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La luz en el despacho Oval era tenue y plateada, e irradiaba un aire sombrío a una reunión que ya era bastante pesimista. Caía la tarde, el fin de un día largo y nublado. El presidente Malcolm Stephenson Davis estaba sentado en el pequeño sofá blanco que había en el centro de la sala, desde donde prefería conducir las reuniones más serias. Los directores de la CIA, el FBI y la NSA estaban sentados en sendas sillas junto a él; a su derecha, se encontraba el asesor especial del presidente para asuntos de seguridad nacional, Richard Lanchester. Era inusual que un núcleo tan distinguido de altos funcionarios se reuniera fuera de los confines de la Sala del Gabinete, la Sala de Situación o el Consejo de Seguridad Nacional. Pero lo inusual de aquel sitio no hacía sino subrayar la gravedad de la situación.

El motivo para la reunión era muy claro. Poco más de nueve horas antes, una poderosa detonación en la estación Dupont Circle del metro de Washington se había cobrado la vida de veintitrés personas y había herido a una cantidad tres veces superior; en el curso de la jornada, la lista de víctimas iba en aumento. La nación, si bien estaba habituada a las tragedias, los atentados terroristas y los tiroteos en las escuelas, estaba conmocionada. Esto había ocurrido en el corazón mismo de la capital, a una milla de la Casa Blanca, como no se cansaban de repetir los reporteros de CNN.

Una bomba, abandonada en lo que parecía el estuche de un ordenador portátil, había hecho explosión por la mañana, durante la hora punta. El carácter sofisticado del artefacto, cuyos detalles seguían sin hacerse públicos, parecía indicar que se trataba de un atentado terrorista. En esta era de canales por cable y estaciones de radio que transmiten sólo noticias todo el tiempo, y de comunicaciones velocísimas por Internet, la horrible historia parecía reverberar y hacerse más dramática a cada instante.

Los telespectadores estaban particularmente fascinados con los detalles más siniestros: la mujer embarazada y sus hijas gemelas de tres años, muertas en el acto; la pareja de ancianos que había ahorrado durante años para venir de visita a Washington desde Iowa City; el grupo de niños de nueve años de una escuela primaria.

—Es más que una pesadilla, es una vergüenza —dijo el presidente con aire lúgubre. Los otros hombres presentes en la sala sacudieron la cabeza, asintiendo en silencio—. Tendré que tranquilizar a la nación en un discurso que daré esta noche, si lo coordinamos a tiempo, o mañana. Pero no tengo la menor idea de lo que he de decir.

—Señor presidente —dijo el director del FBI, Chuck Faber—, quiero asegurarle que tenemos no menos de setenta y cinco agentes especiales trabajando en el caso, y en este preciso instante están rastreando la ciudad y coordinando las investigaciones en tanto agencia responsable de la investigación, junto con la policía local y el ATE Nuestra unidad de análisis de materiales, la unidad de explosivos…

—No me cabe duda —le interrumpió de golpe el presidente—, de que ustedes tienen experiencia en este tipo de cosas. No quiero menospreciar de ningún modo la capacidad del FBI, pero sí parecen ser muy buenos en ocuparse de atentados terroristas una vez que han ocurrido. Me pregunto por pura curiosidad cómo es que nunca llegan a evitarlos.

El director del FBI se sonrojó. Chuck Faber había ganado su reputación como fiscal de distrito que no tomaba prisioneros en Filadelfia, y más tarde fue fiscal general de Pennsylvania. No era un secreto que quería administrar la justicia federal, quería el cargo de fiscal general, porque se consideraba a sí mismo mucho más cualificado que el actual titular. Faber era probablemente el jugador más hábil en cuestiones burocráticas que se encontraba en la sala. Tenía fama de confrontador, pero al mismo tiempo era demasiado listo políticamente como para enfrentarse al presidente.

—Señor, con el debido respeto, pienso que no está siendo justo con los hombres y mujeres del FBI. —Era la voz calma y suave de Richard Lanchester.

Era un hombre alto y en buena forma, con cabello canoso y rasgos aristocráticos, y que mandaba hacer sus trajes poco espectaculares en Londres. La mayor parte de los corresponsales en la Casa Blanca, cuya noción de la alta costura tendía a los euro-extremos de Giorgio Armani, describían erróneamente a Lanchester como «pasado de moda» y hasta «chapado a la antigua». Lanchester, sin embargo, rara vez prestaba atención a tales descripciones personales en los periódicos o los informativos de la televisión. De hecho, prefería estar alejado de los periodistas, pues se oponía fervientemente a la fuga de información, que parecía ser un deporte muy popular en Washington. De alguna manera, y a pesar de todo, los cuerpos de prensa de Washington le admiraban. Quizás precisamente porque se negaba a cortejarlos, algo que la mayoría de ellos nunca antes había visto. El título que le confirió la revista Time, «El último hombre honesto de Washington», se repetía tantas veces en columnas y programas de entrevistas de los domingos por la mañana, que se había convertido en una suerte de epíteto homérico.

—… es sólo que sus esfuerzos de prevención tienden a pasar desapercibidos —continuó Lanchester—. Generalmente es imposible determinar qué habría pasado de no haber sido por una intervención concreta.

El director del FBI asintió a regañadientes.

—Hay noticias de que nosotros, es decir, el gobierno de Estados Unidos, podríamos haber evitado esta tragedia —entonó el presidente—. ¿Hay algo de verdad en eso?

Hubo un momento de incómodo silencio. Por fin, el director de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), el brigadier general John Corelli, contestó:

—Señor, el problema es que el objetivo no estaba en la jurisdicción de nadie. Como usted sabe, nuestra carta nos prohíbe operar en asuntos internos, al igual que a la CIA, y ésta fue una operación en territorio americano.

—Y estamos atados de pies y manos por los legalismos, señor —dijo el director del FBI, Faber—. Es decir, probablemente necesitamos abrir una causa para obtener el permiso de la corte de intervenir teléfonos, pero a menos que sepamos por qué pedir la autorización y podamos demostrar ese porqué… ¿para qué la pediríamos entonces?

—¿Y con respecto al mito de que la NSA está constantemente rastreando las llamadas telefónicas, los faxes, las señales…?

—«Mito» es la palabra, señor —dijo el director de la NSA, Corelli—. Incluso con la enorme capacidad con que contamos en el campus de Fort Meade, no podemos rastrear todas las conversaciones telefónicas del mundo. Además, no tenemos permitido escuchar conversaciones dentro de Estados Unidos.

—Aleluya por ello —dijo Dick Lanchester con suavidad.

El director del FBI se volvió para mirar a Lanchester con una expresión de total desdén.

—¿De veras? Y supongo que usted aplaude también nuestra incapacidad para monitorizar conversaciones en código, ya sea por teléfono o fax o por Internet.

—Puede que usted no sea consciente de una pequeñez llamada la Cuarta Enmienda a la Constitución, Chuck —replicó secamente Lanchester—. El derecho de las personas a estar protegidas contra investigaciones y detenciones excesivas.

—¿Y qué hay del derecho de las personas a coger el metro sin que las maten? —intervino el director de la CIA, James Exum—. Personalmente dudo que los culpables contemplaran la telefonía digital.

—Subsiste el hecho —dijo Lanchester—, de que los americanos no quieren sacrificar su privacidad.

—Dick —dijo el presidente despacio, pero con firmeza—, ya ha pasado el momento para ese debate. La discusión ya es una propuesta. El tratado debería ser aprobado por el Senado uno de estos días, con lo cual se creará una agencia internacional de vigilancia que nos protegerá de tanto jaleo. Y qué diablos, tampoco es que se den mucha prisa.

Lanchester sacudió la cabeza con aire preocupado.

—Esta agencia internacional expandirá mil veces el poder del gobierno —dijo.

—No —le cortó bruscamente el director de la NSA—. Lo que hará será igualar el terreno de juego, eso es todo. Por favor, a la NSA no se le permite escuchar las conversaciones de americanos sin una orden de la corte, y nuestro homólogo británico, el GCHQ, está maniatado de modo similar por las restricciones legales que le prohíben filtrar llamadas nacionales en Gran Bretaña. Parece olvidar. Richard, que si los aliados no hubieran tenido la capacidad de leer los mensajes enemigos durante la segunda guerra mundial, los alemanes podrían haber ganado.

—No estamos en guerra.

—Oh, sí que lo estamos —dijo el director de la CIA—. Estamos en medio de una guerra global contra el terrorismo, y los malos están ganando. Y si lo que está sugiriendo es que nos crucemos de brazos…

Se oyó la suave campana de un teléfono que estaba sobre la pequeña mesa junto al presidente. Los hombres en la sala sabían que el interfono del presidente solamente sonaba en caso de una situación urgente, según las instrucciones explícitas de Davis. El presidente Davis cogió el auricular.

—¿Sí?

La cara se le puso blanca. Colgó el teléfono, y luego miró a los demás.

—Era la Sala de Situación —dijo con gravedad—. Un avión americano de pasajeros acaba de estrellarse a tres millas del aeropuerto Kennedy.

—¿Cómo? —murmuraron varios de los presentes.

—Explotó en el aire —dijo el presidente Davis en voz baja y con los ojos cerrados—. Un minuto después de despegar. Era un vuelo a Roma. Ciento setenta y un pasajeros y miembros de la tripulación: todos muertos. —Se tapó los ojos con las manos y se los frotó con los dedos. Cuando volvió a bajar las manos, los ojos estaban llenos de lágrimas, pero tenían una expresión fiera, incluso feroz. La voz le temblaba—. Santo cielo, no pasaré a la historia como el Comandante en Jefe que se quedó sin hacer nada mientras los terroristas tomaban el control del mundo. ¡Maldita sea, hemos de hacer algo!