Bryson salió corriendo de la sala de conferencias, de aquel escenario de pesadilla, de sangre y ráfagas de ametralladora y vidrio roto, y atravesó un vestíbulo atestado de gente aterrorizada. Había alaridos y gritos en schweizerdeutsch, francés e inglés.
—¡Santo cielo!
—¿Qué ha pasado, eran francotiradores? ¿Terroristas?
—¿Están dentro del edificio?
—¡Que alguien llame a la policía, una ambulancia, deprisa!
—¡Dios mío, el hombre está muerto, lo han, por Dios, lo han masacrado!
Mientras corría, pensó en Layla. ¡A ella no! ¿El helicóptero habrá volado en círculo, para localizar a los blancos que se encontraban junto a las ventanas del piso 27?
Y pensó: «Jan Vansina fue el objeto de este ataque de locos. No yo. Vansina». Tenía que ser él. Reconstruyó en su mente las imágenes caleidoscópicas, las ubicó y recordó los ángulo de tiro. Sí. Quienquiera que manejase la o las ametralladoras desde el helicóptero, había apuntado deliberadamente a Jan Vansina. No era un ataque al azar, ni un intento generalizado de matar al que se encontrara en la sala de conferencias. Los disparos habían sido hechos con precisión, desde al menos tres ángulos diferentes, contra el agente del Directorate.
Pero ¿por qué?
¿Y quién había sido? El Directorate no mataría a su propia gente, ¿o sí? Quizá por temor a que Vansina se encontrase con un viejo amigo y le pasara información…
No, se estaba imaginando cosas, no tenía mucho sentido. Los motivos, la lógica detrás del ataque, seguían siendo oscuros. Pero quedaba el hecho, y de ello Bryson estaba convencido, de que asesinaron al hombre que supuestamente debían asesinar.
Estos pensamientos lo asaltaron en un lapso de breves segundos; llegó a la oficina de Bécot, abrió la puerta de un golpe… y la encontró vacía.
Ni Layla ni el banquero estaban allí. Cuando se volvió para salir, notó que una tacita de exprés se había caído al suelo, junto a la mesita baja, y que había unos papeles desparramados cerca del escritorio. Eran signos de una partida apresurada o de un breve forcejeo.
Oyó unos sonidos apagados que venían de la misma habitación o de allí cerca, golpes secos, gritos. Buscó rápidamente con la mirada por la habitación, hasta que dio con la puerta del armario. Corrió hacia ella y la abrió. Layla y Jean-Luc Bécot estaban atados con sogas y amordazados. Tenían los tobillos y las muñecas atados con «grilletes humanos» de poliuretano, tan firmes como el cuero. Las gafas finas del banquero yacían dobladas a su lado en el suelo del armario, tenía la corbata torcida, la camisa desgarrada y el pelo alborotado. Intentaba gritar a través de la mordaza que tenía en la boca, hecha de un bollo de tela, y los ojos los tenía abultados. Junto a él, Layla tenía aún más ataduras, hechas con maestría, y la mordaza le ajustaba la boca. El conjunto gris de Chanel estaba hecho trizas; había perdido un zapato de tacón alto y gris que hacía juego con el traje. Ella también tenía grilletes de vinilo en las muñecas y los tobillos. Tenía la cara con sangre y magulladuras; evidentemente había luchado con fiereza, pero la fuerza bruta de aquel hombre que había sido Próspero la había superado.
El animal salvaje que había sido Próspero, Jan Vansina. Bryson ardía de rabia por el muerto. Le sacó la mordaza a Layla y después al banquero; los dos cautivos respiraron hondo y llenaron los pulmones del aire que tanto necesitaban. Bécot jadeó y gritó. Layla también jadeaba: «Gracias. ¡Por Dios!».
—No os mató, a ninguno de los dos —observó Bryson mientras se daba prisa en desatarlos.
Buscó un cuchillo o algo filoso para cortar los fuertes grilletes de plástico; como no vio nada, corrió al escritorio del banquero y encontró un abrecartas de plata, pero no lo cogió porque tenía punta pero no filo. En un cajón lateral del escritorio halló unas tijeras pequeñas pero afiladas, regresó a la carrera al armario y les cortó las ataduras a ambos.
—¡Llame a seguridad! —gritó el banquero entre bocanadas de aire.
Bryson, que ya oía cada vez con más fuerza las sirenas de los vehículos de emergencia que se aproximaban, dijo:
—Sospecho que la policía está en camino.
Tomó a Layla de un brazo, la ayudó a ponerse de pie, y los dos salieron a toda velocidad de la habitación. Al pasar por la puerta abierta de la sala de conferencias, ante la cual se había juntado la gente, ella se detuvo.
—Vamos —murmuró Bryson—. ¡No tenemos tiempo!
Pero ella se asomó y vio el cuerpo retorcido de Jan Vansina, rodeado de esquirlas de vidrio dentado y la ventana hecha añicos.
—¡Oh, Dios mío! —susurró, horrorizada y temblorosa—. ¡Dios mío!
No pararon hasta llegar a la populosa place Bel-Air.
—Hay que irse de aquí —dijo Bryson—. Hemos de viajar separados, no nos pueden ver juntos, ya no.
—¿Viajar? ¿Adónde?
—¡Lejos de aquí, de Ginebra, de Suiza!
—Pero ¿qué dices?; ¿no podemos tan sólo…? —Ella se interrumpió en mitad de la oración cuando vio que a Bryson le llamó la atención un periódico que se vendía en un kiosko. Era una copia de la Tribune de Genève.
—Santo cielo —dijo Bryson, al tiempo que se acercaba a ver.
Lo cogió de una pila alta, atraído por el gran titular en negro sobre una fotografía de algún accidente horrible.
EL TERROR SACUDE A FRANCIA:
TREN DE ALTA VELOCIDAD
DESCARRILA EN LILLE
LILLE. Una bomba de gran potencia hizo descarrilar y despedazó un tren de pasajeros Eurostar de alta velocidad a unas treinta millas al sur de Lille en las primeras horas de esta mañana, matando a cientos de pasajeros franceses, británicos, americanos, holandeses y belgas de primera clase. A pesar de que el personal de emergencias y voluntarios han trabajado febrilmente durante todo el día, removiendo los escombros en busca de supervivientes, las autoridades francesas temen que el número de víctimas supere las 700. Un funcionario consultado en el lugar de los hechos, que ha preferido permanecer anónimo, ha especulado con que el incidente fuera un atentado terrorista.
Según documentos facilitados por las autoridades ferroviarias, el tren, Eurostar 9007-ERS, partió de la Gare du Nord en París, con destino a Londres, a las 7.16 de la mañana aproximadamente, con casi 770 pasajeros a bordo. Hasta llegar al Pas-de-Calais, donde explotaron simultáneamente una serie de artefactos de gran potencia, que al parecer se encontraban debajo de las vías, al principio y al final del tren. Si bien no se produjo una reivindicación inmediata del atentado, fuentes del servicio francés de seguridad, la Sûreté, ya han elaborado una lista de sospechosos. Varias fuentes anónimas de la Sûreté han confirmado las hipótesis que circulan de que tanto el gobierno francés como el británico han recibido repetidas amenazas en los últimos días de un inminente ataque al Eurostar. Un portavoz de Eurostar se negó a confirmar o desmentir un informe proporcionado por La Tribune de Genève, según el cual los servicios de inteligencia de ambos países tenían pistas de terroristas sospechosos que planeaban volar el tren, pero no han podido interceptar o escuchar las conversaciones telefónicas entre los supuestos terroristas debido a restricciones de carácter legal.
«Esto es un escándalo», ha declarado Françoise Chouet, miembro de la Asamblea Nacional Francesa. «Contábamos con la capacidad técnica para evitar esta terrible carnicería, pero las leyes impiden que nuestra policía haga algo al respecto». En Londres, lord Miles Parmore volvió a hacer un llamamiento en el Parlamento para la aprobación del Tratado Internacional de Vigilancia y Seguridad: «Si los gobiernos de Francia e Inglaterra tenían la capacidad de evitar estos sabotajes, es sencillamente un crimen que nos quedáramos sentados sin hacer nada. Es una vergüenza nacional, o peor, internacional».
El asesor de Estados Unidos para la seguridad nacional, Richard Lanchester, que se encuentra en Bruselas para una reunión cumbre de la OTAN, dio a conocer una declaración en la que denuncia la «matanza de inocentes». Y agregó:
«En este momento de duelo, todos debemos preguntarnos cómo hacer para que hechos como éste nunca vuelvan a repetirse. Es con pesar y en contra de sus principios, que la administración Davis se une a sus aliados y amigos de Inglaterra y Francia para llamar a la aprobación global del Tratado Internacional de Vigilancia y Seguridad».
LILLE
Bryson sintió un escalofrío.
Se acordó de las voces quedas y con aire de conspiración de los dos hombres que salían de la oficina privada de Jacques Arnaud en el château de Saint-Meurice. Uno de ellos era el propio comerciante de armas, el otro era Anatoli Prishnikov, el magnate ruso.
«—Una vez que ocurra lo de Lille —había dicho Arnaud—, el escándalo será enorme. El camino estará libre».
Una vez que ocurra lo de Lille.
Dos de los hombres de negocios más poderosos del mundo —uno, un traficante de armas, y el otro, un magnate que sin duda poseía o controlaba buena parte de la industria de defensa rusa, para lo cual Bryson tendría que obtener un informe completo— sabían de antemano lo de la devastación de Lille, el ataque que mató a setecientas personas.
Era muy probable que ambos estuvieran entre quienes lo planearon.
Los dos ocupaban altos cargos en el Directorate. El Directorate estaba detrás de la pesadilla de Lille; no había ninguna duda al respecto.
Pero ¿con qué propósito? La violencia sin sentido no era el estilo del Directorate; Waller y los demás supervisores siempre se habían jactado de su genio estratégico. Todo era estrategia, todo servía a un fin ulterior. Incluso el asesinato de los padres de Bryson, incluso el enorme engaño en que se había convertido su vida. El asesinato de unos cuantos agentes podía justificarse por la mera necesidad de deshacerse de una carga, de un obstáculo o una amenaza. Pero el asesinato indiscriminado de setecientos pasajeros inocentes entraba completamente en otra categoría, y pasaba de una táctica de bajo nivel a la más alta estrategia.
«El escándalo será enorme».
Las protestas públicas por el descarrilamiento y destrucción del tren Eurostar fueron de hecho masivas, como cabía esperar de semejante tragedia que habría podido ser evitada.
Una tragedia que habría podido ser evitada.
La clave era que pudo ser evitada. Profilaxis. El Directorate quería el escándalo, quería impulsar la prevención de cualquier terrorismo en el futuro. Pero prevención podía significar muchas cosas. Un tratado para luchar contra el terrorismo era una cosa, sin duda poco más que un escaparate. Pero seguramente un tratado de esa naturaleza llevaría a reforzar las defensas nacionales, la adquisición de armas con el fin de proteger la seguridad pública.
Arnaud y Prishnikov, mercaderes de la muerte con un interés creado en el caos mundial, ya que el caos era una forma de marketing: el marketing de sus bienes, sus armas, el aumento de la demanda. Esos dos magnates estaban supuestamente detrás de lo de Lille y…
¿Y qué más? Allí de pie, en la calle, no era consciente del bullicio de los peatones que pasaban. Layla leía el artículo por encima de su hombro, le decía algo, pero él no la oía. Estaba recopilando las noticias que recordaba del pasado en los archivos de su memoria. Varios incidentes recientes sobre los cuales había leído o visto coberturas por televisión, cosas horribles que en su momento no parecían tener conexión directa con su vida, con su misión.
Sólo unos días antes, había habido una explosión devastadora en una estación de metro en Washington, durante la hora punta de la mañana, y en la que habían muerto decenas de personas. Y más tarde, ese mismo día (lo recordaba por lo desafortunado de la coincidencia), un avión americano de pasajeros había explotado en el aire poco después de despegar del aeropuerto Kennedy, rumbo a Roma. Habían muerto 150… 170 personas.
Las angustiosas protestas en Estados Unidos habían sido clamorosas. El presidente había hecho un llamamiento para que se aprobara el tratado de seguridad internacional, que el Senado se demoraba en poner en vigencia. Después de Lille, las naciones europeas seguramente se sumarían a los americanos en el intento por promover medidas más firmes para restaurar la cordura en un mundo que perdía el control.
Control.
¿Era ése el «propósito elevado», el motivo que subyacía tras la locura del Directorate? ¿Una peligrosa agencia de inteligencia, que alguna vez tuvo un papel menor pero poderoso entre bastidores y de la que nadie conocía su existencia, estaba haciendo presión para tomar el control allí donde el resto del mundo había fracasado?
Maldita sea, no eran más que puras conjeturas, una teoría encima de otra, conclusiones sacadas a partir de premisas hipotéticas. Sin posibilidad de ser demostradas, vagas, insuficientes. Pero empezaba a insinuarse una respuesta a la pregunta inicial de Dunne, el motivo por el cual el hombre de la CIA había sacado a Bryson de su alegre retiro y lo había prácticamente forzado a investigar. Era hora de sincerarse con Harry Dunne, presentarle los hechos, las hipótesis de trabajo. Esperar a tener la documentación sólida e innegable de los planes del Directorate significaría dejar que ocurriese otro Lille, y esto era moralmente repugnante. ¿De veras necesitaba la CIA que otras setecientas personas inocentes perdieran la vida antes de decidirse a hacer algo?
Y sin embargo…
Sin embargo, faltaba la pieza más importante del rompecabezas.
«¿Elena lo sabe?», había preguntado Vansina. De lo que se infería que el Directorate no sabía dónde estaba, o a quién era leal. Era más importante que nunca encontrarla: la misma pregunta, ¿Elena lo sabe?, implicaba que ella debía saber algo crucial. Algo que no sólo explicaría la desaparición de su vida, sino que además revelaría una trama, la clave de las verdaderas intenciones que tenía el Directorate.
—Tú sabes algo de todo esto. —La voz de Layla era de afirmación, no de pregunta.
Bryson se dio cuenta de que ella le había estado hablando durante un rato. Se volvió hacia Layla. ¿No había oído acaso la observación de Arnaud sobre Lille en el château? Evidentemente, no.
—Tengo una teoría —dijo él.
—¿Cuál?
—Debo hacer una llamada. —Luego le pasó el periódico a ella—. Enseguida vuelvo.
—¿Una llamada? ¿A quién?
—Dame unos minutos, Layla. Ella alzó la voz.
—¿Qué me estás ocultando? ¿Qué te propones realmente?
Vio el desconcierto en sus bellos ojos marrones, pero había algo más: era dolor, rabia. Tenía razón en sentir rabia. La había estado usando como cómplice y no le había contado casi nada. Era más que doloroso, era inaceptable, sobre todo con una agente tan hábil y experta como ella.
Bryson dudó, y luego dijo:
—Déjame hacer una llamada. Cuando regrese, te contaré todo. Pero te advierto, sé mucho menos de lo que crees.
Layla le apoyó una mano en el brazo, un gesto rápido y afectuoso que quería decir muchas cosas: gracias, entiendo, estoy contigo. Él sintió el impulso de besarla, ligeramente y en la mejilla: nada sexual, sino un instante de contacto humano, una expresión de gratitud por su valor y su apoyo.
Fue deprisa hasta la esquina y cogió una calle que salía de la place Bel-Air. Había un pequeño estanco que vendía, además de cigarrillos y periódicos, tarjetas telefónicas. Compró una, e hizo una llamada internacional desde una cabina telefónica en la calle. Marcó 011, luego 0, y después una secuencia de cinco dígitos. Se oyó un tono electrónico; luego marcó siete dígitos más.
Era una línea secreta, un número que Harry Dunne le había dado; sonaba directamente en la oficina de Dunne en la CIA y en el escritorio de su casa. Dunne le había garantizado que él y sólo él contestaría.
El teléfono sonó una vez.
—Bryson.
Bryson, que estaba a punto de hablar, se detuvo de golpe. La voz no le resultaba familiar; no sonaba como la de Dunne.
—¿Quién es? —dijo.
—Soy Graham Finneran, Bryson. Usted… creo que sabe quién soy.
Dunne le había mencionado a Finneran la última vez que se encontraron en su oficina de la CIA. Dunne había identificado a Finneran como su ayudante de campo, uno de los hombres que había acompañado a Dunne a las instalaciones de la CIA en las montañas de la Blue Ridge, uno de los pocos ayudantes de confianza de Dunne.
—¿Qué es esto? —dijo en guardia.
—Bryson… Harry está en el hospital. Está bastante mal.
—¿Mal?
—Usted sabe que tiene un cáncer terminal —nunca habla de ello, pero es evidente— y ayer tuvo un ataque y tuvieron que llevarle en ambulancia al hospital.
—¿Me está diciendo que ha muerto, es eso?
—No, gracias a Dios, no, pero sinceramente no se cuánto tiempo le queda. Pero me ha puesto al día de su… su proyecto. Sé que estaba preocupado, francamente…
—¿Qué hospital?
Finneran vaciló, apenas un segundo o dos, pero fue demasiado.
—No estoy seguro de que deba decirlo aún…
Bryson colgó el teléfono, el corazón le palpitaba, la sangre le subía a los oídos. El instinto le dijo que debía cortar de inmediato. Había algo que no funcionaba. Dunne le había asegurado que nadie más atendería el teléfono, y que no violaría el protocolo, ni siquiera en su lecho de muerte. Dunne conocía a Bryson, sabía cómo reaccionaría.
No. Graham Finneran… si es que era Graham Finneran; Bryson de todos modos no reconocería su voz, nunca habría atendido el teléfono. Dunne jamás lo habría permitido.
Había algo que andaba muy mal, y no era sólo la salud del hombre de la CIA.
¿Acaso había alcanzado por fin el Directorate a su principal adversario dentro de los límites de la Agencia, había neutralizado por fin el último bastión institucional contra su creciente poder?
Regresó deprisa a la place Bel-Air y encontró a Layla frente al quiosco de diarios.
—He de ir a Bruselas —dijo él.
—¿Cómo? ¿Por qué a Bruselas? ¿De qué estás hablando?
—Allí hay un hombre. Alguien a quien debo ver.
Lo miró con aire inquisitivo, suplicante.
—Venga. Sé de una pensión en Marolles. Está venida a menos y es andrajosa, y además no está en una zona particularmente agradable de la ciudad. Pero es segura y anónima, un sitio en el que nadie pensaría encontrarnos.
—Pero ¿por qué Bruselas?
—Es el último recurso, Layla. Alguien capaz de ayudar, alguien al más alto nivel. Una persona a la que algunos consideran el último hombre honesto en Washington.