8

Desembarcaron en una franja de tierra estrecha y rocosa, golpeada por un violento oleaje que rompía contra los acantilados empinados. Ésta era la Costa da Morte, llamada así por la innumerable legión de barcos que habían naufragado a lo largo de esta costa salvaje y peligrosa.

Sin decir palabra, tiraron de la lancha de salvamento todo lo que pudieron sobre la arena y la escondieron en una cueva oculta, lejos de las luces de rescate de los guardacostas y la mirada codiciosa de los contrabandistas; por lo menos, la lancha no sería arrastrada por la primera ola. Bryson se deshizo de las dos armas pesadas que tenía alrededor del pecho, el AK-47 y la Uzi, y las escondió en el interior de la lancha, tapándolas luego con arena, piedras, guijarros y un arreglo de canto rodado para que no pudieran verlas incluso a corta distancia. No era una buena idea que les vieran pasearse como una pareja de mercenarios, y además tenían un montón de armas ligeras guardadas en los chalecos.

Ambos avanzaron torpemente entre las rocas, sobrecargados con la artillería que les llenaba los bolsillos y les colgaba de los hombros y la espalda. Tenían la ropa empapada, claro —el uniforme blanco de ella, el traje italiano de él—, y temblaban de frío por el agua helada.

Bryson tenía una vaga idea de dónde se encontraban porque antes había estudiado los detallados mapas que tenía la Agencia de la costa de Galicia, la extensión de tierra más próxima al punto en que el Armada española, según informes de los satélites de vigilancia, había echado anclas. Creía que habían desembarcado en o cerca de la aldea de Finisterre, o Fisterra, como la llaman los gallegos. Finisterre: el fin del mundo, el punto más occidental de España. El que alguna vez había sido límite occidental del mundo conocido para los españoles, era un sitio en el que un sinnúmero de contrabandistas encontraba su fin, horripilante y piadosamente súbito, contra los peñascos incrustados de percebes.

La mujer fue la primera en hablar. Se dejó hundir en el canto rodado, temblando visiblemente, se llevó las manos a la cabeza, se metió los dedos en el cabello y se quitó la peluca rubia, dejando a la vista un pelo corto y castaño rojizo. De una bolsita cerrada de plástico sacó un pequeño recipiente blanco donde guardaba los lentes de contacto. Rápidamente, se tocó los ojos con la punta de los dedos y se quitó las lentillas de color, poniendo primero el derecho y luego el izquierdo en el estuche. Sus llamativos ojos verdes se habían vuelto castaños. Bryson la observaba fascinado, pero no dijo nada. Luego ella sacó una brújula de la bolsita de plástico, un mapa impermeable y una pequeña linterna.

—Por supuesto, no podemos quedarnos aquí. Los guardacostas estarán rastrillando cada centímetro de playa. ¡Dios, qué pesadilla!

Encendió la linterna y ahuecó la mano alrededor mientras examinaba el mapa.

—¿Por qué tendré la sensación de que ya has pasado por pesadillas como ésta?

Ella levantó la vista del mapa y lo miró con dureza.

—¿Realmente le debo una explicación?

—No me debes nada. Pero arriesgaste la vida por mí, y me gustaría saber por qué. Además, creo que me gustas más como morena que como rubia. Antes has dicho que «investigabas una transferencia de armas», presuntamente a Israel. ¿Mossad?

—De alguna manera —dijo ella con hermetismo—. ¿Y usted, de la CIA?

—De alguna manera. —Siempre había sido partidario del principio de saber lo necesario y no veía motivos para divulgar más.

—¿Su objetivo, su área de interés? —insistió ella.

Dudó un instante antes de responder.

—Digamos tan sólo que lucho contra una organización que es inmensamente más poderosa de lo que podrías imaginarte nunca. Pero déjame preguntarte algo: ¿por qué?, ¿por qué lo has hecho? ¿Tirar por la borda todo el trabajo de infiltración y poner tu propia vida en la mira?

—Créame, no ha sido una decisión mía.

—¿De quién ha sido la decisión, entonces?

—Fueron las circunstancias. El modo en que fueron ocurriendo las cosas. Cometí el estúpido error de ponerle sobre aviso, y no tuve en cuenta las cámaras de vigilancia que Calacanis tenía por todas partes.

—¿Cómo sabes que te observaban?

—Porque después de que empezó la locura, me apartaron de mis funciones y me dijeron que el señor Bogosian quería verme. Bogosian es, era, el principal matón de Calacanis. Cuando dice que quiere ver a alguien, pues, yo sabía lo que quería decir. Habían revisado el vídeo de seguridad. En ese momento supe que debía escapar.

—Pero sigues sin decirme por qué me pusiste sobre aviso.

Ella sacudió la cabeza.

—No vi ningún motivo para que se atribuyeran más víctimas. Sobre todo porque mi propósito último era evitar el derramamiento de sangre inocente a manos de terroristas y fanáticos. Y no creí que pondría en tela de juicio mi propia seguridad en la operación. Evidentemente me equivoqué.

Volvió a estudiar el mapa, con la mano ahuecada todo el tiempo alrededor de la linterna.

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—¿Tienes un nombre? preguntó amablemente Bryson movido por la franqueza de la mujer.

Ella volvió a levantar la vista y sonrió apenas.

—Soy Layla. Y sé que usted no es Coleridge.

—Jonas Barrett —dijo él.

Dejó en el aire la cuestión de qué estaba haciendo allí. «Dejémosla que pruebe —pensó—. Cambiaremos información cuando sea el momento justo, si es que llega el momento». Ahora volvía a tener las mentiras, nombres falsos y coartadas en la punta de la lengua, como había sido alguna vez. «¿Quién soy en realidad?», se preguntó para sus adentros: la pregunta melodramática del adolescente se trasladaba extrañamente a la conciencia alocada de un ex agente que se encontraba muy perdido. Las olas rompían ruidosamente alrededor de ellos. Se oía una sirena lastimera desde un faro que se elevaba sobre el mar. Bryson sabía que era el célebre faro del cabo de Finisterre—. No está claro que te hayas equivocado —comentó, con un tono de gratitud apenas audible.

Ella le sonrió rápidamente, con un deje de tristeza, mientras apagaba la linterna.

—Debo fletar un helicóptero o un avión privado, algo que me… que nos saque de aquí enseguida.

—El mejor sitio para hacerlo es Santiago de Compostela. Queda a unos sesenta kilómetros al sudeste. Es un lugar con mucho turismo, un centro de peregrinación, una ciudad santa.

Creo que hay un pequeño aeropuerto en las afueras de la ciudad que tiene algunos vuelos internacionales directos. Podríamos fletar un helicóptero o un avión privado allí. Ciertamente vale la pena intentarlo.

Ella le clavó la mirada.

—Usted conoce la zona.

—Apenas. He estudiado el mapa.

Un rayo de luz, súbito y potente, iluminó la playa a escasos metros de ellos, y se arrojaron al suelo por un instinto afinado en la experiencia de campo. Bryson se tiró tras de un montículo de canto rodado y se quedó paralizado; la mujer, que se llamaba a sí misma Layla, se pegó al suelo debajo de un saliente. Bryson sintió la arena en el rostro, fría y húmeda; oía la respiración constante de ella a pocos pasos de distancia. Bryson no había trabajado con muchas agentes en el curso de su carrera, y era de la opinión, si bien nunca dicha, que las pocas mujeres que realmente conseguían superar los obstáculos puestos allí por los espías, que en su mayoría eran hombres, debían ser excepcionales. Acerca de esta misteriosa Layla no sabía nada, excepto que era una de las excepcionales, de gran talento y serenidad bajo presión.

Veía los reflectores que barrían la playa, la luz se detuvo un instante en el lugar donde habían escondido la lancha, la cueva oculta, que ofrecía un refugio adicional con piedras juntadas en la arena. Quizás unos ojos expertos verían la discontinuidad que había causado Bryson en la trama natural de piedras, algas y otros restos del naufragio. Desde detrás del montículo de canto rodado que le protegía de los buscadores, Bryson podía asomarse a espiar. La embarcación de búsqueda avanzaba paralelamente a la costa, al tiempo que los reflectores se movían incesantemente a lo largo de los acantilados. Era seguro que los buscadores emplearían también prismáticos de gran aumento. A semejante distancia, los visores nocturnos no servirían de nada, pero prefería no arriesgarse ni levantarse antes de tiempo, simplemente porque los reflectores habían pasado de largo. A menudo, cuando se extinguían los reflectores era apenas el preludio de la verdadera búsqueda: sólo cuando las luces se apagaban del todo las criaturas empezaban a escabullirse de entre las piedras. De modo que permaneció cinco minutos más después de que la playa se quedara otra vez a oscuras; estaba impresionado por el hecho de que no necesitó pedirle a Layla que hiciera lo propio.

Cuando por fin salieron de sus escondites y estiraron los miembros agarrotados, empezaron a trepar por la ladera rocosa y llena de pinos, hasta que llegaron a un camino estrecho de grava al borde del acantilado. A lo largo del camino había unos macizos y altos muros de granito que demarcaban pequeñas parcelas de tierra, dominadas por antiguas casas de piedra y cubiertas de musgo. Todas tenían el mismo tipo de granero construido sobre pilares, los mismos almiares en forma de cono, los mismos enrejados ganados por viñas verdes, la misma colección de árboles nudosos y repletos de frutas. Era un territorio, comprendió Bryson, cuyos moradores vivían y trabajaban la tierra como lo habían hecho siempre, generación tras generación. Era un sitio donde el intruso no era bienvenido. Un hombre en fuga sería visto con el máximo recelo, se avistaría a los forasteros y se los denunciaría.

Se oyó un súbito arrastrar de pies en la grava, a menos de treinta metros detrás de ellos. Bryson se giró de inmediato, con una pistola en la mano derecha, pero no vio nada en la oscuridad y la niebla. La visibilidad era extremadamente limitada y el camino daba una curva, con lo que cualquiera que se acercara no podría ser visto. Advirtió que Layla también apuntaba con su arma, una pistola con un largo silenciador atornillado al cañón. Su posición de tirador a dos manos era perfecta, casi estilizada. Los dos se quedaron quietos en el acto, escuchando.

Después subió un grito desde la playa, debajo de ellos. Eran al menos dos; debían de ser más. ¿Pero de dónde vinieron? ¿Cuáles eran exactamente sus intenciones?

Otro ruido repentino: una voz bronca cerca de allí, hablando una lengua que al principio Bryson no entendió, y luego otro arrastrar de pies en la grava. La lengua, no tardó en darse cuenta, era el gallego, la antigua lengua de Galicia que combinaba elementos de portugués y castellano. Sólo podía entender frases sueltas.

¡Veña! ¿Axiña, que carallo fas aí? ¿Que é o que che leva tanto tempo? ¡Móvete!

Bryson y Layla se miraron un instante y avanzaron en silencio junto al muro de piedra y hacia la fuente de donde venían los ruidos. Voces bajas, golpes secos, un estruendo de metal. Cuando dieron la vuelta al muro, Bryson vio dos figuras que cargaban cajas en un viejo camión. Uno de ellos estaba en el interior, el otro levantaba las cajas de una pila y se las pasaba. Bryson miró el reloj: las tres de la madrugada pasadas. ¿Qué hacían allí aquellos hombres? Debían de ser pescadores, eso era. Pescadores campesinos que reunían el producto de la zona, los percebes, que recogían a nivel del agua, o quizá cosechaban mejillones desde las balsas que flotaban a poca distancia de la costa.

Quienquiera que fueran, aquellos hombres eran de allí y trabajaban duro, por lo que no eran una amenaza directa. Guardó el arma y le hizo gestos a Layla para que hiciera lo mismo. Empuñar las pistolas sería un error; pues un enfrentamiento era innecesario.

Tras observar con cuidado, Bryson vio que uno de los hombres era de mediana edad y el otro era muy joven. Los dos tenían aspecto de ser trabajadores recios; tenían además el aire de ser padre e hijo. El joven estaba arriba del camión; el mayor le alcanzaba las cajas.

¡Veña, móvete, non podemos perde-lo tempo! —le dijo el viejo al joven.

Bryson sabía suficiente portugués de sus incontables operaciones en Lisboa, y de algunas en São Paulo, como para entender lo que decían los hombres.

Miró un instante a Layla y luego gritó en portugués:

Por favor, ¿nos poderian ajudar? Metimo-lo coche na cuneta, e a minha mulher e mais eu temos que chegar a Vigo canto antes.

Los dos hombres miraron con recelo. Ahora Bryson veía lo que estaban cargando, y no eran cajas de percebes o mejillones. Eran cajas de cigarrillos importados, en su mayoría ingleses y americanos. Éstos no eran pescadores. Eran contrabandistas que entraban el tabaco para venderlo a precios exorbitantes.

El viejo apoyó una caja en el suelo de grava.

—¿Extranjeros? ¿De dónde venís?

—Venimos en coche de Bilbao. Estamos de vacaciones, haciendo turismo, pero el maldito coche de alquiler resultó ser una mierda. Se rompió la dirección y fuimos a parar a la cuneta. Si nos pudiera acercar, se lo pagaríamos con creces.

—Claro que podemos ayudar —dijo el viejo, haciéndole una señal al joven, que bajó del camión de un salto y empezó a acercarse a ellos desde un ángulo, notablemente cerca de Layla—. ¿Jorge?

De repente, el joven sacó un revólver, un viejo Astra Cadix 38 Especial, y apuntó a Layla. Se acercó unos pasos más hacia ella y gritó:

¡Vaciade os petos! ¡Agora mesmo!

Entonces el viejo sacó también un revólver, esta vez apuntando a Bryson.

—Usted también, amigo. Arroje su cartera y empújela hacia mí con el pie —gruñó—. Ese reloj que parece tan caro también. ¡Muévase! ¡O se la damos a su adorable esposa, y después a usted!

El joven se abalanzó sobre Layla y la cogió de un hombro con la mano izquierda, y la atrajo hacia él con el revólver en la sien. No pareció notar que Layla no se inmutó, que no gritó ni intentó hacer ningún movimiento. De haber notado la calma con que se comportaba, habría tenido motivos para alarmarse.

Ella miró a Bryson, que asintió en un gesto casi imperceptible.

Con un movimiento veloz, ella sacó dos pistolas al mismo tiempo, una en cada mano. En la izquierda tenía una Heckler & Koch USP compacta, calibre 45; en la derecha tenía una Águila del Desierto israelí de calibre 50, enorme y potente en extremo. Al mismo tiempo, Bryson sacó una Beretta 92 y apuntó al viejo.

—¡Atrás! —le gritó de pronto Layla al chico en portugués, quien retrocedió a los tumbos y asustado—. ¡Tira el revólver ahora mismo o te vuelo la cabeza!

El chico volvió a hacer pie, dudó un instante sin saber cómo reaccionar, y ella enseguida apretó el gatillo del enorme Águila del Desierto. La detonación fue fortísima, tanto más aterradora porque pasó muy cerca de la oreja del joven. Arrojó su viejo Astra Cadix, sacudió las manos en el aire y dijo:

¡Non! ¡Non dispare!

El revólver cayó al suelo pero no se disparó. Bryson sonrió y avanzó hacia el viejo.

—Baje el arma, meu amigo, o mi mujer matará a su hijo, a su sobrino o a quienquiera que sea, y como acaba de ver, es una mujer que no sabe controlar sus impulsos.

Por Cristo bendito, esa muller ¡está tola! —espetó el maduro contrabandista mientras se ponía de rodillas y apoyaba suavemente el revólver en la grava. También él levantó las manos en el aire—. ¡Se pensan que nos van toma-lo pelo, están listos! Temos amigos esperando por nós ó final da estrada.

—Sí, sí —dijo Bryson con impaciencia—. No tenemos interés en sus cigarrillos. Lo que queremos es el camión.

¿O meu camión? ¡Por Deus, eu necessito este camión!

—Pues no parece que es su día de suerte —dijo Bryson.

—¡De rodillas! —le ordenó Layla al joven, que obedeció de inmediato.

El chico se había puesto colorado y temblaba como un niño asustado, estremeciéndose cada vez que ella movía el Águila del Desierto.

¿Polo menos nos deixarán descarga-lo camión? ¡Vostedes non necessitan a mercancía! —suplicó el viejo.

—Vale —dijo Layla.

—¡No! —interrumpió Bryson—. Siempre hay otra arma oculta entre la mercancía en caso de secuestro. Quiero que los dos os deis la vuelta y empecéis a andar por el camino. Y no os detengáis hasta que dejéis de oír el camión. Cualquier intento por seguirnos, por disparar un arma, por hacer una llamada, y regresaremos a por vosotros con armas que no habéis visto en toda vuestra vida. Creedme, no os conviene ponernos a prueba.

Luego corrió hacia la cabina del camión e indicó con un movimiento de la cabeza que Layla debía ir hacia el otro lado. Con la Beretta apuntando a los dos gallegos, les ordenó:

—¡Andando!

Los dos contrabandistas, el joven y el viejo, se pusieron de pie en el acto, con las manos todavía en alto, y se pusieron en marcha por el camino de grava.

—No, un momento —dijo ella de repente—. No quiero correr ningún riesgo.

—¿Cómo?

Se metió la pistola de pequeño calibre en el chaleco antibalas y sacó otra, de aspecto extraño, que Bryson reconoció de inmediato. Él asintió y sonrió.

¡Non! —gritó el joven contrabandista, que se había girado.

El viejo, supuestamente el padre del chico, gritó:

—¡Non dispare! ¡Estamos facendo o que nos dicen! Virxen Santa, nos imos falar, ¿por que íamos?

Los dos hombres se echaron a correr, pero antes de avanzar unos metros se oyeron dos pequeñas explosiones cuando Layla les disparó a cada uno de ellos. A cada disparo, una poderosa carga de dióxido de carbono propulsaba una jeringa de un potente tranquilizante en el cuerpo de aquellos hombres. Ese proyector de corto alcance estaba diseñado para subyugar a animales salvajes sin matarlos; el tranquilizante duraría, en un ser humano, quizá treinta minutos. Los dos se desplomaron al suelo, retorciéndose brevemente antes de quedar inconscientes.

El viejo camión traqueteaba y armaba un gran estrépito mientras el motor artrítico lidiaba con la subida del serpenteante camino de montaña. El sol salía por los acantilados y pintaba el horizonte con pinceladas de tonos pastel, produciendo un fulgor pálido y extraño en los techos de pizarra de las aldeas de pescadores por las que pasaban.

Bryson pensaba en la mujer bella y extraordinaria que dormía en el asiento junto a él, con la cabeza apoyada en la ventanilla que vibraba.

Era fuerte y aguerrida, y sin embargo había algo de vulnerable y hasta de melancólico en ella. Era en efecto una combinación atractiva, pero el instinto le decía que tuviera cuidado por un sinnúmero de razones. Se parecía demasiado a él, era una superviviente cuya apariencia fuerte ocultaba una vida interior extremadamente complicada que por momentos daba la impresión de estar en guerra consigo misma.

Y además estaba Elena, siempre Elena, una presencia fantasmal, ya de por sí un misterio. La mujer a la que nunca conoció realmente. La promesa de encontrarla se había convertido para él en una sirena que le llamaba, esquiva y traicionera.

Pensando en Layla especulaba a lo sumo con una complicidad estratégica, una alianza simplemente por conveniencia. Ella y Bryson sacaban provecho uno del otro, se ayudaban; su relación tenía algo casi frío, puramente táctico. No había nada más que eso. Ella no era más que un medio para alcanzar un fin.

El cansancio se empezaba a apoderar de él y detuvo el camión en un bosquecillo. Se echó a dormir durante lo que creyó fueron unos veinte minutos; se despertó de una sacudida varias horas después. Layla dormía aún profundamente. Se maldijo un instante; no era bueno perder tanto tiempo. Por otro lado, el agotamiento físico solía causar errores de cálculo y de juicio, de modo que quizás el sacrificio había valido la pena.

Al regresar a la carretera, advirtió que el camino se empezaba a llenar de gente que iba a pie a Santiago de Compostela. Y lo que había sido un grupo aislado de caminantes se convirtió en una fila, en una multitud incluso. La mayoría iba andando, aunque algunos iban en viejas bicicletas y otros incluso a caballo. Tenían las caras quemadas por el sol; muchos de ellos caminaban con bastones de cuello torcido, llevaban ropa simple y tosca, y tenían mochilas con conchas de vieira atadas a ellas. La concha de vieira, recordó Bryson, era el símbolo del peregrino por el Camino de Santiago, la ruta de peregrinación de unos quinientos kilómetros desde el paso de Roncesvalles, en los Pirineos, al antiguo altar de Santiago. Llevaba mucho tiempo cubrir aquella distancia a pie. El camino estaba lleno de carritos y vendedores gitanos que vendían souvenirs: postales, pájaros de plástico que aleteaban, conchas de vieira, ropa de brillantes colores.

Pero pronto notó otra cosa, algo que no podía explicar con sencillez. Unos kilómetros antes de Santiago, el tráfico empezaba a congestionarse. Los coches y los camiones avanzaban más lentamente, casi pegados unos a otros. Más adelante el tráfico debía de estar obstruido, un atasco quizás. ¿La carretera estaría en obras?

No.

La respuesta se la dieron las barricadas de madera y las luces titilantes que provenían de vehículos oficiales, visibles al superar una curva del camino. Era la policía que paraba el tráfico. La policía española estaba inspeccionando vehículos, hacían el reconocimiento de conductores y pasajeros. Los coches parecían pasar sin problemas, pero paraban a los camiones y los hacían detenerse al costado de la carretera, para revisar matrículas y registros. La multitud de peregrinos pasaba y miraba con curiosidad, sin ser molestada por la policía.

—Layla —dijo él—. ¡Deprisa, despierta!

Ella dio un salto, se asustó, y de inmediato volvió a estar alerta.

—¿Qué… qué ocurre?

—Están buscando nuestro camión.

Enseguida vio lo que ocurría.

—Oh, no. Esos cabrones habrán vuelto en sí y han llamado a la policía…

—No. Ellos no, no directamente. Gente como ésa tiende a evitar a las autoridades en la medida de lo posible. Alguien les habrá ofrecido una cuantiosa suma. Alguien conectado directamente con la policía española.

—¡Guardacostas! Es improbable que haya sido gente de Calacanis, incluso si alguno de ellos sobrevivió.

Bryson sacudió la cabeza.

—Mi teoría es que se trata de alguien completamente diferente. Una organización que sabía que yo estaba a bordo.

—Una organización de inteligencia enemiga.

—Sí, pero no es lo que tú crees.

«Enemiga no es la palabra —pensó—. Diabólica, quizá. Una organización con tentáculos que llegan a puestos altos del gobierno de varias potencias mundiales. El Directorate». De repente, viró bruscamente el camión hacia un costado del camino, a través de una brecha en la fila de peregrinos. Hubo protestas airadas de los vendedores de carritos y bocinazos de coches. Bajó del camión de un salto y desatornilló rápidamente las matrículas con una navaja de bolsillo, y después regresó a la cabina.

—Por si acaso alguno de los que revisa es tan estúpido como para buscar solamente el número de matrícula. El problema seremos nosotros: estarán buscando a una pareja, a un hombre y una mujer de nuestras características, quizá con un disfraz improvisado. De modo que obviamente hemos de separarnos e ir a pie, pero no será suficiente… —La voz de Bryson se fue apagando al ver uno de los carritos que había allí—. Espera.

Unos momentos después estaba conversando en castellano con una gitana grandota que vendía chales y otras prendas tradicionales. Esperaba que este cliente, un español, a juzgar por la fluidez de su castellano y la falta de acento, regateara el precio, pero se sorprendió al ver que el hombre le arrojó un fajo de billetes. Luego fue de carrito en carrito y reunió una pila de ropa, tras lo cual regresó al camión. Layla no salía de su asombro; asintió con la cabeza, y dijo con aire solemne:

—Así que ahora soy una peregrina.

¡Caos, era el más puro caos!

Sonaban las bocinas de los coches, los conductores coléricos gritaban y maldecían. La fila de peregrinos se hizo una multitud, una masa de gente increíblemente diversa cuyo único punto en común era su fe devota. Había ancianos con bastones que daban la impresión de que apenas podían dar un paso, ancianas vestidas completamente de negro, con pañuelos negros en la cabeza que revelaban apenas la parte superior de la cara. Muchos llevaban pantalones cortos y camisetas. Algunos llevaban las bicicletas a pie. Había padres fatigados que llevaban a sus bebés llorando, los niños chillaban con regocijo, y entraban y salían de la multitud. Había olor a sudor, cebollas, incienso, toda una inmensa gama de olores humanos. Bryson tenía una sotana medieval y un bastón de cuello torcido, un atuendo de monje de un pasado distante que ciertas órdenes aisladas usaban aún. Aquí se vendía como un souvenir. Tenía la ventaja de una capucha que Bryson se puso para disimular algunos rasgos suyos, mientras que los demás quedaban ocultos por las sombras. Layla, a unos cincuenta metros detrás de él, llevaba puesta una prenda hecha de tela basta que parecía muselina, con un jersey chillón cubierto de lentejuelas, y en la cabeza tenía un pañuelo rojo brillante. Por extraña que se viera, se confundió perfectamente con el resto de la multitud.

Las barreras de madera que había delante estaban dispuestas de modo que dejaban pasar a los caminantes por un ancho pasaje; dos policías de uniforme estaban a ambos lados de la barricada y examinaban las caras muy por encima a medida que avanzaban. En la otra mitad del camino, dejaban pasar a coches y camiones de uno en uno. Los que iban a pie avanzaban a paso normal, sin sufrir casi demoras, observó Bryson con alivio. Cuando pasó delante de los policías, Bryson anduvo con dificultad, apoyándose en el bastón con el andar de un hombre que se aproxima al fin de un tortuoso viaje. No miró a los policías ni tampoco los pasó por alto. No parecían prestarle atención. En pocos instantes más, estuvo a salvo al otro lado de las barricadas, empujado por un mar de gente.

Un destello de luz. Era el sol fulgurante de la mañana que se reflejaba en la cercanía; volvió la cabeza y vio a otro policía uniformado de pie sobre un banco y con prismáticos potentes sobre el rostro. Al igual que sus compañeros junto a las barricadas, él también escudriñaba las caras de aquellos que entraban a la ciudad por la avenida Juan Carlos I. Estaba de apoyo, o era quizás un segundo filtro, e inspeccionaba la multitud sistemáticamente. El sol ya se hacía sentir, si bien eran las primeras horas de la mañana, y el rostro pálido del hombre parecía encendido.

A Bryson le llamó la atención, intrigado por la tez pálida de aquel hombre y el cabello rubio debajo de la gorra con visera. Los rubios no eran comunes en esa parte de España, pero tampoco eran tan insólitos. Sin embargo, no fue eso lo que despertó su interés. Era la piel pálida, casi blanca. No había policía ni guardia de frontera que pudiera resistir por mucho tiempo en ese clima sin tener la piel curtida, o por lo menos rojiza, debido al fuerte sol. Incluso un policía de escritorio no podría evitar salir al sol camino al trabajo o durante la pausa del almuerzo.

No, ése no era de allí, no era gallego. Bryson dudó incluso que fuera español.

El policía rubio sudaba profusamente y bajó un instante los prismáticos para secarse la cara con el antebrazo. Fue en ese momento cuando Bryson pudo ver por primera vez sus rasgos.

Los ojos grises y somnolientos delataban una concentración feroz, al igual que los labios finos, la piel como tiza y el pelo rubio ceniciento. Conocía a aquel hombre.

De Jartum.

El rubio había sido destinado como experto técnico desde Rotterdam, y estaba de visita en la capital sudanesa con un grupo de especialistas europeos que asesoraban a funcionarios iraquíes sobre la construcción de una planta de misiles balísticos y tomaban pedidos de equipos clave para usar en el montaje de misiles Scud. El rubio era en realidad un intruso, un infiltrado, un agente de penetración. Era del Directorate. Era a su vez un agente encargado de matar, un experto en eliminaciones rápidas. Bryson había estado en Jartum para instalar un sistema de vigilancia y obtener pruebas que más tarde podrían ser usadas contra los iraquíes. Había hecho un intercambio fugaz con el asesino rubio, le había dado microfilms con los informes sobre los objetivos deseados, incluyendo información sobre dónde se hallaban, sus planos y los presuntos fallos de seguridad. Bryson no conocía el nombre de aquel tipo; sólo sabía que era un asesino de piedra, uno de los mejores de la profesión: estupendamente dotado, probablemente un psicópata, el perfecto agente encargado de matar.

El Directorate había enviado a uno de los mejores para matarle. Ya no podía haber dudas de que sus antiguos patrones lo tenían en la mira y «no tenía escapatoria».

Pero ¿cómo le habían encontrado? Quizá los contrabandistas habrían hablado, enfadados porque les habían robado el camión y deseosos de ganarse un premio indudablemente generoso. No había muchos caminos en esta parte del país, muy pocas rutas desde Finisterre, y por lo tanto eran fáciles de controlar desde el aire si tenían rápido acceso a un helicóptero. Bryson no había oído ni visto un helicóptero, pero también era cierto que había habido un período de tiempo en el que se había quedado dormido. Además, el viejo camión hacía tanto ruido que podría haberles pasado un helicóptero por encima de la cabeza sin que ellos lo oyeran.

El camión, que habían abandonado a toda prisa, y era un verdadero faro para los perseguidores, debió ser la evidencia de que él y Layla se encontraban cerca. Y sólo había dos maneras de tomar aquel camino: hacia Santiago de Compostela o en la dirección opuesta. Sin duda ambas posibilidades habían sido cubiertas y se habían bloqueado en diferentes puntos de convergencia.

Quiso girarse para ver si Layla venía aún detrás de él, para comprobar si estaba aún a salvo, pero no podía correr el riesgo.

Sintió que el pulso se le aceleraba. Miró a otra parte, pero era demasiado tarde. Había visto en los ojos del asesino el momento en que le había reconocido. «Me ha identificado; sabe quién soy».

Pero echarse a correr, hacer cualquier movimiento súbito que le hiciera apartarse de la multitud, habría sido como hacer señas para confirmar las sospechas del asesino. Además, el agente encargado de matarlo no podía estar seguro a esa distancia. No sólo habían pasado años desde que se vieron en Jartum, sino que la sotana con capucha que llevaba puesta Bryson le oscurecía el rostro, y el asesino no abriría fuego indiscriminadamente.

Prácticamente, el tiempo se había detenido mientras la cabeza de Bryson marchaba a toda velocidad. El cuerpo le produjo adrenalina, le palpitaba el corazón, pero se esforzó en no acelerar el paso. No podía permitirse apartarse de la multitud.

Por el rabillo del ojo, Bryson vio que el asesino se volvía hacia él y que su mano derecha buscaba el arma que llevaba enfundada a la cintura. El gentío de los peregrinos era tan denso que casi arrastraba a Bryson, pero a un paso que era insufriblemente lento. ¿Cómo puede estar seguro el asesino de que soy el hombre que busca? Con la capucha… y entonces Bryson se dio cuenta con exasperación de que era precisamente el hecho de que llevara una capucha lo que le distinguía de los demás; bajo los rayos del sol, algunos hombres llevaban gorras para protegerse la cabeza, pero una capucha almacenaba la temperatura y era insoportablemente calurosa; no había nadie entre los que vestían el anticuado atuendo monástico que tuviera puesta la capucha. Se destacaba en la multitud.

Aunque no se atrevía a darse la vuelta, advirtió el movimiento repentino y brusco, el destello de luz sobre un objeto de metal que era seguramente una pistola. El asesino había sacado su arma; Bryson lo percibió casi por instinto.

De repente se agachó, fingiendo un desmayo, con lo cual provocó en el acto que la multitud alrededor comenzara a tropezar. Hubo gritos de indignación; una mujer se alarmó a viva voz.

Y un segundo después se oyó la tos mortal de un silenciador de pistola. Alaridos agudos y aterrorizados. Una joven a pocos pasos de distancia se derrumbó, le habían volado la tapa de los sesos. La sangre salpicó en un radio de unos dos metros. La multitud empezó a salir en estampida; hubo gritos de miedo y de angustia. La tierra volaba cerca de allí con el impacto de las balas. El asesino disparaba rápidamente, con la pistola en modo semiautomático. Una vez que identificó a su blanco, ya no le importaba fulminar a inocentes.

En el medio de aquel pandemónium, la multitud enloquecida y a la desbandada atropello a Bryson, que hacía un esfuerzo por ponerse de pie, con la capucha bajada, e inmediatamente volvía a ser derribado otra vez al suelo. Por todas partes se oían gritos y gemidos de heridos y moribundos, algunos de los cuales estaban a su lado. Logró enderezarse y se lanzó hacia adelante, víctima de continuos golpes de aquellos que intentaban escapar del frenesí.

Tenía pistolas, pero sacar una y repeler el fuego habría sido suicida. Seguro que lo superaban en número: en el momento en que disparara estaría enviando una señal para que le localizasen los resueltos matones que había mandado el Directorate. En cambio, corrió hacia el frente, encorvado y con la cabeza gacha, camuflado por la confusión de cuerpos.

Las balas acribillaron una farola de acero a tres metros de él, lo cual quería decir que el asesino rubio lo había perdido de vista, desorientado por la multitud arrebatada. A unos seis metros por delante de él se oyó otro grito, y el cuerpo de un hombre que iba en bicicleta se arqueó al recibir un balazo en la espalda. Ahora el rubio disparaba a fantasmas; eso le convenía a Bryson, pues creaba un gran disturbio y le permitiría esfumarse en él. Corrió el riesgo de mirar a su alrededor, como tantos otros que trataban de ver de dónde venían los disparos, y se desconcertó al ver que el asesino rubio era impulsado hacia adelante como si le empujaran. ¡Lo había alcanzado una bala! El tirador giró sobre su propio tronco y después se vino abajo sobre una valla, muerto o bien gravemente herido. ¿Pero quién le había disparado? Un destello escarlata: un brillante pañuelo rojo que desapareció en la multitud.

Layla.

Aliviado, se volvió y siguió avanzando entre el gentío, como un tablón a la deriva llevado por una poderosa corriente. No podía avanzar en dirección a ella y en contra de la corriente aunque lo quisiera; ciertamente no se atrevía a hacerle señas. Sabía de sobra cómo el Directorate organizaba sus golpes de máxima prioridad, y éste era evidentemente uno de ellos. No escatimaban personal. Un agente enviado para matar era como una cucaracha: donde había una, ciertamente habría más. ¿Pero dónde? El tirador rubio de Jartum parecía estar actuando solo, lo cual quería decir que los demás serían su apoyo. Pero no se les veía por ninguna parte. Bryson conocía demasiado bien la metodología del Directorate como para creer que el rubio actuaba por su cuenta.

La multitud de peregrinos estaba fuera de sí, era como un disturbio, una masa de gente aterrada y enloquecida: algunos intentaban correr por la avenida, otros en la dirección opuesta. Lo que por unos instantes había sido el lugar ideal para ocultarse se había vuelto ahora violento y peligroso. Él y Layla habrían de alejarse del gentío llevado por el pánico, desaparecer en Santiago y hallar un medio para llegar al aeropuerto de Labacolla, situado a once kilómetros hacia el este.

Se apartó de la corriente de caminantes y bicicletas, un ciclista que perdía el equilibrio estuvo a punto de atropellado, y se aferró a un poste de luz para no ser llevado por la masa mientras esperaba a que apareciera Layla. Buscó su rostro entre la multitud que pasaba, pero sobre todo buscaba el pañuelo rojo. También había de estar atento a otras anomalías: destellos de acero, uniformes de policía, el aspecto inconfundible de un asesino a sueldo. Bryson se dio cuenta de que su apariencia resultaba extraña: la gente lo miraba. Un peregrino en particular, que estrechaba entre los pliegues de su atuendo marrón de monje lo que parecía una biblia, lo observaba con evidente curiosidad desde el otro lado de la abarrotada avenida Juan Carlos I. Bryson distinguió la mirada del monje en el preciso instante en que éste sacaba su biblia, pero el objeto era largo y acerado.

Una pistola.

En la fracción de segundo que le llevó interpretar lo que veía, Bryson dio un brinco hacia la derecha y chocó con un ciclista de mediana edad, al que derribó, mientras trataba desesperadamente de no perder el equilibrio en su bicicleta y le gritaba enfadado.

Algo le escupió; una explosión de sangre salpicó el rostro de Bryson. Le habían volado los sesos al ciclista, dejando tan sólo una herida abierta, una masa asquerosa y carmesí. Volvieron a oírse gritos por todas partes. El hombre estaba muerto, el tirador con la sotana de monje estaba a unos quince metros de distancia, con la pistola apuntando hacia él y abriendo fuego.

¡Era una locura!

Bryson se dio la vuelta, entre las patadas en la cabeza y la espalda que le propinaba la multitud presa del pánico y en la desbandada. Cogió un arma de la pistolera, la Beretta, y la desenfundó.

Un hombre gritó:

¡Unha pistola! ¡Ten unha pistola!

Sobre una farola de hierro golpearon las balas con gran estrépito, y rebotaron contra el suelo a pocos metros de él. Bryson se levantó rápidamente y, tambaleándose aún, localizó al monje asesino y apretó el gatillo.

El primer disparo golpeó al asesino en el pecho, y éste dejó caer la pistola; el segundo disparo, justo en el medio del pecho, volteó al hombre por completo.

A su izquierda, destellando al costado de su campo de visión, había un objeto que Bryson reconoció instintivamente como otra arma. Se volvió a tiempo para detectar a otro hombre, disfrazado también de peregrino, que alzaba una pequeña pistola negra hacia él a menos de seis metros de distancia. Bryson giró bruscamente a la derecha, fuera de la línea de tiro, pero la repentina explosión de dolor en el hombro izquierdo, que disparaba líneas de fuego por el pecho, le hizo comprender que le habían dado.

Perdió el equilibrio, las piernas ya no lo sostenían. Se derrumbó en el pavimento. El dolor era insoportable; sentía cómo la sangre caliente le empapaba la camisa, el brazo izquierdo lo tenía paralizado.

Unas manos lo agarraron. Desorientado y con la vista nublada, Bryson reaccionó aporreando a su agresor, pero entonces oyó la voz de Layla.

—¡No, soy yo! Por aquí. ¡Por aquí!

Ella le agarró el hombro bueno, el codo, le ayudó a erguirse y lo sostuvo.

—¡Estás bien! —gritó Bryson con alivio, en medio de aquel caos poco razonablemente, porque después de todo le habían disparado a él.

—Yo estoy bien. ¡Venga!

Lo condujo a un lado, a través de la estampida de peregrinos frenéticos que habían entrado ahora en un pánico sin límites. Bryson se obligó a andar y apretó el paso a pesar del dolor. Distinguió a otro monje que le observaba a pocos pasos de distancia, y también estrechaba algo en la mano. Bryson reaccionó en el acto y sacó la pistola, le apuntó justo cuando el monje sacaba el objeto alargado, una biblia, y se lo llevaba a los labios, lo besaba y rezaba en voz alta en medio de aquella violencia, de aquella locura.

Entraron a un parque grande y espacioso, con jardines cuidados e hileras de eucaliptos.

—Debemos encontrar un sitio para que descanses —dijo Layla.

—No. La herida es superficial…

—¡Estás sangrando!

—Creo que ha sido un rasguño. Obviamente rozó algunos vasos sanguíneos, pero no es para nada tan serio como parece. No nos podemos permitir el lujo de descansar aquí; ¡hemos de seguir adelante!

—Pero ¿adónde?

—Mira. Recto, al frente, cruzando el camino, hay una catedral, una plaza. La praza do Obradoiro, que está atestada de gente. Hemos de quedarnos con la multitud, confundirnos con ella cada vez que podamos. Hagamos lo que hagamos, no debemos destacarnos. —Percibió que ella dudaba por un instante, y agregó—: Después nos ocuparemos de mi herida. En este momento hay problemas más urgentes.

—No creo que tengas una idea de la cantidad de sangre que estás perdiendo.

Con fría objetividad le desabotonó la parte de arriba de la camisa y despegó con delicadeza la tela manchada de sangre del hombro; Bryson sintió una punzada de dolor. Ella palpó suavemente la herida; el dolor se hizo más fuerte, fue como un rayo dentado.

—Vale —añadió ella—, podemos volver a esto más tarde, pero hemos de detener la pérdida de sangre. —Se quitó el pañuelo rojo de la cabeza y lo ató firmemente alrededor del hombro, sujetado del antebrazo, y de ese modo fabricó una especie de torniquete que serviría por el momento—. ¿Puedes mover el brazo?

Él hizo un gesto con el brazo y esbozó una mueca de dolor.

—Sí.

—¿Duele? No te hagas el héroe.

—No lo soy. Yo nunca paso por alto el dolor; es una de las maneras más valiosas que tiene el cuerpo para decirnos algo. Y sí, duele. Pero ya he pasado por peores, créeme.

—Te creo. Ahora bien, hay una catedral en la colina…

—La catedral de Santiago. La plaza que la rodea, la Praza do Obradoiro, a veces llamada praza de España, es el término de la peregrinación, y está siempre repleta de gente. Un buen sitio para perder de vista a nuestros perseguidores y encontrar un vehículo. Debemos salir de este espacio abierto cuanto antes.

Se dirigieron por el sendero bordeado de eucaliptos. De pronto, dos ciclistas que pasaban a toda velocidad alcanzaron a hacer un rodeo de unos pocos centímetros, y luego continuaron por el sendero. Parecían totalmente inocentes, supuestamente una pareja de peregrinos rumbo al centro de la ciudad, pero asustaron a Bryson. Quizá la pérdida de sangre le estaba atontando. Los asesinos mandados por el Directorate estaban disfrazados, con un ingenio diabólico, de peregrinos religiosos. Todas las personas con las que se cruzaran, cualquier persona en la multitud podía ser un asesino enviado para matarle. Por lo menos, en un campo de minas el ojo avizor podía distinguir una mina del campo. Pero aquí no había tal distinción.

Salvo las caras conocidas.

Algunos —no todos, pero algunos de los agentes enviados para matarlo, los cabecillas— eran hombres que Bryson conocía, con los que había tratado en el pasado, aunque fuera ocasionalmente o hiciera mucho tiempo. Los habían enviado porque podrían localizarlo con más facilidad entre la multitud. Pero era un arma de doble filo: si lo reconocían, él también los reconocería a ellos. Si seguía en guardia, vigilante, podría verlos antes de que ellos lo vieran a él. No era mucha ventaja, pero era todo lo que tenía, y debía explotarla al máximo.

—Espera —dijo abruptamente—. Me han visto, y a ti también. Puede que no sepan quién eres, aún no. Pero a mí sí que me conocen. Y tengo la camisa manchada de sangre, el torniquete rojo. No, no podemos dejarnos ver así.

Ella asintió.

—Déjame buscar una muda de ropa.

Estaban pensando en lo mismo.

—Esperaré aquí… no, tengo otra idea. —Bryson señaló una catedral antigua y pequeña cubierta de musgo, rodeada de jardines con plantas exóticas—. Esperaré allí dentro.

—Bien.

Layla corrió a toda prisa por el sendero hacia la plaza principal, al tiempo que él se dio vuelta y se dirigió a la iglesia.

Esperó ansiosamente en la catedral oscura, fría y desierta. Varias veces se abrieron las puertas pesadas de madera; cada vez era un auténtico peregrino o un turista, o al menos eso es lo que parecían. Mujeres con niños, parejas jóvenes. Estudió a cada uno mientras espiaba desde un rincón oculto de la antecámara. Uno nunca podía estar seguro, pero no tenían ninguna de las señas, nada que activara su alarma interna. Veinte minutos después, las puertas volvieron a abrirse; era Layla, trayendo un bulto envuelto en papel.

Se cambiaron por separado en los servicios de la catedral. Ella había calculado exactamente la talla de él. Ahora estaban vestidos con el atuendo sencillo de turistas de clase media: una falda y una blusa simples para ella, con un sombrero para el sol adornado con motivos alegres; pantalones caqui, un polo blanco de manga corta y una gorra de béisbol para él. Había conseguido incluso un par de vendas grandes y un desinfectante yodado para limpiar provisionalmente la herida. Hasta había encontrado dos cámaras: una videocámara de mala calidad y sin película para él; una cámara de 35 mm con correa y de peor calidad aún para ella.

Diez minutos después, con gafas de sol a la moda, yendo de la mano como si fuera su luna de miel, entraron en la inmensa y atiborrada praza do Obradoiro. La plaza estaba repleta de peregrinos, turistas y estudiantes; los vendedores ofrecían por la calle postales y souvenirs. Bryson se detuvo frente a la catedral, aparentando que filmaba la fachada barroca del siglo XVIII, cuya pieza central era el Pórtico de la Gloria, la asombrosa escultura del románico español del siglo XII, coronada con los retratos de ángeles y demonios, monstruos y profetas. Mientras miraba por la lente del visor, recorrió el pórtico con la cámara, luego pasó por la fachada de la catedral hasta tomar una panorámica de la multitud de turistas y peregrinos, como si registrara toda la escena en vídeo, un cineasta aficionado.

Bajó la cámara y se volvió hacia Layla, sonriente y asintiendo como un turista orgulloso. Ella le tocó el brazo y se confundieron en una pantomima exagerada de cariño típica de los recién casados, para desviar las sospechas de cualquiera que estuviese mirando. El disfraz de él era mínimo, pero al menos la punta de la gorra de béisbol arrojaba una sombra sobre su cara. Quizá bastaría para inducir a la incertidumbre y provocar dudas en los observadores.

Entonces Bryson advirtió un movimiento, un desplazamiento sincronizado, en varios puntos a la distancia. En todas partes alrededor suyo había movimientos, pero sobre aquel fondo había un movimiento coordinado y simétrico. Nadie que no hubiera tenido su extensa experiencia de campo lo habría percibido. ¡Pero allí estaba, él no tenía dudas!

—Layla —dijo en voz baja—. Quiero que te rías por algo que acabo de decir.

—¿Reírme…?

—Ahora mismo. Te acabo de contar algo divertidísimo.

De repente, ella se echó a reír, con la cabeza hacia atrás con desenfreno. Era un acto de lo más convincente que Bryson, aunque se lo había pedido y lo esperaba, hallaba desconcertante. Era una actriz consumada. Se había convertido en un instante en la amante encantada que creía que cada broma de su nuevo marido era enormemente divertida. Bryson sonrió con modestia pero satisfecho, en reconocimiento a su propia ingeniosidad. Mientras él sonreía, cogió la cámara de vídeo y miró por el visor, tomando una panorámica de la multitud que los rodeaba como ya había hecho un momento antes. Pero esta vez buscaba algo en particular.

A pesar de sonreírse, la voz de Layla se oyó tensa.

—¿Has visto algo?

Ahora lo encontró.

Una formación clásica en tríada. En tres puntos de la plaza, tres personas estaban quietas, mirando con sus binoculares en dirección a Bryson. En sí, ninguno de ellos era excepcional ni llamaba la atención; podrían haber sido turistas de paseo. Pero los tres representaban un ominoso conjunto. A un lado de la plaza había una joven, de cabello claro y bien peinado, que llevaba una chaqueta de sport demasiado calurosa para un día como ése, pero que serviría para ocultar una pistolera. Al otro extremo, representando el segundo lado de un triángulo isósceles, había un hombre de cara rolliza y barba, fornido y vestido con un atuendo negro de clérigo; los poderosos prismáticos desentonaban, no eran la clase de instrumento óptico que se espera de un hombre del clero. En el tercer lado del triángulo había otro hombre, fibrado y moreno, que tendría poco más de cuarenta años; era este hombre quien le traía recuerdos a Bryson y exigía un estudio más detallado. Apretó el botón del zoom, enfocó y obtuvo un primer plano del hombre moreno.

Sintió un escalofrío.

Conocía a aquel hombre, había tratado con él varias veces en misiones de máxima prioridad. De hecho le había contratado para el Directorate. Era un campesino llamado Paolo, de una aldea cercana a Cividale. Paolo siempre actuaba en colaboración con su hermano, Niccolò. Los dos habían sido cazadores legendarios en la remota colina del noroeste de Italia en donde habían crecido, y así se convirtieron fácilmente en diestros cazadores de humanos, en asesinos de raro talento. Los dos hermanos eran cazadores de recompensas muy cotizados, mercenarios, asesinos a sueldo, corruptos. En el pasado, Bryson los había contratado para trabajos ocasionales, incluyendo la peligrosa infiltración de una empresa rusa llamada Vector, de la que se decía que estaba metida en la investigación y manufactura de armas biológicas.

Adonde iba Paolo, iría Niccolò. Eso quería decir que habría al menos uno más, apostado en algún lugar fuera de los tres lados de la tríada.

A Bryson le palpitaba el corazón; sentía el cuero cabelludo más susceptible.

Pero ¿cómo los habían localizado tan fácilmente? Ya habían perdido de vista a los perseguidores, de ello estaba seguro; ¿cómo habían hecho para dar otra vez con ellos, en medio de un gentío de semejantes proporciones, y en especial habiéndose cambiado de ropa y alterado el aspecto?

¿Tenía algo que ver con la ropa: demasiado nueva, demasiado brillante y de alguna manera no del todo apropiada? Pero Bryson se había tomado el trabajo de rayar los mocasines flamantes de cuero contra el pavimento, frente a la iglesia donde habían hecho un alto, y se había asegurado de que Layla hiciese lo mismo. Había hasta ensuciado la ropa con una pizca de tierra.

¿Cómo habían dado con ellos?

La respuesta llegó de un modo lento y exasperante, una terrible certeza. Sintió el calor de la sangre en el hombro izquierdo, que había rezumado del vendaje; no le hacía falta mirar ni tocar la zona para estar seguro. La herida de bala no había dejado de sangrar, profusamente, impregnando la tela de su tricota y poniendo una buena parte de su camisa amarilla de color carmesí. La sangre los había delatado, había sido la señal, echando por tierra todas las precauciones que habían tomado y desenmascarando su disfraz.

Los perseguidores lo habían localizado por fin, y ahora venían a matarle.

Ciudad de Washington

El senador James Cassidy sintió las miradas de sus colegas —algunas de aburrimiento, otras de recelo— cuando se puso pesadamente de pie, apoyó sus manos gruesas y con lunares en la tan usada barra de madera, y comenzó a hablar con voz de barítono dulce y sonora:

—En las cámaras y salas de comité damos gran importancia, todos nosotros, a los escasos recursos y las especies en peligro de extinción. Hablamos sobre cómo administrar del mejor modo los recursos naturales limitados en una época en que todo parece estar a la venta, en que todo tiene una etiqueta con el precio y un código de barras. Pues bien, he venido aquí para decir algo acerca de otra clase de especie en peligro, un producto en vías de desaparición: la mera noción de privacidad. En los periódicos, leo que un experto en Internet dice: «Vosotros ya no tenéis privacidad. Aceptadlo». Pues aquellos de vosotros que me conocen sabrán que yo no soy ni remotamente uno de los que irá a aceptarlo. Y digo: deteneos un momento y mirad alrededor. ¿Qué veis? Cámaras y escáners y gigantescas bases de datos de un alcance que desafía el entendimiento humano. Los empresarios pueden seguir todos los aspectos de nuestra vida, desde la primera llamada telefónica que hacemos en la mañana hasta el momento que el sistema de seguridad dice que hemos salido de casa, pasando por la cámara de vídeo en el peaje y la tarjeta que nos dan para el almuerzo. Poneos en fila, y cada transacción, cada «marca», se rastrea y registra por medio de los llamados infomediarios. Hay empresas privadas que se han dirigido al FBI con la propuesta de que les venda los documentos que tiene de ellas, la información, como si la información no fuera sino un artículo más del gobierno para ser puesto a la venta. Éste es el inicio de algo preocupante: la república desnuda. La sociedad vigilante.

El senador miró alrededor y vio que estaba viviendo un momento inusual: los colegas le estaban prestando realmente atención. Algunos se habían quedado paralizados, otros parecían escépticos. Pero le prestaban atención.

—Y os hago una pregunta: ¿queréis vivir en un lugar así? No veo ningún motivo para creer que la anhelada noción de privacidad tenga la menor esperanza frente a las fuerzas dispuestas en su contra: cuerpos de policía demasiado entusiastas a nivel nacional e internacional, mercaderes, corporaciones, compañías de seguros, los nuevos conglomerados autosuficientes y los millones de tentáculos de las empresas enredadas con el gobierno y las corporaciones. Quienes quieren mantener el orden, quienes quieren sacaros hasta el último duro: las fuerzas del orden y las fuerzas del comercio: ¡qué alianza más formidable, caballeros! A eso se opone precisamente la privacidad, nuestra privacidad. Es una batalla encarnizada, pero de un sólo bando. Y entonces mi pregunta, la pregunta para mis distinguidos colegas a ambos lados del pasillo, es muy simple: ¿En qué bando estáis?