Chantilly, Francia
El majestuoso château de Saint-Meurice estaba situado a treinta y cinco kilómetros de París, era una enorme mansión del siglo XVII cuyo esplendor quedaba iluminado teatralmente por montones de reflectores ingeniosamente ubicados. No menos teatrales y majestuosos eran los alrededores, grandiosos jardines con esculturas que esa noche parecían un decorado de luces. Era muy apropiado que así fuera, porque el château de Saint-Meurice era en efecto un escenario por el que se paseaban los ricos y poderosos, haciendo sus entradas y salidas hábilmente sincronizadas, e intercambiando bromas cuidadosamente ensayadas. Los actores y el público, sin embargo, eran uno y el mismo. Todos estaba allí para impresionarse mutuamente; todos representaban sus papeles con un aire cómplice y dentro de los confines artificiales de una elaborada pantomima.
Aunque la ocasión de esa noche era una reunión de ministros de comercio europeos, una secuela de la conferencia anual del G-7, los personajes no variaban mucho de una fiesta a otra en el château de Saint-Meurice. La farándula de París y sus acólitos se daban cita allí, tout le beau monde, o al menos todos los que contaban. Vestidos en su más elegante ropa de gala, esmoquins y trajes de noche, las mujeres que sacaban a relucir sus alhajas de las cajas fuertes o las criptas de los bancos. Todos llegaban en sus Rolls Royce o Mercedes resplandecientes y con chófer. Eran comtes y comtesses, barons y baronesses, vicomtes y vicomtesses; eran la realeza del mundo corporativo y las celebridades del mundo de los medios de comunicación y el teatro; venían de los más altos niveles del Quai d’Orsay, de los círculos más exclusivos en que la alta sociedad se mezclaba con las altas finanzas.
A través del pueitte levadizo y por la escalinata del château, por el sendero iluminado con cientos de velas cuyas llamas bailaban en la suave brisa de la noche, venían hombres elegantes de pelo canoso, pero había también hombres sin elegancia, achaparrados y con calva incipiente, cuya apariencia ruda delataba el inmenso poder y la influencia que debían ejercer, algunos de los cuales llevaban del brazo la más llamativa impedimenta, amantes atractivas y de piernas largas, para mostrar ante el mundo entero.
Bryson llevaba un esmoquin de Le Cor de Chasse, y Layla tenía un vestido espectacular negro y sin tirantes de Dior. Alrededor del cuello llevaba un simple collar de perlas, cuya atenuada elegancia no mermaba la extraordinaria belleza de ella. Bryson había estado en demasiadas funciones como ésta en el pasado, y se había sentido siempre como observador más que como participante, si bien se suponía que debía pasar por uno de ellos, como acabó inevitablemente por hacer. El aplomo era algo natural en él, pero ello no hacía que se sintiera como uno más.
Layla, sin embargo, parecía completamente a sus anchas. Unos toques de maquillaje, aplicados con gracia y sutileza —poco más que lápiz de ojos y lustre de labios—, acentuaban su belleza natural, su tez olivácea, sus grandes ojos marrones. Tenía el cabello ondulado y castaño prendido con hebillas, y unos pelos aislados caían deliberadamente para enfatizar su exquisito cuello de cisne; el escote osado pero con gusto del vestido le destacaba los pechos magníficos. Podía pasar, y de hecho lo hacía, por árabe o israelí, y en efecto era ambas cosas. Sonreía con facilidad, reía alegremente y sus ojos eran a la vez tentadores y esquivos.
Varias personas la saludaron, todas parecían conocerla en su faceta de diplomática israelí del ministerio de Exteriores de Tel Aviv, con influencia y misteriosas conexiones. Layla daba la impresión de ser conocida, pero no la conocían realmente, lo cual era una situación perfecta para un agente. Aquella mañana había llamado a un conocido en el Quai d’Orsay que tenía estrechos vínculos con Jacques Arnaud, el señor del château de Saint-Meurice, y era una presencia habitual en sus muchas fiestas. El conocido, que hacía las veces de antena social para el fabricante de armas, estaba «encantado» de que Layla pasara unos días en París, «mortificado» porque no la hubiesen invitado directamente a la fiesta, lo cual «seguramente» había sido un desliz, e insistió en que por supuesto Layla «debía» ir; monsieur Arnaud se ofendería mucho si no lo hiciera, estaría «horrorizado». Y por supuesto debía traer un acompañante, porque el conocido sabía que la adorable Layla rara vez venía sola.
Bryson y Layla se quedaron hablando hasta tarde aquella noche, discutiendo la estrategia para su visita al château de Arnaud. Pues era una acción extremadamente arriesgada tras la destrucción del Armada española. Evidentemente no había supervivientes que pudieran reconocerles, pero hombres de tanto poder como Calacanis o cualquiera de los otros que estaban a bordo del buque, incluyendo a los emisarios y agentes enviados por los poderosos, no perecían sencillamente en un infierno ardiente sin que sonara la alarma en salas de juntas y oficinas privadas alrededor del mundo. Los hombres de poder que estaban comprometidos con empresas infames y de enormes réditos estarían en estado de máxima alerta. Jacques Arnaud había perdido uno de sus conductos, y por lo tanto debía preocuparse por su propia seguridad; ¿quién podía decir si el arrasamiento del carguero de Calacanis no había sido más que el primer disparo de una campaña declarada contra los traficantes de armas del mercado negro a escala mundial? En tanto que principal fabricante de armas en Francia, Jacques Arnaud siempre se cuidaría de posibles amenazas a su vida o su sustento; después de la explosión ocurrida frente al cabo Finisterre, sería más cauto que nunca.
Layla había sido una rubia de ojos verdes, así que al menos su apariencia había sido completamente alterada. Pero Bryson no podía correr el riesgo de ser reconocido. Si los vídeos de vigilancia habían salido por vía satélite desde el buque en algún momento antes de ser destruido, era posible que su retrato hubiera circulado entre fuerzas privadas de seguridad que contaban con inmensos recursos.
Por este motivo Bryson había ido a comprar diversos productos a una tienda de vestuario teatral que había cerca de la Opera, y al día siguiente era otra persona. Ahora tenía el pelo plateado, con los tonos variados de un rubio que se ha vuelto canoso. Los magos del servicio técnico en el Directorate habían iniciado a Bryson en las artes negras del disfraz. Unos postizos en los pómulos le habían ayudado a simular un rostro con más carrillos; se había pegado unas bolsas pequeñas de látex debajo de los ojos, así como arrugas y líneas delgadas junto a los ojos y la boca. La sutileza era de suma importancia, como había aprendido Bryson en sus años de usar disfraz: los ínfimos cambios podían tener un efecto enorme y no despertar sospechas. Ahora tenía el aspecto de ser veinte años más viejo, un caballero distinguido y mayor que no desentonaba con los otros hombres de mérito y posición que frecuentaban el château de Saint-Meurice. Se había transformado en James Collier, un inversor y banquero de Santa Fe, Nuevo México. Y como sucedía a menudo entre ciertos inversores que preferían huir del foco de la atención pública, diría poco acerca de lo que realmente hacía y eludiría las preguntas corteses con ironía e ingenio.
Bryson y Layla se alojaban en un pequeño hotel, anónimo y económico, de la rué Trousseau. Ninguno de los dos había estado antes allí; su principal característica era su mediocridad. Habían llegado a París por diferentes rutas desde el aeropuerto de Labacolla, Bryson lo había hecho vía Francfort y Layla vía Madrid. Había habido una cierta incomodidad sobre los preparativos para dormir, sin duda inevitables. Llegaron al hotel como pareja, lo cual significaba por lo común que compartían una cama o al menos una habitación. Pero Bryson había exigido que el hotel les pusiera en habitaciones separadas en una suite contigua. Un poco fuera de lo corriente quizá, pero denotaba una cierta corrección por parte de la pareja soltera, una discreción pasada de moda. En verdad, Bryson sabía que las tentaciones de la carne amenazaban con superarle. Ella era una mujer hermosa y sexualmente atractiva, y él había estado solo durante demasiado tiempo. Pero no quería desestabilizar una relación laboral ya de por sí frágil, se dijo. O tal vez temía perder la necesaria cautela. ¿Era eso acaso? ¿Era que quería guardar distancias mientras Elena siguiera siendo un signo de interrogación en su vida?
Ahora, al tiempo que Layla lo guiaba a través del salón abarrotado de gente, sonriente y asintiendo con la cabeza a sus conocidos, ella tenía un pasito melodioso.
—Cuenta la historia que el château fue construido en el siglo XVII por un ministro de Luis XIV. Era tan grandioso, que el rey se puso celoso, arrestó al ministro, le robó el arquitecto, el paisajista y todos los muebles, y después, inspirado por un rapto de envidia, dio comienzo a la construcción de Versalles, decidido a no ser superado jamás.
Bryson sonreía y asentía, manteniendo las apariencias de un huésped adinerado que se dejaba impresionar convenientemente por el entorno. Mientras Layla hablaba, Bryson estudiaba a la gente, siempre alerta a una cara conocida, por una mirada interceptada al vuelo. Había hecho innumerables veces este tipo de cosas, pero esta vez era diferente y angustioso: se había adentrado en lo desconocido. Además, su plan era vago, una improvisación necesaria y basada en su afinado instinto.
¿Cuál era exactamente la conexión, si es que la había, entre Jacques Arnaud y el Directorate? El equipo de asesinos que habían enviado para matarle había trabajado para el hombre de Arnaud que estaba en el Armada española. Los asesinos —los hermanos friulanos— estaban a sueldo del Directorate, lo cual indicaba fuertemente que el propio Arnaud estaba al menos relacionado con el Directorate de una manera misteriosa y poco clara. Y todavía más, un hombre que Bryson conocía como parte del Directorate (Vance Gifford o, como se hacía llamar, Jenrette) estaba a bordo del buque y había llegado en compañía del emisario de Arnaud.
Todo era altamente incidental, pero tomadas en su conjunto, las piezas de aquella evidencia incidental creaban un mosaico de lo más indicativo. Jacques Arnaud era uno de los poderes ocultos que se habían hecho con el control del Directorate.
Lo que Bryson necesitaba ahora eran pruebas. Una evidencia fehaciente e incontrovertible.
Estaba allí, en alguna parte, ¿pero dónde?
Según Layla, los israelíes creían que la empresa de Jacques Arnaud estaba involucrada en el lavado de inmensas sumas de dinero para organizaciones criminales que incluían a la mafia rusa. La vigilancia del Mossad sugería que a menudo Arnaud recibía y hacía llamadas de negocios en el château, y los repetidos intentos por parte del servicio secreto israelí y otros servicios de inteligencia para filtrar sus teléfonos no habían dado ningún resultado. Sus comunicaciones eran indescifrables, y estaban protegidas por un sólido código. Esto le sugirió inmediatamente a Bryson que en algún lugar del château debía haber un equipo especializado de telecomunicaciones, al menos de teléfonos «negros», capaces de cifrar y descifrar señales telefónicas: llamadas de teléfono, fax y correo electrónico.
A medida que avanzaban entre la multitud, de habitación en habitación, Bryson advirtió los cuadros que colmaban las paredes, y eso le dio una idea.
En una pequeña habitación de la planta superior, había dos hombres de traje sentados en la semipenumbra con los rostros iluminados apenas por el titilar azulado y espeluznante de monitores de vídeo. El cromo cepillado y el acero inoxidable, los cables de fibra óptica y los tubos de rayos catódicos, conformaban una instalación muy particular de arte moderno, montada en las antiguas paredes de piedra. Cada monitor exhibía un ángulo diferente de las diferentes habitaciones de la planta baja. Unas cámaras en miniatura, ocultas en instalaciones y apliques de las paredes y que pasaban desapercibidas a las miríadas de invitados, transmitían imágenes de alta resolución a los guardias de seguridad apiñados frente a los monitores. La claridad era tal, que los vigilantes podían enfocar en primer plano cualquier cara que fuera de interés o motivo de preocupación, y así la imagen ocupaba toda la pantalla. Las imágenes podían digitalizarse, compararse electrónicamente con otras almacenadas en un vasto banco de datos ubicado fuera de las inmediaciones del château y conocido como la Red. De ser necesario, toda persona sospechosa podía ser identificada e invitada discretamente a marcharse.
Apretaron unos botones; en un monitor apareció un rostro aumentado, los rasgos se visualizaron en una cuadrícula y dos hombres los estudiaron de cerca. Era el rostro marcado por el sol, de carrillos abultados y cabello plateado, de un hombre cuyo nombre, proporcionado con anterioridad al personal de seguridad de Arnaud, era James Collier, de Santa Fe, Nuevo México.
Lo que atrajo la atención de los dos hombres no fue que reconocieran la cara. Sino el hecho de que no la reconocieran. Aquel hombre era una incógnita. Para las fuerzas de seguridad siempre vigilantes de Arnaud, lo desconocido era siempre un motivo de preocupación.
La esposa de Jacques Arnaud, Gisèle, era una mujer alta e imperiosa de origen aristocrático, tenía nariz aguileña y cabello negro con mechones grises. El nacimiento del pelo era inusualmente alto, y tenía la piel tensa, prueba inconfundible de sus regulares visitas a la «clínica» en Suiza. Bryson la vio en un rincón de la biblioteca repleta de libros mientras presidía su corte, un pequeño grupo que no se perdía palabra de lo que decía. Bryson reconoció aquel rostro por sus frecuentes apariciones en las páginas sociales de Paris Match, cuyos números de años recientes había hojeado en la Biblioteca Nacional de Francia.
Sus acólitos parecían deslumbrados por su inteligencia, y celebraban cada ocurrencia suya con estrepitosa alegría. Bryson aceptó dos copas de champán que le ofreció un camarero y le dio una a Layla, tras lo cual señaló una tela que había en una pared cerca de donde se hallaba madame Arnaud. Bryson avanzó decididamente hacia el cuadro, para quedar al alcance del oído de la anfitriona, y observó en voz lo suficientemente alta como para llamar la atención del grupo:
—¿Fantástico, no crees? ¿Has visto su retrato de Napoleón? Es extraordinario: convierte a Napoleón en un emperador romano, le coloca de frente como una estatua, un icono viviente.
Su ardid hizo efecto; la orgullosa propietaria no pudo evitar volver la cabeza a una conversación que le parecía más interesante, puesto que se refería a una de sus obras de arte. Le regaló una graciosa sonrisa a Bryson y dijo:
—Ah, ¿y ha visto alguna vez una mirada más hipnótica que la que Ingres le da a Napoleón?
Bryson le devolvió la sonrisa, resplandeciente como si hubiera encontrado a un alma gemela. Hizo una reverencia con la cabeza y extendió su mano.
—Usted ha de ser madame Arnaud. James Collier. Una velada maravillosa.
—Disculpadme —anunció al grupo que la rodeaba, haciéndoles un gesto amable de que se fueran. Luego se acercó más y dijo—: Veo que es un admirador de Ingres, señor Collier.
—Diría que soy un admirador del suyo, madame Arnaud. Su colección de pintura demuestra un ojo verdaderamente crítico. Oh, ¿me permite que le presente a mi amiga, Layla Sharett, de la embajada israelí?
—Ya nos conocemos —dijo la anfitriona—. Encantada de volver a verla —dijo, cogiendo la mano de Layla, aunque su atención seguía fijada en Bryson.
En la flor de su edad, pensó Bryson, debió de haber sido una mujer de belleza fulminante, y aun a los setenta años seguía siendo una mujer coqueta. Poseía el talento de la cortesana de hacer sentir a un hombre que era la persona más fascinante del salón, que no existía ningún otro hombre ni ninguna mujer.
—Mi esposo me dice que Ingres le parece aburrido. No es un experto en arte como parece serlo usted.
Bryson, sin embargo, no quiso aprovechar esa posible oportunidad de ser presentado a Jacques Arnaud. Por el contrario, prefería no llamar la atención del magnate de las armas.
—Ojalá Ingres hubiera sido tan afortunado de tenerla a usted como modelo en uno de sus retratos —dijo él, mientras movía la cabeza con aire melancólico.
Ella frunció el ceño, pero Bryson vio que estaba secretamente complacida.
—¡Por favor! ¡Odiaría que Ingres hiciera mi retrato!
—Algunos de sus retratos le llevaban una eternidad, ¿no es así? La pobre madame Moitessier hubo de posar doce años.
—¡Y luego la convirtió en una medusa, sus dedos eran tentáculos!
—Pero hizo un retrato extraordinario.
—Claustrofóbico, pienso.
—Dicen que usó una cámara lúcida para producir algunas de sus composiciones; en efecto, era como espiar a sus modelos antes de captarlos, podría decirse.
—¿Es cierto?
—Aun así, con lo que admiro sus cuadros, no hay nada que se compare con sus dibujos, ¿no cree usted? —Bryson sabía que la colección privada de los Arnaud incluía algunos dibujos de Ingres, que se exhibían en unas salas menos públicas del château.
—¡Ya lo creo! —exclamó Gisèle Arnaud—. Si bien él pensaba que sus dibujos eran obras con fin comercial y escaso valor artístico.
—Lo sé, lo sé. Mientras vivía en la pobreza en Roma, se vio obligado a mantenerse dibujando retratos de viajeros y turistas. Algunos de los cuadros más extraordinarios fueron hechos por pintores que trabajaban para ganar apenas lo necesario para comer. La verdad es que los dibujos de Ingres son, con mucho, lo mejor que hizo. El uso del blanco, del espacio negativo, el modo en que capta la luz: son verdaderas obras maestras.
Madame Arnaud bajó la voz y dijo con aire confidencial:
—En realidad, nosotros tenemos algunos de sus dibujos en la sala de billares, ¿sabe?
El truco había funcionado. Madame Arnaud invitó a Bryson y a su invitada a pasar a partes de la casa que no estaban abiertas a los demás invitados. Le ofreció mostrarle personalmente los dibujos, pero Bryson declinó la oferta para no distraerla de sus invitados; aunque si de veras no le molestaba, tal vez ellos podrían pasar a echarles un vistazo.
A medida que Layla y él avanzaban por vestíbulos y habitaciones menos públicas, de cuyas paredes colgaban obras menos llamativas de artistas franceses de menos valía, Bryson se orientaba en la casa. Se había preparado bien: había consultado la colección de planos de los châteaux de importancia histórica que se encontraban en la Biblioteca Nacional de Francia, y había estudiado el diseño del château de Saint-Meurice. Sabía que era muy improbable que los Arnaud hubieran hecho algo para alterar el plano original del castillo; la única variable era el uso que habrían hecho de las salas y la ubicación de los dormitorios y oficinas, en particular la oficina privada de Arnaud.
Bryson iba distraídamente del brazo de Layla por un pasillo, y luego giraron a la izquierda y pasaron a otro. Al doblar una esquina, oyeron a unos hombres hablando en voz baja y apagada.
Se quedaron helados. Las voces se hicieron poco a poco más audibles y claras. Hablaban en francés, pero uno de ellos tenía acento extranjero, que Bryson identificó rápidamente como de origen ruso, probablemente de Odessa.
—… para regresar a la fiesta —decía el francés.
El ruso dijo algo que Bryson no llegó a comprender. A lo que el francés contestó:
—Pero una vez que ocurra lo de Lille, el escándalo será enorme. El camino estará libre.
Le hizo un gesto a Layla para que no se moviera, luego se pegó a la pared y avanzó despacio y sin hacer ruido, todo el tiempo escuchando concentrado. Ni las voces ni los pasos parecían venir en su dirección. De un bolsillo del esmoquin sacó lo que parecía un bolígrafo plateado, luego tiró de un extremo extrayendo un alambre largo y delgado que parecía de vidrio, y alargó una mira telescópica a su longitud máxima de cuarenta centímetros. Dobló la punta del periscopio de fibra óptica flexible, después la alargó por la pared hasta que sobresalió poco más de un centímetro de la esquina de la pared. Miró por una pequeña abertura que hacía las veces de visor y vio con más claridad a los dos hombres. Uno, compacto y esbelto, con pesadas gafas negras y completamente calvo, era evidentemente Jacques Arnaud. Conversaba con un hombre alto y de cara rojiza que Bryson no reconoció de inmediato. Lo identificó unos instantes después: era Anatoli Prishnikov.
Prishnikov. El magnate de quien muchos pensaban era el verdadero poder detrás del testaferro que ocupaba actualmente la presidencia del Kremlin.
Movió apenas el periscopio de fibra óptica, y Bryson se sorprendió al ver a otro hombre, mucho más cerca, sentado justo tras su ángulo de visión. Era un guardia armado que vigilaba la entrada al pasillo. Volvió a mover el periscopio y descubrió a otra figura sentada, otro guardia armado, ubicado a medio camino en dirección al vestíbulo donde estaban los otros dos, frente a una puerta grande con paneles de acero.
Era la oficina privada de Arnaud.
Se hallaban en una parte del château que no tenía ventanas; normalmente, no sería muy probable que allí hubiera una oficina. Pero la principal preocupación de Arnaud era la seguridad, no las vistas.
Los dos hombres hicieron los gestos típicos de que la conversación llegaba a su fin, y afortunadamente fueron por el vestíbulo en la dirección opuesta. No hacía falta que Bryson y Layla se marcharan de allí.
Retiró el periscopio de fibra óptica y lo plegó otra vez en el capuchón del bolígrafo, se volvió hacia Layla y asintió con la cabeza. Ella comprendió sin necesidad de que él dijese nada. Habían localizado su objetivo, el centro de operaciones de Arnaud en el interior del castillo.
Con andar rápido y silencioso, Bryson dio marcha atrás hasta encontrar la puerta abierta a una sala por la que acababan de pasar. La sala de estar, como ya había notado, estaba a oscuras y escasamente amueblada, por lo que era evidente que no se usaba con frecuencia. Consultó el dial luminoso de radio de su reloj Patek Philippe. Cuando hubo pasado un minuto, le hizo señas a Layla, entró a la sala y aguardó en sus oscuros escondrijos.
Layla se puso en marcha por el vestíbulo que conducía a la sala que debía ser la oficina privada y segura de Arnaud, tambaleándose como si estuviera borracha. De repente dejó escapar una risotada y se dijo en voz lo bastante alta como para que la oyera al menos el primer guardia, que estaba justo en la esquina:
—¡Ha de haber un baño por aquí!
Dobló la esquina con paso inestable, se topó con el guardia armado, sentado en una delicada silla antigua. Se incorporó y la miró con hostilidad.
—Puis-je vous aider? ¿Puedo ayudarla? —preguntó rígidamente, con una voz que le ordenaba no avanzar más.
Tenía poco más de veinte años, el pelo negro cortado al ras, cejas tupidas, cara redonda y gordinflona, y con una sombra de barba. La pequeña boca colorada tenía una mueca pugnaz.
A ella le había dado la risa tonta y siguió tambaleándose hacia él.
—No lo sé —replicó ella con aire provocador—. ¿Podría ayudarme? Caramba, ¿qué tenemos aquí? Un homme, un vrai, un verdadero hombre. No como esos pédés, esos mariquitas y viejos verdes que andan por allí.
La expresión grave del hombre se ablandó un poco, su postura se relajó mientras la miraba de arriba abajo para cerciorarse de que no fuera una amenaza al santuario de Arnaud. Tenía las mejillas visiblemente sonrojadas. No había dudas de que estaba impresionado por la voluptuosidad de Layla, el contorno de sus pechos que revelaba el vestido negro de escote bajo.
—Lo siento, mademoiselle —dijo con nerviosismo—, por favor, quédese aquí. No puede pasar.
Layla sonrió inhibida, mientras se apoyaba en la pared de piedra con una mano estirada.
—Pero ¿por qué habría de querer pasar? —dijo con voz ronca e insinuante, al tiempo que se acercaba lentamente a él—. Me parece que acabo de encontrar lo que buscaba. —Corrió la mano por la pared, se deslizó aún más cerca de él y dejó entrever sus pechos.
El joven guardia sonreía incómodo. Arrojó una mirada nerviosa al otro centinela que estaba en el vestíbulo, que parecía no prestar atención.
—Por favor, mademoiselle…
Ella bajó la voz.
—Quizá sí pueda ayudarme… a encontrar el baño.
—En el vestíbulo que acaba de pasar —contestó él, tratando de darle un tono formal, pero sin mucho éxito—, hay un baño.
Ella continuó con una voz aún más insinuante.
—Pero me pierdo todo el tiempo por aquí… si no le importara mostrarme el camino…
El guardia volvió a mirar intranquilo a su compatriota, que estaba demasiado lejos en el vestíbulo como para darse cuenta.
—Quizá —añadió ella, arqueando las cejas—, una pequeña visita guiada. No llevará mucho tiempo, ¿hmm?
El guardia, ruborizado e incómodo, se levantó de la silla.
—Muy bien, mademoiselle
Ahora, calculó Layla, había varios posibles caminos que podía seguir el guardia. Si la llevaba a la sala donde se ocultaba Bryson, el guardia habría de ser reducido, ya que el elemento sorpresa era un arma tan mortal como las manos de Nicholas Bryson.
Pero en cambio el guardia la condujo a otra sala, esta vez una chambre de fumeur, de aspecto más acogedor. Ella advirtió que estaba inconfundiblemente excitado. Cuando cerró la puerta, sonrió a la manera de un lobo.
Era hora de poner en acción el plan B. Se volvió hacia él con expresión ilusionada.
En silencio, Bryson corrió hacia el pasillo, dobló la esquina y aminoró la marcha, yendo tranquilamente hacia el otro guardia que mantenía una solitaria vigilancia ante la puerta cerrada y con paneles de acero, supuestamente la oficina vacía de Arnaud.
Ahora le tocaba a Bryson fingir que estaba borracho, aunque con un objetivo muy diferente. El guardia levantó la vista y lo vio, mientras éste se acercaba con paso suelto y zigzagueante.
—Monsieur —dijo bruscamente el guardia, a manera de saludo y al mismo tiempo de advertencia.
Bryson se aproximó haciendo eses al guardia, con su encendedor Zippo de oro y sacudiendo la cabeza contrariado.
—¡Lo más estúpido que hay! ¿Lo puede creer? Me acuerdo del encendedor, ¡pero me olvido de los malditos cigarrillos! —dijo en inglés
—¿Perdón?
Bryson continuó en francés:
—Vous n’auriez pas une cigarette? —Seguía agitando el Zippo y sacudiendo la cabeza—. Usted es francés: debe tener uno.
Por cortesía, el guardia metió una mano en el bolsillo de la chaqueta al mismo tiempo que Bryson accionaba el Zippo, que no produjo una llama sino un aerosol con un potente paralizante nervioso. Antes de que el guardia tuviera la oportunidad de sacar el arma, se quedó obnubilado e inmóvil; unos instantes después, cayó al suelo inconsciente.
Sin perder tiempo, Bryson volvió a colocar al guardia en su silla como si fuera un maniquí, y le puso las manos en el regazo. Tenía los párpados cerrados, y como sabía por experiencia Bryson, era inútil tratar de abrírselos. A la distancia, parecía que el guardia estuviera de servicio; y si alguien pasara por allí pensaría que estaba dormido.
El aerosol paralizante no era el único artículo que traía Bryson en el equipo de seguridad que compró en París; tambien llevaba consigo una cantidad de pequeños dispositivos, que incluían instrumentos infrarrojos y con código de radiofrecuencia, y un escáner para las puertas de seguridad. Pero al inspeccionar rápidamente la puerta de acero vio que tan sólo necesitaba uno de ellos. Sin duda Arnaud utilizaba la alarma normal y los detectores de intrusos cuando planeaba irse de viaje por un largo período. Pero esa noche, después de pasar por su oficina y con la idea quizá de regresar en algunas horas, había dejado que la puerta simplemente se cerrara al salir. A pesar de que ésta se cerraba automáticamente, lo hacía por medio de una cerradura convencional y poco elaborada. Bryson sacó un pequeño instrumento negro, una pistola para abrir cerraduras que había aprendido a usar en el transcurso de los años y que le parecía más rápida que el método manual. La introdujo en la cerradura, luego movió el desatascador varias veces adentro y afuera hasta que giró la traba y se abrió la pesada puerta.
Con su pequeña linterna de bolsillo iluminó la habitación oscura y se asombró de lo vacía que estaba. Al parecer no había archivadores ni armarios con llave. De hecho, la oficina tenía una austeridad cuartelaria. Había un área pequeña para sentarse, con un sofá, dos sillas y una mesita baja, y una mesa de ébano completamente vacía que servía de escritorio. En él había una lámpara Tensor y dos teléfonos…
El teléfono.
El teléfono en cuestión estaba allí, una caja plana y gris de unos treinta centímetros de lado, aparentemente nada más que un simple teléfono de escritorio con tapa. Pero Bryson lo reconoció de inmediato. Había visto infinidad de modelos, aunque pocos tan compactos y de líneas tan depuradas: era la última generación de teléfonos para codificación por satélite. La tapa contenía la antena y la radiofrecuencia. El mecanismo incluía un chip con el algoritmo de los códigos, que utilizaba señales de fase no lineal, un conversor de longitud fija y claves ilimitadas de 128 bits. Intervenir la línea telefónica no serviría de nada, puesto que nunca se transmitía la clave del código. Una llamada que pudiera interceptarse sonaría absurda y confusa, y las voces se oirían distorsionadas y altamente codificadas. La capacidad de conexión por satélite del teléfono implicaba que podía usarse incluso en los más remotos rincones de la tierra.
Bryson actuó con rapidez y desmanteló hábilmente el teléfono. La puerta estaba cerrada con traba y el guardia estaría inconsciente al menos media hora, pero existía el peligro constante de que Jacques Arnaud regresara de un momento a otro. Si lo hacía y descubría que un guardia había desaparecido y el otro estaba dormido, atribuiría quizá su conducta incorregible al ambiente carnavalesco que reinaba en la fiesta, que de algún modo contagiaba a su personal. Por supuesto, eso era sólo si Layla había logrado mantener ocupado al lascivo guardia. De alguna manera, Bryson no dudaba que lo hubiera conseguido.
No le quedaba más remedio que actuar con la mayor rapidez.
Extendió las piezas electrónicas del teléfono sobre la superficie lustrada y desnuda del escritorio de Arnaud. Quitó del circuito el chip especial de lectura y lo examinó a la luz potente de la lámpara Tensor.
Resultó ser exactamente lo que esperaba encontrar. El chip de cifrado era relativamente voluminoso, como solían ser los chips registrados, y se producían en cantidades muy limitadas para conectar entre sí a las pequeñas células de conspiradores, al tiempo que aseguraban un bloqueo absoluto de los códigos. El mero hecho de que Arnaud tuviera semejante equipo en su escritorio revelaba que formaba parte de un grupo muy bien conectado, de alcance internacional y que requería un secreto total. ¿Podía ser en efecto uno de los cabecillas ocultos del Directorate?
Bryson extrajo de su esmoquin un objeto que parecía un radio-transistor en miniatura. En la ranura del tamaño de una moneda que tenía en un extremo introdujo el chip de cifrado, y luego encendió el aparato. Una luz indicadora pasó del verde al rojo, y unos diez segundos después volvió a ponerse verde. Una señal había hecho impacto en el chip y registró sus datos. Bryson se fijó si se oían voces o pasos en el pasillo; luego, al descubrir que todo estaba en silencio, sacó el chip de cifrado y volvió a colocarlo en el circuito del teléfono. En pocos minutos había vuelto a armar el teléfono por completo. En el lector de chips había almacenado ahora todas las características de la clave, una inmensa secuencia de cifras binarias e instrucciones algorítmicas. El esquema de cifrado variaba cada vez que se usaba el teléfono, y nunca volvía a repetirse. Era una versión con alta tecnología de lo que en otros tiempos había sido una plataforma de reaprovisionamiento. Por suerte, había registrado todas las posibles combinaciones. Hacer uso de esa información sería una tarea descomunal, pero para ello estaban los expertos en aquel campo tan altamente especializado.
Poco después, Bryson se dirigía por el vestíbulo hacia la fiesta. Vio que el guardia que vigilaba la puerta de la oficina seguía inconsciente. Cuando volviera en sí en diez minutos, recordaría rápidamente lo que le había ocurrido, pero era probable que no hiciera nada, ni siquiera pediría socorro, pues admitir que había sido superado por un solo hombre le costaría seguramente el inmediato despido.
En la chambre defumeur, el joven guardia estaba con los pantalones bajados, la camisa desabotonada y abierta, listo para la gratificación final. Layla le acariciaba el abdomen y le besaba el cuello. Había prolongado las cosas lo más que pudo. Miró la manecilla que indicaba los segundos en su pequeño reloj de oro y calculó mentalmente el tiempo. Según el plan, ya era casi hora de que…
En el exterior, unos pies se arrastraban sobre el suelo de piedra… Era la señal convenida con Bryson. Estaba exactamente en hora.
Layla se agachó para recoger su bolsa de terciopelo negro y le dio un besito amistoso en la mejilla al guardia.
—Allons —le dijo ella con aire categórico y dirigiéndose a la puerta. El guardia la miró boquiabierto, colorado de vergüenza, con los ojos medio enloquecidos de deseo—. Les plus grands plaisirs sont ceux qui ne sont pas réalisés —le susurró ella mientras se marchaba de la habitación. Los mayores placeres son aquellos que no se realizan. Y justo antes de cerrar la puerta, agregó: —Pero nunca te olvidaré, cariño.
El bolso de Layla pesaba más que antes: ahora contenía la Beretta del guardia. Sabía que el vigilante, por enfadado y frustrado que se sintiera, nunca diría una palabra de ella, puesto que hacerlo era confesar un imperdonable fallo de seguridad. Se retocó el maquillaje en un espejo de mano, se puso más lustre de labios, y después regresó a la fiesta a través de la sala de banquetes. Vio que Bryson también entraba en aquel momento.
Un pequeño conjunto de cuerdas tocaba música de cámara en la sala de banquetes, mientras que del salón contiguo llegaban los sonidos de un ritmo contundente y un sintetizador que retumbaba con música rock. Los dos sonidos chocaban de una manera extraña, los elegantes acordes de la música de Mozart del siglo XVIII, arrollados por la cacofonía discordante y ensordecedora del siglo XXI.
Bryson rodeó la fina cintura de Layla con un brazo y le dijo en voz baja:
—Espero que lo hayas pasado bien.
—Muy gracioso —murmuró ella—. Habría preferido cambiar mi sitio por el tuyo. ¿Misión cumplida?
Cuando Bryson estaba a punto de contestar, divisó la cabeza calva de Jacques Arnaud en un rincón distante de la sala. Parecía conversar con otro hombre de esmoquin, cuyo audífono indicaba que era parte del equipo de seguridad de Arnaud. Éste asentía con la cabeza y miraba a su alrededor. Luego otro hombre se unió rápidamente al grupo, con gestos y expresiones faciales que revelaban una gran urgencia. Hubo una consulta breve y apresurada; luego Bryson vio que la mirada de Arnaud se dirigía a él. Se habían despertado sospechas, se descubrieron fallos en el sistema de seguridad, estaban alertas. Bryson ya no dudaba de que Arnaud se hubiera fijado en él y se preguntaba si las cámaras de vigilancia en las proximidades de su oficina habían puesto sobre aviso al francés. Bryson sabía que habría cámaras. Pero en ese momento todo era un riesgo calculado. En efecto, el mayor riesgo de todos era no hacer nada.
La respuesta llegó uno o dos segundos después, cuando los dos guardias de seguridad que estaban junto a Arnaud se pusieron de repente en marcha y empezaron a abrirse paso entre la gente, cada uno tomando un camino diferente en la sala hacia donde se hallaban Bryson y Layla. Con la prisa y la resolución que llevaban, los guardias chocaron con varios invitados. Luego un tercero llegó corriendo a la sala, y se hizo evidente de inmediato lo que estaban haciendo: cubrían las tres salidas de la sala, y Bryson y Layla no podían escapar.
Las cámaras de circuito cerrado habían captado de hecho sus movimientos por los vestíbulos del château fuera de la fiesta. Se había visto cómo Bryson entró subrepticiamente a la oficina de Jacques Arnaud; o quizá, debido a la demora en reaccionar, sólo le habían visto salir de la oficina.
Y ahora estaban rodeados.
Layla le apretó la mano hasta casi hacerle daño, como una silenciosa alerta. Ella también vio cómo les impedían la fuga. Sus posibilidades quedaban muy restringidas. No habría disparos si se podían evitar; la gente de Arnaud intentaría apresar por las buenas a Bryson y a Layla, sin alarmar a los demás invitados. Había que cuidar las apariencias en la medida de lo posible. Pero a Bryson le quedaban pocas dudas acerca de lo despiadado que eran el anfitrión y su equipo de seguridad. Si había que disparar, pues entonces lo harían. Más tarde podrían darse explicaciones, inventarse mentiras y ocultar las verdaderas circunstancias.
La cabeza de Bryson daba vueltas mientras veía acercarse a los guardias de seguridad, detenidos tan sólo por el obstáculo momentáneo que ofrecían los invitados y la preferencia de Arnaud por mantener un aire de propiedad. Sintió que Layla le ponía algo en la mano y se dio cuenta de que estaba tratando de darle su bolsa de terciopelo negro. ¿Pero por qué? Ya había visto el bulto y supuso que había desarmado al guardia en la chambre de fumeur y que le había robado la pistola. Pero seguro que ella sabía que Bryson ya tenía un arma.
Layla siguió haciendo presión hasta que Bryson por fin le cogió la bolsa, la abrió y se dio cuenta enseguida de lo que había estado tratando de pasarle con tanta vehemencia. Se puso la bolsa detrás de la espalda, sacó la pequeña lata, un resto del Armada española, y le dio un tirón a la palanca antes de arrojarla al suelo. La granada rodó unos metros por el suelo antiguo de piedra antes de que empezara a soltar un humo denso y gris. En cuestión de segundos, empezó a elevarse una nube espesa de humo desde el suelo, con un olor agrio a azufre.
Entre la multitud se oyeron de inmediato los gritos, «Au feu!» y «¡Corran!». Los guardias de Arnaud estaban a no menos de dos metros cuando se declaró el pánico. Pronto, a los gritos aislados se sumaron otros, de hombres y mujeres; el frenesí aumentaba y la histeria se apoderaba de la sala a medida que se llenaba de humo. Los invitados a la fiesta, correctos y solemnes, se habían vuelto unas ratas aterrorizadas, corriendo hacia las salidas dando gritos de horror. Sonaron las alarmas, probablemente a causa de los detectores contra incendio. Se interrumpió la música en ambas salas; el conjunto de cámara y la banda de rock se habían sumado a la evacuación. La multitud que salía era un puro pandemónium, y Layla y Bryson desaparecieron con la estampida sin ser vistos por las fuerzas de seguridad de Arnaud.
Los invitados gritaban enloquecidos, se aferraban unos a otros, daban codazos para abrirse paso. Cuando los dos pasaron a toda velocidad por la puerta principal, lanzándose entre la multitud que se agitaba con violencia y presa del pánico, Bryson cogió a Layla y la sacó de allí en dirección al cuidadísimo parque que rodeaba el château. En la espesura de los arbustos, Bryson había escondido una motocicleta. Subió de un salto a la potente BMW y la arrancó con el pedal, mientras le hacía señas a Layla de que montara.
Poco después salían disparados entre la confusión y locura reinantes, dejando atrás a los invitados que salían en masa por las puertas del frente del château, las limusinas se paraban en seco ante la puerta, llamadas con urgencia para rescatar a sus frenéticos pasajeros. En menos de tres minutos, iban a toda marcha por la autopista A-1 rumbo a París, rebasando un coche tras otro.
Pero no iban solos.
Mientras dejaban atrás a los otros coches, Bryson no tardó en ver que un vehículo negro, pequeño y de mucha potencia, aceleraba y se les acercaba, más y más cerca, dejando a los otros coches mucho más atrás. Treinta metros, quince, diez… y entonces Bryson vio por el espejo retrovisor de la moto que el coche no sólo se les acercaba, sino que viraba bruscamente y se les pegaba a la cola una y otra vez. Pero no estaba fuera de control; sus extraños movimientos eran controlados, aparentemente deliberados.
¡Trataba de empujar a Bryson fuera del camino!
Bryson abrió completamente la válvula y aceleró la moto al máximo de su capacidad, luego divisó una salida más adelante, cambió abruptamente de carril y giró de golpe. El coche negro venía detrás, cruzó varios carriles y provocó una estela de protestas y bocinazos. Nick sentía las manos de Layla sobre sus hombros, se apretaba con más fuerza aún. Él hizo una mueca de dolor; la herida en el hombro estaba muy sensible.
Se dirigió a la rampa de salida, el coche estaba ya a menos de cinco metros y seguía acercándose.
—¡Agárrate fuerte! —gritó él, y sintió cómo las manos de Layla lo aferraban aún más. Dejó escapar un involuntario grito de agonía.
De repente torció a la izquierda y ejecutó un giro de ciento ochenta grados en un espacio tan reducido que la moto casi dio un vuelco, pero logró recuperar el equilibrio, dando vueltas hasta quedar sobre el estrecho arcén que bordeaba la rampa, mientras el coche cogía la salida a toda velocidad.
Ahora, yendo por la autopista en el sentido opuesto, se mantuvo en el arcén que se hizo algo más ancho. Los faros de los coches se encendían furiosamente y sonaban las bocinas. Miró por el pequeño espejo retrovisor. Habían perdido al vehículo negro; había sido obligado por los coches que venían detrás a seguir su camino y abandonar la autopista.
Ahora la válvula de la BMW estaba abierta del todo; el motor estaba funcionando al máximo y hacía un ruido descomunal. Iban prácticamente volando al borde de la A-1 y en contra del tráfico.
Pero no estaban a salvo todavía, porque a su encuentro venía el faro único de otra moto a la carrera, más rápida que los otros vehículos en la autopista, y Bryson supo que debía ser otro perseguidor enviado desde el château de Saint-Meurice.
Hubo un chirrido de frenos, más bocinazos de coches, y de pronto la otra moto también cambió de dirección y estaba detrás de ellos. Bryson vio que se les acercaba, pero no alcanzó a distinguir la marca de la moto, aunque el ruido del motor le decía que era aún más potente que la BMW que había alquilado en París, y que era capaz de alcanzar una velocidad mayor.
De repente Bryson sintió un golpe violento contra ellos. ¡Era la otra motocicleta, que embestía su rueda trasera y casi les hizo volcar! Sobre el bramido de la motocicleta alcanzó a oír que Layla gritaba de terror.
—¿Estás bien? —gritó él.
—¡Sí! ¡Pero muévete!
Trató de aumentar la velocidad, pero la moto ya iba al máximo.
Otro impacto les obligó a virar bruscamente al costado del camino. Más allá del arcén había un prado, un campo llano y salpicado de cajas de madera que se usaban para guardar el heno u otros cultivos. Bryson enderezó el vehículo, luego aceleró dejando el asfalto atrás y metiéndose en el campo y la tierra, con la otra moto que le pisaba los talones. No hubo disparos, lo cual quería decir que el motociclista necesitaba ambas manos para maniobrar y no podía tener una mano libre para usar un arma.
«Persigue a tu perseguidor».
Ésta había sido una de las ocurrencias que Ted Waller repetía con frecuencia.
«Al final, tú decidirás quién es el depredador y quién es la presa. La presa sólo sobrevive si se convierte en depredador».
Entonces Bryson hizo lo inesperado, dio un círculo por el prado, dejando profundas huellas en la tierra blanda, hasta que quedó enfrentado a la otra moto.
El otro motociclista, evidentemente sorprendido por este cambio de estrategias, trató de hacerse a un lado, pero no tuvo tiempo. Bryson chocó contra él y el conductor salió disparado del vehículo.
Bryson clavó los frenos, la moto escupió tierra al aire y finalmente se detuvo. Layla bajó de un salto, después él, y arrojaron la moto al suelo.
El otro motociclista huyó a la carrera y mientras corría buscaba su arma, pero Layla ya había sacado la suya y le disparó tres veces con la Beretta en una rápida sucesión.
El perseguidor dio un grito y se desplomó, pero había logrado desenfundar su pistola y repelió el fuego. No dio en el blanco; las balas dieron sobre la tierra cerca de ellos. Layla volvió a disparar, luego Bryson apuntó y disparó también, y le dieron al enemigo de lleno en el pecho.
Cayó hacia atrás, despatarrado en el suelo y muerto.
Bryson corrió hacia él, dio la vuelta al cuerpo inerte y hurgó en los bolsillos en busca de alguna identificación.
Sacó una cartera. No le sorprendió que la tuviera; el perseguidor había salido sin previo aviso y por lo tanto no había tenido tiempo para deshacerse de sus documentos personales.
No estaba preparado, sin embargo, para ver lo que vio. Iba más allá de la sorpresa; el impacto fue profundo, desconcertante, y le quitó el aliento.
El detrito de la burocracia, en este caso, era claro. Se podían falsificar documentos, pero Bryson era un experto en reconocerlos, y éste no era uno de ellos. No había dudas. Lo examinó con cuidado a la luz de la luna, le dio la vuelta y descubrió las fibras requeridas y las irreproducibles marcas.
—¿Qué sucede? —preguntó Layla.
Él le pasó la identificación y ella comprendió de inmediato.
—¡Dios mío! —dijo ella con la voz apagada.
El perseguidor no era un mero policía a sueldo, ni siquiera un ciudadano francés al servicio de Arnaud.
Era un ciudadano americano, empleado en la sede de la CIA en París.