La secretaria había trabajado durante diecisiete años en la Agencia Central de Inteligencia, pero podía contar con los dedos de una mano las veces que alguien había tratado de pasar por encima de ella e irrumpir en la oficina de su jefe, Harry Dunne. Incluso en las pocas ocasiones en que el director de la central de inteligencia había pasado sin anunciarse por la oficina del subdirector (casi siempre era Harry quien iba a la oficina del director), y aunque la cuestión fuese urgente, el director había esperado al menos a que ella llamara a Harry.
Pero este hombre había ignorado sus ruegos, sus protestas y advertencias, su insistencia firme en que el señor Dunne estaba de viaje, y había hecho lo indecible. Había pasado delante de ella echando pestes y había ido derecho a la oficina del jefe. Marjorie conocía las normas de seguridad; apretó el botón de emergencia que tenía debajo del cajón de su escritorio, que puso sobre aviso a la Seguridad, y sólo entonces advirtió frenéticamente a Harry Dunne por el interfono de que, a pesar de sus esfuerzos, este idiota venía a su encuentro.
Bryson sabía que ahora había sólo dos opciones: la retirada o la confrontación, y prefirió la confrontación, la única opción que tenía posibilidades de obtener una revelación espontánea y forzar una verdad que no estuviera en los planes. Layla le había pedido que se mantuviera alejado de la Agencia, aconsejándole que lo que más importaba ahora era sobrevivir y no cualquier información que pudiera sacar. Pero Bryson sabía que realmente no había alternativa: para penetrar las mentiras, para conocer finalmente la verdad sobre Elena, sobre su vida entera, tenía que enfrentarse a Dunne.
Layla se quedó en Francia, tratando de establecer sus contactos, de saber lo que se pudiera acerca de Jacques Arnaud y sus recientes actividades. Él no le había dicho nada sobre el Directorate; todavía era mejor que ella no se enterara. Se despidieron en el aeropuerto Charles de Gaulle, y Bryson se vio sorprendido por la calidez de su abrazo, el beso que era más que un beso de despedida de una amiga, tras lo cual ella se sonrojó de inmediato y se apartó.
Harry Dunne estaba de pie junto a la ventana de vidrio cilindrado, sin su chaqueta, fumando un cigarrillo con una boquilla larguísima de marfil. Fumar en el edificio del cuartel general iba, como bien lo sabía Bryson, contra las reglas de la Agencia, pero en su carácter de subdirector, era improbable que alguien llamara al orden a Dunne. Se volvió cuando entró Bryson, al tiempo que Marjorie venía detrás.
—Señor Dunne, lo siento mucho, ¡he intentado detener a este hombre! —exclamó Marjorie casi fuera de sí—. La Seguridad está en camino.
Por un instante pareció que Dunne lo estuviese estudiando, la cara fina y fruncida, los ojos pequeños e inyectados en sangre que le brillaban. Bryson se había tomado el trabajo de disfrazarse, de alterar su aspecto lo suficiente como para confundir cualquier equipo de identificación a través de vídeos. Después Dunne sacudió la cabeza mientras exhalaba un penacho de humo con una tos fuerte y tabacal.
—Vale, está bien, Margie, dígale a Seguridad que no es necesario que vengan. Me las arreglaré yo solo con este tipo.
Desconcertada, la secretaria miró a su jefe y luego al intruso, se puso recta y retrocedió hacia la entrada, cerrando la puerta al salir.
Dunne, entrado en canas, dio un paso en dirección a un Bryson visiblemente irritado.
—Todo lo que Seguridad podría hacer es evitar que le mate con mis propias manos —le espetó—, y no estoy seguro de que sea lo mejor. ¿A qué está jugando, Bryson? ¿Se ha creído que somos imbéciles, es eso? ¿Cree que no recibimos constantemente informes desde el terreno y material por satélite? Supongo que es cierto lo que dicen: si traiciona una vez, volverá a traicionar. —Dunne expulsó el cigarrillo de la boquilla en un cenicero de vidrio repleto que había a un costado del escritorio—. No tengo idea de cómo diablos se lo hizo para entrar en el edificio, con todas nuestras disposiciones de seguridad. Pero supongo que los vídeos de vigilancia contarán el cuento.
Bryson se sorprendió ante la furia desbordante de aquel hombre y le hizo dudar. La furia era lo último que esperaba encontrar viniendo de Harry Dunne. Miedo, ponerse a la defensiva, fanfarronería, pero no rabia. Entre dientes, Bryson alcanzó a decir:
—Usted mandó a sus esbirros para que me mataran. Monigotes de cuarta de la sede en París.
Dunne resopló burlonamente mientras sacaba otro cigarrillo del bolsillo de su traje gris arrugado. Lo insertó en la boquilla de marfil y lo encendió, sacudió la cerilla y la arrojó al cenicero.
—Esperaba más de usted, profesor —dijo Dunne, sacudiendo la cabeza al tiempo que se volvía hacia la ventana con vistas del campo verde de Virginia—. Vea, los hechos son simples. Le enviamos para que se cuele de nuevo en el Directorate. En cambio, todo lo que al parecer ha hecho es echar por tierra algunas de las conexiones más prometedoras que teníamos con el Directorate. Después se hizo humo, se lo tragó la tierra. Como un asesino a sueldo de la mafia que elimina a un testigo detrás de otro. —Volvió a mirar a Bryson y le exhaló una nube de humo en la cara—. Pensamos que era un ex agente del Directorate. Supongo que ése fue nuestro gran error, ¿eh?
—¿Qué demonios está tratando de decirme?
—Le pediré que se someta a un detector de mentiras, pero ésa es una de las primeras cosas que os enseñan, ¿no es así?: a irse a las manos.
Asqueado, Bryson puso de un golpe una tarjeta azul de plástico laminado en el único sitio libre del escritorio de ébano de Harry Dunne. Era la tarjeta de identificación de la Agencia que había sacado de la cartera del motociclista muerto en las afueras de París, el perseguidor que había sido despachado desde el château de Jacques Arnaud.
—¿Quiere saber qué he hecho para entrar?
Dunne recogió la tarjeta y enseguida examinó el holograma: la miró a la luz y la giró para ver el sello tridimensional de la CIA, con la cinta magnética apretada entre las dos capas de plástico. Era un objeto cotidiano en la CIA, pero sólo en la CIA: una tarjeta de identificación sofisticada y de alta seguridad, virtualmente imposible de falsificar. Dunne la pasó por un lector de tarjetas. En la pantalla azul del ordenador apareció una cara junto a la información personal básica del empleado. La cara no era la de Bryson, pero en aquel momento, la cara alterada y con disfraz de Bryson se parecía bastante a la que salía en el monitor.
—La sede en París. ¿De dónde diablos sacó esto? —preguntó Dunne.
—¿Me va a escuchar ahora?
Había recelo en la expresión de Dunne. Exhaló finos penachos de humo por la nariz mientras se sentaba en su sillón de escritorio. Apagó el cigarrillo antes de tiempo.
—Por lo menos déjeme llamar a Finneran.
—¿Finneran?
—Le conoció en la Blue Ridge. Mi ayudante de campo.
—De ninguna manera.
—Él es mi maldita memoria institucional…
—¡Que no! Sólo usted y yo y las escuchas.
Dunne se encogió de hombros. Sacó otro cigarrillo, pero en lugar de colocarlo en la boquilla empezó a juguetear con él entre sus dedos manchados de nicotina. Bajo la tela raída de la camisa azul con cuello abotonado de Dunne, Bryson vio la silueta de un montón de parches de nicotina para dejar de fumar, por los hombros y los bíceps.
Mientras Bryson contaba los sucesos de los últimos días, Dunne se puso muy serio. Cuando por fin habló, lo hizo con voz apenas audible.
—Una recompensa de dos millones de dólares por su cabeza, que ofrecían aun antes de aparecer en el buque de Calacanis. De algún modo corrió el rumor de que volvía al juego.
—Parece olvidarse de que ya habían tratado de eliminarme en Washington. Parecían saber que estaba a punto de volver, mientras buscaba el cuartel general del Directorate. Eso indica que hay una filtración aquí mismo, en este edificio. —Bryson describió un pequeño círculo en el aire con el índice.
—¡Joder! —replicó el subdirector, partiendo el cigarrillo en dos y arrojando los restos al cenicero—. La maldita historia no constaba en los libros, el único registro de su participación es su nombre en el banco de datos de Seguridad para dejarle entrar y salir del edificio.
—Basta con que el Directorate esté conectado a la CIA.
—¡Pero si ni siquiera era su verdadero nombre! Se llamaba Jonas Barrett… un alias usado en los registros de Seguridad y que, dicho sea de paso, va en contra de todas las puñeteras reglas de juego. No se miente a Seguridad. Nunca se miente a la Madre.
—Vales para gastos, requisas de equipos…
—Eliminados, todos los mensajes en cifra registrada, toda la información, toda la prioridad confidencial. Mire, Bryson, me he cubierto la espalda, ¿qué se piensa? Estaba corriendo un maldito riesgo con usted, déjeme que le diga. No sé a cuánta presión le habrán sometido, cómo hicieron para agotarle. Aunque ponga la carpeta roja de un tío bajo un jodido microscopio, tampoco se enterará de lo que le pasa por la cabeza. Después de todo, le pusieron fuera de juego en una pequeña universidad de provincias…
—Santo cielo —vociferó Bryson—, ¿se cree que he venido de voluntario? Sus matones vinieron y me sacaron de mi retiro. Estaba empezando a curarme, ¡y usted vino a sacarme la costra! No estoy aquí para defenderme, supongo que sus chicos han hecho los deberes conmigo. Quiero saber lo que hacía la CIA siguiéndome por las afueras de París para matarme. Más le vale que tenga una buena explicación, o por lo menos una mentira convincente.
Dunne lo miró con furia.
—Voy a pasar por alto esa última pulla, Bryson —dijo con calma—. Piénselo bien, si me hace el favor. Según lo que me cuenta, ese agente del Directorate con quien trabajó en Kowloon, Vance Gifford, le reconoció.
—Sí, y según los hermanos Sangiovanni, el hombre de Arnaud que estaba a bordo del buque también me identificó. Eso está claro y no quedan dudas. No es tan difícil reconstruir los hechos y ver cómo es que ocurrió lo de Santiago de Compostela. ¡Hablo de Chantilly, de París! De un agente de la CIA que logré identificar porque fue lo bastante torpe como para llevar encima sus documentos. Y donde hay uno, siempre hay más, usted lo sabe tan bien como yo. ¿Qué me va a decir entonces, que la Agencia está fuera de control? O bien es eso, o me está traicionando, ¡y lo quiero saber ahora!
—¡No! —gritó Dunne ásperamente, y luego la voz se le disolvió en una serie de toses por culpa del tabaco—. ¡Ésas no son las únicas explicaciones posibles!
—¿Qué está tratando de venderme entonces?
Dunne trazó su propio círculo en el aire con el índice, imitando al de Bryson y dando a entender que había micrófonos ocultos en la habitación. Frunció el ceño.
—Lo que digo es que quiero revisar algunas cosas. Digo que deberíamos seguir con esta conversación en algún otro momento y en otro lugar.
Por un instante pareció que tenía la cara más arrugada, las ojeras más profundas, y por primera vez sus ojos parecieron atormentados.
La Institución de Cuidados Rosamund Cleary era, para decirlo con otras palabras, una clínica de reposo. Era una institución elegante, de pocas plantas y ladrillo rojo, rodeada de varias hectáreas de bosques en Dutchess County, al norte del estado de Nueva York. Como quiera que se llamase, era un sitio caro y bien administrado, el último hogar para privilegiados que necesitaban atención médica, y cuyos parientes y seres queridos no estaban en condiciones de ofrecerla. Durante los últimos doce años había sido el hogar de Felicia Munroe, la mujer que junto a su esposo Peter se había ocupado de Nicholas Bryson después de que sus padres murieran en un accidente automovilístico.
Bryson amó a esa mujer, siempre tuvo una relación íntima y afectuosa con ella, pero nunca la consideró su madre. El accidente había ocurrido demasiado tarde en su vida como para que así fuera. Era apenas tía Felicia, la complaciente esposa de tío Pete, que había sido uno de los mejores amigos de su padre. Lo cuidaron con todo cariño, le abrieron las puertas de su casa, y hasta le pagaron su educación, desde el internado a la universidad, por lo que les estaba eternamente agradecido.
Peter Munroe había conocido a George Bryson en el casino de oficiales de Bahrein. El coronel Bryson, ése era entonces su rango, estaba supervisando la construcción de un nuevo cuartel de grandes dimensiones, y Munroe, un ingeniero civil que trabajaba para una constructora multinacional, era un candidato para el proyecto de licitación. Bryson y Munroe se hicieron amigos a fuerza de beber muchas cervezas —la especialidad del casino en esa nación sin alcohol—, y sin embargo, cuando se hicieron las ofertas, el coronel Bryson recomendó que no se diera el proyecto a la compañía de Pete Munroe. La verdad es que no tenía alternativa: en la puja, otra compañía había hecho una mejor oferta. Munroe tomó la mala noticia de buen humor, invitó a Bryson a unas copas a su cuenta y le dijo que en realidad no le importaba un carajo: ya había sacado mucho más de lo que esperaba de aquel maldito país: un amigo. Sólo más tarde (demasiado tarde, como se vio) el ya viejo Bryson supo por qué el mejor postor había hecho una oferta tan baja: por deshonesto. La compañía intentó inyectar millones de dólares en el presupuesto del ejército. Cuando George Bryson trató de disculparse, Munroe se negó a aceptar sus disculpas.
—La corrupción es un modo de vida en este negocio —dijo—. Si hubiera querido quedarme con el proyecto, yo también habría mentido. Yo fui el ingenuo. —La amistad entre George Bryson y Pete Munroe, sin embargo, quedaba sellada.
Pero ¿cuál era la verdad? ¿Había realmente algo más? ¿Harry Dunne le estaba diciendo la verdad? Ahora que tenía la prueba concreta de que un agente de la CIA había tratado de matarle en Francia, todo estaba en duda. Puesto que si Dunne tenía algo que ver con ello, ¿podía confiar en lo que dijera? De alguna manera, Bryson lamentaba no haber venido aquí antes de volar al Armada española. Debería haber visto a tía Felicia para hacerle algunas preguntas antes de aceptar el trabajo sucio que le ofrecía Dunne. Bryson la había visitado dos veces con anterioridad, una de ellas con Elena, pero ya hacía varios años de eso.
Aún resonaban en su memoria las palabras que Dunne le dijo aquel día en las montañas de la Cresta Azul, el día que cambió su vida. No las olvidaría fácilmente.
«—Deje que le pregunte una cosa, Bryson. ¿De veras creyó que fue un accidente? Tenía quince años, era un estudiante brillante, un atleta estupendo, la flor de la juventud americana. De repente, sus padres son asesinados. Y se va a vivir con sus padrinos…
»—El tío Pete… Peter Munroe.
»—Ése era el nombre que se puso, claro. No el nombre con que vino al mundo. Y se aseguró de que fuera a la universidad que fue, y además decidió un montón de cosas por usted. Todo lo cual hizo que fuera a parar a manos de ellos. Del Directorate, quiero decir».
Bryson halló a la tía Felicia frente al televisor en una espaciosa sala, decorada con buen gusto con alfombras persas y antigüedades macizas de ébano. Había varios ancianos desparramados por la sala, algunos leían o tejían crochet, otros dormitaban. Felicia Munroe miraba ensimismada el golf.
—Tía Felicia —dijo Bryson con cordialidad.
Ella se volvió hacia él, y por un momento fugaz pareció reconocerle. Pero enseguida le sobrevino un confuso desconcierto.
—¿Sí? —dijo secamente.
—Tía Felicia, soy Nick. ¿Te acuerdas de mí?
Ella lo miró sin entender, con los ojos entrecerrados. Y él comprendió que las huellas de la senilidad que había visto en ella años atrás se habían hecho más hondas y más graves. Tras mirarlo fijamente por un largo rato, que ya se hacía incómodo, ella le sonrió levemente.
—Entonces sí eres tú —dijo por fin.
—¿Te acuerdas? Viví contigo —tú te ocupaste de mí…
—Has regresado —susurró ella, que parecía entender al fin. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Dios mío, cuánto te he echado de menos.
Bryson sintió un gran alivio.
—Mi querido George —dijo con voz cantarína—. Mi queridísimo George. Cuánto tiempo ha pasado.
Por un instante, Bryson se quedó perplejo, y enseguida comprendió. Bryson tenía ahora la misma edad que tenía su padre, el general George Bryson, cuando murió. En la mente confusa de tía Felicia —una mente que probablemente recordaría con claridad los sucesos de hacía medio siglo, pero que no recordaba cómo se llamaba—, él era George Bryson. Y en efecto el parecido era fuerte. A menudo se asombraba de lo mucho que se parecía a su padre con los años.
Después, como si se hubiera aburrido de pronto de su visita, volvió a mirar la televisión. Bryson cambió el peso del cuerpo de un pie a otro pie y no sabía muy bien qué hacer. Pasó cerca de un minuto antes de que Felicia se diera cuenta de su presencia, y entonces volvió a mirarle.
—Caramba, ¿sigues aquí? —avanzó ella. Parecía preocupada, la expresión de la cara se hizo de golpe temerosa—. Pero tú… ¿no estabas muerto? ¡Creí que habías muerto!
Bryson la miró simplemente con aire neutral, para no perturbar su ilusión. «Déjale creer lo que quiere creer; quizás así diga algo…».
—Moriste en ese terrible accidente —dijo ella. Tenía la cara tensa—. Así es. Ese terrible, terrible accidente. Tú y Martha, los dos. Qué cosa más horrible. Y dejando huérfano al pobre Nickie. Oh, creo que no paré de llorar por tres días. Pete era siempre el más fuerte, gracias a él me repuse. —Otra vez volvieron a brillarle las lágrimas en los ojos y comenzaron a rodarle por las mejillas—. Hubo tantas cosas que Pete no me dijo de aquella noche —continuó con una voz que parecía una letanía—. Tantas cosas que no podía contarme, que no quería contarme. La culpa lo habrá comido por dentro. Durante años no me quiso decir nada de aquella noche, de lo que hizo.
Bryson sintió un escalofrío que le recorría la espalda.
—Y nunca habló de eso con tu pequeño Nickie, ¿sabes? ¡Qué peso más grande a cuestas, qué cosa más terrible! Sacudió la cabeza, mientras se enjugaba las lágrimas con la manga con volantes de su blusa blanca. Después volvió a la televisión.
Bryson se dirigió al televisor, lo apagó y se paró justo delante de ella. Aunque los efectos de la senilidad habían destruido la memoria reciente de la pobre mujer, o tal vez había sido el Alzheimer, parecía que muchos recuerdos del pasado se habían salvado.
—Felicia —dijo con dulzura—. Quiero hablar contigo de Pete. Pete Munroe, tu marido.
El hecho de que la mirase fijamente parecía ponerla nerviosa; se puso a estudiar el diseño de la alfombra.
—Solía prepararme una bebida a base de whisky cuando estaba resfriada, sabes —dijo. Parecía extraviada en su memoria, ahora tenía una actitud más relajada—. Miel y zumo de limón y sólo un poquito de bourbon. No, más que un poquito. «Te sentirás mejor en menos que canta un gallo».
—Felicia, ¿te habló alguna vez de algo que se llamaba el Directorate?
Lo miró con la vista perdida.
—Un resfriado que no se trate como corresponde puede durar una semana. Pero bien tratado, ¡en siete días ya está! —Se rió, mientras meneaba un dedo—. Peter siempre decía que un constipado mal tratado podía durar una semana…
—¿Habló alguna vez de mi padre?
—Oh, era un gran conversador. Contaba historias de lo más divertidas.
En el otro extremo de la sala, uno de los pacientes tuvo un accidente y dos porteros aparecieron con fregonas. Los dos custodios hablaban entre sí en ruso. Se oyó una frase dicha en voz alta. Ya nye znayu, dijo uno de ellos bruscamente: «no lo sé». El acento era de Moscú.
Felicia Munroe también la oyó, y se animó a contestar.
—Ya nye znayu —repitió, y luego volvió a reírse—. ¡Galimatías! ¡Galimatías!
—No es realmente un galimatías, tía Felicia —intervino Bryson.
—¡Galimatías! —replicó ella con aire desafiante—. Era el tipo de cosas que Pete decía en sueños. Ya nye znayu. Todas esas locuras. Cada vez que hablaba en sueños, lo hacía en esa lengua ridícula, y se ponía de un humor de perros cuando le hacía bromas por eso.
—¿Hablaba así en sueños? —dijo Bryson, que sentía cómo el corazón le saltaba de la caja torácica.
—Oh, era terrible dormir con él. —Por un instante pareció recobrar la lucidez—. Siempre hablaba en sueños.
El tío Pete hablaba en ruso mientras dormía, el único momento en que no es posible controlar lo que se dice. ¿Harry Dunne tenía razón entonces: Peter Munroe era socio de Gennady Rosovsky, alias Ted Waller? ¿Podía ser cierto? ¿Había otra explicación posible? Bryson estaba mudo de asombro.
Pero Felicia siguió hablando.
—Sobre todo después de tu muerte, George. Se sentía tan mal. Daba vueltas en la cama, gritaba y vociferaba en sueños, ¡y siempre hablando ese galimatías!
La zona de Rock Creek Park en Washington, en la parte norte de Beach Drive, era un buen sitio para el encuentro con Harry Dunne, al día siguiente muy temprano. Lo había escogido Bryson; Dunne le había instado a seleccionar el lugar de encuentro no por deferencia hacia la experiencia de Bryson como agente —después de todo, la experiencia de Dunne en la división clandestina de la Agencia había sido el doble de larga que la de Bryson en el Directorate—, sino más probablemente por cortesía que el anfitrión extiende a su invitado de honor.
El petición del subdirector de la CIA de reunirse en otro sitio, más allá de los muros de la Agencia, resultó alarmante para Bryson. Era difícil de creer que Dunne, el número dos en la Agencia, temiera que hubiera micrófonos en su propia oficina; que los hechos demostraran la teoría de que el Directorate se había colado en la CIA: que los antiguos jefes de Bryson habían logrado de algún modo extender sus tentáculos a los círculos más altos de la CIA. La información que Dunne pudo haber reunido, el simple hecho de que insistiera en continuar con la discusión en un sitio seguro y neutral, era una prueba inquietante de que algo andaba muy mal.
Aun así, Bryson no tomaría nada al pie de la letra. «No te fíes de nadie», solía decir Ted Waller con una risotada, y eran palabras que ahora sonaban grotescamente adecuadas: el mismo Waller se había convertido en el principal traidor a su confianza. Bryson no bajaría la guardia; no se fiaría de nadie, ni siquiera de Dunne.
Llegó al sitio indicado una hora antes de lo acordado. Eran apenas las cuatro de la mañana, el cielo estaba oscuro, y el aire frío y húmedo. Pasaban pocos coches, con grandes intervalos entre uno y otro: trabajadores del turno de noche que regresaban a casa, al tiempo que llegaban sus reemplazos. La administración del gobierno funcionaba a todas horas.
Había un silencio extraño y fuera de lo común. Bryson notó los sonidos de las ramitas que se resquebrajaban bajo sus pies mientras avanzaba por el bosque espeso que rodeaba el claro que había escogido, ruidos que normalmente quedarían ocultos por el ruido ambiente del tráfico. Llevaba zapatos con suela de crepé, muy apropiados para el trabajo de campo porque reducían aquellos ruidos.
Bryson recorrió el sitio y buscó sus puntos más vulnerables. El bosquecillo daba a un pequeño prado junto a un pequeño aparcamiento asfaltado, a cuyo lado había unos servicios de hormigón con aspecto de bunker, medio hundidos en el terreno, y donde habían quedado en encontrarse. Habían anunciado lluvia, y aunque el pronóstico resultó erróneo, le había parecido que sería preferible un sitio a cubierto. Además, las paredes gruesas de hormigón de los servicios servirían de protección en caso de una emboscada desde el exterior.
Pero Bryson sabía que no habría una emboscada. Recorrió el bosquecillo en círculo, se adentró por la densa arboleda que daba al prado y buscó pisadas recientes o ramas rotas dispuestas de una manera sospechosa, como también cámaras u otros dispositivos que pudieran haber sido puestos previamente. Un segundo barrido con la mirada reveló todos los posibles accesos; no dejaría nada al azar. Después de dar dos vueltas más, desde diferentes direcciones y cubriendo varias posiciones ventajosas, Bryson estaba satisfecho de ver que en aquel sitio no se preparaba ninguna emboscada. Eso no quería decir que no la hubiera en el futuro, pero al menos sería capaz de detectar cambios sutiles en el terreno, divergencias que de otro modo pasarían por alto.
A las cinco en punto de la mañana, un vehículo negro del gobierno apareció por Beach Drive y se dirigió al estacionamiento. Era un Lincoln Continental, sin marcas distintivas a no ser por una matrícula típica del gobierno. Bryson observaba la escena con unos potentes y pequeños prismáticos desde un escondite que había elegido en un bosquecillo denso, y distinguió al chófer oficial de Dunne, un negro esbelto en uniforme azul marino. Dunne estaba sentado en el asiento de atrás, mientras hojeaba una carpeta. No parecía haber nadie más en el vehículo.
La limusina se detuvo frente a los servicios. El chófer bajó y abrió la puerta de su jefe, pero Dunne, impaciente como de costumbre, ya estaba con medio cuerpo fuera del coche. Tenía el ceño fruncido, algo común en él. Miró brevemente a ambos lados, bajó los pocos escalones con el rostro iluminado por una luz chillona y fluorescente, y luego desapareció en la pequeña construcción.
Bryson aguardó. Miró al chófer, para ver si hacía algún movimiento sospechoso: llamadas telefónicas furtivas desde un móvil oculto, señales rápidas a los coches que pasaban, o incluso el gesto de cargar un arma. Pero el chófer sencillamente se quedó sentado ante el volante, esperando con la paciencia calma y callada que le faltaba a su jefe.
Una vez que pasaron diez minutos, y Bryson estuvo seguro de que Dunne estaría echando pestes, bajó la colina siguiendo un sendero que le mantenía oculto a los ojos de los transeúntes, y giró por la parte de atrás de los servicios, que estaba al nivel del suelo. Apretó el paso de repente y se dirigió a la carrera a aquella construcción, confiado de que no le habían visto. Luego bajó al foso que rodeaba al bunker y dio la vuelta hacia la entrada, sin ser visto.
Las luces fluorescentes titilaban cuando se acercó. Los servicios apestaban a orina y excrementos, con una capa astringente de lejía, desgraciadamente insuficiente. Pegó la oreja a la puerta por un instante, hasta que oyó el signo de Dunne: su tos de fumador. Entró deprisa, cerró la pesada puerta y le puso un fuerte candado que traía con él.
Dunne estaba de pie junto a un urinario. Giró despacio la cabeza cuando entró Bryson.
—Muy amable de su parte en dignarse a venir —musitó—. Ahora veo por qué esos cabrones del Directorate le mandaron a la mierda. La puntualidad no es su punto fuerte.
Bryson se hizo el desentendido. Dunne sabía exactamente por qué llevaba diez minutos de atraso. Se cerró la cremallera del pantalón, tiró de la cadena y fue hacia los lavabos. Se miraron por el espejo.
—Malas noticias —dijo Dunne, con una voz que hacía eco mientras se lavaba las manos—. La tarjeta es auténtica.
—¿La tarjeta?
—La tarjeta de identificación que cogió del motociclista muerto en Chantilly. No es papel falsificado. El tío estaba destinado en París desde hacía más de un año como agente in extremis, para cuando había que hacer el trabajo realmente sucio.
—Revise los documentos personales, el nombre de la misión que le asignaron, hasta cómo fue reclutado.
Dunne volvió a fruncir el ceño, indignado.
—¿Cómo no se me ocurrió antes? —dijo con evidente ironía. Sacudió las manos y después se las pasó por los pantalones (no había papel, y se negó a usar el secador automático). Sacó un paquete arrugado de Marlboro del bolsillo de su chaqueta y extrajo un cigarrillo medio doblado que se puso en la boca. Sin encenderlo, continuó—. Ordené una búsqueda de prioridad sigma por todos los bancos de los ordenadores, hasta el último rincón. Y nada.
—¿Qué quiere decir «nada»? Tiene expedientes gordos de todo el personal, desde el director hasta la señora que limpia los aseos en el centro de imágenes.
Dunne hizo una mueca. El cigarrillo sin encender le colgaba del labio inferior.
—Y ustedes no dejan nada fuera. Nada. Así que no me venga con que no ha encontrado nada en los expedientes personales del tío.
—No, lo que le estoy diciendo es que el tío no tenía expediente. En lo que respecta a la central de Langley, él nunca existió.
—¡Venga! Hay seguro médico, recibos de sueldo: un montón de mierda administrativa y burocrática con la que Personal bombardea a todos y cada uno de los empleados. ¿Me está diciendo que no tenía recibos de sueldo?
—¡Coño, no me está escuchando! ¡El tío no existió! No es la primera vez que ocurre, no nos gusta tener papeles de los que hacen el trabajo realmente sucio. Se eliminan los expedientes, las requisas se destruyen una vez que se autorizan los pagos. Así que existe el precedente. La cosa es que alguien sabía cómo jugar con el sistema, cómo mantener el nombre del tío fuera de todos los registros. Era como un fantasma: estaba allí pero no estaba.
—Entonces, ¿qué quiere decir? —preguntó Bryson con calma.
Dunne se quedó en silencio por un instante. Luego tosió.
—Quiere decir, amigo, que es posible que la CIA no sea la agencia más indicada para investigar al Directorate. Especialmente si el Directorate tiene a sus topos dentro, lo cual hemos de suponer.
Las palabras de Dunne, si bien no eran inesperadas, fueron un balde de agua fría por el modo en que el hombre de la CIA las pronunció. Bryson asintió.
—No le resultará fácil admitirlo —dijo.
Dunne ladeó la cabeza en señal de aprobación.
—No mucho —concedió, en lo que era una clara atenuación. El hombre estaba conmocionado, aunque evidentemente se negara a admitirlo—. Mire, no quiero creer que el maldito Directorate haya estirado la mano y tocado a alguna de mi gente. Pero no he llegado adonde estoy haciéndome vanas ilusiones. Vea, yo nunca fui a una de sus universidades pijas, entré en St. John por un pelo. Tampoco hablo una docena de lenguas como usted. Sólo inglés, y ni siquiera muy bien. Pero lo que sí tuve, me entiende (y aún tengo, querría pensar), es un talento que no se encuentra mucho en el negocio del espionaje: el sexto sentido. O como diablos quiera llamarlo. Mire lo que ha ocurrido en este puñetero país en los últimos cuarenta años, desde la bahía de Cochinos pasando por Vietnam y Panamá hasta los últimos coñazos del Washington Post de la mañana. Todas ocurrencias de los así llamados Sabios, los «mejores y más brillantes», con sus diplomas de la Liga de Hiedra y sus fondos de fideicomiso, que nos siguen metiendo en todos estos apuros. Tienen buena educación, pero les falta sentido común. Yo, en cambio, puedo oler cuándo algo anda mal, tengo instinto para esas cosas. Y no voy pitando por los cementerios. Así, no puedo negar la posibilidad (y es sólo una posibilidad, le advierto) de que alguien en mi equipo esté metido. No lo voy a engañar. No quiero jugar mi última carta, pero es posible que deba hacerlo.
—¿Y cuál es?
—¿Cómo mierda lo llama el Washington Post, el «último hombre honesto en Washington»? Lo cual no es decir mucho en esta ciudad corrupta.
—Richard Lanchester —dijo Bryson, que recordó el epíteto usado con frecuencia para el asesor en seguridad nacional del presidente y director del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca. Había oído hablar de la reputación sin igual de probidad de Lanchester—. ¿Por qué es su última carta?
—Porque una vez que la juegue, estará fuera de mi control. Él puede ser el único hombre en el gobierno capaz de llevar esto adelante, burlar los canales corruptos; pero una vez que lo involucre, ya no estará en manos de la comunidad de inteligencia. Es una lucha intestina sin cuartel, y sinceramente no sé si nuestro gobierno podría sobrevivir a ella.
—Caramba —replicó Bryson—. ¿Lo que está diciendo es que el Directorate ha llegado tan alto?
—Así es como me huele.
—Pues yo soy el único que arriesga la vida en el frente. De ahora en adelante, me comunicaré sólo con usted, directamente con usted. Sin intermediarios, sin correo electrónico que puedan filtrar ni faxes que intercepten. Quiero que consiga una línea secreta en Langley, aislada en una caja fuerte, secuestrada y segregada.
El hombre de la CIA asintió con aquiescencia.
—Además quiero una secuencia de códigos para estar seguro de que no está hablando bajo presión ni que le falsifican la voz. Quiero saber que es usted y que habla con libertad. Y una cosa más: todas las comunicaciones van directamente de usted a mí, ni siquiera a través de su secretaria.
Bryson se encogió de hombros.
—He entendido, pero está exagerando. Pondría las manos en el fuego por Marjorie.
—Lo siento. No hay excepciones. Elena me habló una vez de la Regla de Metcalf, que dice que la porosidad de una red aumenta en progresión geométrica por cada nuevo nudo. Los nudos, en este caso, se refieren a todos los que sepan algo de la operación.
—Elena —dijo el hombre de la CIA con aire burlón—. Supongo que ella sabe algo de engaños, ¿eh, Bryson?
El comentario fue hiriente, a pesar de todo lo que había sucedido, incluso a pesar de su propia amargura sobre su enigmática desaparición.
—Correcto —contestó Bryson—. Y por eso usted me ayudará a encontrarla…
—¿Cree que le envié allí para salvar su matrimonio? —interrumpió Dunne—. Le envié allí para salvar este maldito mundo.
—Joder, ella sabe algo, tiene que saberlo. Quizá sepa mucho.
—Ya, y si está metida…
—Si está metida, lo está a lo grande. Si es tan inocente como yo lo fui…
—Vanas ilusiones, Bryson, le advierto…
—¡Si es tan inocente como yo lo fui —vociferó Bryson—, entonces lo que sabe aún es invaluable!
—Y por supuesto ella le descubrirá el maldito pastel por… ¿por qué, por nostalgia? ¿En memoria de los buenos tiempos que pasaron juntos?
—Si logro llegar a ella —gritó Bryson, pero luego vaciló y, despacio, continuó—: Si logro llegar a ella… joder, la conozco, yo sé cuándo miente, cuándo trata de ocultar la verdad, cuándo no quiere hablar de alguna cosa.
—Está soñando —dijo Harry Dunne de plano. Volvió a toser, una tos dolorosa, desconcertante y líquida—. Usted cree que la conoce. Finge que la conoce, que la conocía. Está tan seguro, ¿no es cierto? De la misma manera que estaba tan seguro de conocer a Ted Waller, alias Gennady Rosovsky. O Piotr Aksyonov, alias su «tío» Peter Munroe. ¿Su pequeña excursión al campo en Nueva York le aclaró un poco más las cosas?
Bryson no pudo ocultar su asombro.
—¡Váyase al diablo! —gritó.
—Abra los ojos, Bryson. ¿Cree que no he mantenido un cordón de vigilancia alrededor de esa clínica de reposo desde que supe de la existencia del Directorate? La pobre vieja está tan hecha un lío que mis hombres no pudieron sacarle mucho, así que nunca pude estar seguro de si conocía la verdad sobre su marido, ni cuánto sabía. Pero existía la posibilidad de que alguien conectado con su difunto esposo fuera a contactar con ella.
—¡Gilipolleces! —le espetó Bryson—. ¡No tiene los recursos para mantener un equipo que la vigile veinticuatro horas por día, siete días a la semana, hasta que se muera!
—Coño —dijo Dunne con impaciencia—. Claro que no. Una de las encargadas de la clínica se gana un buen fajo de billetes de un primo de Felicia, «el querido Harry», que la protege ferozmente. Cualquiera que pregunte por Felicia, que quede en pasar o simplemente vaya de visita, queda fichado por una encargada llamada Shirley que lo primero que hace es llamarme a mí. Sabe que me gusta proteger a la dulce Felicia, que ya está gaga, de buscadores de oro o de gente que podría darle un disgusto. Yo cuido a mi prima. Shirley siempre tiene mi número de teléfono adonde quiera que vaya. Así que siempre sé a quién ve Felicia. No hay sorpresas. La cuestión es que hay que trabajar con lo que se tiene; se cubre lo que se puede. Casi todos los demás se han hecho humo sin dejar una maldita pista. Ahora bien, ¿hemos de quedarnos todo el día aquí, en esta letrina apestosa?
—A mí tampoco me gusta mucho, pero está apartada y es segura.
—Puaj, coño. ¿Le importaría decirme por qué fue a ver a Jacques Arnaud?
—Ya se lo dije, su emisario, su agente en el buque de Calacanis, trabajaba evidentemente para el Directorate, y para Anatoli Prishnikov en Rusia. Arnaud tenía que ser una pieza clave.
—Pero ¿para qué? ¿Quería llegar directamente hasta Arnaud?
Bryson hizo una pausa. Las palabras de Ted Waller (de Gennady Rosovsky) volvieron a su mente, como solían hacerlo con tanta frecuencia: «No cuentes nada a nadie, si no lo necesitan saber a toda costa. Ni siquiera a mí». Todavía no le había contado a Dunne lo del chip de cifrado que había copiado del teléfono por satélite de Arnaud, y tampoco lo haría. Todavía no.
—Lo pensé —mintió—. Por lo menos para observar a los de su entorno.
—¿Y?
—Nada. Una pérdida de tiempo. —«Guárdate siempre un as en la manga».
Dunne sacó de su portafolio de piel un sobre con membrete rojo, del que extrajo una pila de fotografías de 19 × 25.
—Revisamos los nombres que nos dio en el informe, los buscamos en todos los bancos de datos de que disponemos, incluyendo todos los registros de códigos confidenciales. No fue fácil, teniendo en cuenta lo listos y meticulosos que son sus amigos del Directorate. Hubo que seleccionar y rotar alias usando algoritmos de computación, todas esas gilipolleces que no entiendo. Los agentes del Directorate cambian de destino, se desarraigan, reescriben sus biografías, las redes se separan y se vuelven a montar. Ha sido un trabajo demoledor, pero hemos encontrado unos cuantos candidatos para que les eche un vistazo.
—Sacó la primera fotografía de papel satinado.
Bryson sacudió la cabeza.
—No.
Dunne frunció el ceño y sacó otra.
—No lo recuerdo.
Dunne sacudió la cabeza y le enseñó otra.
—No lo registro. Tiene varias imitaciones en ese sobre, ¿no? Son falsificaciones conocidas, quiere hacerme la zancadilla.
Dunne esbozó una sonrisa en la comisura de los labios, y luego tosió.
—Siempre probando, ¿eh?
Dunne no contestó. Sacó otra fotografía.
—No… ¡eh!, espere. —Era la foto de un agente que Bryson reconoció—. A éste le conozco. El belga, nombre falso: Próspero.
Dunne asintió como si Bryson hubiera dado por fin la respuesta correcta.
—Jan Vansina, un alto funcionario en la sede central de la Cruz Roja Internacional en Ginebra. Director general para la coordinación internacional de ayudas de emergencia. Una identidad falsa brillante para viajar fácilmente por todo el mundo, sobre todo a las áreas en crisis, y que le da acceso a sitios que suelen estar vedados a los extranjeros: Corea del Norte, Irak, Libia, etcétera. Usted ha estado en buenas relaciones con él.
—Le salvé la vida en Yemen. Le avisé de una emboscada, si bien el procedimiento habitual para las operaciones era no decir lo que supiera, no importaba si eso implicaba que le ejecutaran o no.
—Tampoco es muy bueno en obedecer órdenes, por lo que veo.
—No cuando pienso que son estúpidas. Próspero era muy impresionante. Trabajamos juntos una vez, hicimos caer en una trampa a un ingeniero de la OTAN que era un agente doble. ¿Qué hace Vansina aquí? Tiene el aspecto de estar ante una cámara de vigilancia.
—Nuestra gente le captó en Ginebra, en el Banque Geneve Privée. Mientras autorizaba la transferencia rápida de un total de cinco mil quinientos millones de dólares a cuentas separadas y relacionadas entre sí.
—Lavado de dinero, en otras palabras.
—Pero no para él. Al parecer actuaba como conducto para una organización con inmensos fondos.
—No habrá obtenido toda esta información con una cámara de vigilancia.
—Tenemos fuentes en toda la industria bancaria suiza.
—¿Fiables?
—Seguramente, no todas. Pero en este caso, era alguien muy metido en el tema. Un ex agente del Directorate que nos pasó información confirmable a cambio de la eliminación de su larga condena a prisión. —Miró su reloj—. Por lo general, la extorsión funciona.
Bryson asintió.
—¿Cree que Vansina está aún en activo?
—Esta fotografía fue tomada hace dos días —dijo Dunne en voz baja, mientras sacaba el beeper del cinturón y apretaba un botón—. Lo siento, debí haberle hecho una señal a Solomon, mi chófer, hace veinte minutos. Habíamos quedado en que le haría saber cuando usted llegaba, si es que él no le veía. Como sucedió, porque usted hizo otra de sus apariciones a lo Harry Houdini.
—¿De qué sirve mandarle una señal a su chófer? ¿Para hacerle saber que se encuentra bien? ¿Que no le he hecho daño, por eso es? —Bryson levantó la voz, molesto—. Realmente no confía en mí, ¿no es cierto?
—Es que a Solomon le gusta vigilarme de cerca.
—Las precauciones nunca son suficientes —dijo Bryson.
De repente, se oyó un fuerte golpe en la puerta del servicio.
—¿Ha cerrado con candado?
Bryson asintió.
—¿Quién es demasiado precavido entonces? —dijo Dunne en tono burlón—. Joder, déjeme decirle a mi consternado chófer que todo está bajo control.
Dunne se dirigió a la puerta del servicio, le dio un tirón al candado y sacudió la cabeza.
—Estoy vivo —gritó con voz ronca—. Nada de pistolas apuntándome a la cabeza.
Una voz ahogada al otro lado de la puerta dijo:
—Lo buscan aquí, señor, por favor.
—Tranquilo, Solomon. He dicho que estoy bien.
—No es eso, señor. Es otra cosa.
—¿Qué hay?
—Acaban de llamar, enseguida después de que me mandó la señal. Al teléfono del coche, señor; el que usted dijo que solamente suena si es una emergencia de seguridad nacional.
—Joder —dijo Dunne—. Bryson, ¿le molestaría…?
Bryson se acercó a la jamba de hormigón de la puerta, con una mano en el arma al mismo tiempo que metía la llave en el candado, haciéndolo saltar. Se pegó a la pared, para no ser visto, con la pistola empuñada.
Dunne observó los preparativos de Bryson con evidente incredulidad. La puerta se abrió y Bryson vio que era el mismo negro esbelto que había visto sentado al volante del coche oficial de Dunne. Solomon parecía avergonzado, incómodo.
—Siento molestarle, señor —dijo—, pero de veras parece importante.
Miraba a su jefe, con las manos vacías a ambos lados, no había nadie a su lado ni por detrás. Al parecer, el chófer no notó la presencia de Bryson, que seguía apoyado en la pared, fuera del campo de visión del intruso.
Dunne asintió y, con aire dolido, se dirigió a la limusina seguido de su chófer.
De repente, el chófer giró de un salto hacia la puerta abierta, y se abalanzó al servicio en diagonal, con agilidad extraordinaria e inesperada, hacia donde estaba Bryson, con una gran pistola Magnum en la mano derecha.
—¿Qué demonios…? —gritó Dunne, volviéndose con asombro.
La explosión retumbó en el pequeño interior, fragmentos de cemento volaron por el aire y perforaron la carne de Bryson al tiempo que se arrojó a su derecha, con lo cual la bala no le pegó. Hubo más disparos en una sucesión rápida, haciendo añicos las paredes, mientras tenía la cabeza a pocos centímetros del suelo. Lo repentino del ataque cogió a Bryson desprevenido, y hubo de concentrar su energía en esquivar las balas, lo cual impidió momentáneamente que apuntara con su pistola. El chófer estaba fuera de sí, disparaba a quemarropa, con la cara retorcida como una bestia furiosa. Bryson dio un salto hacia adelante con la pistola extendida, en el momento en que llegó otro disparo, más fuerte que cualquiera de los que habían sonado hasta entonces. Se abrió un agujero rojo en el medio del pecho del chófer, una explosión de sangre, y el hombre se vino abajo, muerto.
Harry Dunne estaba a cinco metros de distancia, con su Smith & Wesson 45 de acero azul en lo alto, apuntando aún a su propio chófer, con una nubécula de humo que salía en volutas del cañón. Se veía aturdido, con expresión casi alicaída. Por fin, el hombre de la CIA rompió el silencio.
—Santo cielo —dijo, con una tos tan fuerte que casi lo doblegó—. Por el amor de Dios.