Bryson miró fijamente a la mujer.
—¡Venga de una vez! —le llamó ella, con una voz rayana en la desesperación—. Si quisiera matarle, ya lo habría hecho. Llevo ventaja, yo tengo el infrarrojo y usted no.
—Ahora ya no me lleva ventaja —contestó Bryson, sosteniendo la pistola robada con mano firme, apuntando hacia abajo y pegada al cuerpo.
—Conozco este buque como la palma de mi mano. Ahora bien, si quiere quedarse aquí a jugar, allá usted. A mí no me queda otra opción que abandonar el buque. Las fuerzas de seguridad de Calacanis son enormes: hay muchos más, probablemente están ahora mismo en camino. —Con la mano libre, señaló un objeto montado encima de un mamparo, cerca del techo de la sala del generador. Bryson se dio cuenta de que era una cámara de vigilancia—. Tiene buena parte del buque con cámaras, pero no todo. Conque puede seguirme e intentar salvarse, o quedarse aquí y morir. ¡Usted escoge!
La mujer se volvió deprisa, corrió por la pasarela y subió unos cuantos escalones de metal hasta una escotilla. Le sacó el pestillo, volvió a mirar hacia atrás y giró bruscamente la cabeza en dirección a la abertura, haciéndole gestos de que la siguiera.
Bryson vaciló sólo algunos segundos y después la siguió.
La cabeza le daba vueltas; intentaba entender a la mujer. ¡Preguntas! ¿Quién era ella? ¿Qué hacía, qué quería, por qué estaba allí?
Obviamente, la mujer no era tan sólo una camarera del buque.
Entonces, ¿quién era?
Ella le hizo señas de que se acercase; la siguió a través de la escotilla, sin soltar un momento la pistola.
—¿Qué está…? —empezó a decir Bryson.
—¡Cállese! —susurró ella—. El sonido viaja muy rápido aquí. —Ella cerró la escotilla detrás de él y puso el pestillo. El ruido terriblemente fuerte de la sala del generador quedaba atrás—. Éste es un buque antipiratas, afortunadamente para nosotros. Construido especialmente con pasadizos que pueden cerrarse con llave.
Él se quedó mirándola, distraído momentáneamente por su llamativa belleza.
—Tiene razón —dijo despacio pero con energía—, no me quedan muchas opciones en este momento, pero será mejor que me diga lo que ocurre aquí.
Ella le devolvió la mirada, que era a la vez franca y desafiante, y murmuró:
—Ahora no hay tiempo para explicaciones. Yo también estoy en una misión. Investigo una transferencia de armas a ciertos grupos que pretenden hacer volver a Israel de vuelta a la Edad de Piedra.
«Mossad», se dijo él. Pero por su acento parecía libanesa, del valle de Bekaa; había algo que no concordaba. ¿Acaso un agente del Mossad podría ser libanés y no israelí?
La mujer ladeó la cabeza como si oyera un ruido distante que él no percibía.
—Por aquí —dijo ella de golpe, yendo a saltos escaleras arriba.
La siguió hasta un rellano, luego a otra escotilla que daba a un pasillo largo, oscuro y vacío. Ella se detuvo un instante y miró a ambos lados. A medida que sus ojos se adaptaban a la luz tenue, Bryson vio que el túnel seguía indefinidamente, hasta donde alcanzaba la vista. Parecía ser tan largo como el mismo buque, de proa a popa; tenía el aspecto de ser un corredor de servicio poco usado.
—¡Venga! —susurró ella, y de repente se echó a correr.
Bryson la siguió, haciendo más largas las zancadas para ir a la par de aquel paso de relámpago de la mujer. Notó que ella tenía un andar elástico y ligero, prácticamente silencioso. Él la emuló, y entonces se dio cuenta de que trataba de reducir al máximo las reverberaciones en la superficie de acero, para no ser oídos y para poder escuchar si les seguían, pensó él.
Menos de un minuto después, cuando ya habían cubierto una buena distancia por el túnel oscuro, él creyó oír un sonido apagado que venía de popa, detrás de ellos. Giró la cabeza y vio un cambio en el juego de sombras al final del túnel. Pero antes de que pudiera decirle algo, la vio saltar bruscamente a la derecha y pegarse contra el mamparo de acero, detrás de una viga vertical de acero. Él hizo lo propio, aunque un segundo después.
En ese momento se oyó una detonación, el estallido de un arma automática. Las balas hicieron impacto en la viga, repiqueteando, haciendo estrépito contra el suelo.
Movió la cabeza rápidamente a la izquierda y vio el penacho de fuego de una ametralladora al final del túnel, el tirador estaba en la sombra y no se distinguía. Hubo otra ráfaga, y después el asesino se puso a correr por el pasillo hacia ellos.
La mujer forcejeaba con una escotilla.
—¡Mierda! ¡No puedo abrirla, está pegada con pintura! —susurró. Y tras arrojar una mirada furtiva al asesino que se aproximaba por el largo y oscuro pasadizo, dijo—: ¡Por aquí!
De pronto saltó al frente, se alejó del mamparo y la viga de acero que los ponían a cubierto, y se lanzó a la carrera. Tuvo razón en salir corriendo; de otro modo, habrían quedado atrapados, eran blancos muy obvios. Él espió un instante a través de la viga, miró atrás y vio que el tirador disminuía el paso, levantaba la ametralladora Uzi y apuntaba directamente a la mujer.
Bryson no lo dudó ni un momento. Apuntó con la pistola al asesino y apretó el gatillo dos veces seguidas. Un cartucho detonó; el segundo disparo no produjo más que un pequeño clic. La recámara estaba vacía.
Pero el tirador quedaba fuera de juego. La Uzi del perseguidor cayó al suelo, al tiempo que el dueño se tambaleaba extrañamente hacia un lado. Incluso a esa distancia, Bryson vio que el hombre había muerto.
La camarera se volvió hacia él con expresión adusta y temerosa, y vio lo que había pasado. Miró por un instante a Bryson con lo que pudo ser un sentimiento de agradecimiento, pero no dijo nada. Él corrió tras la mujer hasta que volvió a alcanzarla.
Por el momento estaban a salvo. De repente, ella giró bruscamente a la derecha y se detuvo de golpe ante otro mamparo, separado también por vigas verticales. Se inclinó, cogió una barra que estaba montada sobre una abertura oval del mamparo y que tenía el tamaño de una boca del alcantarillado y, ágilmente, metió los pies en el agujero como un niño que juega a trepar. Ella desapareció en un instante. Luego él hizo lo mismo, si bien con un poco más de torpeza: a pesar de lo físicamente ágil que era, le faltaba el conocimiento evidente que ella tenía del buque.
Se hallaron en un compartimento en forma de caja y de techos bajos que estaba casi completamente a oscuras; la única luz venía del sombrío corredor de servicio. Cuando su vista se adaptó a la oscuridad, Bryson se dio cuenta de que estaban en un espacio cúbico que se conectaba con otro, por medio de otra boca de alcantarillado, y luego otro, y otro más. Veía con claridad el otro lado del buque. Era un pasaje transversal, comprendió entonces, y cada sección estaba separada de la otra por pesadas vigas de acero. Ella se asomó al siguiente compartimento, y sin avisar se aferró a la barra y deslizó el cuerpo hacia adentro, con los pies por delante.
Bryson la siguió de cerca, pero cuando se estaba incorporando otra vez, ella le susurró:
—¡Shh! ¡Escuche!
Se oía el martilleo distante de pasos sobre el acero. El sonido parecía provenir del corredor de servicio, de donde habían venido ellos, y también de la planta de arriba. Parecía que eran al menos seis hombres.
—Estoy segura de que han encontrado al que usted mató —dijo ella deprisa y en voz baja—. Lo cual les indica que va armado y que probablemente es un profesional. —Su inglés tenía un fuerte acento, pero hablaba con notable fluidez. A juzgar por la entonación, parecía una pregunta, pero él no alcanzaba a verle la expresión de la cara—. Aunque es obvio que lo es, si ha sobrevivido hasta ahora. También saben que usted, que nosotros, no hemos podido ir muy lejos.
—No sé quién eres, pero estás arriesgando tu vida por mí. No me debes nada, pero apreciaría que me dieras una explicación.
—Mire, si salimos de aquí, tendremos tiempo de hablar. En este momento, no. Ahora bien, ¿tiene alguna otra arma?
Bryson sacudió la cabeza.
—Sólo este maldito cacharro, y está vacío.
—Eso no está bien. Nos superan por mucho. Tienen suficientes hombres como para desplegarse en abanico, revisar cada pasadizo, cada bodega. Y como acabamos de ver, están equipados con armamento de primera.
—Es lo que sobra en el buque —comentó Bryson—. ¿Están muy lejos los contenedores?
—¿Contenedores?
—Las cajas. El cargamento.
Aun en la semipenumbra él alcanzó a ver el destello blanco de una sonrisa cuando ella se dio cuenta de qué estaba hablando.
—Ah, sí. Para nada lejos de aquí. Pero no sé qué tienen dentro.
—Pues les echaremos un vistazo. ¿Tenemos que salir otra vez al corredor de servicio?
—No. Hay un pasadizo a través del suelo de uno de estos cubos de vigas. Pero no sé en cuál de ellos, y sin luces corremos el riesgo de caernos en el pozo».
Bryson se metió una mano en el bolsillo, sacó una caja de cerillas y encendió una. El compartimento se iluminó en el acto con una pálida luz ámbar. Se dirigió hacia la siguiente abertura, la corriente de aire le apagó la cerilla, y encendió otra. Ella le seguía de cerca y miró al espacio adyacente.
—Allí es —dijo.
Bryson apagó la cerilla justo antes de quemarse el dedo. Ella alargó la mano para coger la cajita; él se la entregó, pues se dio cuenta de que, como ella iba delante, la necesitaría más que él.
Tan pronto como volvió la oscuridad, ella cogió la barra de acero, levantó los pies y los hundió en la abertura. Cuando volvió a erguirse con la ayuda de una manija que había en el otro compartimento, dio unos golpecitos con los pies en el suelo en busca de acero sólido.
—Vale. Con cuidado.
Bryson se metió por la abertura, se posó con cuidado en el suelo y procuró quedarse en terreno conocido. Ella ya descendía por el pasaje vertical por medio de una escalera de acero que estaba soldada en el lugar. Mientras Bryson esperaba a seguirla hacia abajo, oyó pasos que se acercaban con ruido y gritos; luego vio el rayo de luz de una poderosa linterna que iluminaba el corredor de servicio del que habían venido. Se agachó en el suelo de acero en el preciso instante en que un rayo de luz les alumbró directamente. La linterna se movía lentamente de un lado a otro.
Se quedó paralizado, con la cara pegada al frío acero. Oía las fuertes sirenas del buque, que sonaban sin cesar, pero extrañamente se habían vuelto casi un ruido de fondo sobre el cual ahora podía oír otros sonidos más sutiles.
Contuvo la respiración. La luz iluminó el centro del pasaje, luego se detuvo, como si hubiera dado con él. Sintió que el corazón le latía con tanta fuerza que habría jurado que se escuchaba. Después el rayo de luz siguió de largo y desapareció.
El ruido de las pisadas también pasó de largo.
—¡Aquí no hay nada! —gritó una voz.
Inmóvil, aguardó un minuto que le pareció una eternidad. Después, con mucho tiento buscó los bordes redondos de la abertura en el suelo hasta que sus dedos hallaron el acero de la escalera que sobresalía.
En pocos segundos, él también bajó por aquella escalera.
Parecía que descendían interminablemente, cientos de pies, aunque sabía que había de ser menos que eso. Por fin, la escalera llegó a su destino, y los dos empezaron a arrastrarse por un túnel horizontal, largo y oscuro, con el suelo húmedo y que olía a agua de la sentina. El túnel era tan bajo que no podían andar erguidos. Los pasos de los perseguidores eran ahora tan lejanos y apagados que eran casi inaudibles. La mujer se movía deprisa por el túnel, agachada, casi en posición de cangrejo, y Bryson acabó haciendo lo mismo. Luego el túnel torció hacia la derecha, y ella cogió el principio de otra escalera vertical de metal y empezó a subir con agilidad. Bryson la siguió, pero este ascenso fue breve; iba a dar a lo que parecía otro corredor. La mujer encendió una cerilla, y así vieron que a ambos lados del corredor había paredes empinadas de acero muy ondulado; él no tardó en comprender que las paredes eran de hecho los lados de los contenedores, puestos uno junto al otro. La pasarela iba entre dos largas hileras de contenedores.
Ella se detuvo, se puso de rodillas, encendió otra cerilla y examinó una etiqueta pegada a un contenedor.
—ÁGUILA DE ACERO 105, 107, 111… —leyó en voz baja.
—CUCHILLOS. CALIDAD DE CAMPO, OPERACIONES TÁCTICAS. Sigue mirando.
Avanzó hasta el próximo contenedor.
—TECNOLOGÍAS OMEGA…
—COMPONENTES ELECTRÓNICOS DE GUERRA. Santo cielo, aquí tienen de todo. Pero esto no nos servirá de nada.
—IFF CRIPTO MARK 12…
—Sistemas criptográficos para transponedores e interrogadores. Prueba la próxima carga. ¡Deprisa!
Mientras tanto, Bryson estaba en cuclillas delante de otro contenedor en la hilera de enfrente, tratando de identificar la etiqueta a la luz mortecina que le llegaba de la cerilla que sostenía la mujer a un par de metros de distancia.
—Creo que aquí tenemos algo —dijo—. Granadas XM84, no letales, sin fragmentación. Se encienden y explotan. —Murmuró para sus adentros—. Preferiría algo letal, pero los mendigos no tienen voz ni voto.
—AN/PSC-11 SCAMP —siguió leyendo ella despacio.
—Varios canales, antibloqueo, portátil. Continúa.
La mujer apagó una cerilla y encendió otra.
—¿ANFATDS?
—Sistema de datos tácticos para la artillería de campo del ejército. Tampoco nos servirá de mucho.
—¿AN/PRC-132 SOHFRAD?
—Radio de alta frecuencia para operaciones especiales. Nada.
—Tadiran…
No la dejó continuar.
—Un fabricante israelí de telecomunicaciones y electrónica. De tu país. Nada que podamos usar.
Entonces vio la etiqueta en el contenedor siguiente: GRANADAS M-76 Y GRANADAS ANTIMOTINES M-25 CS, usadas por el ejército y la policía para controlar manifestaciones.
—Ahora sí —dijo entusiasmado, tratando de no levantar la voz—. Esto es exactamente lo que nos hace falta. ¿Sabes cómo abrir estas cosas?
Ella se volvió hacia él.
—Todo lo que necesitamos es algo para cortar los pernos. Estos contenedores tienen un precinto para evitar pillajes, pero en realidad tampoco es tan difícil abrirlos.
El primer contenedor se abrió sin dificultad una vez que cortaron el precinto de seguridad. El cable metálico que cruzaba en equis la parte frontal del contenedor de tres metros de altura saltó rápidamente, y luego se abrió una puerta. En el interior había apiladas cajas de granadas y otras armas: una verdadera lámpara de Aladino de armamentos.
Diez minutos después, habían juntado una pila de diversas armas. Cuando se familiarizaron con el modo de usarlas y cómo evitar que estallen por accidente, Bryson y la mujer empezaron a meterse los objetos pequeños, granadas y municiones en los bolsillos de sus chalecos blindados Kevlar. Los objetos más grandes se los pusieron sobre los hombros y en la espalda por medio de fundas improvisadas, mochilas y pedazos de soga; los más grandes sencillamente los cargarían. Los dos llevaban cascos Kevlar con protectores para la cara.
De repente se oyó un estruendo directamente encima de ellos, luego otro. El chirrido de metal que raya otro metal. Bryson se deslizó hacia el pequeño espacio que había entre dos contenedores y, sin decir una palabra, le hizo señas a la mujer de que hiciese lo mismo.
Un hilo de luz brillante apareció desde arriba al abrirse una compuerta en el techo, que en realidad era una abertura en la escotilla sobre la bodega con los contenedores. La luz provenía de varias linternas de alta intensidad, en manos de tres o cuatro soldados de Calacanis. Detrás de ellos, a su lado, había más, muchos más, e incluso desde un ángulo, desde abajo y en diagonal, Bryson vio que estaban fuertemente armados.
¡Dios! Esperaba un enfrentamiento, ¡pero no aquí, no tan pronto! No había tenido oportunidad de formular una estrategia, de coordinar nada con la rubia sin nombre, que por alguna razón se había convertido en su cómplice.
Empuñó su fusil de asalto kaláshnikov AK-47 de fabricación búlgara, y lentamente apuntó hacia arriba, recorriendo mentalmente las opciones que tenía. Dispararles desde allí sería equivalente a arrojar una bengala para confirmar su ubicación. Los hombres de Calacanis no podían estar seguros de que Bryson y la mujer estuviesen allí.
Entonces Bryson alcanzó a ver un surtido de armas pesadas que yacían abandonadas en el suelo de acero de la pasarela. Eso le indicaba al enemigo que estaban en lo cierto, que habían identificado con precisión los sonidos que venían de abajo: que su presa, o bien se encontraba allí o había estado hasta hace poco.
¿Pero por qué no abrían fuego?
Cuando a uno lo superan en número, ha de pasar al ataque. Su instinto le decía que debía abrir fuego antes que ellos, para deshacerse de tantos perseguidores como fuera posible, no importaba si revelaba su posición o no.
Alzó el kaláshnikov, apuntó por la retícula a través de la luz baja y de intensidad variable, y apretó el gatillo.
Hubo una explosión, seguida de inmediato por un grito de agonía, y un soldado de Calacanis se despeñó desde el techo a la rampa de acero a pocos metros de Bryson. Había dado en el blanco; el hombre, con un impacto en la frente, estaba muerto.
Bryson se ocultó en un hueco que había entre los contenedores, preparado para la ráfaga de armas automáticas que sabía vendría como reacción.
¡Pero no sucedió nada!
Se oyó un grito arriba, una orden que parecía un ladrido. Los hombres retrocedieron y adoptaron posturas de tiro, ¡pero no abrieron fuego!
¿Por qué diablos no lo hacían?
Desconcertado, Bryson volvió a levantar el arma, apuntó bien y disparó dos veces más. Uno de los hombres se desplomó de inmediato, muerto; otro se dejó caer, gritando de dolor.
De repente Bryson comprendió: ¡les habían ordenado que no dispararan!
¡No podían correr el riesgo de abrir fuego tan cerca de los contenedores! Las cajas de acero ondulado contenían las armas más explosivas y altamente inflamables que podía haber, no todas, por supuesto, pero suficientes como para ser un peligro. Bastaba un proyectil perdido que penetrase la fina capa de acero de un contenedor para detonar un alijo de bombas, de explosivos plásticos C-4 o vaya a saber qué, desatando una deflagración tal que podría hundir el enorme buque.
Mientras buscaran refugio entre los contenedores, no dispararían. Pero en el momento que él o la mujer salieran y estuvieran a distancia prudencial de los contenedores, un francotirador intentaría ponerles fuera de juego. Eso quería decir que Bryson estaba a salvo mientras permaneciese en su puesto, pero no había forma de escapar, ni salida, y el enemigo ciertamente lo sabía. Esperarían a que saliese, a que cometiera un error.
Bajó el kaláshnikov y se lo colgó en bandolera a un costado. Desde allí veía que la rubia estaba agazapada entre dos contenedores a unos seis metros, mirándole a él y viendo cuál sería el próximo paso. Bryson le hizo señas con el pulgar, primero a la izquierda, luego a la derecha, como una pregunta gestual: ¿por dónde salir?
Su respuesta fue inmediata, también por medio de señas: la única escapatoria era abandonar el refugio de los contenedores y regresar a la rampa en dirección a donde habían venido. ¡Mierda! ¡No les quedaba más alternativa que quedar expuestos! Bryson hizo señas de que él iría primero. Luego alzó la otra arma táctica que tenía, una ametralladora Uzi de fabricación sudafricana. Al mismo tiempo empezó a salir sigilosamente del corredor que les protegía, con la espalda pegada a un contenedor, hasta que estuvo del todo afuera, apuntando con la Uzi a los guardias de arriba. Tan rápidamente como pudieron, dada la carga de armamentos que tenían encima, se dirigieron a la única salida que tenían.
Poco después salió también la mujer, y ahora los dos avanzaban sigilosamente por la rampa, con las espaldas pegadas a las enormes cajas de acero. Varios reflectores, potentes y entrecruzados, seguían e iluminaban cada uno de sus movimientos. Bryson alcanzó a distinguir que varios de los tiradores cambiaban de posición y les apuntaban desde ángulos oblicuos, así podían disparar sin temor a golpear los contenedores. Pero ello requeriría mucha puntería.
Y Bryson no tenía intenciones de darles una oportunidad.
Levantó el kaláshnikov en dirección a los tiradores y, al tiempo que le sacaba el seguro, oyó un estrépito detrás de él. Se volvió enseguida y vio que unos hombres salían por la escotilla que iba a ser su ruta de escape. Esos hombres estaban mucho más cerca y por lo tanto les resultaría más fácil hacer puntería: no dudarían en disparar. ¡Ahora estaban rodeados, no tenían escapatoria!
De repente, se oyeron disparos de ametralladora. Era la mujer, que enseguida volvió a ponerse a cubierto entre dos contenedores. Se oyeron gritos, lamentos, y varios de los hombres que avanzaban desde la escotilla cayeron al suelo, heridos o muertos. Aprovechando el tiroteo, Bryson sacó de un bolsillo de su chaleco antibalas una granada de fragmentación, le quitó el percutor y la arrojó hacia arriba a los hombres de Calacanis. Se oyó un coro de gritos y los hombres se dispersaron justo cuando explotó la granada, lanzando una inmensa lluvia de metralla por todas partes y eliminando a varios hombres. Los fragmentos de metal llegaron a golpear el protector facial de Bryson.
Hubo otra ráfaga de ametralladora de la mujer, en el momento en que varios de los hombres que habían salido por la escotilla avanzaban en abanico con las pistolas en posición. Bryson sacó otra granada y la arrojó hacia arriba; esta vez explotó en el acto, con resultados igualmente devastadores. Luego abrió fuego con la Uzi contra los soldados que se acercaban. Varios fueron heridos; dos de ellos, protegidos con chalecos antibalas, siguieron avanzando. Bryson volvió a disparar. El impacto de los proyectiles, incluso contra los chalecos de Kevlar, fue lo bastante poderoso como para derribar a uno de ellos. Bryson disparó una ráfaga sostenida y le dio al otro en una parte desprotegida de la garganta, matándole en el acto.
—¡Venga! —gritó la mujer.
Vio que ella retrocedía aún más por la estrecha pasarela que había entre los contenedores, que se hundía aún más en la oscuridad. Ella parecía tener otra ruta en mente y no le quedaba más remedio que fiarse de ella, creer en lo que estaba haciendo e ir hacia donde se dirigía. Bryson descargó otra ráfaga de artillería para cubrirse y salió de su refugio protector hacia la rampa. Mientras corría no dejaba de disparar a discreción como un loco. Pero funcionó: alcanzó la pasarela al otro lado, en el preciso instante en que la vio desaparecer hacia la izquierda, por un pasaje entre varios contenedores, llevando a rastras un objeto largo y pesado.
Reconoció el arma. Justo antes de seguirla por el pasaje, Bryson sacó otra granada y la arrojó a los hombres de Calacanis, o, por lo menos, a aquellos que aún estaban en pie.
¡Era una locura!. ¡La mujer arrastraba un arma inmensa y en forma de rifle que sólo entorpecería su fuga!
—Sigue —le dijo él—. Yo me encargo.
—Gracias.
Cogió el arma, se la puso sobre el hombro y se colocó la bandolera de tela alrededor del pecho. Ella bajaba ahora por una reja hacia la hilera de contenedores que había debajo. Él también bajó y la siguió de cerca mientras se escabullía entre otra serie de contenedores. De pronto oyó pasos por todas partes, pero sobre todo por detrás y encima de ellos, y dedujo que los perseguidores se dividían en pequeños grupos. ¿Adónde iba ella? ¿Por qué insistía en transportar esa maldita arma?
La camarera dibujaba un recorrido extraño y con obstáculos, entre los contenedores, y luego agarrándose a la reja descendiendo hasta la planta de abajo. Había unas ocho plantas de contenedores bajo cubierta, debajo de las galerías, y quién sabía cuántas hileras, lo cual formaba un gran laberinto. Eso es lo que hacía ella: ¡Trataba de despistarlos en ese laberinto! Bryson estaba desorientado; no tenía idea de hacia dónde iba ella, pero lo cierto era que se movía deprisa y al parecer con un propósito, de modo que la siguió, con su agilidad un tanto mermada por transportar el arma.
Por fin llegaron a otro túnel vertical con una escalera de acero. Ella trepó casi a la carrera. Bryson empezaba a sentirse sin aliento. Los quince o veinte kilos que llevaba tampoco eran de gran ayuda. La mujer estaba en plena forma, observó. El túnel ascendía por unos quince metros y acababa en otro, horizontal y oscuro, que era lo suficientemente alto como para andar de pie. En cuanto él llegó a este último, ella cerró la escotilla con pestillo.
—Éste es un túnel largo —dijo ella—. Pero si conseguimos llegar cerca del final, a la cubierta número dos, lo habremos logrado.
Luego se echó a correr, deprisa y a grandes zancadas; Bryson la siguió de cerca.
Hubo un chasquido fuerte y con eco, y de pronto estuvieron sumidos en la mayor oscuridad.
Bryson se arrojó al suelo, por una costumbre adquirida tras largos años de operaciones de campo, y oyó que la mujer hacía lo mismo.
La detonación de un disparo fue seguida de inmediato por el sonido de acero contra el acero, cuando un proyectil hizo impacto en el mamparo a pocos centímetros de distancia. Habían tenido muy buena puntería, erraron por muy poco, y habrían usado una mira térmica de visión nocturna. Hubo otra detonación, ¡y Bryson recibió un disparo en el pecho!
La bala desgarró su chaleco de Kevlar con la fuerza de un potente puño que le golpea en el pecho. Bryson no tenía visor nocturno; no estaba entre el armamento de la lámpara de Aladino que habían logrado reunir en la rápida búsqueda por los contenedores. Pero la libanesa sí lo tenía.
¿O no?
—¡No lo tengo! —susurró ella con aspereza, como si le leyera los pensamientos—. ¡Se me ha caído por el camino!
Ahora se oían pasos que se acercaban cada vez más en la oscuridad; no corrían, andaban con brusquedad, con gran determinación. Era la determinación de quien ve a oscuras, de quien ve su blanco con la misma claridad que a la luz del día. Era el paso confiado de un asesino que se aproxima para mejorar su línea de tiro.
—¡Abajo! —exclamó en voz baja Bryson, mientras sacaba la Uzi y abría fuego hacia donde suponía estaba el asesino.
Pero no hizo efecto; el hombre avanzaba hacia ellos a paso sostenido, percibió Bryson.
En el bolsillo izquierdo de su chaleco antibalas tenía un revoltijo de granadas. Granadas de gas lacrimógeno M651 CS, que serían un error en esas circunstancias, puesto que en aquel espacio reducido los alcanzaría a ellos también: no tenían ninguna protección. Las granadas pirotécnicas de humo, que generaban una gruesa humareda, tampoco servirían de mucho, dado que los visores térmicos podrían ver a través de ella.
Pero sabía que había otro tipo: una granada de alta tecnología que les vendría muy bien.
No había habido tiempo de explicarle a la mujer lo que estaba por hacer. Sólo había cogido algunas armas del almacén de Calacanis. ¿Y ahora qué? Había de decírselo a ella sin que el asesino, o los asesinos, se enteraran.
«¡Sigue adelante!».
Encontró la granada, la reconoció por su forma habitual, por la superficie tersa. Sin perder tiempo le quitó el percutor, esperó los segundos necesarios y la arrojó a poca distancia de donde suponía estaba el soldado de Calacanis.
La explosión fue breve pero cegadora, blanca de fósforo, e iluminó al asesino como en un fotograma. Bryson vio cómo el hombre, que tenía la ametralladora en posición de tiro, giró bruscamente la cabeza del asombro. Pero la luz desapareció a la misma velocidad con que había aparecido, y Bryson sintió el aire cargado de humo abrasador. Al asesino le cogió desprevenido, por sorpresa, y Bryson aprovechó el momento para recoger el largo proyectil de acero y lanzarse hacia adelante, con lo cual llegó a gran velocidad adonde se encontraba la mujer. Luego le dijo en árabe:
—¡Corre! ¡Siempre recto! ¡Ahora no puede vernos!
En efecto, la granada de humo M76 de fabricación estadounidense, una vez que detonó produjo una espesa cortina de humo salpicada de copos calientes de metal que flotaban en el aire y caían muy lentamente a tierra. Era un oscurecedor de alta tecnología, diseñado especialmente para impedir la detección de ondas infrarrojas con sistemas de imagen térmica. Los fragmentos de metal caliente confundían al visor del asesino, pues ya no podía distinguir el calor del cuerpo humano del fondo más frío. Ahora el aire estaba cubierto de una neblina metálica y caliente; el campo de visión del asesino era apenas una nube densa y moteada.
Bryson se echó a correr hacia adelante, con la mujer ante él. Para cuando se recobrase el enemigo unos segundos más tarde y empezase a disparar a lo loco, indiscriminadamente, Bryson y la mujer estarían muy lejos de él en el túnel. La artillería detonó por todas partes, haciendo un estrépito sin sentido contra el mamparo de acero.
Sintió una mano extendida hacia él: la rubia le guiaba por la galería, le colocó junto a una escalera de acero hasta que pudo orientarse y fue capaz de subir los peldaños en la más completa oscuridad. Detrás de él oyó otra descarga de balas que el soldado disparó a ciegas, y después el fuego intenso de artillería se detuvo abruptamente. «Se ha quedado sin municiones —pensó Bryson—. Tendrá que recargar».
«Pero no le queda tiempo».
La mujer abrió una escotilla, y de repente él pudo ver otra vez. En el preciso instante que sintió el aire frío y grato de la noche en sus pulmones, vio que estaban afuera, a cielo abierto, en un pequeño sector de la cubierta de estribor. Ella volvió a cerrar la escotilla y le puso el pestillo. El cielo estaba oscuro y sin estrellas, nublado, pero parecía brillante por el contraste.
Se hallaban en la cubierta 02, una planta por encima de la cubierta principal. Bryson notó que las sirenas habían dejado de sonar; las alarmas habían cesado. La mujer, rodeando ágilmente varios montones de cables grasientos, como marañas de víboras, llegó a grandes zancadas hasta el borde del buque.
Se arrodilló y soltó un cable que estaba atado a un gancho pelícano, lo cual aflojó un botalón, un brazo de la grúa, que así se meneaba visiblemente. Fijada al puente de la grúa había una lancha de salvamento de ocho metros de eslora, un vehículo de patrulla Magna Marine, de las más veloces que hay.
Luego subieron ambos a la lancha, que se balanceó inestablemente en su arnés. Ella tiró de una cuerda, desbloqueó el freno y bajaron de golpe, en picado, hasta que la lancha se estrelló en el agua, libre ya de toda atadura.
La rubia la puso en marcha y el motor arrancó con un bramido ronco, dio unos bandazos y salió volando sobre la superficie del agua. La mujer cogió el timón, al tiempo que Bryson maniobraba el largo tubo de acero, el inmenso misil que había cargado por todo el buque. Salieron disparados a toda marcha a una velocidad de unos cien kilómetros por hora. El inmenso buque de Calacanis aparecía amenazante como un rascacielos, con el casco alto, negro y ominoso.
El fuerte ruido que emitía la lancha patrulla Magna debió alertar a las fuerzas de seguridad de Calacanis, porque de golpe el cielo negro se iluminó de reflectores brillantes y cegadores. Inmediatamente, se oyeron varias explosiones atronadoras. Los guardias de seguridad se habían distribuido por la cubierta, tomando posiciones en rejas y otros puestos elevados, mientras disparaban con ametralladoras y rifles de precisión. Pero no hacían efecto; Bryson y la mujer estaban fuera de alcance.
¡Se habían escapado, y estaban a salvo!
Pero entonces Bryson vio que montaban plataformas de lanzamiento de cohetes en cubierta, apuntados directamente hacia ellos.
«Nos van a hacer volar en el agua», pensó.
En ese momento advirtió el ulular de un motor fuera de borda, que creció hasta convertirse en un potente bramido. Justo delante de ellos, rodeando la popa del buque, apareció una lancha patrulla Boston Whaler, clase Vigilant, de ocho metros de eslora, con ametralladora a bordo. No era un vehículo guardacostas español; evidentemente se trataba de una lancha privada.
Y a medida que se dirigía a toda velocidad hacia ellos, cada vez más cerca, las ametralladoras abrían fuego sin cesar.
La mujer primero la oyó y luego la vio, pero no hacía falta que la animasen. Abrió aún más la válvula reguladora y aceleró a máxima velocidad. La lancha en la que se encontraban había sido escogida sin duda por el propio Calacanis para alcanzar la velocidad punta, pero lo mismo parecía ocurrir con la lancha que se les acercaba.
Aceleraron en dirección a la costa, pero no había ninguna certeza de que llegarían los primeros. Ahora la lancha de los perseguidores estaba casi a tiro, las armas no dejaban de disparar. Era una cuestión de segundos antes de que les dieran alcance. El mar estaba picado, revuelto por las descargas de las ametralladoras.
Y las enormes plataformas de lanzamiento a bordo del Armada española estaban a punto de disparar; los misiles les tenían a tiro.
—¡Abra fuego! —gritó la mujer—. ¡Antes de que nos hagan saltar por el aire a nosotros!
Pero Bryson ya se había puesto el Stinger sobre un hombro, con la empuñadura en la mano derecha, el tubo de lanzamiento en la izquierda y la bandolera alrededor del pecho. Vio a través de la mira, cerrando el otro ojo. El software superavanzado del Stinger contribuía a su extremada precisión, gracias a un buscador pasivo de infrarrojo. Se encontraban a mucha mayor distancia que el mínimo requerido de doscientos metros.
Bryson alineó el blanco en el visor, accionó la función de selección Amigo o Enemigo, y luego escogió la función del misil.
El tono dio la señal de que el misil había capturado el blanco.
Disparó.
Hubo una explosión de una potencia desconcertante, un culatazo que lo hizo retroceder de un golpe cuando se encendió el motor a doble propulsión del cohete y lanzó el misil. El tubo desechable de la plataforma del misil cayó al agua.
Y el misil termoguiado remontó vuelo y trazó un largo arco en dirección a la lancha patrulla, con un gran penacho de humo detrás como un precipitado garabato en el cielo nocturno.
Un instante después, la lancha explotó en una bola de fuego, y una nube de azufre se elevó en el aire. El océano se agitó y se formaron unas olas enormes que iban tras ellos mientras huían a toda velocidad.
El estallido largo y penetrante del silbato de emergencia del Armada española perforó el aire, luego siguió una serie de estallidos breves, y finalmente uno largo.
La mujer se había vuelto a mirar, fascinada por el horror. Bryson sintió una onda de intenso calor en el rostro. Levantó el segundo misil —el último que les quedaba y que había sido empaquetado junto con el primero— y lo metió en el aparejo disparador. Luego desplazó la plataforma de lanzamiento del misil hacia la izquierda y fijó en el visor infrarrojo la superestructura del Armada española. Comenzó a emitir un pitido, lo cual indicaba que tenía al blanco en la mira.
Con el corazón palpitándole, contuvo la respiración y disparó.
El misil fue como un rayo hacia el enorme carguero, meneándose a medida que corregía su propio paso, dirigido al mismísimo corazón del buque.
Un instante más tarde vino la explosión, que pareció comenzar en las entrañas de la nave y expandirse hacia afuera. Hubo fragmentos del buque que saltaron por los aires, confundidos con el humo negro y la arremetida de las llamas, y después, en una secuencia del todo peculiar, hubo otra explosión, aún más fuerte.
Y luego otra. Y otra más.
Uno por uno todos los contenedores se habían recalentado, y así detonaron su contenido altamente inflamable.
El cielo estaba cubierto de fuego, una inmensa esfera rizada de llamas, humo y detritus. El ruido les lastimaba los oídos. Una mancha negra de petróleo se extendió por el agua, y de inmediato también fue devorada por las llamas, aquello era todo humo, fuego y olas que se estrellaban.
La gigantesca nave de Calacanis, ahora un casco en ruinas, se inclinó hacia un lado con los restos ocultos bajo una negra nube acre, y empezó a hundirse en el océano.
El Armada española había desaparecido.