9

—No mires —le ordenó Bryson con suavidad, sin dejar de estudiar la multitud y mirando a través del visor de aumento—. No te des la vuelta. Por lo que alcanzo a ver, es una tríada.

—¿A qué distancia? —Ella hablaba despacio pero intensamente, mientras al mismo tiempo sonreía, lo cual producía un extraño efecto.

—Veinticinco, treinta metros. Un triángulo isósceles. A tu derecha, una mujer rubia con una chaqueta de sport, peinado alto, grandes gafas de sol. Detrás de mí, un hombre corpulento con barba y atuendo negro de cura. A tu izquierda, un hombre delgado, moreno, con camisa oscura de mangas cortas y pantalones oscuros. Los tres tienen pequeños prismáticos, y estoy seguro de que los tres llevan pistola. ¿Vale?

—De acuerdo —dijo ella con voz casi inaudible.

—Uno de ellos es el cabecilla del grupo; esperan su señal. Ahora te voy a indicar algo y te pediré que mires por el ojo de la cámara. Dime cuando los hayas ubicado.

De pronto señaló el pórtico de la catedral con la mano abierta, como un cineasta aficionado, y le sostuvo la cámara para que ella mirase.

—Jonas —dijo alarmada. Era la primera vez que lo llamaba por el nombre, aunque fuera falso—. ¡Dios mío, la sangre! ¡Tu camisa!

—Estoy bien —dijo secamente—. Por desgracia, es lo que atrajo su atención.

De pronto ella tornó su mirada de alarma en una sonrisa extraña y fuera de lugar, seguida de una carcajada que era una actuación para un público de tres. Se inclinó hacia adelante y miró a través de la cámara mientras él la giraba en un lento arco alrededor de la plaza.

—La rubia, vista —dijo ella. Unos segundos después, añadió—: El cura con barba, visto. El tío joven con la camisa oscura, visto.

—De acuerdo. —Bryson sonrió, asintió con la cabeza y siguió con la representación—. Supongo que están tratando de evitar que se repita lo que sucedió en las barricadas. Evidentemente no están en contra de matar espectadores inocentes si hace falta, pero prefieren evitarlo en la medida de lo posible, aunque sólo sea por el escándalo político. De otro modo, ya me habrían disparado.

—O puede que no estén seguros de que eres tú —observó ella.

—A juzgar por sus movimientos, si hasta hace unos minutos no estaban seguros, ahora lo están —dijo Bryson en un susurro—. Han tomado posiciones.

—Pero no entiendo: ¿quiénes son? Da la impresión de que sabes algo de ellos. Para ti no son unos perseguidores desconocidos.

—Les conozco —dijo Bryson—. Conozco sus métodos; sé cómo trabajan.

—¿Cómo?

—Leí el mismo manual —dijo herméticamente, a propósito, sin ningún deseo de dar más explicaciones.

—Si les conoces, entonces tendrás una idea de qué tipo de riesgos son capaces de correr. Hablas de «escándalo político»; ¿quieres decir que son agentes del gobierno? ¿Americanos? ¿Rusos?

—Pienso que la mejor descripción es decir que son transnacionales. Ninguno de los que has mencionado, o quizá todos. Ni rusos, ni americanos, ni franceses, ni españoles, sino una organización que opera en los intersticios, a un nivel subterráneo en que no existen las fronteras. Trabajan con gobiernos, pero no para ellos. Tengo la sensación de que están vigilando, que esperan a que se produzca un claro a mi alrededor. Teniendo en cuenta la distancia, quieren un espacio lo bastante grande como para permitirles el mínimo margen de error. Pero al menor movimiento que haga, si intentara salir disparado, simplemente dispararían aun a riesgo de herir a la gente.

Estaban rodeados de turistas y peregrinos, tan apretados contra ellos que era difícil moverse. Bryson prosiguió:

—Ahora quiero que cubras a la mujer, pero saca la pistola con mucha sutileza, porque pueden seguir cada movimiento tuyo. Puede que no sepan quién eres, pero saben que estás conmigo, y eso es cuanto precisan saber.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que ya te consideran mi cómplice.

—Fantástico —gimió Layla, y enseguida esbozó una sonrisa discordante.

—Lo siento —yo no te pedí que te metieras.

—Lo sé, lo sé. Fue mi decisión.

—Mientras estemos apretujados por toda esta gente, eres libre de mover tus manos debajo de la cintura. Pero has de pensar que pueden ver todos tus movimientos de la cintura para arriba.

Ella asintió.

—Avísame cuando hayas sacado la pistola.

Layla volvió a asentir y él la vio hurgar en su gran bolsa de tela.

—Ya la tengo —dijo.

—Ahora, con tu mano izquierda, alza la cámara que tienes colgada al cuello y sácame una foto con la catedral por detrás. Usa el gran angular; eso te permitirá ver al mismo tiempo a la rubia. No te des prisa: eres una fotógrafa aficionada y no eres buena con las cámaras. Sin movimientos rápidos, nada que parezca profesional.

Se llevó la cámara a la cara y cerró el ojo derecho.

—Vale, ahora voy a simular que estoy jugando contigo, que te filmo con mi cámara mientras tú me sacas una foto. En cuanto tenga la cámara de vídeo delante de la cara, vas a reaccionar fastidiada; te arruino tu encuadre perfecto. Quitas tu cámara con un gesto inesperado, un movimiento repentino que los distraerá y confundirá. Después, apunta y dispara. Encárgate de la rubia.

—¿A esta distancia? —dijo ella sin dar crédito a lo que oía.

—He visto la puntería que tienes. Eres una de las mejores que he visto; confío en ti. Pero no dejes pasar un segundo; tírate enseguida al suelo.

—¿Y tú? ¿Qué harás?

—Apuntaré al de barba.

—Pero hay un tercer…

—No podemos cubrir a los tres, eso es lo enervante de esta maldita disposición.

Ella volvió a sonreír de una manera desconcertante, luego se llevó la cámara de 35 mm a la cara, mientras sostenía la Heckler & Koch de 45 mm con la mano derecha a la altura de la cintura.

Él sonrió con picardía mientras se llevaba la cámara de vídeo al rostro. Al mismo tiempo, con un movimiento breve y apenas detectable, estiró la mano libre, se la llevó a la espalda y sacó la Beretta de la cinturilla. Las manos le temblaban; apenas podía respirar.

Justo detrás de ella, visible con la cámara de vídeo y a una distancia de entre quince y veinticinco metros, el falso cura con barba bajó los prismáticos. ¿Qué quería decir: que habían decidido no disparar, confundidos por el ardid de Bryson? ¿Que no querían abrir fuego indiscriminadamente con tantos inocentes a escasos centímetros de distancia? Si era así, acababan de ganar un poco de tiempo.

Si no…

De repente, el hombre de barba estiró la muñeca, aparentemente un gesto inocente para hacer que circule la sangre en una mano cansada, pero claramente una señal para los otros. Una señal enviada apenas un instante antes de que Bryson pudiera anticiparla. ¡No!

No tenían más tiempo.

¡Ahora!

Bryson arrojó la cámara de vídeo al tiempo que apuntó con la pistola y disparó tres veces con rapidez sobre el hombro de Layla.

En ese preciso instante, ella dejó caer su cámara, sacó su Magnum 45 y disparó sobre las cabezas de la multitud.

Lo que siguió fue una secuencia enloquecida de explosiones y un tiroteo rápido por ambas partes, provocando gritos de horror en todos lados. Cuando Bryson se tiró al suelo, alcanzó a ver que el hombre de barba se tambaleaba y caía, evidentemente herido. Layla se arrojó al suelo y rodó sobre Bryson, golpeándose contra los miembros de aquellos que los rodeaban e hizo caer a una joven. Alguien muy cerca de allí fue alcanzado por una bala perdida, herido pero no de muerte, una lesión leve.

—¡Ha caído! —resolló Layla mientras rodaba por el suelo—. La rubia, la vi caer.

El tiroteo acabó tan abruptamente como había empezado, pero el griterío y el horrible clamor se hicieron más fuertes.

Dos de los supuestos asesinos de Bryson habían caído, quizá para siempre; pero por lo menos uno quedaba aún en pie: Paolo, el asesino de Cividale. Y seguramente habría otros; el hermano de Paolo se encontraba casi con seguridad en las proximidades.

La gente que corría los pateó, otros tropezaron con ellos. Una vez más, la multitud se convertía en una estampida, y mientras se hundían en medio del caos, Bryson y Layla consiguieron ponerse de pie y se lanzaron a la carrera hacia donde iban los demás, esfumándose entre la multitud enloquecida.

Entrando y saliendo de la avalancha, Bryson vio una callejuela de adoquines, estrecha como un carril, que salía de la plaza. Era poco más que un carril, apenas del tamaño para que pasara un coche. Él corrió hacia allí, esquivando obstáculos humanos y decidido a ir tan lejos como les fuera posible, hasta perder de vista a los hermanos italianos o a quienquiera que fuese tras ellos. Era probable que hubiera casitas antiguas en esta calle, con pequeños patios quizá, y callejuelas que daban a otras callejuelas. Laberintos en los que era posible perderse.

La herida en el hombro palpitaba otra vez, la sangre rezumaba espesa y caliente; y lo que había empezado a curar se había vuelto a abrir. El dolor se hacía intenso. Pero se obligó a seguir corriendo. Layla lo hacía sin esfuerzo. Sus pasos resonaban en las calles vacías. Mientras corría, Bryson buscaba un patio, una tienda, cualquier sitio en que pudieran meterse por aquella calle estrecha y en sombras. Había una pequeña iglesia románica entre dos edificios de piedra aún más antiguos, pero estaba cerrada; una nota escrita a mano y pegada al pesado portón de madera decía que estaba cerrada por obras. En esta ciudad de iglesias y catedrales, las casas de culto más pequeñas, que no atraían al turismo, probablemente recibían poca atención y menos fondos.

Al llegar a la iglesia, él se detuvo en seco, cogió el macizo pomo de hierro y comenzó a golpear.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Layla, alarmada—. ¡El ruido, venga, vámonos de aquí!

Ella jadeaba, se le agitaba el pecho, tenía la cara encendida. Se oyeron pasos que se acercaban por la calle. Bryson no respondió. Volvió a golpear el portón, con fuerza y por última vez. El candado era pequeño y estaba oxidado, y pasaba alrededor de un cerrojo aún más oxidado, que se soltó del portón con facilidad e hizo un sonido de madera astillada. La gente no solía entrar a las iglesias por la fuerza; el candado era casi simbólico, y era todo lo que hacía falta en esta ciudad de devotos.

Abrió el portón de un empujón y entró al oscuro portal. Layla, con un leve gruñido de frustración, le siguió y cerró el portón tras ellos. La única luz en la nave en tinieblas venía de una pequeña ventana de cuatro hojas, elevada y polvorienta. Había un olor húmedo e insalubre, y hacía frío. Bryson miró alrededor por un instante, y luego se recostó sobre un muro de piedra fría. El corazón le palpitaba por el esfuerzo y se sentía débil por el dolor punzante del hombro herido y por la pérdida de sangre. Layla se paseaba a lo largo de la nave, al parecer buscando una salida o sitios para esconderse.

Después de unos momentos, recuperó el aliento y regresó al portón de entrada. El candado roto llamaría la atención de cualquiera que conociera la ciudad; o bien había que repararlo para que pareciera intacto, o había que sacarlo del todo. Cuando puso una mano en el pomo para abrir el portón, se detuvo a escuchar si había pasos que se acercaban.

Había ruido de pasos, y luego una voz, un grito en una lengua extraña que no era castellano ni gallego. Se quedó paralizado, mirando al suelo, a los delgados haces de luz que pasaban por una rejilla en la base del portón. Se arrodilló, puso la oreja sobre las tablillas y escuchó.

La lengua le era extrañamente familiar.

¡Niccolò, o crodevi di velu viodût! Jù par che strade cà. Cumò o controli, i tu continue a cjalà la plaza!

La reconoció, entendió las palabras. «¡Creo que lo vi, Niccolò! —decía la voz—. Calle abajo. ¡Tú vigila la plaza!».

Era una lengua antigua y oscura llamada friulana, un idioma que no había oído en años. Algunos decían que era un antiguo dialecto del italiano; otros pensaban que era una lengua por derecho propio. Sólo se hablaba en el nordeste de Italia cerca de la frontera eslovena, por un número cada vez más reducido de campesinos.

Bryson, cuya facilidad para los idiomas había demostrado ser a menudo tan útil, en tanto que mecanismo de supervivencia, como su talento con las armas de fuego, había aprendido solo el friulano hacía unos diez años, cuando contrató a dos jóvenes campesinos de las montañas remotas más allá de Cividale, extraordinarios cazadores y asesinos. Hermanos. Cuando contrató a Paolo y Niccolò Sangiovanni, se había propuesto estudiar su extraña lengua, en gran parte para vigilarles de cerca y escuchar lo que se decían, aunque nunca les hizo ver que entendía lo que estaban diciendo.

Sí. Era Paolo, que había sobrevivido de hecho al tiroteo en la praza do Obradoiro y ahora le gritaba a su hermano Niccolò. Los dos italianos eran cazadores excepcionales y nunca le habían fallado en ninguna misión que les encomendó. No sería fácil escaparse de ellos, pero Bryson no tenía intenciones de escapar.

Oyó que Layla se acercaba y levantó la vista.

—Necesito que encuentres una soga o un cable —le susurró.

—¿Soga?

—¡Deprisa! Ha de haber una puerta detrás del altar, quizá lleva a la rectoría, a una alacena, a cualquier sitio. ¡Por favor, corre!

Ella asintió y corrió por la nave hacia el santuario.

Él se puso de pie enseguida, abrió ligeramente la puerta y pronunció unas palabras en friulano. Como el oído de Bryson para las lenguas rozaba la perfección, sabía que su acento se aproximaría al de un hablante nativo. Pero más aún, le dio un tono más agudo a su voz, tensando la garganta para que sonara con el timbre de Niccolò. Sabía que su imitación era algo extraña, pero era uno de sus más útiles talentos. Unas cuantas frases cortadas, oídas a la distancia y distorsionadas por el eco, le sonarían a Paolo como dichas por su propio hermano.

Ou! Paulo, pessèe! Lu ai, al è jú! —¡Eh, Paolo, ven rápido! ¡Lo tengo, ha caído!

La reacción no se hizo esperar.

La setu? —¿Dónde estás?

Ca! Lì da vecje glesie. Cu le sieradure rote! —¡La vieja iglesia, el candado roto!

Bryson se levantó rápidamente, se puso a un lado del pórtico, pegado al marco, empuñando la Beretta con la mano izquierda.

Los pasos se hicieron más rápidos, luego más lentos al acercarse a la iglesia. La voz de Paolo se oía ahora justo del otro lado del portón.

—¿Niccolò?

Ca! —gritó Bryson amortiguando la voz con la tela de su camisa—. Moviti!

Hubo una breve vacilación, y después se abrió la puerta de golpe. En el torrente de luz, Bryson vio la piel morena, el cuerpo delgado y de pura fibra, los rizos negros y tupidos. Paolo miró con los ojos entrecerrados y expresión feroz. Entró con cautela, mirando a todas partes, y el arma baja a un costado.

Bryson dio un salto al frente y golpeó a Paolo con toda la fuerza de su cuerpo. La mano derecha era como una rígida garra que golpeó al italiano en el cuello, torciéndole la laringe lo suficiente como para inmovilizarle, no para matarle. Paolo dejó escapar un fuerte grito de dolor y de sorpresa. Al mismo tiempo, con la mano izquierda, Bryson le dio con la Beretta en la base del cráneo.

Paolo se cayó al suelo inconsciente. Bryson sabía que la conmoción era mínima, que Paolo volvería en sí en unos instantes. Cogió el arma del italiano, una Lugo, y le palpó rápidamente el cuerpo en busca de otras armas que tuviera ocultas. Como Bryson había entrenado a los Sangiovanni en táctica de campo, sabía que debía llevar otra arma, y sabía dónde encontrarla: atada con correa a la pantorrilla izquierda, debajo de sus pantalones de sport. Bryson también la cogió, y luego desenvainó un cuchillo dentado de pesca que el italiano tenía en el cinturón.

Layla observaba la escena, atónita, pero entonces lo entendió. Le arrojó a Bryson un rollo grande de cable para electricidad. No era lo ideal, pero era fuerte y, en todo caso, cumpliría su cometido. Dándose prisa, los dos le ataron las manos y los pies al italiano, de manera que cuanto más forcejeara, más se apretarían los nudos. El modo de maniatarlo fue invención de Layla, ingeniosa por lo demás. Bryson tiró de los nudos, satisfecho de que resistirían, y después arrastraron al asesino hasta la sacristía junto al crucero norte. Allí estaba aún más oscuro, pero sus ojos ya se habían habituado a la luz mortecina.

—Es un espécimen notable —dijo Layla sin pasión—. Impresionante, casi como una fuente espiralada.

—Tanto él como su hermano eran extraordinarios atletas por naturaleza. Cazadores los dos, con dotes innatas, el instinto, de leones montañeses. Y así de implacables.

—¿Trabajó para ti?

—En el pasado. Él y su hermano. Algunas misiones pequeñas y una importante, en Rusia. —Ella lo miró con aire interrogativo; y Bryson no vio ningún motivo como para no darle una explicación. Ya no, después de todo lo que ella había hecho por él—. Hay un instituto en Rusia conocido como Vector, en Koltsovo, Novosibirsk. Al final de los años ochenta, circulaban rumores en círculos de la inteligencia americana de que Vector no era sólo un instituto de investigación, sino que estaba involucrado en la investigación y producción de agentes de armas biológicas.

—El ántrax, viruela, incluso peste usada como arma. Había rumores… —comentó Layla asintiendo

—Según un desertor que se pasó a nuestro bando en los años ochenta (el ex director adjunto del programa soviético de armas biológicas) los rusos tenían a varias ciudades de Estados Unidos en la mira para el primer ataque biológico. Los informes técnicos de inteligencia nos decían muy poco. Un complejo de edificios bajos, rodeado de vallas eléctricas altas y patrullado por guardias armados. Eso era todo lo que sabían las agencias de inteligencia convencionales, CIA o NSA. Sin pruebas fehacientes, ni Estados Unidos ni la OTAN estaban dispuestos a intervenir. —Bryson sacudió la cabeza—. Típica respuesta pasiva por parte de los burócratas de inteligencia. Así que me mandaron para hacer una penetración peligrosa y de alto riesgo a la que ninguna otra agencia de inteligencia se atrevería. Formé mi propio equipo de expertos en explosivos y fuerza bruta, que incluía a estos chicos. Mis jefes tenían una lista de prioridades: fotografías de alta resolución de las instalaciones de almacenamiento, cámaras de aire, cubas de fermentación para cultivo de virus y vacunas. Y sobre todo, querían muestras de los microbios: bacilos de probeta.

—Dios mío… Tus jefes… pero dices que «ninguna otra agencia de inteligencia» se atrevería a hacer una cosa así… La CIA…

Él se encogió de hombros.

—Déjalo ahí. —Y pensó: «¿Pero qué sentido tiene seguir ocultándole cosas a estas alturas?»—. Estos tíos, los hermanos Sangiovanni, fueron allí para reducir a los centinelas de noche y tomar a los guardias armados con rapidez y en silencio. De modo que eran fuerza bruta, pero de un tipo especial. —Bryson sonrió lúgubremente.

—¿Cómo se portaron?

—Conseguimos la mercancía.

Mientras esperaban a que Paolo volviera en sí, Layla se dirigió al portón de entrada de la iglesia y arregló la cerradura rota y el candado para que parecieran intactos. Entre tanto, Bryson vigilaba al asesino italiano. Unos veinte minutos después, Paolo empezó a moverse, los ojos titilaban debajo de los párpados. Lanzó un leve gemido, y luego abrió los ojos: aún veía nublado.

Al è’pasât tant timp di quand che jerin insieme a Novosibirsk —dijo Bryson. Ha pasado tanto tiempo desde que estuvimos juntos en Novosibirsk—. Siempre supe que carecías completamente de lealtad. ¿Dónde está tu hermano?

Paolo abrió de par en par los ojos.

—Coleridge, cabrón. —Trató de levantar las manos e hizo una mueca al sentir los cables delgados que le cortaban las muñecas. Gruñó entre dientes bañados en sangre—. Cabrón, tu mi fasis pensà a che vecje storie dal purcìt, lo tratin come un siôr, a viodin di lui, idan dut chel che a voe di vè, e dopo lu copin.

Bryson sonrió y le tradujo a Layla:

—Dice que hay un viejo proverbio friulano de campesinos acerca del cerdo. Lo tratan como a un señor, le dan de comer y procuran que no le falte nada hasta que llega el día de sacrificarlo.

—¿Quién se supone que es el cerdo? —preguntó Layla—. ¿Él o tú?

Bryson se volvió hacia Paolo y le habló en friulano.

—Ahora vamos a jugar a algo que se llama verdad o consecuencia. Tú me dices la verdad, o te enfrentarás a las consecuencias. Empecemos por una pregunta sencilla: ¿dónde está tu hermano?

—¡Nunca!

—Pues, acabas de contestar a una de mis preguntas —que Niccolò ha venido contigo. Estuviste a punto de matarme en la plaza. ¿Qué gratitud es ésa para tu antiguo jefe?

No soi ancjmò freât dal dut! —gritó Paolo. ¡No estoy jodido aún! Forcejeó con las ataduras, haciendo muecas de dolor.

—No —dijo Bryson con una sonrisa—. Yo tampoco. ¿Quién te contrató?

El italiano le escupió en la cara a Bryson.

—¡Vete a tomar por culo! —gritó, una de las pocas frases que conocía.

Bryson se limpió el escupitajo con la manga.

—Te lo preguntaré una vez más, y si no me das una respuesta verdadera —recuerda que la palabra clave es verdadera—, me veré forzado a usar esto. —Y le mostró la Beretta.

Layla se acercó y dijo rápido en voz baja:

—Voy a vigilar el portón. Con tanto grito llamaréis la atención.

Bryson asintió.

—Buena idea.

—Adelante, mátame —zahirió el asesino en su lengua materna—. Para mí es lo mismo. Hay más, muchos más. Mi hermano tendrá el placer de matarte con sus propias manos: será el obsequio de muerte que yo le haré.

—Oh, no tengo intenciones de matarte —dijo Bryson fríamente—. Eres un tío valiente; te he visto enfrentar a la muerte sin miedo. La muerte no te asusta, y ésa es una de las razones por las que eres tan bueno en lo tuyo.

Los ojos del italiano se entrecerraron de recelo, mientras trataba de descifrar el sentido. Bryson vio que movía los tobillos y las muñecas para buscar los puntos débiles de las ataduras. Pero no encontró nada.

—No —continuó Bryson—, en lugar de eso te quitaré lo único importante para ti: tu habilidad para cazar, ya sea el cinghiale, tu adorado jabalí, o seres humanos a los que los mentirosos que controlan las armas secretas del gobierno declaran «desahuciados». —Hizo una pausa y apuntó la Beretta a la rótula del asesino—. La pérdida de una rodilla, claro, no te impedirá que camines, hoy en día se dispone de las más avanzadas articulaciones en ortopedia, pero seguramente no podrás correr muy bien. La pérdida de ambas rodillas, pues, eso sí que te quitará el sustento, ¿no crees?

El asesino palideció.

—Maldito vendido —bisbiseó.

—¿Eso es lo que te han dicho? ¿Ya quién te han dicho que me vendí?

Paolo lo miró desafiante, pero le temblaba el labio inferior.

—Te preguntaré una vez más, y piénsalo con mucho cuidado antes de no responder o mentirme: ¿Quién te contrató?

—¡Vete a tomar por culo!

Bryson disparó la Beretta. El italiano lanzó un grito, y la sangre le empapó los pantalones a la altura de la rodilla. Era probable que buena parte de la rótula, si no toda, quedara inutilizada. Seguramente no volvería a cazar, ni gente ni animales. Paolo se retorcía de dolor. A voz en cuello gritó una sarta de maldiciones en friulano.

De repente se oyó un golpe en el portón de entrada, luego un hombre que gritaba y un quejido ronco que parecía ser de Layla. Bryson giró de inmediato para ver qué ocurría: ¿La habían golpeado? Corrió hacia la entrada de la iglesia y vio dos siluetas que forcejeaban en la oscuridad. Una de ellas era Layla; ¿quién era la otra? Alzó la pistola y gritó:

—¡Alto o disparo!

—Ya está bien —oyó decir a Layla. Bryson sintió un gran alivio—. El cabrón es un hueso duro de roer.

Era el hermano de Paolo, Niccolò, con los brazos atados a la espalda. Un cable que le colgaba del cuello era todo lo que quedaba de un garrote que ella había usado evidentemente para apretarle el cuello no bien entró. Tenía una línea delgada y carmesí en la base la garganta, como prueba de que había sido casi estrangulado. Ella había tenido la ventaja de atacar por sorpresa, y le había sacado un buen provecho; se las ingenió para maniatarlo de modo que, cuanto más fuerte tirara Niccolò con los brazos, más se apretaría el cuello con el cable. Las piernas, sin embargo, quedaban sin atar, y aunque se arrastraba por el suelo, daba patadas y giraba tratando de ponerse en pie.

Bryson saltó sobre Niccolò y le pisó el pecho con ambos pies para inmovilizarlo y quitarle el aliento, mientras Layla le ataba firmemente las rodillas y los tobillos con el cable. Niccolò gritaba como un buey corneado, y así se sumaba a los gritos de su hermano que helaban la sangre desde la sacristía, a quince metros de distancia.

—Basta —dijo Bryson asqueado.

Arrancó un pedazo de tela de la camisa caqui de Niccolò, la estrujó y se la puso en la boca para que no se oyeran sus gritos. Layla sacó un rollo de cinta para empaquetar que había encontrado en alguna parte, probablemente en la alacena donde había hallado el cable de electricidad, y la usó para fijar la mordaza en la boca de Niccolò. Bryson le arrancó otro pedazo de camisa, se lo pasó a Layla y le pidió que hiciera lo mismo con el hermano.

Mientras ella se ocupaba de Paolo, él arrastró a Niccolò por la nave a otra recámara y lo metió en un confesionario.

—Tu hermano está malherido —le dijo Bryson, al tiempo que sacudía la Beretta—. Pero como oyes, está aún con vida. No volverá a caminar.

Niccolò movió la cabeza de un lado a otro. Corcoveó con las piernas y pateó contra el suelo de piedra en una exhibición bestial de cólera y desafío.

—Bien, te lo pondré lo más fácil que pueda, amigo mío. Quiero que me digas quién te contrató. Quiero un informe completo, los códigos, los nombres de contacto y los procedimientos. Todo. En cuanto te quite la mordaza, espero que empieces a hablar. Y que ni se te pase por la cabeza inventarte algo, porque tu hermano ya me ha dicho bastante, y si algo de lo que dices no concuerda con lo que dijo, deberé suponer que el que miente es él. Y no tendré más remedio que matarle. Porque los mentirosos me caen realmente fatal. ¿Está claro?

Niccolò, que había dejado de corcovear, asintió frenéticamente, con los ojos abiertos de par en par y mirando a Bryson. Era obvio que la amenaza surtía efecto; Bryson había encontrado el único punto vulnerable del asesino.

Desde el otro lado de la iglesia, Bryson oía cómo Paolo gimoteaba y se quejaba, amortiguado por la mordaza que Layla le había puesto en la boca.

—Mi compañera está al otro lado del pasillo con Paolo. Todo lo que he de hacer es darle una señal y ella le disparará un sólo tiro en la frente. ¿Está claro?

Niccolò asentía con más frenesí todavía.

—Vale, pues.

Le arrancó la cinta de plástico de la boca, dejándole una marca roja en la piel que debió ser muy dolorosa. Luego cogió el trapo húmedo y se lo quitó.

Niccolò respiró hondo y tomó varias bocanadas.

—Ahora, si cometes el gran error de mentirme, será mejor que esperes que tu hermano me haya contado exactamente la misma mentira. Porque si no me obligarás a matarle, como si tú mismo fueras el que le aprieta el gatillo en la sien. ¿Entendido?

Niccolò jadeaba.

—¡Sí!

—Pero si yo estuviera en tu lugar, diría la verdad. Tendrás más probabilidades. Y recuerda que sé dónde vive tu familia. ¿Cómo está nonna María? ¿Y tu madre, Alma, tiene aún su guardería?

La mirada de Niccolò pareció a la vez feroz y herida.

—¡Le diré la verdad! —gritó en friulano.

—Con tal que nos entendamos —replicó Bryson en voz baja.

—¡Pero no sabemos quién nos contrató! ¡Los procedimientos son los mismos que cuando trabajábamos para usted! ¡Somos la fuerza bruta, las bestias de carga! ¡No nos dicen nada!

Bryson sacudió la cabeza, rumiando.

—Nada se hace al vacío, mi amigo. Lo sabes tan bien como yo. Incluso cuando tratas con un intermediario, conoces su nombre falso. Así es como empiezas a atar cabos. Y puede que ellos no te digan por qué estás en una operación en particular, pero siempre te dicen cómo hacerlo, y eso también explica muchas cosas.

—¡Ya se lo he dicho, no sabemos quién nos contrató!

Bryson alzó la voz, hablando con furia controlada.

—Has trabajado en un equipo, al mando de un líder; te han dado instrucciones; y la gente siempre habla. ¡Sabes muy bien quién te contrató! —Se volvió hacia el pasillo como listo a dar una señal.

—¡No! —gritó Niccolò.

—Tu hermano…

—Mi hermano tampoco lo sabe. No sé lo que le ha dicho, ¡pero él no lo sabe! ¡Usted conoce los roles, los compartimentos, sabe cómo funciona eso! ¡A nosotros sólo nos han contratado, y nos pagan en efectivo!

—¡Lengua! —exigió Bryson.

—¿Che… lengua?

—El equipo con el que trabajáis aquí. ¿En qué lengua hablan entre sí?

Niccolò puso los ojos fuera de órbita.

—¡Varias lenguas!

—¡El líder del equipo!

—¡Ruso! —gritó desesperado—. ¡Es ruso!

—¿KGB, GRU?

—¿Qué sabemos nosotros de esas cosas?

—¡Reconoces las caras! —gritó Bryson. Y aún más fuerte, llamó—: ¡Layla!

Layla se acercó y comprendió la táctica de Bryson.

—¿Quieres que use silenciador? —preguntó con aire despreocupado.

—¡No! —exclamó Niccolò—. ¡Le diré lo que quiera saber!

—Le daré sesenta segundos más —dijo Bryson—. Después, si no oigo lo que quiero oír, abre fuego. Y sí, en realidad el silenciador sería una buena idea. —A Niccolò le dijo—: Os contrataron para matarme porque me conocéis, conocéis mi cara.

Niccolò asintió, con los ojos cerrados.

—Pero sabían que alguna vez trabajasteis para mí, y no os habrían contratado para matar a un ex jefe sin una buena excusa. No importa cuan poco leales seáis vosotros. Entonces os dijeron que yo era un vendido, un traidor, ¿sí o no?

—Sí.

—¿Un traidor a qué, a quién?

—Sólo dijeron que estaba vendiendo nombres de agentes, que nosotros y que todos los que alguna vez trabajaron con usted serían identificados, eliminados, fusilados.

—¿Fusilados por quién?

—¡Grupos enemigos… no sé, no lo dijeron!

—Pero les creísteis.

—¿Por qué no habríamos de creerles?

—¿Pusieron una recompensa por mi cabeza, o era un precio normal como para cualquier trabajo?

—Sí, una recompensa.

—¿Cuánto?

—Dos millones.

—¿Liras o dólares?

—¡Dólares! Dos millones de dólares.

—Me halaga. Tú y tu hermano podríais haberos retirado a las montañas y cazar cinghiale a gusto. Pero el problema de ofrecer una recompensa a un equipo es que disminuye el incentivo para que el equipo esté coordinado; todos quieren llevarse el botín. Mala estrategia, autodestructiva. ¿El de barba era el líder?

—Sí.

—¿Era el que hablaba ruso?

—Sí.

—¿Sabes cómo se llama?

—No directamente. Oí que alguien le llamaba Milyukov. Pero la cara me era familiar. Es como yo, como nosotros, hace trabajos sueltos.

—¿Trabaja por libre?

—Dicen que trabaja para un… un plutócrata, un magnate ruso. Uno de los poderes secretos detrás del Kremlin. Un hombre muy rico que es dueño de un conglomerado. A través de eso dicen que gobierna secretamente Rusia.

—Prishnikov.

Hubo un destello en los ojos del italiano de que había reconocido el nombre. Lo había oído antes.

—Puede ser, sí.

Prishnikov. Anatoli Prishnikov. Fundador y presidente del consorcio ruso Nortek, descomunal y oscuro. Era un tío inmensamente rico y poderoso, y en efecto era el poder detrás del trono. Bryson sintió cómo el corazón le empezaba a latir más rápido. ¿Por qué habría enviado Prishnikov a alguien para eliminarle?

¿Por qué?

La única explicación lógica era que Prishnikov controlaba el Directorate, o que estaba entre los que lo controlaban. Harry Dunne, de la CIA, había dicho que el Directorate había sido fundado y controlado en sus inicios por un pequeño núcleo de «genios» del GRU soviético, según sus palabras.

«¿Qué tal si le dijera que el Directorate de hecho no es parte del gobierno de Estados Unidos?», había dicho Dunne. «Que nunca lo fue… Todo fue un elaborado ardid, ¿se da usted cuenta?… Una operación de penetración justamente en suelo enemigo: nuestro suelo».

Y luego, al término de la guerra fría, cuando los servicios de inteligencia soviéticos se desmoronaron, el control del Directorate pasó a otras manos, había dicho. Fue el final de los agentes.

Me tendieron una trampa y después se deshicieron de mí…

¿Y Elena? Había desaparecido. ¿Qué querían decir con ello? ¿Que la habían apartado deliberadamente de él? ¿Podría ser ésa la explicación? ¿Que los señores querían mantenerlos separados por algún motivo? ¿Porque sabían demasiado y podían atar cabos sueltos?

«… Ahora tenemos motivos para creer que ha sido reactivada», había dicho Dunne. «Da la impresión de que sus antiguos jefes están acumulando armas, por alguna razón… Podría decirse que están listos para fomentar una inestabilidad global… Parece que están tratando de almacenar un arsenal. Creemos que están instigando algún tipo de turbulencia al sur de los Balcanes, aunque su objetivo esté en otra parte».

Su objetivo último está en otra parte.

Generalidades, declaraciones vacías, vagas afirmaciones. La trama seguía siendo turbia e incierta. Lo único que tenía para empezar a trabajar eran los hechos, pero poco o nada se sabía con certeza.

Hecho: un equipo de asesinos formado por agentes del Directorate (antiguos o presentes, no tenía idea) había intentado matarle.

Pero ¿por qué? Podía ser que las fuerzas de seguridad de Calacanis lo hubieran considerado un mero intruso, un agente de penetración que debía ser eliminado. Pero los escuadrones de asesinos en Santiago de Compostela parecían estar muy bien organizados, demasiado orquestados para no ser más que una simple reacción a su presencia en el buque de Calacanis.

Hecho: los hermanos Sangiovanni habían sido contratados para matarle ya desde antes de su aparición en el Armada española. Los que estaban al mando del Directorate habían decidido que él era una amenaza aun antes de eso. Pero ¿cómo, y por qué?

Hecho: el líder del escuadrón de asesinos estaba también al servicio de Anatoli Prishnikov, un ciudadano privado inmensamente rico. Por lo tanto, Prishnikov había de ser uno de los que estaban al mando del Directorate: ¿pero por qué dirigiría un ciudadano privado tan preminente un grupo de inteligencia tan deshonesto?

¿Quería decir eso que el Directorate se había privatizado: que había sido objeto de una adquisición enemiga, orquestada por Anatoli Prishnikov? ¿Se había convertido en el ejército privado del magnate más poderoso y secreto de Rusia?

Pero luego se le ocurrió otra cosa.

—Dices que en tu equipo hablaban otras lenguas —le dijo a Niccolò—. Mencionaste el francés.

Sí, pero…

—¡Pero nada! ¿Qué miembro del escuadrón hablaba francés?

—Era la rubia.

—La rubia de la plaza, con el peinado alto.

—Sí.

—¿Y qué es lo que me ocultas sobre ella?

—¿Oculto? ¡Nada!

—Me parece muy interesante, porque tu hermano era mucho más locuaz sobre el tema. —El engaño era audaz, pero lo hizo con enorme seguridad y por ello sonó muy convincente—. Mucho más locuaz. Tal vez se inventó algunas cosas y me contó un cuento. ¿Es eso lo que estás tratando de decirme?

—¡No! No sé lo que le contó —solamente hemos oído cosas por casualidad, pequeños retazos. Quizás algún nombre.

—¿Quizás algún nombre?

—La oí hablar en francés con otro agente que estaba a bordo del buque que explotó. El Armada española. El agente era un francés que estaba allí para hacer un negocio con el griego.

—¿Un negocio?

—El francés es, era, un doble, oí que decían.

Bryson se acordó del elegante francés de cabello largo en el salón comedor de Calacanis. Del francés se sabía que era un emisario de Jacques Arnaud, el traficante de armas más rico y poderoso de Francia. ¿Acaso él también estaba con el Directorate, o trabajaba al menos con o para ellos? ¿Qué significaba que Jacques Arnaud, el comerciante de armas francés de la extrema derecha, estuviera de algún modo ligado al Directorate, y, por lo tanto, ligado también al ciudadano más rico de Rusia?

Y si era cierto que dos poderosos hombres de negocios, uno en Rusia y el otro en Francia, controlaban el Directorate para fomentar el terrorismo en todo el mundo, ¿cuál era su objetivo?

Dejaron a los italianos maniatados y amordazados en la vieja catedral. Bryson le pidió a Layla, que tenía estudios de ATS, que intentara detener la pérdida de sangre en la rodilla rota de Paolo usando un harapo bien apretado para comprimirle la herida.

—Pero ¿cómo puedes ser tan considerado con un hombre que trató de matarte? —le preguntó más tarde, en verdad intrigada.

Bryson se encogió de hombros.

—Estaba haciendo su trabajo.

—Así no es como trabajamos en el Mossad —protestó ella—. Si un hombre intenta matarte y falla, nunca lo debes dejar escapar. Es una regla inquebrantable.

—Yo tengo otras reglas.

Pasaron la noche en un hospedaje pequeño y anónimo de Santiago de Compostela, donde ella se puso de inmediato manos a la obra para curar el hombro herido de Bryson. Lavó la herida con peróxido que compró en una farmacia, la suturó y le puso una pomada para prevenir una infección. Lo hizo deprisa, con la destreza práctica de un profesional de la medicina.

Mientras apreciaba el busto desnudo, Layla le pasó los dedos por un verdugón largo y suave al tacto. La herida infligida por Abu en Túnez, en la que fue la última misión de Bryson, había sido tratada por un cirujano de primera al servicio del Directorate. Ya no palpitaba de dolor, si bien el recuerdo no se había borrado y seguía siendo tan traumático como siempre.

—Un recuerdo —dijo él con aire lúgubre—, de un viejo amigo.

Por la pequeña ventana se veía cómo en el exterior llovía a cántaros sobre los adoquines cubiertos de musgo.

—Podías haber muerto.

—Me atendieron buenos médicos.

—Te han atacado a menudo. —Ella rozó una herida mucho más pequeña, un área de piel fruncida del tamaño de una moneda sobre el bíceps derecho—. ¿Y esto? —preguntó.

—Otro recuerdo.

Le sobrevino de golpe el recuerdo de Nepal, de un adversario feroz llamado Ang Wu, un oficial renegado del ejército chino. Ahora Bryson se preguntaba qué es lo que realmente ocurrió en aquel tiroteo. ¿A qué lo habían mandado en realidad, y en nombre de quién? ¿Había sido tan sólo un peón en la conspiración maligna que seguía sin entender?

Tanta sangre derramada; tantas vidas desperdiciadas. ¿Y todo para qué? ¿Qué significado tenía su vida? Cuanto más se enteraba de cosas, menos entendía. Pensó en sus padres, en la última vez que los vio con vida. ¿Era realmente posible que los cerebros que manejaban el Directorate les mataran? Pensó en Ted Waller, el hombre al que alguna vez admiró más que a nadie en el mundo, y sintió un rapto de ira.

¿Cómo se había llamado a sí mismo y a su hermano Niccolò, el asesino del Friuli: bestias de carga? Eran fuerza bruta a sueldo, peones al servicio de un juego odioso cuyas reglas nadie les explicaba. Ahora se le ocurrió a Bryson que no había ninguna diferencia entre los hermanos italianos y él. No eran más que instrumentos usados por fuerzas tenebrosas. Nada más que peones.

Layla se había sentado en el borde de la cama; en ese momento volvió a levantarse, fue al pequeño cuarto de baño y regresó poco después con un vaso de agua.

—El farmacéutico me dio unos antibióticos. Le dije que le traería una receta por la mañana, así que se mostró dispuesto a darme una cantidad como para sacarte del apuro.

Le alcanzó unas cápsulas y el vaso. Tuvo un momento de aquel viejo recelo que le hacía estar en guardia: ¿qué eran esas pastillas sin nombre que ella le daba? Hasta que la lógica le hizo caer en la cuenta: «Si hubiera querido matarte ya ha tenido muchas oportunidades de hacerlo, y más directamente, en las últimas veinticuatro horas. Más aún, ni siquiera tenía por qué arriesgar la vida por mí». Cogió las cápsulas de su mano y se las tragó con un sorbo de agua del grifo.

—Pareces distante —dijo Layla mientras empacaba su maletín de primeros auxilios—. Muy lejos. Estás pensando en algo que te preocupa.

Bryson levantó la vista y asintió despacio. Compartir una habitación con una mujer hermosa —incluso si la disposición para dormir era de lo más casta, ella en la cama y él en el sofá— era algo que no había hecho desde la inesperada partida de Elena, y ya habían pasado años. Una y otra vez se le había presentado la oportunidad, pero había preferido seguir con la vida célibe, como castigo por lo que hubiera podido tener de culpa en su partida.

¿Qué había hecho él?

¿En qué medida, se preguntó, la vida que tenían juntos había sido arreglada hasta el último detalle por Ted Waller?

Y volvió a pensar en aquel momento, el único momento importante, en que le mintió a Elena. Le había mentido para protegerla. Le había ocultado algo. A Waller le gustaba citar a Blake:

—Nos llevan a creer una mentira —presagiaba—, cuando no vemos con los ojos.

Pero Bryson no quería que Elena viera ni supiera lo que había hecho por ella.

Ahora hacía memoria, se acordaba de aquella noche en Bucarest que le había ocultado.

¿Cuál era la verdad? ¿Dónde estaba la verdad?

«A pesar de toda la paranoia y el jaleo, el submundo del especialista en operaciones clandestinas es pequeño y los rumores corren como reguero de pólvora. Bryson había recibido información por medio de varios contactos de confianza de que un equipo de “barredores” de la antigua Securitate ofrecía grandes sumas de dinero por cualquier pista que pudiera llevar al paradero de un tal Andrei Petrescu, el matemático y criptógrafo que había traicionado a la revolución al pasar al enemigo los códigos del gobierno de Ceausescu. Entre los antiguos miembros que habían sido alejados de sus cargos en el célebre servicio secreto, existía una honda amargura por el golpe de Estado que había derrocado al gobierno de su patrón. Nunca tendrían olvido ni perdón para los traidores, y estaban decididos a atraparlos costase lo que cortase, sin importarles cuánto tiempo tendrían que esperar. Habían fijado la mira en varios blancos, entre ellos Petrescu. Era hora de quedar a mano, y la venganza llevaba las de ganar.

»Por medio de un contacto, Bryson arregló un encuentro en Bucarest con el jefe de los barredores, el ex número dos de la Securitate. Si bien éste no conocía la identidad falsa de Bryson, confió en sus buenas intenciones. Le pasaron el mensaje que Bryson poseía información urgente que sin duda sería de gran interés para los barredores. Y que vendría solo al sitio del encuentro; el hombre de la Securitate debía hacer lo mismo.

»Para Bryson, era un asunto personal. Había hecho los arreglos a espaldas del Directorate. Nunca habrían aceptado un encuentro tan fuera de las normas; las ramificaciones potenciales eran demasiado serias. Pero Bryson no podía arriesgarse a perder el contacto; era demasiado importante para Elena, y en consecuencia para él. Así que notificó a la central que después de concluida una operación en Madrid se tomaría unas vacaciones, que aunque fueran cortas le vendrían muy bien, y pasaría un fin de semana en Barcelona. Como era de esperar, le concedieron el permiso; hacía tiempo que le debían vacaciones. Actuaba en contravención directa de las normas del Directorate, pero no tenía elección. Tenía que hacerlo. Compró los billetes de avión en efectivo y bajo un nombre falso que no figuraba en las bases de datos del Directorate.

»Tampoco le dijo a Elena lo que haría, y aquí el engaño fue más importante aún, puesto que nunca aprobaría un encuentro con el cabecilla del grupo que quería matar a su padre. No sólo lo estimaría demasiado peligroso para su marido, sino que había dejado muy claro en diversas ocasiones que por ningún motivo él debería intervenir por cuenta propia en asuntos que tuvieran relación con sus padres. Estaba aterrorizada ante la posibilidad de perder a su esposo o a sus padres, de remover el avispero de venganza de la Securitate. De haber sido por ella, nunca habría fijado ese encuentro. Y hasta ese momento había respetado su deseo. Pero ésta era una oportunidad que no podía desperdiciar.

»Bryson se encontró con el hombre de la Securitate en un bar oscuro y subterráneo. Según lo prometido, vino solo, si bien había hecho planes precisos por anticipado. Había pedido favores y pagado sobornos.

»—Usted tiene información sobre los Petrescu —dijo el general Radu Dragan cuando Bryson se sentó con él en un rincón apenas iluminado.

»Dragan no sabía nada de Bryson, pero Bryson, que recurrió a su red de informantes, había hecho los deberes. Elena había sido la primera en mencionar su nombre la noche de la abducción de Bucarest, para ahuyentar al policía que se había interesado tanto por lo que había en el camión; como después se vio, ella conocía tan bien el nombre y el teléfono porque Dragan había sido quien reclutó a su padre como colaborador; la traición de Andrei Petrescu a la Securitate era por lo tanto una cuestión que había afectado personalmente a Dragan.

»—Así es —dijo Bryson—. Pero antes deberíamos discutir los términos.

»Dragan, un hombre de unos sesenta años, de facciones angulosas y cetrinas, alzó las cejas.

»—Con mucho gusto discutiré los “términos”, como usted dice, una vez que me diga qué tiene que contarme.

»Bryson sonrió.

»—Totalmente. La “información” que tengo para darle es muy simple.

»Puso una hoja de papel sobre la mesa; Dragan la cogió y la escudriñó intrigado.

»—¿Pero qué es esto? —preguntó Dragan—. Si estos nombres…

»—… son los nombres de cada miembro de su extensa familia, todos los parientes sanguíneos o políticos, junto a sus domicilios particulares y números de teléfono. Usted, que ha tomado tantas precauciones para proteger a sus seres queridos, debería reconocer a qué inmensos recursos he de tener acceso para ser capaz de desenterrar esa información. Por lo tanto sabrá lo fácil que sería para mí y para mis compañeros localizar a todos y cada uno de ellos, incluso si usted decidiera ocultarlos a todos otra vez.

»—Nu te mai pis a imprás tiat! —gritó Dragan. ¡No me joda!—. ¿Quién demonios es usted? ¡Cómo se atreve a hablarme de este modo!

»—Simplemente quiero su palabra de que suspenderá de inmediato a todos su barredores.

»—¿Usted cree que porque uno de mis hombres le vende información puede amenazarme?

»—Como bien sabe, ninguno de sus hombres tiene acceso a esta información; incluso su asistente de mayor confianza conoce unos cuantos nombres y sabe vagamente dónde están. Créame, mi información proviene de fuentes mucho más seguras que cualquiera de su círculo. Púrguelos a todos, fusílelos; no cambiará nada. Ahora escúcheme bien: Si usted, o cualquiera que trabaje con o para usted, o que tenga cualquier tipo de relación con usted, le toca un pelo a los Petrescu, mis socios se encargarán de mutilar primero y matar después a todos los miembros de su familia.

»—¡Salga de aquí! ¡Váyase de inmediato! Sus amenazas no me interesan.

»—Le estoy dando la oportunidad de suspender a los barredores en este preciso instante. —Bryson miró el reloj—. Tiene exactamente siete minutos para dar la orden.

»—¿Y si no?

»—Y si no, alguien que usted quiere mucho morirá.

»Dragan se rió y se sirvió más cerveza.

»—Me está haciendo perder el tiempo. Mis hombres están en este bar vigilándome, y todo lo que tengo que hacer es darles una señal y se lo llevarán de aquí antes de que tenga la oportunidad de hacer una llamada.

»—En realidad, quien está perdiendo el tiempo es usted. El hecho es que usted quiere que yo haga una llamada. Vea, mi socio está en este momento en un apartamento de Calea Victoriei, con una pistola apuntada a la cabeza de una mujer llamada Dumitra.

»El blanco rostro de Dragan se puso aún más pálido.

»—Sí, su amante, que hace striptease en el Sexy Club de Calea 13 Septembrie. No es su única amante, pero ella lo ha sido por varios años, de modo que usted habrá de sentir al menos algún cariño por ella. Mi socio está esperando que le llame a su teléfono móvil. Si no recibe mi llamada en —Bryson volvió a mirar el reloj—, seis, no, cinco minutos, tiene instrucciones de meterle un tiro en la cabeza. Todo lo que puedo decir es que más le vale a usted que mi teléfono y el de mi socio funcionen.

»Dragan sonrió burlonamente, pero en sus ojos Bryson distinguió su angustia.

»—Puede salvarle la vida si revoca ahora mismo la orden de ejecución de los Petrescu. O puede no mover un dedo, con lo cual ella morirá, y sus manos se mancharán de sangre. Tenga, use mi teléfono si no ha traído el suyo. Eso sí, no use todas las baterías, le conviene realmente que yo pueda hablar con mi socio.

»Dragan bebió un largo sorbo de cerveza, fingiendo un aire despreocupado.

»Pero no dijo palabra, y así pasaron cuatro minutos.

»Apenas un minuto antes de que expirara el tiempo, Bryson llamó a Calea Victoriei.

»—No —dijo cuando atendió una voz—, Dragan no quiere revocar la orden, así que me temo que esta llamada es para pedirte tan sólo que sigas con el plan. Pero hazme un favor y pásale el teléfono a Dumitra para que pida clemencia a su despiadado amante. —Bryson esperó hasta que oyó la voz desesperada de la mujer al otro lado de la línea, y luego le pasó el teléfono a Dragan.

»Dragan lo cogió, dijo un seco “hola”, e incluso hasta el otro extremo de la mesa le llegaban a Bryson los gritos y súplicas de la amante. Dragan empezó a mover nerviosamente el rostro, pero no dijo nada. Pero era obvio que reconocía la voz de Dumitra y sabía que aquello no era un engaño.

»—Se acaba el tiempo —dijo Bryson, mirando por última vez su reloj.

»Dragan sacudió la cabeza.

—Ha sobornado a esa puta —dijo—. No sé cuánto le ha pagado para que haga esta pequeña farsa, pero seguro que no fue mucho.

»El primer disparo detonó en el auricular; Bryson lo oyó a poco más de un metro, seguido instantáneamente de un grito ahogado. Hubo otro disparo, y esta vez ya no se oyeron gritos.

»—¿Es tan buena actriz? —Bryson se puso de pie y cogió el teléfono—. Su terquedad y su escepticismo acaban de costarle la vida a su mujer. Su gente le confirmará lo que acaba de ocurrir, o puede ir usted mismo a su apartamento y verlo con sus propios ojos si es que tiene agallas. —Se sentía asqueado y horrorizado por lo que se había visto obligado a hacer, pero sabía que no había otra forma de demostrar que hablaba en serio—. Hay cuarenta y seis nombres en esa hoja de papel, y cada día serán asesinados uno por uno hasta que toda su familia se haya extinguido. La única manera que tiene de detenerlo es que revoque la orden contra los Petrescu. Y una vez más, déjeme recordarle que si algo llega a pasarles, lo que sea, su familia será ejecutada de inmediato en masa.

»Se dio media vuelta, salió del bar y nunca volvió a ver a Dragan. Pero en menos de una hora corrió la voz de que nadie tocara a los Petrescu.

»Bryson no le contó nada de lo ocurrido a Elena ni a Ted Waller. Cuando regresó a casa unos días después, Elena le preguntó sobre su viaje a Barcelona. Por lo general, cada uno respetaba la separación entre la vida privada y el trabajo, y solían evitar hacerle preguntas al otro sobre lo que había hecho; ella nunca antes le había preguntado acerca de sus viajes. Pero esta vez lo miró fijamente mientras le preguntaba sobre Barcelona, eran demasiadas preguntas. Él mintió sin dificultad y fue convincente. ¿Estaba celosa acaso? ¿Sospechaba de que tuviera una amante en las Ramblas? Era la primera vez que veía un asomo de celos de su parte, y le hizo desear aún más poder decirle la verdad.

»¿Pero sabía él acaso cuál era la verdad?».

—No sé casi nada de ti —dijo él, levantándose de la cama y yendo al sofá—. Excepto por el hecho de que me has salvado la vida varias veces en doce horas.

—Tienes que descansar —dijo ella.

Llevaba un pantalón de gimnasia gris y una camiseta de hombre de talla más grande, que enfatizaba, más que ocultaba, el bulto de sus pechos. No había ropa que empacar, ni tenía nada urgente con que ocupar sus manos, así que se sentó en el borde de la cama, dobló sus piernas largas y firmes, y se cruzó de brazos.

—Hablaremos por la mañana —decidió.

Bryson sintió que ella evadía sus preguntas, de modo que insistió:

—Trabajas para el Mossad, pero vienes del valle de la Bekaa, hablas con acento árabe. ¿Eres israelí o libanesa?

Ella miró al suelo y dijo en voz baja.

—Ninguna de las dos cosas. O ambas. Mi padre era israelí. Mi madre es libanesa.

—Tu padre ha muerto.

Ella asintió.

—Era atleta, un atleta estupendo. Los terroristas palestinos le asesinaron en los Juegos Olímpicos de Munich.

Bryson asintió.

—Eso fue en 1972. Debías de ser un bebé.

Siguió mirando al suelo, ruborizada.

—Tenía dos años.

—Nunca le conociste.

Ella levantó la vista. Los ojos castaños parecieron feroces.

—Mi madre lo mantuvo vivo para mí. Nunca dejó de contarme historias sobre él, de enseñarme fotos.

—Habrás crecido odiando a los palestinos.

—No. Los palestinos son buena gente. Están exiliados, no tienen hogar ni Estado. Desprecio a los fanáticos que no dudan en matar a inocentes en nombre de un noble ideal. Sean de Septiembre Negro o de la Fracción del Ejército Rojo, árabes o israelíes. Odio a los fanáticos de todos los bandos. Cuando tenía apenas veinte años, me casé con un soldado del ejército israelí. Yaron y yo estábamos profundamente enamorados, como sólo los muy jóvenes pueden estarlo. Cuando le mataron en Líbano fue cuando decidí trabajar para el Mossad. Para luchar contra los fanáticos.

—Pero ¿no piensas que el Mossad es una banda de fanáticos?

—Muchos lo son. Pero hay algunos que no. Como yo hago trabajos sueltos para ellos, puedo escoger la misión. De esa manera me aseguro de que el trabajo que hago es por una buena causa. Rechazo muchas ofertas.

—Deben tenerte en muy buena consideración para darte tanto margen.

Ella bajó la cabeza con modestia.

—Conocen cómo trabajo en la clandestinidad y que tengo contactos. Quizá soy la única persona lo bastante tonta como para aceptar ciertas misiones.

—¿Por qué aceptaste entonces la misión en el Armada española?

Ladeó la cabeza hacia él, con aire sorprendido.

—¿Por qué había de ser? Porque allí era donde los fanáticos compraban las armas sin las cuales no podrían matar a inocentes. El Mossad disponía de información fiable sobre que agentes del Frente Nacional Jihad iban allí para abastecerse de armas, que era su abrevadero. Lograr que yo llegase hasta allí fue una operación que llevó dos meses.

—Y si no fuera por mí, aún estarías allí.

—¿Y qué me dices de ti? Me has dicho que eras de la CIA, pero no lo eres, ¿verdad?

—¿Qué te hace pensar eso?

—Hay algo que huele mal —repuso con una sonrisa cómplice tocándose la nariz con la punta del índice.

—¿Algo que ver conmigo? —preguntó Bryson, divertido.

—Pues, en realidad, algo que ver con tus enemigos, tus perseguidores. Los escuadrones de asesinos, que violan el protocolo habitual. O bien trabajas por libre, como yo, o trabajas para otra agencia. Pero no creo que sea para la CIA.

—No —admitió él—. No exactamente para la CIA. Pero este trabajo es para ellos.

—¿Por libre, entonces?

—En cierto modo.

—Pero hace mucho que estás en el negocio. Lo delatan las cicatrices que tienes en el cuerpo.

—Es verdad. Estuve mucho tiempo en el negocio. Pero me obligaron a irme. Ahora me han vuelto a llamar para una última misión.

—¿A saber?

Bryson vaciló. ¿Cuánto debía contarle?

—De alguna manera, es una misión de contraespionaje.

—«De alguna manera»… «en cierto modo»… Si no quieres decirme nada, vale, no me lo digas. —Se le dilataron las ventanas de la nariz mientras hablaba con intensidad—. A primera hora de la mañana, nos iremos de España en aviones separados y nunca volveremos a vernos. Cuando regresemos a casa y tengamos que hacer los inevitables informes, los dos pondremos al otro en los archivos de contactos, escribiremos todo lo que sabemos sobre las actividades del otro, y eso será todo. Se harán investigaciones, y luego se suspenderán. Se añadirá un expediente confidencial a los archivos del Mossad sobre la CIA, otro se sumará a los archivos que la CIA tiene del Mossad: no más que gotas en el océano.

—Layla, te estoy agradecido por todo lo que has hecho…

—No —le interrumpió ella—. No quiero tu gratitud. Me malinterpretas. No me conoces en absoluto. Tengo mis propios motivos para estar interesada; soy egoísta, si quieres. Los dos seguimos la pista de unas armas a diferentes sitios, diferentes destinos. Pero las pistas se cruzan, se yuxtaponen. Ahora bien, me parece obvio que quienesquiera que sean a quienes tú quieres muertos, son peces gordos. Sus fuentes y su acceso a la información son demasiado buenos. Probablemente trabajan para el gobierno.

Bryson asintió. Ella tenía razón.

—Bien, lo siento pero no te mentiré. La acústica en la iglesia me permitió oír tu interrogatorio al italiano sin necesidad de espiarte. Si quisiera sacar partido de ti, no te lo habría dicho, pero así están las cosas.

Él volvió a asentir. También era cierto.

—Pero tú no entiendes friulano, ¿no es cierto?

—Entiendo nombres. Mencionaste a Anatoli Prishnikov, un nombre bien conocido por todos en nuestra profesión. Y Jacques Arnaud, menos conocido quizás pero un proveedor de armas a muchos enemigos de Israel. Él es quien aviva el fuego en Oriente Medio y se hace inmensamente rico en el camino. Le conozco y le detesto. Y hasta puede que tenga una forma de llegar a él.

—¿De qué hablas?

—No sé adónde te llevará la pista. Pero puedo asegurarte que uno de los agentes de Arnaud estaba en el buque, para venderle armas a Calacanis.

—¿El de pelo largo y traje cruzado?

—El mismo. Usa el nombre de Jean-Marc Bertrand. Viaja a menudo a Chantilly.

—¿Chantilly?

—Es donde Arnaud tiene su château y donde recibe con regularidad y mucho lujo. —Se puso de pie, fue brevemente al cuarto de baño y regresó pocos minutos más tarde, secándose la cara con una toalla. Sin maquillaje, sus rasgos eran aún más exquisitos. Tenía una nariz fuerte y delicada, los labios carnosos, y todo bajo unos ojos castaños que eran al mismo tiempo cálidos e intensos, inteligentes y juguetones.

—¿Sabes algo de Jacques Arnaud? —preguntó Bryson.

Layla asintió con la cabeza.

—Sé bastante sobre el mundo en que se mueve. Hace ya tiempo que el Mossad tiene a Arnaud en la mira, así que estuve en Chantilly como invitada a varias de sus fiestas.

—¿Y en calidad de qué fuiste?

Layla quitó la cubierta de la cama.

—Como agregada comercial de la embajada israelí en París. Como alguien cuya influencia ha de ser cortejada. Jacques Arnaud no hace discriminaciones. Les vende a los israelíes con la misma ligereza con que lo hace a nuestros enemigos.

—¿Crees que puedes llevarme hasta él?

Ella se volvió despacio, con los ojos bien abiertos. Ella sacudió la cabeza.

—No creo que sea una buena idea.

—¿Por qué no?

—Porque puedo comprometer el resto de mi operación.

—Pero acabas de decir que estamos tras las mismas pistas.

—No he dicho tal cosa. He dicho que nuestras pistas se cruzan. Es algo muy distinto.

—¿Y tu pista no te lleva a Jacques Arnaud?

—Puede ser —reconoció ella—. O puede que no.

—En todo caso, serviría de mucho ir a Chantilly.

—Contigo, supongo —dijo ella en tono de broma.

—Claro, eso es lo que te estoy pidiendo. Si ya tienes contacto diplomático con el mundo de Arnaud, eso facilitaría mi entrada.

—Prefiero trabajar sola.

—Una mujer tan bella como tú, en una ocasión social: ¿no sería totalmente plausible que te acompañe un hombre?

Ella volvió a sonrojarse.

—Me halagas.

—Sólo para que des el brazo a torcer, Layla —repuso Bryson con sequedad.

—Lo que sea con tal de salirte con la tuya, ¿no es así?

—De alguna manera.

Ella sonrió y sacudió la cabeza.

—Nunca me darán permiso en Tel Aviv.

—Pues entonces no lo pidas.

Layla dudó un instante y agachó la cabeza.

—Tendrá que ser una alianza temporal, que en cualquier momento puedo verme forzada a desechar.

—Sólo hazme entrar al château, y podrás abandonarme en la puerta de entrada si quieres. Pero dime algo: ¿por qué exactamente el Mossad tiene en la mira a Arnaud?

Lo miró sorprendida, como si la respuesta fuera tan obvia que ni siquiera valía la pena decirla.

—Porque, desde hace cerca de un año, Jacques Arnaud se ha convertido en uno de los principales proveedores de armamento a los terroristas. Por eso me pareció interesante que el hombre al que Calacanis llamó para hablar contigo, ¿cómo se llamaba, Jenrette?, llegara a bordo del buque en compañía del agente de Arnaud, Jean-Marc Bertrand. Supongo que ese americano llamado Jenrette estaba comprando armas para los terroristas. De modo que me intrigó ver que tú ibas a hablar con Jenrette. Debo decir que durante buena parte de la velada me pregunté qué estabas haciendo.

Bryson se quedó callado, la mente iba a un ritmo febril. Jenrette, el agente del Directorate que conocía como Vance Gifford, había llegado a bordo con el agente de Jacques Arnaud. Arnaud vendía armas a los terroristas; el Directorate las compraba. ¿Quería decir eso, por inferencia lógica, que el Directorate patrocinaba el terrorismo en todo el mundo?

—Es de vital importancia que llegue hasta Jacques Arnaud —dijo Bryson muy despacio.

Ella sacudió la cabeza, con una sonrisa de arrepentimiento.

—Pero es posible que no saquemos nada de todo esto, ni tú ni yo. Y es realmente lo que menos importa. Esos tíos son muy peligrosos y no se detendrán ante nada.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo —dijo Bryson—. En este momento es todo lo que tengo.

El grupo de asesinos profesionales corrió hacia donde venían los gritos. Habían recibido la orden de barrer las callejuelas adoquinadas que salían en radios desde la praza do Obradoiro, en Santiago de Compostela. Ahora que se había determinado fehacientemente que el sujeto había eludido todos los intentos de localizarle, la próxima orden era reunir a todos los miembros dispersos del grupo. Los muertos fueron cargados en vehículos sin matrícula y se los transportó a un mortuorio de la zona que colaboraba con ellos, y donde se redactarían actas falsas, se firmarían certificados de defunción y se enterrarían los cadáveres en fosas camufladas. Se compensaría con generosidad a los parientes más cercanos para que no hiciesen preguntas; ése era el procedimiento corriente.

Cuando se reunió y contó a los muertos y heridos, aún quedaban dos miembros sin aparecer: los hermanos campesinos de un rincón remoto del noroeste italiano, que hablaban la lengua del Friuli. Una rápida búsqueda por las calles no dio ningún resultado; no se había recibido ninguna señal en código. Los hermanos no respondían a las continuas llamadas por radio. Se supuso que habían muerto asesinados, pero no era una certeza, y las operaciones clandestinas estipulaban que a los heridos había que rescatarlos o eliminarlos del todo. De modo que de una u otra forma, a los hermanos había que ponerlos en una lista o en otra.

Finalmente, se detectaron gritos ahogados que provenían de una calle lateral y que atrajeron la atención del grupo de rastreo. Siguieron los sonidos hasta una iglesia abandonada. Una vez que entraron, hallaron primero a un hermano y después al otro. Los dos estaban maniatados y amordazados, si bien la mordaza de uno de ellos se había aflojado, lo cual le permitió gritar y así ser localizados.

—¡Santo cielo! ¿Por qué tardasteis tanto? —jadeó el primer hermano en castellano a través de la mordaza floja—. ¡Podríamos habernos muerto aquí! Paolo ha perdido mucha sangre.

—No nos podemos permitir que esto ocurra —dijo uno del grupo de rastreo. Luego cogió su pistola semiautomática y le disparó dos veces al italiano en la cabeza, matándole en el acto—. Las conexiones flojas son inaceptables.

Cuando encontraron al otro hermano, acurrucado en posición fetal, pálido y temblando en un charco de sangre, vieron que sabía lo que le esperaba. Se lo decían los ojos abiertos y sin parpadear de Paolo, quien ni siquiera gimió antes de recibir los dos disparos.