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Había un estrépito de pasos que le seguían por la cubierta de acero mientras Bryson corría en dirección al hueco de la escalera. Vio el ascensor, se detuvo una fracción de segundo y desechó la idea; el asensor se movía despacio, y una vez dentro estaría en un ataúd vertical, presa fácil para cualquiera capaz de cortar el mecanismo del ascensor. No; cogería las escaleras, aunque fueran ruidosas. No había otra manera de abandonar la superestructura. No tenía alternativa. «¿Arriba o abajo?». Arriba iría a la sala de mandos, al puente, sería una jugada inesperada, pero corría el riesgo de ser atrapado en una cubierta superior con pocas salidas. No, era una mala idea; hacia abajo era lo único sensato, tenía que escapar por la cubierta principal.

«¿Escapar? ¿Cómo?». Sólo había una manera de abandonar el buque, y era desde la cubierta principal al agua, ya fuera saltando, lo cual era un suicidio en las frías aguas del Atlántico, o bajando por la pasarela, que era un descenso demasiado lento y que le dejaría al descubierto.

¡Por Dios! ¡No había salida!

No, no debía pensar de ese modo; tenía que haber una salida, y él la encontraría.

Era como una rata en un laberinto; el que no conociera el plano de ese inmenso buque lo ponía en inferioridad de condiciones con respecto a sus perseguidores, pero el mismo tamaño de la nave garantizaba infinitos pasajes en que era posible despistarles o esconderse, si era necesario.

Saltó a las escaleras y empezó a bajarlas de tres en tres escalones, al tiempo que desde arriba le llegaban gritos. Uno de los guardaespaldas había muerto, pero no cabía duda de que habría muchos más, alertados y en guardia por las diversas alarmas y los aparatos de emisión y recepción. Los pasos y los gritos se hicieron más fuertes y frenéticos en el hueco de la escalera. Sus perseguidores eran más numerosos, y era probablemente una cuestión de segundos que surgieran más de otros rincones del buque.

Los silbatos y alarmas sonaban como una cacofonía de interjecciones roncas y gruñidos metálicos. Llegó a un rellano que conducía a un pequeño pasaje hasta la parte exterior de una cubierta. Abrió la puerta despacio, entró y la cerró sin hacer ruido, corrió por el pasadizo y fue a parar a la cubierta de popa, a merced de los elementos. El cielo estaba negro y las olas rompían suavemente contra el buque. Llegó hasta la barandilla, en busca de los asideros y peldaños de acero soldado que a veces se encuentran a los lados de los barcos y que se usan como salidas de emergencia. Podía bajar por allí a otro nivel del buque, pensó rápidamente, y perderles de vista.

Pero no había asideros de acero en el casco. La única manera de escapar era yendo hacia abajo.

De repente se oyó la detonación de un arma de fuego. Una bala rebotó en un cabrestante de metal, lo cual produjo un sonido agudo y penetrante. Saltó bruscamente de la barandilla y se ocultó en la sombra, detrás de un torno de acero para las amarras, donde el cable de acero daba vueltas alrededor de los cabrestantes, como una inmensa bobina de hilo, y se zambulló detrás para protegerse. Más balas se estrellaron contra el metal a poca distancia de su cabeza.

Disparaban sin concesiones, y comprendió que debido a que detrás de él sólo tenía el mar abierto, podrían disparar a discreción sin temor a dañar el delicado equipo de navegación del buque.

Dentro del buque tendrían que ser más cautelosos con los disparos. ¡Y ésa podía ser su protección! No dudarían en matarle, pero no querrían dañar el buque, ni su precioso cargamento.

Debía alejarse del área que estaba al aire libre y regresar a la bodega. Allí no sólo habría más sitios para esconderse, sino que podría sacar partido de su temor a disparar libremente.

¿Pero, cómo salir de allí? Estaba, atrapado a la intemperie, con un cabrestante de acero por toda protección. Era el sitio más peligroso para él en todo el buque.

Daba la impresión que había dos o tres pistoleros, ni más ni menos. Lo superaban claramente en número. Necesitaba distraerles, confundirles, ¿pero, cómo? Miró ansiosamente a su alrededor y encontró algo. Detrás de un poste de hierro, un cilindro alto que se elevaba a varios pies de la cubierta, descubrió una lata de pintura, dejada sin duda allí por un grumete. Se arrastró por la cubierta y asió la lata. Estaba casi vacía.

Cuando le vieron, se oyeron unos súbitos disparos.

Reculó lo más rápido que pudo, sin soltar la lata de pintura, y enseguida la arrojó hacia la barandilla, donde se estrelló contra la tubería de las maromas. Se asomó a la barricada y vio que los dos hombres se volvían hacia donde se había producido el estruendo. Uno de ellos corrió hacia allí, lejos de donde se había ocultado Bryson. El otro adoptó de inmediato la postura clásica del tirador, mirando hacia uno y otro lado. Mientras el primero corría a estribor, el segundo iba describiendo círculos en dirección a babor, sin dejar de apuntar su arma al torno de las amarras. Éste se había dado cuenta de que era un ardid, sospechaba que Bryson había ocasionado la confusión y que seguía oculto aún detrás del torno.

Pero lo que no esperó es que Bryson rodeara el torno y fuera hacia él. Ahora estaba a pocos pasos de distancia del segundo guardia. De repente se oyó un grito, era el primer guardia, que decía que Bryson no estaba allí. Una jugada poco profesional: el segundo hombre, a apenas unos centímetros de Bryson, se dio vuelta y se distrajo.

«¡Muévete! ¡Ahora!».

Bryson se arrojó y derribó al hombre sobre la cubierta, tras lo cual le dio un rodillazo en el estómago. Se quedó sin aliento y, cuando trató de incorporarse, Bryson le dio un codazo en la garganta. Oyó el crujido de los cartílagos mientras le apretaba el cuello. El hombre gemía de dolor, lo cual le dio a Bryson la oportunidad que buscaba para quitarle el arma y trató de arrancársela de la mano. Pero el guardia era un profesional y no entregaría el arma así como así; a pesar del enorme dolor que Bryson le causaba, el soldado de Calacanis luchaba y se negaba a ceder la pistola. Desde el otro lado de la cubierta vinieron más disparos; era el otro pistolero, que corría hacia su compañero, lo cual le impedía dar en el blanco. Bryson torció el arma hasta que le rompió la muñeca al guardia; oyó cómo se le partían los ligamentos, y ahora la pistola le apuntaba al pecho. Bryson intentó llegar al gatillo, por fin logró hacerlo, giró su muñeca y abrió fuego.

El soldado se arqueó hacia atrás, con el pecho perforado. La puntería de Bryson había sido perfecta, incluso en la confusión de la pelea; le había disparado al corazón.

Cogió la pistola de la mano inerte, se puso de pie de un salto y comenzó a disparar a lo loco en dirección al que venía corriendo, quien se detuvo a repeler el fuego sabiendo que disparar a la carrera es pésimo para dar en el blanco. Ese instante de pausa era cuanto necesitaba Bryson. Le soltó una ráfaga de fuego, y una bala le perforó la frente a su atacante. El hombre se vino abajo desplazándose hacia un lado, tropezó contra la barandilla y se desplomó, muerto.

Por unos instantes estaría a salvo, dedujo Bryson. Pero oía pasos en cubierta, cada vez más fuertes y cercanos, y oyó los gritos que los acompañaban, lo cual volvió a recordarle que no estaba en absoluto a salvo.

¿Hacia dónde ahora?

Inmediatamente por encima de su cabeza vio una puerta con el letrero sala del generador diesel. Tenía que llegar a la sala de máquinas, que por el momento parecía el mejor sitio para esconderse. Cruzó la cubierta a la carrera, abrió la puerta de un tirón y bajó por unas escaleras estrechas y empinadas de metal, pintadas de verde. Se encontró en un espacio grande y abierto con un ruido ensordecedor. Los generadores auxiliares diesel estaban en funcionamiento, suministrando energía al buque, puesto que el motor estaba apagado. Tras dar varias zancadas llegó a la barandilla que rodeaba la sala por encima de los inmensos generadores.

Entre el estruendo llegó a oír que sus perseguidores le habían seguido hasta allí abajo, y en un instante vio varias figuras que bajaban a la carrera los escalones de metal, sólo visibles como sombras en la luz mortecina y el verde nauseabundo.

Eran cuatro que bajaban las escaleras empinadas con cierta dificultad y una torpeza que le sorprendieron por un instante, hasta que vio que dos de ellos llevaban gafas de visión nocturna y los otros traían rifles telescópicos provistos de visor nocturno. Las siluetas eran inconfundibles.

Alzó la pistola robada, apuntó deprisa al primer hombre que bajaba las escaleras y…

¡De golpe todo se puso a oscuras!

Apagaron las luces de la sala, probablemente desde una sala de controles. ¡No era casualidad que trajeran semejante equipo! Al eliminar toda la luz, esperaban sacarle partido a su armamento sofisticado. En un buque como aquél, un arsenal flotante, no habría escasez de materiales.

Pero disparó de todos modos, en la oscuridad, hacia donde estaba apuntando uno o dos segundos antes. Oyó un grito, luego un golpe. Un hombre menos. Pero era una locura seguir disparando en la oscuridad y usar la munición tan preciosa, cuando no tenía idea de cuántos proyectiles le quedaban y dónde obtener más.

Era lo que ellos querían que hiciera.

Esperaban que reaccionase como un animal acorralado, una rata que se ahogaba. Que se agitase con violencia. Que disparase en la oscuridad con abandono. Que usara las municiones a tontas y a locas. Y entonces, ayudados por sus visores nocturnos, acabarían fácilmente con él.

Cegado por la oscuridad, alargó los brazos y tanteó a su alrededor para identificar los obstáculos, para evitarlos y al mismo tiempo para esconderse tras ellos. Los hombres, que tenían unidades infrarrojas para visión nocturna, con las lentes apretadas contra los ojos por medio de un casco y un engaste, sin duda llevaban también pistolas. Los demás tenían rifles con visores avanzados de luz infrarroja. Lo cual les permitía ver en la oscuridad total al detectar las diferencias de temperatura entre los objetos animados e inanimados. Los visores termales de corto alcance se habían usado con éxito en la guerra de las Malvinas, en 1982, y en el Golfo, en 1991. Pero éstas, reconoció Bryson, eran armas vanguardistas Raptor de visión nocturna, ligeras, superprecisas, de larguísimo alcance. Eran usadas con frecuencia por francotiradores en combate, montados en sus rifles de 50 mm.

«Oh, por el amor de Dios». El campo de juego no estaba igualado; como si alguna vez lo hubiera estado.

En la oscuridad, el ruido del generador parecía aun más fuerte.

En esa boca del lobo vio un puntito rojo que pasaba rápidamente por su campo de visión.

¡Alguien le había localizado y estaba apuntándole directamente al rostro, a los ojos!

¡Triangulación! Había que calcular la ubicación del francotirador, basada en la dirección de donde provenía el retículo infrarrojo que le estaba apuntando. No era la primera vez que era el blanco de un francotirador con una mira de visión nocturna, y había aprendido a calcular la distancia del tirador.

Pero por cada instante que se detuviera para apuntar, también dejaba que el enemigo apuntase y viese a Bryson como un objeto verde sobre un fondo verde más oscuro o negro. Su enemigo sabía muy bien dónde se encontraba, mientras que Bryson dependía de la suerte y de una experiencia fuera de forma. ¿Cómo podría, por lo demás, apuntar en la oscuridad? ¿Qué acertaba a ver como para apuntar?

Miró con los ojos entrecerrados para sacar a relucir lo que hubiera de luz, pero realmente no había nada que sus ojos pudiesen hacer. En cambio, levantó la pistola y disparó.

¡Un grito!

Le había dado a alguien, aunque no podía saber aún hasta qué punto le había herido.

Un instante después, una bala hizo impacto contra la maquinaria a su izquierda, produciendo un fuerte sonido metálico. Con visión nocturna o sin ella, sus enemigos habían errado el tiro. No parecían preocuparse de si los proyectiles golpeaban al generador o no. La maquinaria estaba recubierta de acero, era resistente y duradera.

Eso quería decir que no les importaba si daban en el blanco o erraban el tiro.

Entonces, ¿cuántos más había? Si en efecto habían perdido un segundo hombre, debían quedar dos. El problema era que el generador hacía tanto ruido que no podía oír los pasos que se acercaban, ni la respiración desigual de un herido. De hecho, estaba ciego y sordo.

Cuando corrió por la pasarela, con una mano extendida hacia adelante para evitar chocar con objetos que no veía, y la otra empuñando el arma, oyó más disparos. Un proyectil le pasó tan cerca de la cabeza que llegó a sentir la ráfaga de viento en el cuero cabelludo.

Después la mano que llevaba por delante tocó algo duro: un mamparo. Había llegado a la pared en un extremo de la espaciosa sala. Balanceó la pistola a derecha e izquierda, y a ambos lados tenía una barandilla de acero. Estaba atrapado.

Luego advirtió una lucecita roja en la oscuridad, mientras uno de los tiradores apuntaba al óvalo verde que era, en la mira de visión nocturna, su cabeza.

Movió bruscamente la pistola en el aire delante de él y se dispuso a apuntar otra vez al vacío. Después gritó:

—¡Adelante! Si erráis esta vez, dañaréis el generador. Hay un montón de equipo electrónico delicado, los microchips se hacen fácilmente añicos. Destruid el generador, y acabaréis con toda la energía del buque. Ya veréis cómo se pondrá Calacanis.

El silencio duró una fracción de segundo. Le pareció incluso que el punto rojo oscilaba, aunque sabía que podía estar imaginándolo.

Hubo una risita entre dientes, y el retículo infrarrojo volvió a cruzarse por su campo de visión, se detuvo y…

El disparo de un arma con silenciador, y luego tres más, después hubo un grito y el sonido de otro cuerpo que caía sobre el suelo de acero de la pasarela.

¿Cómo?

¿Quién le había disparado a su enemigo? Alguien lo había hecho. ¡Bryson sabía que no había sido él! Alguien había disparado un cartucho entero con una pistola con silenciador.

Alguien que había disparado a sus perseguidores… ¡y hasta era posible que los hubiera eliminado!

—¡No se mueva! —gritó Bryson en la oscuridad al pistolero que según sus cálculos debía estar aún allí.

Gritar no tenía sentido, lo sabía: ¿por qué habría de prestarle atención el enemigo que quedaba, equipado como lo estaba con gafas de visión nocturna y mira telescópica?—, pero semejante grito, inesperado y hasta ilógico, podría hacerle ganar unos segundos de confusión.

—¡No dispare! —dijo otra voz, apagada contra el ruido ensordecedor de los generadores.

Era una mujer. La voz de una mujer.

Bryson se quedó helado. Creyó que solamente había visto a unos hombres bajar las escaleras de metal hacia la sala del generador, pero el traje abultado podía muy bien ocultar una silueta de mujer.

Pero ¿a qué se refería con no dispare?

Bryson gritó:

—¡Baje su arma!

De repente lo encegueció un rayo de luz, ¡y comprendió que las luces de la sala habían vuelto a encenderse! Eran aún más resplandecientes que antes.

¿Qué estaba pasando?

En un instante, sus ojos volvieron a habituarse a la luz, y allí, de pie en una pasarela por encima de su cabeza, distinguió la figura de la mujer que había estado hablando con él. La mujer llevaba un uniforme blanco, el uniforme de la camarera durante la cena con Calacanis, que ahora le parecía algo que ocurriera en el pasado remoto.

Tenía puesto un casco y un engaste, y las lentes de la unidad infrarroja de visión nocturna le cubrían la mitad de la cara. Pero Bryson la reconoció como la rubia guapa con la que había intercambiado unas palabras antes de cenar, y quien le había hablado precipitadamente antes de que diera inicio la violencia, palabras que ahora él reconocía como una genuina advertencia.

Y aquí estaba ella, agazapada en posición de tiradora, mientras empuñaba la culata de un Ruger con un silenciador largo en la punta y lo movía de un lado a otro, de adelante para atrás. Vio también que había cuatro cuerpos desparramados en diferentes lugares de la sala del generador: dos en la plataforma junto al generador, un tercero al principio de la pasarela en la que se encontraba él, y un cuarto que yacía a apenas dos metros de distancia, asombrosamente cerca.

Y vio que la mujer no le apuntaba. ¡Lo estaba cubriendo, apuntaba a todas partes menos a él, lo protegía de los demás! La camarera estaba de pie junto a un pequeño tablero de controles e interruptores; era allí donde había encendido las luces.

—¡Venga! —gritó ella sobre un ruido monótono—. ¡Por aquí!

¿Qué diablos era todo aquello?. Bryson estaba atónito.

—¡Vámonos, a qué espera! —gritó la mujer con aire enfadado.

—¿Qué es lo que quiere? —le gritó Bryson, más por ganar tiempo que por obtener una respuesta. Porque, ¿qué otra cosa podía ser sino una trampa, ingeniosa, pero trampa al fin?

—¿Qué diablos cree usted? —gritó ella, volviendo ahora su arma contra él y retomando la postura de tiradora.

Él apuntó su pistola directamente hacia ella, y justo cuando estaba por apretar el gatillo, vio cómo ella deslizaba el cañón unos centímetros a su derecha y oyó el tosido de otra ráfaga con silenciador.

Y al mismo tiempo oyó un golpe y vio un cuerpo que se desplomaba en la pasarela que tenía encima.

Otro francotirador con un rifle equipado para visión nocturna. Muerto.

Ella le acababa de matar.

El francotirador se había levantado sigilosamente en dirección a él y estaba a punto de matarle, pero ella disparó primero.

—¡Muévase! —le gritó la mujer—. Muévase antes de que vengan más. ¡Si quiere salvar la vida, empiece a mover el culo!

—¿Quién es usted? —gritó Bryson otra vez, desconcertado.

—¿Qué importa ahora? —Ella se levantó el visor y se lo puso sobre la cabeza—. ¡Por favor, no hay tiempo! Santo cielo, fíjese dónde está, calcule qué probabilidades tiene. ¿Qué otra puñetera opción le queda?