La sede central de la corporación Systematix comprendía siete edificios grandes y relucientes de cristal y acero, en un campus bellamente ajardinado y con bosques (veinte hectáreas en total) en las afueras de Seattle, en el estado de Washington. Cada edificio tenía salones comedores y gimnasios; los empleados de la corporación, famosos por su lealtad y discreción, tenían pocos motivos para marcharse mientras trabajaran firmemente. Era una comunidad muy unida, reclutada de los mejores programas de entrenamiento del mundo y retribuida con generosidad. Comprendían también que tenían miles de colegas en otras partes, a quienes nunca conocerían. Después de todo, Systematix tenía oficinas en todo el mundo y tenía importantes intereses en muchas otras compañías, si bien el alcance de esas participaciones quedaba en el terreno de la ávida conjetura.
—Tengo la impresión de que ya no estamos en Kansas —dijo Tony Gupta, el alegre funcionario a cargo de la tecnología de InfoMed, a su jefe Adam Parker, mientras los escoltaban a la sala de reuniones. Parker sonrió apenas. Era el director general de una compañía de novecientos millones de dólares, pero incluso él hubo de sentir una ligera inquietud al llegar al fabuloso campus de Systematix.
—¿Ha estado aquí alguna vez? —preguntó Parker.
Era un hombre zancudo y con canas, que corría maratones hasta que una lesión de rodilla le obligó a abandonar. Ahora remaba y nadaba, y aun con la rodilla lesionada, jugaba al tenis con tal ferocidad que se le hacía difícil conservar a sus oponentes por más de algunos partidos. Era un hombre profundamente competitivo, una cualidad que le permitió montar su empresa, especializada en «informática» médica y almacenamiento de datos. Pero también sabía cuándo llevaba las de perder.
—Una vez —dijo Gupta—. Hace años. Vine a presentarme a un trabajo como ingeniero de software, pero en la entrevista hubo un rompecabezas que no pude resolver. Y sólo para llegar hasta allí, me hicieron firmar tres acuerdos confidenciales. Eran fanáticos con los secretos.
Gupta se arregló la corbata, que tenía demasiado ajustada. No estaba acostumbrado a llevar corbata, pero ésta era una ocasión especial; Systematix era conocida por no permitir la informalidad que era de rigor entre las corporaciones de la nueva economía.
Parker no tenía una buena corazonada sobre la inminente adquisición, y no se lo había ocultado a Gupta, que era el hombre de quien más se fiaba entre sus colegas.
—La junta directiva no me permitirá cancelar el trato —dijo Parker con suavidad—. Usted lo comprende, ¿no?
Gupta echó un vistazo a su escolta, una mujer rubia y ágil, y le advirtió a su jefe con la mirada.
—Vamos a escuchar lo que tiene que decir el gran hombre —replicó.
Momentos después, tomaron asiento junto a otros doce hombres y mujeres en el último piso del edificio más grande, que tenía una vista fantástica de las colinas aledañas. Ése era el centro de la compañía aparentemente difusa y descentralizada que era Systematix. Para la mayoría de los allí reunidos —los directores de InfoMed— era la primera vez que estaban cara a cara con el legendario fundador, presidente y director ejecutivo de Systematix, el retraído Gregson Manning. El año anterior, como sabía Adam Parker, Manning había adquirido decenas de compañías como la suya con transacciones en efectivo.
«El gran hombre», le había llamado Gupta, y si bien lo dijo con picardía, no era en absoluto irónico. Gregson Manning era un gran hombre, casi todos coincidían en ello. Era uno de los hombres más ricos del mundo, había creado de la nada una inmensa corporación que manufacturaba buena parte de la infraestructura de Internet. Todo el mundo conocía su historia: había abandonado los estudios en CalTech cuando tenía dieciocho años, se fue a vivir con sus compañeros a una comuna y empezó con Systematix en un garaje. Ahora resultaba difícil pensar en una sola compañía en el mundo que no dependiera de las tecnologías Systematix para alguna parte de sus operaciones. Systematix era, como dijo una vez Forbes, una industria que se autoabastecía.
Manning se había erigido también como un gran filántropo, si bien no poco controvertido. Había donado cientos de millones de dólares para que las escuelas en los núcleos urbanos deprimidos tuvieran acceso a Internet, y para usar la tecnología moderna con fines educativos. Parker también había oído rumores de que Manning había donado anónimamente miles de millones a los niños de menos recursos en forma de becas a instituciones de educación superior.
Y, por supuesto, era el ídolo de la prensa de los negocios. Pues a pesar de su inmensa riqueza, siempre tenía un aspecto humilde y sin pretensiones; lo describían no tanto como retraído, sino como retirado. Barron’s una vez le apodó el «Daddy Warbucks» de la era informática.
Pero Parker no podía evitar sentirse incómodo. Era cierto que se debía en parte a la perspectiva poco prometedora de ceder el control; maldita sea, había criado a InfoMed como a su propio hijo, y le dolía pensar que sería reducido a un mínimo componente de un conglomerado gigantesco. Pero había algo más: era casi un choque de culturas. Al final de la jornada, Parker era un hombre de negocios, lisa y llanamente. Sus principales inversores y consejeros eran hombres de negocios. Hablaban la lengua de las finanzas: el retorno del capital invertido, valor agregado del mercado. Centros de coste y centros de ganancia. Quizá no era una lengua excesivamente elevada, pero era honesta y Parker la comprendía. Pero la mente de Manning no parecía funcionar del mismo modo. Pensaba y hablaba en términos demasiado generales: fuerzas históricas, tendencias globales. El hecho de que Systematix fuera inmensa y diera cuantiosas ganancias le parecía casi aleatorio. «Vea, a usted nunca le importaron los visionarios», Gupta le dijo una vez a Parker, después de una de sus sesiones maratonianas para delinear estrategias, y era indudable que sabía algo.
—Estoy tan contento de que hayan venido, todos ustedes —les dijo Gregson Manning a sus visitas, mientras les daba firmemente la mano.
Manning era alto, de buena complexión y delgado, tenía el pelo oscuro y lustroso. Era duro y atractivo, tenía una mandíbula prominente y espaldas anchas, y un aire inconfundiblemente patricio. Sus rasgos eran finos, la nariz era aguileña y fuerte, no tenía arrugas y parecía que no tuviera poros. Irradiaba salud, confianza en sí mismo y, debía admitir Parker, carisma. Llevaba pantalones caquis, una camisa blanca con el cuello abierto y una chaqueta ligera de cachemira. Mostró una cálida sonrisa, y se entrevieron sus dientes blancos y perfectos.
—No estaría aquí si no respetara los logros de InfoMed, y ustedes no estarían aquí si… —La voz de Manning se apagó, y esbozó una sonrisa aún más ancha.
—Si no apreciáramos la prima del cuarenta por ciento que nos ofrece para nuestras acciones —intercaló con otra sonrisa el presidente de la junta directiva de InfoMed, Alex Garfield, con el pelo desordenado y una gran barriga.
Garfield era un inversor de escasa imaginación que había proporcionado una inyección de dinero indispensable para InfoMed en sus inicios. Su interés en la empresa no iba mucho más allá de los términos por los que obtener su parte de las acciones. Adam Parker no admiraba a Garfield, pero sabía siempre cuál era su postura.
Los ojos de Manning parecieron brillar.
—Nuestros intereses coinciden.
—Señor Manning —dijo Parker—, yo sí tengo algunas inquietudes. Puede que sean nimias a la luz de semejantes consideraciones financieras, pero he de expresarlas de todos modos.
—Por favor —dijo Manning ladeando la cabeza.
—Cuando usted compre InfoMed, no estará adquiriendo solamente una vasta base de datos, adquirirá también a setecientos empleados muy dedicados. Querría saber qué les espera a ellos. Systematix es una de esas empresas de la que se sabe todo y no se sabe nada. Está en manos privadas, bien controlada, y mucho de lo que hace es un gran misterio. Y la obsesión con la privacidad puede ser un tanto inquietante, por lo menos si uno lo ve desde afuera.
—¿Privacidad? —volvió a ladear la cabeza Manning, ya sin sonrisa en los labios—. Pienso que es precisamente lo contrario. Y lamentaría sobremanera que usted creyera que nuestros grandes objetivos son misteriosos.
—Yo creo que nadie entiende exactamente cuál es la línea de su organización —dijo Parker con aire agresivo.
Miró a los demás, vio lo fascinados que estaban con Gregson Manning, y Parker se dio cuenta que sus comentarios no eran muy bienvenidos; pero también comprendía que ésa era la última oportunidad que tenía de airearlos.
Manning le clavó la mirada, rotunda pero no hostil.
—Amigo mío, yo no creo en la organización tradicional, en las particiones, barreras y relaciones basadas en «informes firmados». Pienso que todos los presentes lo saben. La clave de nuestro éxito en Systematix (un éxito de no poca monta, creo que puedo decir con modestia) ha sido desechar el viejo estilo de hacer las cosas.
—Pero hay una lógica en toda estructura corporativa —dijo Parker, volviendo a su argumento, al tiempo que los otros hombres en la sala le miraban con hostilidad. Incluso Tony Gupta se acercó y le puso una mano sobre el brazo en señal de cautela. Aun así, Parker no estaba acostumbrado a taparse la boca y estaría perdido si lo hiciese ahora—. Divisiones subsidiarias y cosas por el estilo, hay una razón para que existan los organigramas, debo decir. Sólo quiero saber cómo pretende integrar esta adquisición.
Manning le habló como si fuera un niño pequeño.
—¿Quién inventó la corporación moderna? Hombres como John D. Rockefeller, de Standard Oil, y Alfred Sloan, de General Motors. En la era de expansión económica de la posguerra, estaban Robert McNamara en Ford y Harold Geneen en ITT, Reginald Jones en General Electric. Era el apogeo de los estratos múltiples en la administración de empresas, y equipos enteros de planificadores, auditores y estrategas operativos asistían a los directores ejecutivos. Hacían falta estructuras rígidas para conservar y administrar el recurso más escaso de todos, el elemento de más valor, la información. Ahora bien, ¿qué ocurre si la información se hace tan libre y tan copiosamente disponible como el aire que respiramos o el agua que bebemos? Todo ello se vuelve innecesario. Todo ello cede el paso.
Parker recordó una cita de Manning que había aparecido una vez en Barron’s. Algo así como que la meta de Systematix era «sustituir las puertas por ventanas». Y debía admitir que este hombre era fascinante, tan magistralmente articulado como su reputación sugería. Aun así, Parker se sentía incómodo en su sitio. «Todo ello cede el paso».
—¿Cede el paso a qué?
—Si el viejo estilo era la jerarquía vertical, el nuevo forja redes horizontales y trasciende los límites de cada organización. Estamos por construir una red de empresas con las que podemos colaborar, no directamente desde arriba. Los límites están abajo. La lógica del trabajo en redes premia el autocontrol, los sistemas basados en la información. El control continuo implica también que eliminemos los factores de riesgo dentro y fuera de la estructura organizativa. —El sol se ponía detrás de Gregson Manning y formaba un aura alrededor de su cabeza, lo cual aumentaba su intensidad inquietante—. Usted es un empresario. Mire adelante, ¿qué ve? Mercados de capital atomizados. Mercados de trabajo radicalmente dispersos. Organizaciones piramidales que dejan lugar a medios de colaboración fluidos que se organizan a sí mismos. Todo lo cual requiere que explotemos la conectividad, no ya a nivel interno, sino también externo, para llegar a estrategias comunes con nuestros socios; que extendamos el control más allá del concepto de propiedad. Los canales de información se recombinan. Ha de haber transparencia a todos los niveles. Lo único que hago es poner en palabras una vaga idea, una intuición que me parece todos compartimos sobre el futuro del capitalismo.
Parker estaba desconcertado por las palabras de Manning.
—Por el modo en que habla, parece que Systematix no fuera en absoluto una corporación.
—Llámela como quiera. Cuando los límites son verdaderamente permeables, no existe algo tan ubicable como una empresa tradicional. Pero ya hemos pasado por la era de la administración en que no hay un solo responsable. La propiedad ha de fragmentarse, sólo entonces se reducirá el riesgo. El poeta Robert Frost decía que unas buenas cercas harían buenos vecinos. Pues bien, yo no creo en eso. La porosidad, los muros a través de los cuales se puede ver, muros que se puedan mover cada vez que se quiera: eso es lo que el mundo necesita en los tiempos que corren. Para triunfar, hay que ser capaz de atravesar muros. —Manning hizo una breve pausa—. Lo cual es más fácil cuando no los hay.
Alex Garfield miró a su director general.
—No haré ver que lo he comprendido todo, Adam, pero el historial habla por sí mismo. Gregson Manning no tiene que defenderse de nadie. Pienso que todo lo que dice es que no cree en una serie de unidades empresariales cerradas. A su modo, de lo que está hablando es de la integración.
—Los muros han de caer —dijo Manning, que se sentó erguido en su silla—. Ésa es la realidad que se esconde detrás de la retórica de la reestructuración. Usted dirá que renegamos de la Revolución Industrial. La Revolución Industrial promovía la división del trabajo en tareas; nosotros pasaremos de las tareas al proceso, y lo haremos en un terreno de absoluta visibilidad.
Parker se sentía frustrado y continuó con su línea de razonamiento.
—Sin embargo, muchas de las tecnologías en las que ha estado invirtiendo, estas tecnologías de redes y demás, pues yo no entiendo su lógica —dijo Parker—. Y luego está ese informe de la Dirección Federal de Medios Audiovisuales, según el cual Systematix estaría por lanzar otra flota de satélites orbitales de baja altura. ¿Por qué? Si ya hay suficiente amplitud de franja. ¿Por qué satélites?
Manning asintió, complacido por la pregunta.
—Quizá sea hora de elevar nuestras miras.
Hubo gruñidos de aprobación y risas en la sala.
—He estado hablando de negocios —continuó Manning—. Pero piensen también en nuestras propias vidas. Antes mencionó la privacidad. Las convenciones de la privacidad tratan a la esfera privada como un dominio de la libertad personal. —Entonces la expresión de Manning se hizo grave—. Pero para muchos, puede ser la esfera de íntimas violaciones y malos tratos, ni libre ni personal. Cuando violan y roban a un ama de casa a punta de cuchillo, o el hombre cuya casa ha sido invadida por merodeadores armados; pregúnteles a ellos sobre el valor de la privacidad. La información en toda su magnitud implica libertad de: libertad de no ser violados, maltratados, dañados. Y si Systematix puede contribuir a que la sociedad avance hacia esa meta, entonces hablamos de algo que no hemos tenido nunca antes en la historia humana, algo muy próximo a la seguridad total. Hasta cierto punto, la vigilancia ha sido la parte de más peso en nuestra vida, y me siento orgulloso del papel que hemos tenido en ello: las cámaras en ascensores, metros y parques, las cámaras en miniatura y todo eso. Y sin embargo, los sistemas de vigilancia realmente sofisticados, que se llamarían botones de pánico, son cosas que actualmente siguen siendo un lujo para ricos. Pues bien, yo digo que hay que democratizarlos. Hay que incluir a todo el mundo. Jane Jacobs habló de poner «ojos en la calle», y podemos ir aún más lejos. La retórica de la aldea global no ha sido más que eso, retórica, pero puede hacerse real, y la tecnología puede llevarlo a cabo.
—Eso es un montón de poder en las manos de una sola organización.
—Sólo que el poder también deja de tener una ubicación discreta y se convierte en una red de sanciones a todos los niveles de la sociedad. En todo caso, pienso que ve la cosa con cierta estrechez de miras. Una vez que la seguridad verdaderamente profunda se haga dominante, cada uno de nosotros acabará teniendo por fin el poder sobre su propia vida.
Alguien llamó a la puerta e interrumpió a Manning; era su asistente personal, que estaba junto a la puerta con aire preocupado.
—¿Sí, Daniel? —preguntó Manning, sorprendido por la intrusión.
—Tiene una llamada, señor.
—No es un buen momento —sonrió Manning.
El joven asistente tosió ligeramente.
—Es el despacho Oval, señor. El presidente dice que es urgente.
Manning se dirigió a los allí reunidos.
—Tendrán que disculparme, entonces. Vuelvo enseguida.
En su oficina grande y hexagonal, a la que daba el sol pero donde el aire era fresco, Manning se acomodó en su sillón y puso al presidente en el altavoz del teléfono.
—Aquí estoy, señor presidente —dijo.
—Escuche, Greg, sabe que no le molestaría si no fuera importante. Pero necesitamos un favor. Hay una trama terrorista, y tenemos un eslabón perdido en el cielo sobre Lille, en Francia. Una decena de hombres de negocios americanos han muerto en esa tragedia. Pero ninguno de nuestros satélites estaban en posición en ese momento. El gobierno francés nos ha machacado durante años para que paremos los vuelos sobre su territorio, para que dejemos de invadir la privacidad de sus ciudadanos, de modo que los ojos de los satélites se desconectan en esa parte del continente. Al menos eso es lo que me dicen los expertos, para mí es todo chino. Pero ahora me dicen que los satélites de Systematix estaban en posición. Que tendrían las imágenes que necesitamos.
—Señor presidente, usted se da cuenta de que nuestros satélites no fueron aprobados para hacer reconocimientos fotográficos. Tienen una licencia estricta para telecomunicaciones y telefonía digital.
—Ya sé que eso es lo que su gente le ha dicho a Corelli.
—Pero fue su administración la que decidió restringir el instrumental de vigilancia no gubernamental. —Mientras Manning hablaba, sus ojos se posaron en una foto de su hija que tenía sobre el escritorio: una chica de pelo rubio y sonrisa soñadora, como si se estuviera riendo de una broma íntima.
—Greg, si quiere que me humille, lo haré. No soy tan orgulloso que no pueda suplicar. Pero por el amor de Dios, esto es serio. Necesitamos lo que usted tiene. Se lo pido, écheme un cabo. No me olvido de lo que ha hecho por mí en el pasado, y tampoco me olvidaré de esto.
Manning hizo una pausa y dejó pasar unos segundos en silencio.
—Haga que sus expertos de la NSA llamen a Partovi a mi oficina. Enviaremos todo lo que tengamos.
—Se lo agradezco —dijo el presidente Davis con voz ronca.
—A mí me preocupa tanto como a usted —dijo Manning, mientras su mirada volvía a posarse en la chica de pelo rubio. Su mujer y él la habían llamado Ariel, y en efecto era una criatura con magia—. Todos hemos de jalar hacia el mismo lado.
—De acuerdo —dijo el presidente, incómodo por haberle importunado—. Vale. Sabía que me tendería una mano.
—Estamos juntos en esto, señor presidente.
La risa de Ariel había sido como el tintineo de una caja de música, recordó, y sus pensamientos, por lo general tan concentrados, empezaron a vagar.
—Adiós, Gregson. Y gracias.
Cuando apagó el altavoz, Manning pensó que nunca había oído tan tenso al presidente Davis. Un golpe del destino podía afectar tanto a un hombre.