5

Océano Atlántico.

Trece millas náuticas al suroeste del cabo Finisterre, España

El inmenso buque surgió de la niebla, amenazante y hostil, largo como una manzana, quizá como varias manzanas de una ciudad. Tenía mil pies de largo, la quilla negra entraba profundamente en el agua. El supercarguero estaba repleto de contenedores de metal ondulado y multicolor, apilados de a tres y ocho de ancho, unas diez hileras del puente hasta la proa, y cada caja tenía seis metros de largo y tres de alto. Mientras el helicóptero Bell 407 volaba en círculos sobre el buque para acabar aterrizando después directamente sobre el castillo de proa, Bryson hizo un cálculo rápido. Doscientas cuarenta cajas gigantescas, y eso tan sólo en cubierta; debajo, en la bodega, sabía que el buque podía llevar el triple de contenedores a la vista. Era un cargamento inmenso, tanto más ominoso por la ligera semejanza de las cajas metálicas, pero el contenido de cada una era un misterio.

Los reflectores del helicóptero iluminaron con luz potente la cubierta plana y vacía y toda la extensión del buque, hasta la popa, donde estaba la enorme superestructura que se elevaba sobre las hileras de contenedores, blanca con ventanas negras, el puente de mando bullendo con un radar de aspecto ultramoderno y antenas de satélite. La cabina tenía el aspecto de pertenecer a otro tipo completamente diferente de nave, un yate de lujo, no un carguero. Pero éste no era un buque contenedor como cualquier otro, meditaba Bryson mientras el helicóptero aterrizaba suavemente sobre la gigantesca «H» y en un círculo pintado en la cubierta del castillo de proa.

No, éste era el Armada española, una leyenda en el mundo sombrío de los terroristas y agentes, y de otros elementos ilegales o casi ilegales. El Armada española, sin embargo, no era una armada, una flota: era tan sólo el nombre de un inmenso buque cargado con armamento a la vez exótico y mundano. Nadie sabía de dónde Calacanis, el señor misterioso de este bazar flotante de armas, obtenía su mercancía, pero se rumoreaba que había comprado muchas de ellas de forma legal, de las reservas de naciones con demasiadas armas y poco dinero, en países como Bulgaria, Albania y otros estados del este de Europa; en Rusia, en Corea y en China. Los clientes de Calacanis venían de todas partes del mundo, o para ser más precisos, del submundo: desde Afganistán al Congo, donde se sucedían decenas de guerras civiles: conflagraciones avivadas con las armas ilegales que los representantes de gobiernos legalmente electos compraban tan sólo acercándose a hacer una visita a este mismo buque, anclado a trece millas náuticas de la costa española, por encima de la plataforma continental relativamente poco profunda, pero más allá de las aguas jurisdiccionales de España, y por lo tanto libre para hacer negocios, sin las limitaciones impuestas por las leyes de ningún país.

Bryson se quitó los auriculares con micrófono cuando los otros tres pasajeros hicieron lo propio. Había volado a Madrid, y luego cogió una conexión de Iberia a La Coruña, en Galicia. Él y alguien más habían abordado el helicóptero en esta ciudad, después hicieron una breve parada en el puerto de Muros, cuarenta y siete millas al suroeste, y desde allí cubrieron las trece millas que los separaban del buque. Más allá de una conversación cortés pero insignificante, poco se habían dicho uno al otro. Cada uno suponía que los demás habían venido a comprar, a hacer tratos con Calacanis; no había nada que decir. Uno de ellos era irlandés, probablemente Provo; otro parecía oriental; el tercero era caucásico. El piloto era un vasco antipático e igualmente taciturno. El interior del helicóptero era suntuoso, tenía asientos de cuero y ventanas repujadas: Calacanis no ahorraba gastos en ninguna parte.

Bryson llevaba un elegante traje italiano, mucho más llamativo que el atuendo conservador que solía llevar, comprado y cortado especialmente para la ocasión por cuenta de la Agencia. Viajaba bajo un nombre falso del antiguo Directorate que él mismo había contribuido a crear hacía algunos años.

John T. Coleridge era un sospechoso hombre de negocios canadiense, conocido por su participación en algunos tratos turbios, en los que hacía de intermediario para diversas organizaciones criminales de Asia y algunos estados al margen de la ley en el Golfo Pérsico. En ocasiones también se encargaba de la logística de ciertos asesinatos. Si bien Coleridge era una figura esquiva, en algunos círculos se conocía su nombre, y eso era lo que contaba. Era verdad que no se le había visto en varios años, pero eso no era nada del otro mundo en aquel extraño negocio.

Harry Dunne había insistido en que Bryson usara un nuevo nombre falso, creado especialmente para él por los magos de la división técnica de la CIA, en el Departamento de Reproducción Gráfica —maestros falsificadores que se especializaban en lo que se llamaba eufemísticamente «autenticación y validación»—. Pero Bryson se negó. No quería filtraciones, ni huellas burocráticas sobre papel de ningún tipo. Si podía fiarse de Harry Dunne era una cuestión que quedaba aún por responder; Bryson sabía que no se fiaba de la organización de Dunne. Había pasado muchos años observando y oyendo cuentos sobre las filtraciones, patinazos e indiscreciones de la CIA como para confiar en ellos. Él se conseguiría su propio nombre, muchas gracias.

Pero Bryson nunca había visto a Calacanis, nunca había puesto un pie en el Armada española, y Basil Calacanis era famoso por el cuidado con que escogía a quién había de tratar. En su profesión, era demasiado fácil quemarse. Así que Bryson había ideado la manera de asegurarse la aceptación.

Había llegado a un acuerdo sobre armas. El dinero no había cambiado de dueño (aún no había ido tan lejos, no se había consumado el trato), pero estableció contactos con un traficante de armas alemán con el que se había visto algunas veces como Coleridge, quien vivía en un hotel de lujo de Toronto y había sido involucrado recientemente en una red de sobornos que había pagado a líderes del partido demócrata cristiano alemán. Ahora el alemán vivía en Canadá, por temor a ser extraditado a su país, donde seguramente sería sometido a juicio. Se sabía también que necesitaba fondos con urgencia. De modo que no fue una sorpresa para Bryson cuando el alemán se mostró extremadamente interesado en la propuesta de John Coleridge de hacer un pequeño negocio juntos.

Bryson dio a conocer que, bajo apariencia de Coleridge, representaba a un consorcio de generales de Zimbabue, Ruanda y Congo, que deseaban comprar armamento de alto poder, difícil de hallar y muy caro, lo cual tan sólo Calacanis podía ofrecer. Pero Coleridge era lo bastante realista como para saber que no podría llegar a un trato sin entrar al bazar de armas de Calacanis. Si el alemán, que había hecho muchos negocios con Calacanis, los presentaba, se llevaría una parte de la acción, una buena tajada de la comisión por poco más que enviar un fax de presentación al buque de Calacanis.

Cuando Bryson y los demás pasajeros bajaron del helicóptero, fue a su encuentro un joven de complexión robusta, con calva incipiente y pelirrojo, quien les dio la mano y les sonrió obsequioso. No dijo sus nombres en voz alta, pero se presentó a sí mismo como Ian.

—Muchísimas gracias por haber venido hasta aquí —dijo Ian con acento de clase alta inglesa, como si fueran antiguos compañeros que venían a ayudar a un amigo enfermo—. Menuda noche habéis escogido para hacernos una visita: mar tranquila, luna llena, no se podría pedir una noche más gloriosa. Y llegáis puntuales para la cena. Por favor, pasad por aquí. —Señaló un punto cerca de la plataforma de aterrizaje, donde tres guardias macizos esperaban de pie con sus metralletas—, siento de veras que debáis pasar por esto, pero ya conocéis a sir Basil. —Sonrió a manera de disculpa y se encogió de hombros—. Es muy consciente de la seguridad. En los tiempos que corren, las precauciones que tome sir Basil nunca son suficientes.

Los tres guardias morenos cachearon con aire de expertos a los cuatro recién venidos, al tiempo que los miraban con recelo. El irlandés se indignó con el que lo registraba, pero no hizo ningún movimiento para detenerle. Bryson había esperado este ritual, y fue por ello que no trajo armas. El guardia que lo cacheó revisó los lugares habituales, además de otros menos usuales, pero naturalmente no halló nada. Luego le pidió a Bryson que abriera su maletín.

—Documentos —dijo el guardia con un acento que identificó como siciliano.

El guardia gruñó, apaciguado.

Bryson miró a su alrededor, identificó la bandera panameña del buque y vio las etiquetas de EXPLOSIVOS/PRIMERA CLASE pegadas a muchos de los contenedores. A algunos compradores privilegiados se les permitía inspeccionar la mercancía que iban a comprar y podían revisar el contenido de los contenedores. Pero aquí nada se descargaba. El Armada española pasaría luego por puertos seguros de su elección, como Guayaquil, en Ecuador, donde se suponía que Calacanis tenía su base de operaciones, o Santos, en Brasil. Ambos puertos eran las guaridas más corruptas de piratas de todo el hemisferio. En el Mediterráneo, el buque haría escala en el puerto albanés de Vloré, uno de los mayores centros de contrabando del mundo. En África, estaban los puertos de Lagos, en Nigeria, y de Monrovia, en Liberia.

Bryson pasó.

Estaba dentro.

—Por aquí, por favor —dijo Ian, con un gesto que indicaba hacia la cabina donde seguramente estaban el alojamiento de la tripulación, el puente y las habitaciones y oficinas de Calacanis. Mientras los cuatro pasajeros se dirigían allí, los guardias armados los seguían a una distancia prudencial. El helicóptero despegó, y cuando llegaron a la superestructura, el ruido se apaciguó. Ahora Bryson oía los sonidos conocidos del mar, las gaviotas, las olas que rompían con suavidad, y olía el aroma salado del mar mezclado con el olor penetrante y agrio del combustible del buque. La luna brillaba intensamente sobre las aguas del Atlántico.

Los cinco hombres apenas cabían en el estrecho ascensor que los condujo de la cubierta principal a la 06.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Bryson no salía de su asombro. No había visto semejante lujo ni en los yates de los multimillonarios más extravagantes. No se había ahorrado en nada. Los suelos eran de baldosas de mármol; las paredes estaban revestidas de ébano; los accesorios eran de bronce reluciente. Pasó por una sala de entretenimientos y otra de proyecciones, un gimnasio equipado con las máquinas más sofisticadas, una sauna, una biblioteca. Finalmente llegaron a un salón enorme, la suite del dueño, que daba a popa y a babor. Tenía dos pisos de altura, y era de una opulencia raramente vista en el más elegante de los grandes hoteles.

Había cuatro o cinco hombres más en la barra, que atendía un barman vestido de etiqueta. Una camarera de uniforme blanco, una rubia llamativamente hermosa de ojos verdes, le ofreció una copa de champán Cristal y sonrió con timidez. Bryson aceptó el champán, le dio las gracias y miró alrededor, tratando de no quedar demasiado en evidencia. Los suelos de mármol estaban cubiertos en su mayor parte por alfombras orientales; en las zonas para sentarse había unos lujosos sofás; en varias paredes había estanterías de libros que, mirándolos de cerca, se veía que eran falsos. Había lámparas de cristal. Los únicos toques originales eran unos pescados enormes, embalsamados y puestos en la pared, que evidentemente eran trofeos de pesca deportiva.

Al mirar a los otros huéspedes, algunos de los cuales charlaban entre sí, vio que conocía a varios de ellos. ¿Pero quiénes eran? Le daba vueltas la cabeza; su memoria prodigiosa estaba llegando al límite. Poco a poco, la información se relacionaba con rostros vagamente familiares. Un intermediario paquistaní, un funcionario de alto rango del Ejército Provisional Irlandés, un hombre de negocios y traficante de armas que había hecho quizá más que ningún otro para avivar la guerra entre Irán e Irak. Éstos y otros eran intermediarios, minoristas, que habían venido hasta aquí para adquirir su mercancía al por mayor. Sintió un escalofrío, no sabiendo si alguno de aquellos hombres conocía su verdadera identidad. ¿Había alguien aquí que le conociera, ya fuera como Coleridge o con cualquiera de sus muchas identidades? Siempre existía el peligro de ser desenmascarado, de ser llamado por un nombre cuando ya se había presentado por otro. El peligro era inseparable de su trabajo; era uno de los tantos riesgos de su profesión; siempre tenía que estar alerta a esa posibilidad.

Aun así, nadie se fijó en él, apenas una mirada de curiosidad, a la manera de un depredador de la misma calaña que quiere conocer a la competencia. Nadie pareció reconocerle. Tampoco sintió esa espina en la espalda que le decía que debía conocer a alguno de aquellos hombres. Poco a poco la tensión fue desapareciendo.

Oyó que alguien hablaba en voz baja sobre un radar Doppler multimodal; otra persona mencionó a los Scorpions, los misiles antiaéreos Striela de fabricación checa.

Bryson sorprendió a la camarera rubia que lo observaba, y sonrió complacido.

—¿Dónde está tu jefe? —le preguntó.

Ella pareció avergonzarse.

—Oh —dijo—, ¿el señor Calacanis?

—¿A quién más podría referirme?

—Estará con sus huéspedes para la cena, caballero. ¿Puedo ofrecerle caviar, señor Coleridge?

—Nunca me gustó el caviar. ¿Al-Biqa?

—¿Perdón?

—Su acento. Es un dialecto levantino del árabe, del valle de la Bekaa, ¿no es así?

La camarera se sonrojó.

—Buen truco para trabar conversación.

—Veo que el señor Calacanis recluta a gente de todas partes. Es una especie de patrón que da igualdad de oportunidades.

—Pues, el capitán es italiano, los oficiales son croatas, la tripulación es filipina.

—Es un modelo de Naciones Unidas.

Ella sonrió tímidamente.

—¿Y los clientes? —insistió Bryson—. ¿De dónde vienen?

La sonrisa se le desvaneció en el acto, sus modales se volvieron fríos.

—Nunca pregunto, caballero. Discúlpeme.

Bryson sabía que había ido demasiado lejos. El personal de Calacanis iba a ser amable, pero por encima de todo discreto. De nada serviría preguntar, claro, pero entre los informes de Dunne y el tiempo que pasó en el Directorate, Bryson había conseguido reunir los datos para un perfil. Vasiliu Calacanis era un griego nacido en Turquía en el seno de una buena familia. Le enviaron a Eton, a una de las familias más poderosas de Inglaterra en la fabricación de armas, y de algún modo, después —nadie sabía a ciencia cierta cómo— estableció una alianza con la familia de su compañero de clase, más tarde empezó a vender armas de la familia inglesa a los griegos que luchaban contra los chipriotas. En algún momento sobornó a políticos ingleses, estableció potentes conexiones, y entonces Vasiliu pasó a ser Basil y más tarde sir Basil. Era miembro de los mejores clubes de Londres. Sus lazos con los franceses eran aún más fuertes; una de sus residencias principales era un enorme château en la avenida Foch de París, donde entretenía regularmente a los poderosos del Quai d’Orsay.

Tras la caída del muro de Berlín, llevó a cabo un comercio fenomenal con los sobrantes del armamento en el este de Europa, en especial con Bulgaria. Sacó un inmenso provecho de las ventas a ambos bandos durante la guerra de Irán e Irak, a quienes envió montones de helicópteros. Hizo grandes negocios con Libia y Uganda. Desde Afganistán al Congo, decenas de guerras civiles causaron estragos; hubo conflagraciones étnicas y nacionalistas que Calacanis alimentó al suministrarles un fácil acceso a fusiles de asalto, morteros, pistolas, minas y cohetes. Había montado su yate-carguero con la sangre de cientos de miles de inocentes.

Uno de los camareros le empezó a hablar discretamente a cada uno de los huéspedes.

—La cena está servida, señor Coleridge —dijo.

El salón comedor era aún más opulento, más descaradamente extravagante que la suite de la que venían. En cada pared había un mural fantástico que representaba el mar, de modo que parecía que estuvieran cenando al aire libre, en el océano sereno, una tarde de sol, rodeados de ágiles veleros. La mesa larga tenía un mantel de lino blanco, con vajilla y velas, debajo de una gran araña de cristal.

Uno de los camareros escoltó a Bryson hasta su asiento cerca de la cabecera, junto a un hombre inmenso y de pecho ancho, con una barba tupida de pelo corto y gris, y tez olivácea. El camarero inclinó la cabeza hacia el gran hombre de barba y le susurró algo al oído.

—Señor Coleridge —dijo Basil Calacanis, con una voz profunda de bajo ruso que retumbaba mientras tendía una mano en dirección a Bryson—. Discúlpeme si no me levanto.

Bryson le dio la mano firmemente a Calacanis mientras tomaba asiento.

—Faltaría más. Encantado de conocerle. He oído hablar tanto de usted.

—Igualmente, igualmente. Me sorprende que nos haya tomado tanto tiempo conocernos.

—Me ha llevado mucho tiempo deshacerme del intermediario —dijo Bryson con ironía—. Me cansé de pagar precio al detalle.

Calacanis respondió con una risotada estruendosa. Mientras, los demás estaban sentados a la mesa y simulaban no seguir la conversación entre el anfitrión y su huésped favorito y misterioso. Bryson notó que uno de los invitados escuchaba atentamente, un huésped que no había visto en el bar. Era un hombre elegantemente vestido con un traje cruzado a rayas, con una melena plateada que le llegaba a los hombros. Sintió un escalofrío de miedo; conocía a aquel hombre. A pesar de que nunca se habían visto, Bryson conocía aquel rostro que había visto en los vídeos de vigilancia y en fotografías de informes. Era un francés que se movía con agilidad en estos círculos, un contacto célebre para los grupos terroristas. Bryson no podía recordar su nombre, pero sabía que el hombre de cabello largo era un emisario de un poderoso traficante de armas francés llamado Jacques Arnaud. ¿Quería decir entonces que Arnaud era el proveedor de Calacanis, o al revés?

—De haber sabido lo agradable que es comprar aquí, habría venido hace ya mucho tiempo —continuó Bryson—. Es un buque extraordinario.

—Me halaga —dijo el traficante de armas con desdén—. «Extraordinario» es una palabra que no usaría para describir a este viejo cubo oxidado. Apenas si se mantiene a flote. Aunque debería haberlo visto cuando se lo compré hace ya diez años a la compañía naviera Maersk. Iban a sacar el barco de la circulación, y yo no soy alguien que deje pasar una ganga. Pero me temo que Maersk sacó la mejor tajada. El maldito barco necesitaba urgentemente reparación y pintura. Además de que había que sacarle una tonelada de óxido.

Hizo un chasquido con los dedos y la bella camarera rubia apareció con una botella de Chassagne-Montrachet, de la que sirvió una copa a Calacanis y luego a Bryson. Ella apenas notó la presencia de Bryson. Calacanis alzó la copa hacia su invitado y dijo con un guiño:

—Por los botines de guerra. —Bryson brindó también—. En todo caso, el Armada española navega a velocidad razonable, veinticinco, treinta nudos, pero se traga doscientas cincuenta toneladas de combustible por día. Esto es lo que vosotros los americanos llamáis gastos generales, ¿no?

—En realidad, soy canadiense —dijo Bryson, alerta. Calacanis no parecía la clase de hombre que comete un desliz así. Y agregó con aire natural—: Dudo que haya venido con esta decoración.

—La maldita cabina parecía un viejo hospital. —Calacanis miraba a su alrededor—. Nunca vienen con las comodidades que uno necesita. Así que, señor Coleridge, tengo entendido que sus clientes son africanos, ¿verdad?

—Mis clientes —dijo Bryson con una sonrisa de cortesía, un avatar de la discreción—, son compradores muy motivados.

Calacanis hizo otro guiño.

—Los africanos siempre han estado entre mis mejores clientes: el Congo, Angola, Eritrea. Allí siempre hay una facción que se pelea con otra, y por alguna razón siempre parece haber un montón de dinero por ambas partes. Déjeme adivinar: están interesados en los sencillos AK-47, cajas de municiones, minas, granadas. Quizá granadas propulsadas con cohetes. Rifles de precisión con miras de visión nocturna. Armas antitanques. ¿Me equivoco?

Bryson se encogió de hombros.

—Sus Kaláshnikov, ¿son auténticamente rusos?

—Olvídese de los rusos. Ese material es una mierda. Tengo cajas de Kaláshnikov búlgaros.

—Ah, para usted, sólo lo mejor.

Calacanis sonrió en reconocimiento.

—Así es. Los kaláshnikov hechos por Arsenal, en Bulgaria, siguen siendo los mejores. El mismo doctor Kaláshnikov prefiere los búlgaros. ¿De dónde conoce a Hans-Friedrich?

—Le ayudé a conseguir una cantidad de grandes ventas de tanques Thyssen A. G. Fuchs a Arabia Saudí. Le presenté a algunos amigos empapados en el petróleo del Golfo. En fin, con respecto a los kaláshnikov, ciertamente confío en su criterio —dijo Bryson con gracia—. Y fusiles de asalto…

—Para eso, no hay nada mejor que los Vektor 5.56 mm CR21 sudafricanos. De línea muy depurada. Una vez que los usen, ya no querrán ningún otro. El visor integral óptico de Vektor aumenta la probabilidad de hacer blanco al primer disparo en un 60 por ciento. Aunque no sepan qué diablos están haciendo.

—¿Proyectiles de uranio empobrecido?

Calacanis alzó las cejas.

—Puedo conseguirle algo. Es una opción interesante. Pesan el doble que el plomo, la mejor arma antitanques que se puede encontrar. Rebana los tanques como un cuchillo caliente en la mantequilla. Y además es radiactivo. ¿Dice que sus clientes son de Ruanda y el Congo?

—No creo haberlo dicho.

El tira y afloja le estaba poniendo a Bryson los nervios de punta. No era una negociación, era una gavotte, una danza perfectamente orquestada, cada socio miraba al otro de cerca, esperando a que diera un paso en falso. Había algo en las maneras de Calacanis que dejaba entrever que sabía más de lo que parecía. ¿Acaso el astuto mercader de armas había aceptado a John T. Coleridge por lo que era? ¿Y si su red de contactos se extendía demasiado en el mundo de los servicios de inteligencia? ¿Qué tal si, en los años desde que Bryson abandonó el Directorate, de alguna manera apareció el nombre falso de Coleridge, o que un Ted Waller hipercauto (o vengativo) hubiera demostrado que era una ficción?

De pronto sonó un pequeño teléfono móvil que estaba sobre la mesa, junto al plato de Calacanis. Calacanis atendió y dijo con voz áspera:

—¿Qué pasa? Sí, Chicky, pero me temo que no tiene crédito con nosotros. —Desconectó la llamada y volvió a apoyar el móvil sobre la mesa.

—Mis clientes están interesados también en misiles Stinger.

—Ah, sí, tienen mucha demanda. Todos los grupos terroristas y las guerrillas quieren una caja de misiles hoy en día. Gracias al gobierno de Estados Unidos hay muchos de ellos en existencias que andan por ahí. Los americanos se los pasaron a sus amigos como si fueran golosinas. Después, a fines de los años ochenta, algunos fueron a parar a cañoneras iraníes y derribaron helicópteros de la Marina en el Golfo, y de repente Estados Unidos se vio en la embarazosa situación de tener que comprarlos de vuelta. Washington está ofreciendo cien mil dólares por la devolución de cada Stinger, lo cual es cuatro veces superior al precio original. Por supuesto, yo pago mejor.

Calacanis se quedó callado, y Bryson se dio cuenta de que la camarera rubia estaba de pie a la diestra del griego, sosteniendo una bandeja tapada. Cuando Calacanis asintió, ella empezó a servirle un cono exquisitamente elaborado de salmón tártaro con perlas de caviar negro.

—Creo que Washington también es un buen cliente suyo —insinuó Bryson en voz baja.

—Tienen, cómo decirlo, un bolsillo generoso —murmuró Calacanis vagamente.

—Pero en ciertos círculos se dice que el criterio de compra aumentó recientemente —continuó despacio—. Que ciertas organizaciones en Washington, ciertas agencias clandestinas que tienen la libertad de operar sin control, le han estado comprando… en grandes cantidades.

Bryson trató de fingir un tono natural en su voz, pero Calacanis se dio cuenta y le arrojó una mirada de soslayo.

—¿Está usted interesado en mi mercancía o en mis clientes? —dijo fríamente el traficante de armas.

Bryson se sintió helado, y comprendió cuánto se había equivocado en sus cálculos.

Calacanis empezó a ponerse de pie.

—¿Me disculpa, por favor? Pienso que estoy descuidando a mis otros… invitados.

—Lo que pido es una razón. Una razón para los negocios —dijo Bryson rápidamente en voz baja y confiada.

Calacanis se volvió hacia él con cautela.

—¿Qué clase de negocios pueden hacerse con las agencias gubernamentales?

—Tengo algo que ofrecerle —dijo Bryson—. Algo que puede ser de interés para alguien que apuesta fuerte y no tiene conexión oficial con el gobierno pero que tiene, como usted dice, un bolsillo generoso.

—¿Usted tiene algo que ofrecerme a mí? Me temo que no le entiendo. Si desea hacer su propio negocio, ciertamente no me necesita a mí.

—En ese caso —dijo Bryson, bajando aún más la voz—, no hay otro conducto aceptable.

—¿Conducto? —Calacanis parecía exasperado—. ¿De qué diablos está usted hablando?

Bryson ahora casi susurraba. Calacanis agachó la cabeza para escucharle.

—Planes —musitó Bryson—. Proyectos, especificaciones que pueden valer mucho dinero para ciertos grupos con, digamos, presupuestos ilimitados. Pero no puedo de ninguna manera dejar huellas en esto. No puedo tener ninguna relación con esto. Sus servicios como conducto, como intermediario, por falta de una mejor palabra, serán remunerados con creces.

—Me intriga —dijo Calacanis—. Pienso que deberíamos continuar con esta conversación en privado.

La biblioteca de Calacanis estaba decorada con finas antigüedades francesas que estaban invisiblemente atornilladas al suelo. Unas cortinas romanas cubrían dos paredes de vidrio; las otras paredes estaban adornadas con cartas náuticas y mapas con marcos antiguos. En el medio de una pared había una puerta de roble; a dónde conducía, Bryson no tenía idea.

El hecho de que el griego abandonara con tanta celeridad la cena era prueba del atractivo que ejercían los folletos y hojas de especificaciones que Calacanis tenía ahora en sus manos. Habían sido preparados por los artistas gráficos de la división de servicios técnicos de la Agencia, diseñados para superar el detenido examen de un traficante de armas con larga experiencia en la lectura de semejantes planes.

Calacanis no hizo ningún intento por ocultar su interés. Levantó la vista del folleto y los ojos oscuros le brillaban de avaricia.

—Ésta es una nueva generación del sistema de armas antitanques Javelin —dijo maravillado—. ¿De dónde diablos sacó esto?

Bryson sonrió con modestia.

—Usted no divulga secretos comerciales, y yo tampoco.

—Peso ligero, portátil para un solo hombre, a disparar y olvidarse. El cartucho es el mismo, el misil de 127 milímetros de diámetro, por supuesto, pero la plataforma de comandos se ha hecho mucho más sofisticada y altamente resistente a los ataques. Si no me equivoco, ¡el índice de puntería es ahora de casi el cien por cien!

Bryson asintió.

—Eso es lo que tengo entendido.

—¿Tiene los códigos de las fuentes?

Bryson sabía que se refería al software que permitiría reconstruir el arma.

—Naturalmente.

—No habrá escasez de partes interesadas; la única cuestión será quién tiene los recursos. Esto se venderá por un muy buen precio.

—Supongo que tiene un cliente en mente.

—Está a bordo del buque en este momento.

—¿En la cena?

—Con mucha cortesía no aceptó mi invitación. Prefiere no mezclarse. Ahora está inspeccionando la mercancía. —Calacanis cogió su teléfono móvil y marcó un número. Mientras esperaba que diera el tono, comentó—: La organización de este caballero ha estado de grandes compras últimamente. Enormes cantidades de armamentos movilizables. Un arma como ésta le interesará. No tengo ninguna duda, y el dinero no parece ser un problema para sus patrones. —Hizo una pausa y habló por teléfono—. ¿Puedes decirle al señor Jenrette que pase por la biblioteca, por favor?

La parte interesada, como la había llamado Calacanis, apareció ante la puerta de la biblioteca cinco minutos más tarde, escoltada por el pelirrojo de calva incipiente llamado Ian, que había saludado por primera vez a Bryson junto al helicóptero. Su nombre era Jenrette, pero Bryson supo de inmediato que «Jenrette» no era más que la más reciente de una serie de identidades falsas. Cuando el hombre de mediana edad, escaso pelo gris y aspecto cansado cruzó el estudio hacia el escritorio de Calacanis, su mirada se topó con la de Bryson.

«Kowloon».

«El bar en la terraza del hotel Miramar en Kowloon. Jenrette era un agente del Directorate que conocía como Vance Gifford».

Las palabras de Calacanis retumbaban en la mente de Bryson:

«La organización de este caballero ha estado de grandes compras últimamente. Enormes cantidades de armamentos movilizables. Un arma como ésta le interesará. No tengo ninguna duda, y el dinero no parece ser un problema para quien le envía».

«El dinero no es un problema… la organización de este caballero… de grandes compras».

Vance Gifford estaba aún ligado del Directorate, lo cual quería decir que Harry Dunne tenía razón: el Directorate vivía aún.

—Señor Jenrette —dijo Calacanis—. Me gustaría presentarle a un caballero que tiene un juguete nuevo muy interesante. Creo que a usted y sus amigos les podría interesar.

El guardaespaldas y ayuda de campo Ian estaba de pie junto al marco de la puerta y con la espalda erecta, observando en silencio.

Vance Gifford se quedó paralizado por una fracción de segundo antes de que su expresión se ablandara, y reaccionó con una sonrisa que Bryson reconoció de inmediato como falsa.

—Señor… señor Coleridge, ¿no es así?

—Por favor, llámeme John —dijo Bryson con tono informal. Tenía el cuerpo tieso; la cabeza le funcionaba a toda velocidad.

—¿Cómo habré llegado a la conclusión de que ya nos conocemos? —dijo el hombre del Directorate fingiendo jovialidad.

Bryson se rió entre dientes, con lo cual consiguió relajarse. Pero era una finta, un ardid, porque estaba estudiando la mirada de aquel hombre, los cambios instantáneos de los músculos faciales que delataban la verdad por debajo de la ficción. «Vance Gifford es un agente activo al servicio del Directorate». Bryson estaba seguro de ello.

Ya estaba en activo ocho o nueve años atrás cuando se dieron cita en el sector oriental, un encuentro organizado puntualmente en el bar del Miramar de Kowloon. «Apenas nos conocíamos», pensó Bryson, «pasamos tal vez una hora hablando de negocios, fondos clandestinos, pagos secretos y demás. Debido a la compartimentación, ninguno de los dos tenía idea de lo que realmente hacía el otro en la organización».

Y Gifford debía de estar aún en actividad, de lo contrario Calacanis no le habría llamado para que inspeccione el prototipo: la golosina.

—¿Fue en Hong Kong? —preguntó Bryson—. ¿Taipei? Su cara también me resulta conocida.

Bryson fingía indiferencia, y hasta encontraba placer en la confusión de identidades, sin precisar ni explicar nada. Pero el corazón le palpitaba. Sintió una gota de sudor sobre las cejas. Sus instintos de agente estaban intactos, aún estaban afinados; pero su psicología, sus emociones, ya no estaban en la condición adecuada ni eran lo suficientemente duras. «Gifford sigue el juego —comprendió Bryson—. Sabe quién soy, pero no sabe qué hago aquí. Como un agente experimentado, se deja llevar por la corriente, gracias a Dios».

—En todo caso, dondequiera que haya sido y cuándo, es un placer volver a verle —añadió.

—Siempre estoy interesado en juguetes nuevos —dijo el hombre del Directorate de improviso. Los ojos de Gifford/Jenrette eran agudos; miraba a Bryson furtivamente.

«Claro que sabe que estoy retirado». Cuando se quemaba a un agente del Directorate, la noticia circulaba a la velocidad de la luz para evitar intentos de infiltración por parte del damnificado. «¿Pero cuánto sabe acerca de las circunstancias de mi ida? ¿Me considera un enemigo? ¿O soy neutral para él? ¿Supondrá que actúo por mi cuenta, como tantos agentes al terminar la guerra fría, que se pusieron a hacer negocios militares? Pero Gifford es listo: sabe que le están ofreciendo una tecnología robada y sumamente secreta, y sabe que no es un negocio corriente, incluso en ese extraño mundo del mercado negro de armas.

»Ahora pueden ocurrir varias cosas. Puede creer que le están tendiendo una trampa, que le ofrecen cebo con anzuelo. Si lo piensa, entonces pensará que me he pasado a otra agencia gubernamental, ¡incluso al otro bando! Los anzuelos con cebo eran una técnica clásica de reclutamiento empleada por los principales servicios de inteligencia extranjeros».

La mente de Bryson trabajaba vertiginosamente.

«Quizá supone que soy parte de alguna interagencia, de una lucha intestina en la burocracia, algún tipo de policía infiltrado. O peor aún: ¿y si Gifford sospecha que soy un impostor, que dirijo una operación contra Calacanis, incluso quizá contra los clientes de Calacanis?».

¡Era una locura! No había manera de prever la reacción de Gifford, no había manera de estar seguro. Lo único que podía hacer era estar preparado para cualquier cosa.

El rostro de Calacanis no tenía ninguna expresión. El griego llamó al hombre del Directorate con un gesto a su escritorio, sobre el que había extendido los folletos, especificaciones y códigos de fuentes del sofisticado diseño del arma. Gifford se dirigió hacia allí y se inclinó para examinar los planos con gran interés.

Apenas movió los labios mientras le susurraba algo al mercader de armas sin levantar la vista. Calacanis asintió, miró en dirección a Bryson y dijo suavemente:

—¿Nos disculpa, señor Coleridge? El señor Jenrette y yo querríamos conversar en privado.

Calacanis se puso de pie y abrió la puerta de roble, que Bryson vio ahora que conducía a un estudio privado. Jenrette le siguió y la puerta se cerró tras ellos. Bryson se sentó en un sillón antiguo francés de Calacanis, duro como un insecto atrapado en ámbar. Exteriormente, esperaba con paciencia, era un intermediario que contemplaba con codicia las enormes ganancias de un negocio que estaba a punto de consumarse. Pero en su fuero interno su mente daba vueltas, trataba desesperadamente de anticipar la próxima jugada. Todo dependía de cómo decidiera actuar Jenrette. ¿Qué había susurrado al oído de Calacanis? ¿Cómo podría revelar Jenrette de dónde conocía a Bryson sin contarle nada a Calacanis de su trabajo para el Directorate? ¿Estaba dispuesto Jenrette a desenmascararse? ¿Cuánto era capaz de divulgar? ¿Cuán falso era el señuelo de Jenrette? Eran todas ellas probabilidades imposibles de saber, por definición. Además, el hombre que se hacía llamar Jenrette no tenía idea de lo que Bryson hacía aquí. Por lo que sabía, Bryson había empezado a hacer negocios por su cuenta y vendía diseños de armas; ¿qué más podía saber Jenrette/Gifford?

Se abrió la puerta del estudio y Bryson levantó la vista. Era la camarera rubia que traía una bandeja con copas vacías y una botella que parecía de oporto. Obviamente el griego la había llamado y había entrado al estudio por otro lado. No pareció notar la presencia de Bryson mientras retiraba las copas vacías de champán y los vasos de vino del escritorio que había usado Calacanis, y luego se acercó a Bryson. Se agachó un instante para recoger un gran cenicero de vidrio, con restos de cigarros cubanos, que estaba en una mesita junto a Bryson, y habló de golpe, en voz baja y casi inaudible.

—Es un hombre muy popular, señor Coleridge —murmuró ella sin apenas dirigirle la mirada. Puso el cenicero en la bandeja—. Hay cuatro amigos suyos que le esperan en la habitación de al lado. —Bryson la miró, vio que sus ojos señalaban la puerta de roble al otro lado de la biblioteca—. Trate de no sangrar sobre el tapiz de Heriz. Es una rareza, uno de los favoritos del señor Calacanis. —Después desapareció.

Bryson se quedó rígido el cuerpo le producía adrenalina. Pero sabía que lo mejor era no perder la calma, no delatar sus emociones.

¿Qué quería decir aquello?

¿Estaban preparando una emboscada en el estudio adyacente? ¿Era ella parte de la trampa? Si no, ¿por qué acababa de advertirle?.

La puerta del estudio de Calacanis volvió a abrirse. Era él mismo junto con Ian, el guardaespaldas, que surgía amenazante detrás de Calacanis, en la puerta. Gifford/Jenrette estaba más atrás.

—Señor Coleridge —le llamó Calacanis—, ¿nos haría el favor de acompañarnos?

Por un instante, Bryson lo miró fijamente, tratando de distinguir cuáles eran las intenciones del griego.

—Por supuesto —replicó—, en un momento. Creo que he olvidado algo importante en el bar.

—Señor Coleridge, me temo que no tenemos tiempo que perder —dijo Calacanis con voz fuerte y áspera.

—No me tomará apenas tiempo —dijo Bryson, yendo hacia la puerta de salida que conducía al salón comedor.

Estaba bloqueada, comprobó ahora, por otro guardia armado. Pero en vez de quedarse quieto, Bryson siguió en dirección a la salida como si no pasara nada. Ahora estaba a pocos pasos del guardia corpulento que acababa de llegar.

—Lo siento, señor Coleridge, realmente hemos de hablar usted y yo —dijo Calacanis con un ligero movimiento de la cabeza que era claramente una señal para el guardia que estaba en la puerta.

Bryson sintió cómo aumentaba la adrenalina en su cuerpo cuando el guardia corpulento se adelantó para proteger la salida.

«¡Ahora!».

Se abalanzó hacia el frente y empujó al guardia contra el duro marco de madera de la puerta, aún abierta, y el movimiento súbito cogió al guardia por sorpresa. El guardia forcejeó, y mientras buscaba el arma, Bryson le dio una patada en el abdomen.

De repente sonó una alarma, el ruido perforaba los tímpanos, y estaba claro que quien la activó había sido Calacanis, que ahora estaba gritando. Al perder el guardia momentáneamente el equilibrio, Bryson aprovechó aquel instante de vulnerabilidad y le dio un rodillazo en el bajo vientre, al tiempo que le cogía el rostro con una mano y lo echaba al suelo.

—¡Quédese quieto! —vociferó Calacanis.

Bryson se volvió enseguida y vio que Ian, el otro guardaespaldas, había adoptado la posición de tirador, sosteniendo una pistola calibre 38 con ambas manos.

En aquel momento, el guardia corpulento que tenía a sus pies consiguió levantarse, gritando y juntando toda su fuerza, pero Bryson usó aquel impulso para alzar a su adversario y clavarle las uñas en los ojos, luego colocó la cabeza del hombre como una especie de escudo, justo delante de su cara. Ian nunca dispararía con tanto riesgo de darle a otro guardia.

De repente hubo una explosión, y Bryson sintió que la sangre le salpicaba. En el medio de la frente del guardaespaldas apareció un agujero rojo oscuro; el hombre se derrumbó, como un peso muerto. Ian, seguramente por accidente, había matado a su propio compañero.

Entonces Bryson dio un giro, arqueó su cuerpo hacia un lado y apenas evitó el impacto de otra bala, tras lo cual se dio la vuelta y escapó a través de la puerta hacia el vestíbulo. Hubo más balas, que astillaron la madera y dejaron marcas en los mamparos de metal. Mientras las alarmas sonaban por todas partes con un volumen ensordecedor, se echó a correr por el pasillo.

Ciudad de Washington

—Admitámoslo. Diga lo que diga, no lograré disuadirle, ¿no es así? —dijo Roger Fry mientras miraba con expectación al senador James Cassidy.

Durante los cuatro años en que Fry fue su principal asesor, contribuyó a redactar declaraciones en el Congreso y discursos para las campañas electorales. El senador lo había consultado cada vez que surgía un asunto espinoso. Fry, un hombre delgado y pelirrojo que tenía poco más de cuarenta años, era alguien en quien siempre podía confiar para una interpretación instantánea de los comicios. ¿Ayuda financiera a la industria láctea? Los opositores en la ciudad protestarían que es un crimen si se toma partido por aquélla, mientras que el lobby de la agricultura no les quitaría las manos de encima si tomaban partido en su contra. Con frecuencia Fry decía: «Jim, es un rollo, vota lo que te dicta la conciencia», a sabiendas que Cassidy había hecho carrera por actuar de este modo.

El último sol de la tarde se filtraba por las persianas, proyectaba sombras en el suelo de su oficina del Senado y hacía resaltar el brillo del escritorio de ébano lustrado de Cassidy. El senador por Massachusetts levantó la vista de los informes que estaba leyendo y se cruzó su mirada con la de Fry.

—Espero que comprendas lo valioso que eres para mí, Rog —dijo con una sonrisa dibujada en los labios—. Es porque eres tan bueno en cultivar el lado pragmático, diplomático, de negociación de este oficio, que de vez en cuando puedo ponerme de pie y decir lo que pienso.

Fry estaba siempre impresionado por el aspecto distinguido, endemoniadamente senatorial de Cassidy: su melena cuidada de pelo plateado y ondulado, sus rasgos como cincelados. El senador medía un metro noventa, era fotogénico gracias a su rostro ancho y los pómulos salientes, pero al verle de más cerca, lo que realmente le distinguía eran sus ojos: podían hacerse cálidos e íntimos, hacían sentir a los constituyentes que habían hallado a un alma gemela, o bien podían hacerse fríos e implacables, capaces de perforar a un testigo escurridizo que se presentaba en su comité.

—¿De vez en cuando? —repitió Fry sacudiendo la cabeza—. Demasiado a menudo, si he de decir la verdad. Demasiado a menudo como para no poner en entredicho su carrera como político. Y el día menos pensado le pasarán factura. La última elección no fue lo que se dice un paseo por el parque, si me permite recordarle.

—Te preocupas demasiado, Rog.

—Alguien ha de hacerlo aquí.

—Oye, a los constituyentes les importan estas cosas. ¿Ya te he mostrado esta carta?

Era de una mujer que vivía en Massachusetts, en una playa del norte. Llevó a juicio a una empresa de marketing porque descubrió que tenían un informe de treinta páginas a un espacio de información sobre ella, que cubría los últimos quince años de su vida. La empresa, y eso que estaba en el rubro de ventas, tenía información acerca de más de novecientos puntos, incluyendo somníferos, antiácidos, pomadas para las hemorroides y el jabón que usaba para ducharse; también sobre su divorcio, los tratamientos médicos, las clasificaciones crediticias, todas sus infracciones de tránsito. Pero no había nada de extraño en ello; la empresa tenía informes similares sobre millones de americanos. Lo único extraño fue que ella lo descubrió. Esa carta, y unas cuantas de su mismo tenor, fue lo que primero despertó las sospechas de Cassidy.

—Te olvidas, Jim, de que yo respondí a esa carta personalmente —contestó Fry—. Lo que digo es que en los tiempos que corren no se sabe dónde se mete uno. Así es cómo funcionan los negocios hoy en día.

—Por eso vale la pena hablar de ello —dijo el senador despacio.

—A veces es más importante vivir y dejar la lucha para otro día.

Pero Fry sabía cómo era Cassidy cuando se le metía algo en la cabeza: la indignación moral daba por tierra con los fríos cálculos del interés político. El senador no era un santo: a veces bebía demasiado y, sobre todo cuando era joven y tenía un cabello negro lustroso, se acostaba con medio mundo. Al mismo tiempo, Cassidy había mantenido siempre su integridad política: dado que había igualdad, de veras trató de hacer lo justo, por lo menos en los casos donde la justicia era tan clara como su coste político. Era una vena idealista a la que Fry debía hacer frente y, casi a su pesar, también debía respetar.

—¿Recuerdas cómo Ambrose Bierce definió al estadista? —El senador le guiñó un ojo—. Un político que, como consecuencia de una presión ejercida con la misma intensidad de todas partes, permanece erguido.

—Ayer estaba en el guardarropa y me enteré de que tiene un nuevo apodo —dijo Fry, con una sonrisa leve—. Le gustará ésta, Jim: «senador Casandra».

Cassidy frunció el ceño.

—Nadie escuchaba a Casandra, pero deberían haberlo hecho —gruñó—. Al menos ella podía decir que se lo advirtió…

Se interrumpió. Ya habían pasado por esto; habían tenido esta conversación. Fry sentía que debía protegerle, y Cassidy le había escuchado atentamente. Pero sobre este punto, no había ya nada que pudieran decirse.

El senador Cassidy iba a hacer lo que quisiera, y era inútil impedirlo. Costara lo que costara.