13

La torre de oficinas de vidrio en la rué de la Corraterie, justo al sur de la place Bel-Air, en el corazón comercial y el distrito bancario de Ginebra, era de un azul profundo como el océano y resplandecía en el sol de la tarde. En la planta número veintisiete estaban las oficinas del Banque Geneve Privée, donde Bryson y Layla aguardaban en la sala de espera, pequeña pero suntuosamente adornada. Con los zócalos de ébano, las alfombras orientales y las delicadas antigüedades, el banco era una isla de elegancia decimonónica a veintisiete plantas de altura y en uno de los rascacielos más modernos de Ginebra. El mensaje subliminal que parecía proyectar era de una urbanidad antigua en armonía con la alta tecnología. El escenario no podría haber sido más apropiado.

Bryson había llegado al aeropuerto Cointrin de Ginebra, se registró en Le Richemond, y unas horas después fue a recoger a Layla a la Gare Cornavin, en el expreso París-Ventimiglia que venía de la capital francesa. Se saludaron con calidez, como si no hubiera transcurrido tiempo alguno desde la partida de Bryson de París. Ella estaba entusiasmada, y lo dejaba ver a su modo sereno y vibrante; había excavado mucho y sólo había descubierto unas pepitas, pero eran en su opinión pepitas de oro. Aun así, no había tiempo para informes; él la llevó al hotel y tomaron habitaciones separadas; ella se puso un conjunto, se arregló el cabello, y de inmediato siguieron viaje a la rué de la Corraterie para la reunión que Bryson había arreglado con un banquero suizo.

No les hicieron esperar mucho; estaban en Suiza, donde la puntualidad era sagrada. Una mujer de mediana edad y con aspecto de matrona, de cabello gris atado en un moño, entró a la sala de espera a la hora convenida.

Se dirigió a Bryson por el nombre falso que le había dado la CIA.

—Usted ha de ser el señor Mason —dijo ella con altivez. No era el tono habitual para los clientes preferidos; ella sabía que era del gobierno estadounidense y por lo tanto le consideraba una molestia. Luego se volvió hacia Layla—. Y usted es…

—Ella es Anat Chafetz —dijo Bryson, usando uno de los alias provistos por el Mossad—. Mossad.

—¿Monsieur Bécot tiene cita con los dos? Tenía entendido que era sólo con usted, señor Mason. —La asistente estaba perturbada.

—Le aseguro que monsieur Bécot querrá vernos a los dos —dijo Bryson, con la misma altivez que ella.

La mujer asintió con brusquedad.

—Con permiso.

Regresó un momento después.

—Por favor, acompáñenme.

Jean-Luc Bécot era un hombre robusto y con gafas, cuyos movimientos económicos y minuciosos revelaban la precisión de aquel hombre. Tenía el pelo corto y plateado, gafas con montura fina de oro, y llevaba un traje gris a medida. Les estrechó la mano con amabilidad, pero con cautela, y les preguntó si les apetecía un café.

Otro asistente, esta vez un joven de chaqueta de sport azul, vino un instante después con tres tacitas de exprés en una bandeja de plata reluciente. Apoyó en silencio dos tazas en la mesita baja, delante de Bryson y Layla, y luego colocó la tercera en el escritorio con superficie de cristal, detrás del cual se hallaba Jean-Luc Bécot.

La oficina de Bécot estaba decorada con el mismo estilo de opulencia que el resto de las oficinas del banco, la misma mezcla de delicadas antigüedades y alfombras persas. Una pared entera era un ventanal de vidrio cilindrado que daba a Ginebra, una vista sobrecogedora.

—Bien —comenzó Bécot—, estoy seguro de que ambos comprenden que soy un hombre ocupado, y me disculparán si les pido que vayan al grano. Usted aludió a irregularidades financieras en el manejo de una de nuestras cuentas. Déjeme asegurarle que Banque Geneve Privée no tolera esas irregularidades. Me temo que han venido hasta aquí en vano.

Bryson sonrió con indulgencia a cada observación del banquero. Cuando Bécot hizo una pausa, Bryson dijo:

—Monsieur Bécot, el mero hecho de que se reúna conmigo indica que usted o uno de sus socios hizo una llamada al cuartel general de la CIA en Langley Virginia, para comprobar mis buenas intenciones.

Hizo un breve silencio y vio en la cara del banquero la expresión tácita de que lo admitía. Bryson no tenía dudas de que la llamada que él hizo unas horas antes había despertado todo tipo de alarmas. La CIA había enviado a uno de sus agentes a Ginebra para interrogar a un banquero suizo en conexión con una cuenta, todo el Banque Geneve Privée estaría que se subía por las paredes; se habrán hecho llamadas frenéticas y consultas a toda prisa. Hubo un tiempo en el que cualquier banquero suizo que se preciara se habría sencillamente negado a entrevistarse con un funcionario de la inteligencia americana: el secreto de las cuentas bancadas era vital. Pero los tiempos habían cambiado, y si bien el lavado de dinero continuaba en Suiza a gran escala, los suizos habían sucumbido a la presión política internacional; en estos días eran mucho más cooperativos. Por lo menos deseaban dar la impresión de que cooperarían.

—Usted sabe que yo no estaría aquí si no fuera una situación de cierta gravedad, que involucra directamente a su banco, y que amenaza con enredar a su banco en un gran caos legal, que estoy seguro querrá evitar —resumió Bryson.

Bécot esbozó una sonrisita fea y remilgada.

—Sus amenazas no funcionarán aquí, señor… señor Mason. Y con respecto a por qué ha traído a una funcionaría del Mossad, si es un torpe intento para poner más presión…

Monsieur Bécot, hablemos con claridad —dijo Bryson, adoptando el tono de un agente de la Interpol que tenía todas las cartas en la mano—. Según la Convención de Diligencia de 1987, ni usted ni su banco pueden atribuirse no estar al corriente de un titular de una cuenta o del uso que cualquier titular haga de su banco para lavar dinero con fines criminales. Las ramificaciones legales son bastante serias, como bien sabe. Los representantes de las agencias de inteligencia de dos potencias mundiales han venido a pedirle su ayuda en una gran investigación internacional sobre el lavado de dinero; usted puede ayudarnos, como prescribe la ley, o puede negarse, en cuyo caso nos veremos forzados a informar de esta actividad criminal a Lausana.

El banquero miró impasible durante un instante a Bryson, sin tocar el café.

—¿Cuál es exactamente el tenor de su investigación, señor Mason?

Bryson percibió la vacilación del banquero; era el momento de arremeter.

—Estamos examinando las actividades de la cuenta número 246322 del Banque Geneve Privée, a nombre de un cierto Jan Vansina.

Bécot dudó un instante. El nombre, si no el número, había tenido un efecto inmediato.

—Nunca divulgamos el nombre de nuestros clientes…

Bryson miró a Layla, que aprovechó su turno.

—Cantidades sustanciales de dinero han sido transferidas a esta cuenta desde una falsa Anstalt con sede en Licchtenstein, como ya sabrá. Desde aquí, los fondos se transfirieron a una serie de cuentas: a diversas empresas de testaferros en la isla de Man y en Jersey, en las islas Anglonormandas; a las islas Caimán, Aguilla, las Antillas holandesas. Desde allí, los fondos se dividieron y fueron enviados a las Bahamas y San Marino…

—¡No hay nada ilegal en las transferencias! —espetó Bécot.

—A menos que se hagan para lavar dinero ilegal —dijo ella con la misma vehemencia. Bryson la había puesto al día con los pocos detalles que Harry Dunne le había dado sobre la cuenta bancaria de Jan Vansina; el resto era pura invención. Bryson estaba impresionado—. En este caso, los fondos lavados han sido usados para financiar la compra de armas, usadas en actividades de reconocidos terroristas en todo el mundo.

—Esto suena sospechosamente a una expedición de pesca —dijo el suizo.

—¿Una expedición de pesca? —repitió Layla—. Se parece más a una investigación criminal de alcance internacional, emprendida simultáneamente por Washington y Tel Aviv, lo cual debería ser suficiente prueba de la seriedad con que se considera el caso al más alto nivel. Pero veo que estamos haciendo perder el tiempo a monsieur Bécot. —Layla se levantó, y lo mismo hizo Bryson—. Evidentemente aquí no estamos tratando a un nivel suficientemente alto —le dijo ella a Bryson—. O bien monsieur Bécot no tiene el poder de decisión necesario, o está encubriendo deliberadamente su participación en el crimen. Estoy segura de que el director del banco, monsieur Etienne Broussard, tendrá una visión más clara…

—¿Qué es lo que quieren? —interrumpió el banquero, con expresión de evidente desesperación en el rostro y la voz.

Bryson, que seguía de pie, dijo:

—Es muy simple, queremos que llame de inmediato al titular de la cuenta, el señor Vansina, y le pida que venga en el acto al banco.

—¡Pero nunca contactamos directamente con el señor Vansina, eso es lo que estipula su cuenta! Él contacta con nosotros, así es como funciona. ¡Además, yo no tengo su teléfono de contacto!

—Falso. Siempre hay teléfonos de contacto —dijo Bryson—. Si usted hiciera negocios como debiera, tendría fotocopias de su pasaporte y otros documentos de identidad, direcciones y números de teléfono de su casa y su lugar de trabajo…

—¡No puedo hacerlo! —gritó Bécot.

—Venga, señor Mason, estamos perdiendo el tiempo. Estoy segura de que el superior de monsieur Bécot comprenderá la gravedad de la situación —dijo Layla—. Una vez que se haga la petición por vía diplomática y a través de la justicia en Washington, Tel Aviv y Lausana, el Banque Geneve Privée será nombrado públicamente como cómplice en la financiación del terrorismo internacional y el lavado de dinero…

—¡No! ¡Siéntense! —dijo el banquero, abandonando toda pretensión de seriedad bancaria—. Llamaré a Vansina.

Oculto en la pequeña habitación, mal ventilada y del tamaño de un armario, Bryson sudaba profusamente delante de las pantallas de vídeo donde se controlaban las cámaras de vigilancia del banco. El plan que había trazado suponía que él estuviera escondido, mientras Layla se reunía con Vansina en la oficina de Bécot y fingía aún ser una funcionaría del Mossad que investigaba el lavado de dinero. Ella interrogaría a Vansina, le sacaría toda la información que pudiera ser útil, y luego Bryson aparecería de pronto, recurriendo así al valor táctico de la sorpresa.

Layla seguía sin saber nada del Directorate y del vínculo que unía a éste con Bryson. Para Layla, lo que Bryson se proponía era simplemente descubrir una pista en el comercio ilícito de armas. Conocía un fragmento del todo; por ahora, no necesitaba saber más. Ya llegaría el momento en que Bryson la pondría al tanto, pero todavía no.

Bryson había tenido la intención de ocultarse cerca de la oficina de Bécot, en una oficina aledaña, un armario de servicio, lo que fuera. No había contado con la buena fortuna de contar con ese centro de vigilancia. Desde aquí podía observar el ir y venir de gente que entraba y salía del vestíbulo del edificio; de las cámaras ocultas en todos los ascensores llegaba más material; otras dos cubrían el vestíbulo de la planta número veintisiete, el área adyacente al ascensor y la sala de espera del banco. No había cámaras en la oficina de Bécot, ni en ninguna otra por lo demás, pero al menos podría ver desde allí la llegada de Vansina, así como los movimientos del belga dentro del ascensor. Vansina era un agente de primera y no daba nada por sentado. Supondría, por ejemplo, que había cámaras ocultas de circuito cerrado en los ascensores, como ocurría en muchos edificios modernos. Pero era probable que también supusiera, del mismo modo que lo haría Bryson, que quien observaba las imágenes era el personal de seguridad, poco curioso y mal retribuido, que buscaba tan sólo los signos obvios de un crimen violento. Podía darse la situación de que Vansina usase la ocasión de relativa privacidad para ajustar una pistolera o un dispositivo de monitorización pegado al pecho. Pero era igualmente posible que no hiciera nada sospechoso.

Bécot había llamado a Vansina en presencia de Bryson y de Layla, y después ella se había quedado junto al banquero para cerciorarse de que no se volviera a comunicar con Vansina, que le pusiera sobre aviso o algo por el estilo.

Bryson sabía que Jan Vansina reaccionaría con rapidez y, en efecto, veinte minutos después, el agente del Directorate llegó al vestíbulo central. Vansina era un hombre delgado y algo encorvado, con barba gris tupida pero corta, y llevaba gafas ahumadas con montura fina. Entre su aspecto sin pretensiones y su falso puesto como director de emergencias médicas de la Cruz Roja Internacional, no era la clase de hombre que levantaría sospechas de ser un asesino extremadamente listo. El mayor atributo de Vansina, de hecho, era que lo subestimaban constantemente. Un observador ocasional, en efecto, llegaría a pensar bien de Vansina, que era inofensivo incluso. Bryson, sin embargo, sabía de sobra que Vansina era un hombre fuerte y despiadado, muy hábil y de una gran astucia. Sabía que no le podía subestimar.

En el ascensor que cogió Vansina iba una joven, que bajó en la planta 25, tras lo cual se quedó solo por unos segundos. Pero a Bryson le resultaba imposible ver si estaba particularmente aprensivo o tenso. Nada indicaba en él que la llamada urgente de su banquero privado le hubiera hecho levantar sospechas.

Bryson lo vio salir del ascensor y presentarse a la recepcionista; le hicieron pasar de inmediato. Vio cómo la asistente con aire de matrona de Bécot le acompañaba por el pasillo hasta la oficina de éste, donde se interrumpía la vigilancia.

No importaba: Bryson conocía el argumento que seguiría Layla, ya que él mismo lo había ideado. Esperó la señal que le enviaría ella para avisarlo de que era el momento de hacer su aparición. Le llamaría a su teléfono celular, dejaría sonar dos veces, y después cortaría la llamada.

El interrogatorio de Layla a Vansina tomaría entre cinco y diez minutos, dependiendo del nivel de truculencia que presentara Vansina. Miró la hora en su reloj, con los ojos clavados en el segundero, y aguardó.

Pasaron cinco minutos con lentitud, parecían una eternidad. Había dos señales de emergencia que ella podía usar, pero no lo hizo. La primera era llamar a su teléfono celular y dejar que sonara más de dos veces; con eso él sabría que la situación era urgente. La segunda era abrir la puerta de la oficina de Bécot, que él estaría observando por el monitor de vigilancia.

Pero no hubo señales de emergencia.

Por concentrado que estuviera en la situación que tenía entre manos, no podía evitar que su mente se posara en el agente que conocía como Próspero. ¿Qué es lo que había dicho Dunne? Que Vansina había estado actuando como conducto, supuestamente para el Directorate, y que había lavado más de cinco mil millones de dólares. El dinero lavado era una necesidad cotidiana en las agencias de inteligencia, pero casi siempre se trataba de sumas relativamente pequeñas, pagos a agentes y contactos que eran difíciles de rastrear. Cinco mil millones de dólares, por el contrario, eran de una magnitud muy superior al pago en negro a los agentes. Una cantidad tal de dinero debía financiar algo de gran envergadura. Si la información que tenía Dunne era correcta —y parecía cada vez menos probable que el hombre de la CIA lo estuviera engañando deliberadamente, sobre todo después de matar a su propio guardaespaldas para protegerle a él—, el Directorate estaba de hecho orquestando y canalizando dinero a organizaciones terroristas. ¿Pero a cuáles, por qué y con qué propósito? Quizás el chip de cifrado que había copiado del teléfono por satélite de Jacques Arnaud le daría la respuesta, ¿pero a quién podría confiar una prueba tan crucial?

Y, si Jan Vansina estaba directamente involucrado en el reciclaje de fondos desviados, Bryson dudaba de que el belga estuviera actuando como un conducto a ciegas. Vansina era demasiado hábil y tenía demasiada experiencia como para jugar un papel tan inocente. Vansina sabría. Por lo que sabía Bryson, Vansina sería en estos momentos uno de los jefes del Directorate.

De golpe se abrió la puerta de la diminuta habitación, que se inundó de luz y por un instante obnubiló a Bryson, que no podía ver a quién tenía delante.

En pocos segundos, Bryson alcanzó a distinguir la silueta y después el rostro. Era Jan Vansina, con aire adusto y la mirada encendida. En la mano derecha tenía una pistola con la que apuntaba a Bryson; en la izquierda tenía un portafolio.

—Coleridge —dijo Vansina—. Un recuerdo del pasado.

—Próspero —dijo Bryson, desconcertado.

El intruso le había cogido desprevenido, fue a desenfundar la pistola que llevaba bajo la chaqueta, pero se quedó inmóvil cuando oyó el clic que desactivaba el seguro.

—No se mueva —exclamó Vansina—. ¡Las manos a los costados! No dudaré en usar esto. Me conoce, así que sabe que digo la verdad.

Bryson lo miró fijamente y poco a poco bajó la mano. Vansina, en efecto, no dudaría un instante en matarle a sangre fría; era un misterio por qué no lo había hecho hasta entonces.

—Gracias, Bryson —continuó el belga—. Quería hablar conmigo; hablaremos pues.

—¿Dónde está la mujer?

—Está a salvo. Atada y encerrada en un armario. Es una mujer lista y fuerte, pero habrá creído que esto sería… cómo decirlo, un paseo. Debo decir que sus documentos del Mossad parecen muy auténticos. Usted se cubre muy bien la retaguardia.

—Son auténticos, porque es del Mossad.

—Más intrigante aún, Bryson. Veo que ha establecido nuevas alianzas. Nuevas alianzas para los tiempos que corren. Esto es para usted. —Le arrojó el portafolio a Bryson, quien en una fracción de segundo decidió cogerlo y no dejarlo caer.

—Bien hecho —dijo Vansina con aire jovial—. Ahora, por favor, sosténgalo por delante con ambas manos.

Bryson frunció el ceño. El agente belga era tan ingenioso como siempre.

—Venga, hablemos —dijo Vansina—. Camine recto, con el portafolios delante todo el tiempo. Cualquier movimiento en falso y disparo. Si lo tira, disparo. Ya me conoce, mi amigo.

Bryson obedeció, regañándose en silencio. Había caído en la trampa de Vansina por subestimar al viejo y astuto agente. ¿Cómo le había vuelto las tornas a Layla? No se había oído ningún disparo, pero quizás había usado un silenciador. ¿La había matado? Con sólo pensarlo se sentía angustiado. Había estado actuando como su cómplice; si bien Bryson había tratado de disuadirla para que no trabajara más con él, ella insistió, y ahora se sentía responsable por lo que pudiera haberle ocurrido. ¿O acaso Vansina decía la verdad, y había atado y encerrado a Layla? Siguió andando hacia adelante, impulsado a punta de pistola, y cruzó el estrecho vestíbulo que daba a una sala de conferencias vacía. A pesar de que las luces de la sala estaban apagadas, el sol de la tarde se filtraba por la ventana de vidrio cilindrado. La vista de la ciudad de Ginebra desde esta altura era aún más espectacular que desde la oficina de Bécot: el famoso penacho del Jet d’eau y el Pare Mon Repos se veían con claridad desde allí, pero no llegaba ni un sólo sonido de las calles.

Debido a que sostenía el portafolio no podía sacar la pistola. Pero si lo arrojaba para buscar el arma, incluso ese breve instante sería suficiente para que Vansina le disparara en la nuca.

—Siéntese —le ordenó el belga.

Bryson se sentó a la cabecera de la mesa, apoyó el portafolio en la mesa sin apartar las manos de él.

—Ahora apoye la mano izquierda sobre la mesa, y luego la derecha. En ese orden, por favor. Ningún movimiento en falso, ya conoce el método.

Bryson hizo lo que le pedía y apoyó las manos sobre la mesa a ambos lados del portafolio. Vansina se sentó al lado opuesto de la mesa, de espaldas a la ventana, y sin dejar de apuntar a Bryson.

—Mueva una mano para rascarse la nariz, y disparo —dijo Vansina—. Mueva una mano para sacar un cigarrillo del bolsillo, y disparo. Ésas son las reglas básicas, señor Bryson, y sé que las entiende muy bien. Ahora bien, dígame lo siguiente, por favor: ¿Elena lo sabe?

Desconcertado, Bryson trató de ver adonde iba la pregunta. ¿Elena lo sabe?

—¿De qué está hablando? —murmuró.

—¿Lo sabe?

—¿Si sabe qué? ¿Dónde está? ¿Ha hablado con ella?

—Por favor, no se haga el preocupado por esa mujer, Bryson…

—¿Dónde está? —le interrumpió Bryson.

El hombre de barba dudó un instante antes de responder:

—El que pregunta aquí soy yo, Bryson. ¿Cuánto hace que está en Prometeo?

Bryson repitió sin entender.

—¿Prometeo?

—Basta. ¡Se terminaron los jueguecitos! ¿Cuánto hace que trabaja para ellos, Bryson? ¿Era un espía doble mientras estaba en activo? ¿O quizás se aburría como profesor universitario y echaba de menos la aventura? Como ve, realmente me gustaría entender el incentivo, la motivación. ¿Un llamamiento al deleznable idealismo? ¿El poder? Es que tenemos tanto de qué hablar, Bryson.

—Pero insiste en apuntarme con una pistola como si se hubiera olvidado completamente de Yemen.

El comentario le hizo gracia a Vansina, y sacudió la cabeza.

—Usted sigue siendo una leyenda en la organización, Bryson. La gente cuenta historias todavía de su destreza como agente, de su talento lingüístico. Usted era un gran elemento…

—Hasta que Ted Waller me puso de patas en la calle. ¿O debería decir Gennady Rosovsky?

Vansina hizo una larga pausa, incapaz de ocultar el desconcierto en su mirada.

—Todos tenemos muchos nombres —dijo por fin—. Muchas identidades. Y la cordura reside en la capacidad de distinguir unas de otras, de mantenerlas separadas. Pero usted parece haber perdido esa capacidad. Una vez cree una cosa, otra vez otra. No sabe dónde termina la realidad y empieza la fantasía. Ted Waller es un gran hombre, Bryson. Más grande que cualquiera de nosotros.

—¡Así que aún le tiene engañado! ¡Usted le cree, cree en sus mentiras! ¿No lo sabe, Próspero? ¡Éramos títeres, zánganos, autómatas programados por los supervisores! ¡Actuamos a ciegas, sin entender quiénes eran nuestros verdaderos amos, cuál era el verdadero plan!

—Hay círculos dentro de los círculos —dijo Vansina con aire solemne—. Son cosas de las que no sabemos nada. El mundo ha cambiado, y nosotros hemos de cambiar con él, hemos de adaptarnos a la nueva realidad. ¿Qué le han dicho, Bryson? ¿Qué mentiras le han contado?

—La nueva realidad… —comenzó Bryson sin entender, en voz baja.

Estaba atónito, desconcertado hasta el punto de quedarse momentáneamente enmudecido, cuando de repente vio la enorme figura que surgió por la ventana de vidrio cilindrado, abruptamente y desde la nada. Sólo reconoció que era un helicóptero en el instante en que la descarga de balas hizo impacto en la ventana, y el fuego automático de una ametralladora hizo añicos el vidrio y cayó una lluvia de cristales.

Bryson se arrojó al suelo y cayó debajo de la mesa larga de conferencias, pero Vansina, en la cabecera de la mesa y por lo tanto más cerca de la ventana, no tuvo la misma suerte. Levantó las manos a los costados como un pájaro que tratara de volar, y después todo el cuerpo bailó, animado grotescamente, dando brincos como si fuera una marioneta. Las balas le perforaron el rostro y el pecho, la sangre salió en un montón de pequeños geiseres de aquel cuerpo que se retorcía, y la cara ensangrentada se revolvió en un grito horrible, un rugido a voz en cuello que quedó apagado por el ruido ensordecedor del helicóptero y el tronar de los disparos que rompían los tímpanos. La ráfaga de viento bramó por la sala de conferencias, la mesa de ébano se desgarró por las mil balas que la acribillaron, y la alfombra quedó deshecha y agujereada. Desde su escondrijo debajo de la gruesa superficie de la mesa, Bryson vio cómo Vansina pareció elevarse en el aire antes de derrumbarse sobre la alfombra gris, salpicado de rojo por la sangre, con los miembros estirados de forma absurda, los ojos que parecían cavidades rojas y vacías, la cara y la barba hechas una masa horripilante y sanguinolenta, y con la parte posterior de la cabeza fuera de su sitio. Después, a la misma velocidad con que había llegado, el helicóptero se perdió de vista y desapareció. La cacofonía acabó abruptamente, y el único sonido eran los vagos ruidos del tráfico, que llegaban desde la calle a muchos metros de distancia, y el gemido del viento al silbar por las estalactitas de vidrio, arremolinándose en aquel matadero donde ahora reinaba un silencio espeluznante.