano huesuda y se la golpeaba contra su propia rodilla izquierda, doblándola y obligándola también a caer con él, y cuando ella se tambaleó hacia atrás, Bryson le dio un rodillazo en el vientre y le clavó el codo al costado del cuello. Ella lanzó un grito y aflojó su mano derecha, en busca de algo, y él vio de qué: la Heckler & Koch estaba a pocos pasos de allí; ¡no podía dejar que volviera a empuñarla! Él se giró levemente y le apretó el cuello con el codo. Layla dio unas arcadas, e intentó por instinto deshacerse del codo con la mano derecha y así proteger la zona más vulnerable; y ello bastó para que él consiguiese coger la pistola con la mano izquierda, voltearla en el aire y darle un golpe en la cabeza, con una fuerza lo bastante calculada como para no matarla ni dejarla tullida.

Se desplomó en el suelo, con los párpados medio abiertos y sólo visible el blanco de los ojos. Le tomó el pulso en la yugular y lo encontró; estaba con vida, aunque no volvería en sí por varias horas. Quienquiera que fuera, desde el principio había tenido la oportunidad de matarlo, cuando le apuntaba con la pistola, pero dudó; o bien no pudo disparar, o le pareció casi imposible pensar en hacerlo. Ella, al igual que él, era probablemente un peón, al que mintieron y manipularon, y que reclutaron para una misión sobre la cual la mantuvieron cuidadosamente a oscuras. En cierto sentido, ella también era una víctima.

¿Una víctima del Directorate?

Parecía probable.

Y necesitaba interrogarla, descubrir todo lo que sabía. Pero no ahora; no había tiempo.

Revisó el pequeño armario donde ella guardó las pocas prendas de vestir y alineó dos pares de zapatos, en busca de una cuerda o algo similar con qué atarla. Se arrodilló, tanteó en el suelo lo que parecía el tacón de aguja que se le había soltado del zapato gris, de aquel par que tenía puesto en el banco de Ginebra. Algo extremadamente filoso en la punta del tacón le pinchó el dedo. Con una mueca de dolor, levantó el objeto gris de cinco centímetros de largo y vio una hoja muy afilada que sobresalía de una punta, y que debía pegarse a la suela del zapato. Lo examinó más de cerca: la estrecha hoja, como un cuchillo de circo, se amoldaba a la base del zapato, y el tacón se enroscaba de tal modo que engarzaba perfectamente en él.

Volvió a mirar a Layla. El blanco de los ojos estaba aún a la vista, la mandíbula floja; todavía estaba inconsciente.

Los zapatos de tacón de aguja, comprendió de golpe, habían sido diseñados ingeniosamente con una hoja afilada, que era accesible con sólo girar el tacón. Inspeccionó el otro zapato, que había sido adaptado de la misma manera. Era un truco brillante.

Y entonces se dio cuenta.

La imagen de ella en el armario de la oficina del banco, atada con «grilletes humanos» de poliuretano, de colores brillantes, del tipo que suelen emplear los agentes de policía para transportar a los prisioneros peligrosos. Jan Vansina, agente del Directorate, la había atado con fuertes esposas de plástico… que ella habría podido cortar con toda facilidad.

Ginebra había sido una trampa.

Layla estaba confabulada con Vansina, los dos eran del Directorate. Vansina sólo fingió que la atacaba; y ella cooperó. Podría haberse soltado en cualquier momento.

«¿Qué quería decir todo eso?».

Había un ascensor pequeño con capacidad para dos personas al final del oscuro pasillo, que funcionaba abriendo y cerrando una puerta interior en forma de acordeón. Afortunadamente, parecía que no había nadie más en la planta. Bryson no había visto entrar o salir a nadie de ninguna habitación en su planta; era probable que ellos fueran los únicos huéspedes.

La levantó —a pesar de que no era grande, ahora era un peso muerto y costaba cargarla— y, con la cabeza de ella sobre su hombro, la agarró por debajo de las nalgas y la llevó, como si fuera una esposa ebria, hacia el ascensor. Bryson tenía preparada una broma acerca de la embriaguez constante de su mujer, pero no tuvo oportunidad de usarla.

Cogió el ascensor hasta el sótano del hotel, que hedía a cloaca, y la depositó en el suelo de cemento. Tras buscar por algunos minutos, encontró un trastero, quitó los baldes y las fregonas, y la puso allí dentro. Con un trozo de tela vieja armó una cuerda y le ató cuidadosamente las muñecas y los tobillos con varios nudos apretados, rodeó muchas veces las piernas y el torso, ajustó aún más la cuerda con nudos móviles, y luego se aseguró de que estuvieran apretados para que no pudiera soltarse antes de que él regresara. La cuerda estaba firme, y ella estaba descalza, sin hojas ocultas por ninguna parte.

Después, como una última precaución para el caso de que volviera en sí antes de lo esperado y pidiera socorro, le puso una mordaza en la boca y la apretó, y por fin se cercioró de que podía respirar.

Cerró el pestillo de la puerta del trastero, que sólo serviría para que no se escapara —estaba convencido, sin embargo, de que nunca tendría la oportunidad de abrir por sí misma la puerta— y no para que nadie pudiera entrar.

Entonces Bryson regresó a su habitación y se preparó para ir al encuentro de Richard Lanchester.

En una habitación a oscuras, en otra parte del mundo, tres hombres se apretaban junto a una consola electrónica, con los rostros tensos y bañados por una luz verdosa que emitían los diodos.

—Es una transmisión digital que llega directamente de Mentor, uno de nuestros satélites espaciales de la flota Intelsat —indicó uno de ellos.

La transmisión era urgente, el tono revelaba largas horas de tensión.

—Pero para la identificación por la voz, ¿cuán fiable es el detector de voces?

—Dentro de una tolerancia que oscila entre los noventa y nueve, y los noventa y nueve coma siete grados —dijo el primero—. Extremadamente fiable.

—La identificación es afirmativa —observó el tercer hombre—. La comunicación ha partido de un teléfono celular GSM en tierra, cuyas coordenadas indican Bruselas, Bélgica, y el receptor se encuentra en Mons. —El tercer hombre ajustó el dial; la voz que surgió de la consola era increíblemente clara:

«—¿Pero qué es esto?

»—Debemos hablar, señor Lanchester. De inmediato.

»—¡Pues hable, entonces! Aquí me tiene. ¿Qué se trae el The Post entre manos, sacarme el pellejo? ¡Goddard, yo no le conozco, pero estoy seguro de que se da cuenta que tengo el número privado de su editor, que nos frecuentamos y que no dudaré un instante en llamarle!

»—Hemos de hablar en persona, no por teléfono. Estoy en Bruselas; puedo verle en el cuartel general de SHAPE en Mons en una hora. Quiero que antes llame al puesto de seguridad en la puerta de acceso, para que yo pueda entrar, así tendremos una charla íntima.

»—¿Que está en Bruselas? ¡Pero creí que estaba en Washington! ¿Qué diablos…?

»—Una hora, señor Lanchester. Y le sugiero que no haga una sola llamada desde ahora y hasta el momento que yo llegue».

—Ordene una interceptación —dijo uno de los vigilantes.

—La decisión ha de tomarse al más alto nivel —replicó otro, evidentemente su superior—. Prometeo quizás prefiere seguir reuniendo información sobre las actividades del objetivo, sobre cuánto es lo que sabe.

—Pero si se encuentran en una instalación a seguro, ¿qué clase de penetración podemos esperar?

—¡Santo cielo, McCabe! ¿Hay acaso algún sitio que no podamos penetrar? Transmita el documento de audio. Prometeo decidirá el curso que ha de seguirse.