4

El fuerte sol del mediodía blanqueaba los edificios de esa manzana de la calle K, brillaba con luz trémula y se reflejaba en las ventanas de vidrio cilindrado de las oficinas. Al otro lado de la calle, Nicholas Bryson miraba atentamente el número 1324, un edificio que le era profundamente conocido y tan extraño a la vez. Le bajaba el sudor por el rostro y tenía la camisa blanca humedecida. Estaba junto a la ventana de una oficina vacía, con unos pequeños prismáticos pegados discretamente a la cara, hechos un ovillo y ocultos con una mano. Sin duda, el comercial de la agencia inmobiliaria que le había dado las llaves de aquel espacio vacío en alquiler pensó que era extraño que un hombre de negocios internacionales quisiera pasar unos minutos a solas, en lo que podría ser su oficina, para ver qué sensación le daba: el feng shui y todo eso. El agente inmobiliario pensó seguramente que Bryson era otro de aquellos hombres de negocios sensibles de la New Age, pero al menos le había dejado solo por un rato.

El pulso se le aceleró, las sienes le latían. No había nada de reconfortante o cordial en el moderno edificio de oficinas que hacía de sede central de su patrón, que durante tanto tiempo había sido su punto de referencia, un lugar de refugio y renovación, una isla de continuidad y palabras tranquilizadoras en un mundo violento y en constante cambio. Se quedó observando durante un buen cuarto de hora desde la oficina vacía y oscura, hasta que alguien golpeó en la puerta; el comercial había vuelto y sentía curiosidad por conocer el veredicto.

Era evidente que el 1324 de la calle K había cambiado, si bien las transformaciones eran sutiles. Las placas del frente del edificio, que anunciaban a sus ocupantes, habían sido reemplazadas por otras, aunque con nombres tan banales como los que había antes. Harry Dunne le dijo que habían abandonado el cuartel general de la calle K, pero Bryson se negaba a aceptarlo al pie de la letra. El Directorate se distinguía también por ocultarse a la vista de todos. «Estar desnudos es el mejor disfraz», solía decir Waller.

«¿Se había marchado entonces?». El COMITÉ AMERICANO DE LA INDUSTRIA TEXTIL y la JUNTA DE PRODUCTORES DE GRANOS DE ESTADOS UNIDOS sonaban tan plausibles como las otras organizaciones cuyas placas habían sido colocadas allí por algún artista creativo del camuflaje que trabajaba para el Directorate, ¿pero, a qué se debía el cambio? Había además otras alteraciones en el 1324 de la calle K. En un cuarto de hora de vigilancia discreta, Bryson había visto una cantidad inusual de gente que entraba y salía del edificio. Demasiada, por cierto, para tratarse de empleados de el Directorate o falsos contratistas. De modo que allí tenía lugar algo diferente.

Quizá Dunne tenía razón después de todo. Pero se le había activado el sistema de aviso previo. No aceptes nada al pie de la letra; cuestiona todo lo que te dicen. Otro consejo de Waller. Eso valía en todo caso para Waller y Dunne, y para cualquiera que estuviera en el negocio.

Había estado pensando durante horas en cómo entrar al edificio sin alertar a los ocupantes. Se planteó la cuestión como otro enigma del trabajo de campo que había de ser resuelto; en su imaginación, había ideado decenas de métodos ingeniosos para entrar, pero todos implicaban riesgos con pocas probabilidades de éxito. Entonces se acordó de un aforismo de Waller —maldita sea, de Gennady Rosovsky—: ante la duda, entra por la puerta principal. La mejor y más eficaz estratagema sería entrar abiertamente en el edificio, con descaro.

Sin embargo, la duplicidad era una parte necesaria de la estrategia de juego; siempre lo sería. Le dio las gracias al agente inmobiliario, le dijo que estaba interesado, y le pidió que preparara un contrato de alquiler. Le entregó una de sus tarjetas de visita falsas y luego le dijo al hombre que debía salir rápidamente hacia otra cita. Se aproximó a la entrada del edificio, con los sentidos alertas ante cualquier movimiento repentino, cualquier cambio en la gente de actitud o coloración que pudiera significar una amenaza.

«¿Dónde estaba Ted Waller entonces?».

«¿Dónde estaba la verdad? ¿Dónde la cordura?».

Los sonidos discordantes del tráfico aumentaron a su alrededor, la cacofonía se hizo abrumadora.

«—Es la única manera de que conozcas la verdad.

»—¿La verdad acerca de qué?

»Para empezar, la verdad acerca de sí mismo».

¿Pero dónde estaba la verdad? ¿Dónde las mentiras?

«Usted cree que es un puñetero héroe no celebrado… Cree que ha estado quince años al servicio de su país, trabajando para una agencia ultraclandestina conocida como el Directorate».

»¡Basta! ¡Era una locura!

»¿Elena? ¿Tú también? ¿Elena, el amor de mi vida, que ahora estaba fuera de ella tan abruptamente como llegó?

«Usted cree que ha estado una década y media al servicio de su país».

«¿La sangre que derramé, el miedo que me revolvía las entrañas, las innumerables ocasiones en que estuve a punto de perder la vida, de quitarle la vida a otros?».

«—Estoy hablando de la mayor táctica de espionaje del siglo veinte. Fue todo un elaborado ardid, ¿se da usted cuenta?

»—¡Está diciendo que toda mi vida ha sido una especie de… inmenso engaño!

»—Si le hace sentirse mejor, usted no era el único. Había decenas de personas en su misma situación. Lo que ocurre es que usted era su triunfo más espectacular.

»—¡Es una locura!

»—Usted es el único que sabe cómo huelen».

Alguien tropezó con él, y Bryson se agazapó de inmediato, con las manos abiertas y tensas a los costados y listo para atacar. No era un profesional, sino un ejecutivo alto y de aspecto atlético que llevaba un bolso de gimnasia y una raqueta de squash. El hombre miró a Bryson con el ceño fruncido y un poco de miedo. Bryson se disculpó; el ejecutivo lo miró con rabia y siguió por donde venía, deprisa y con nerviosismo.

«¡Enfréntate, haz frente al pasado, haz frente a la verdad!».

«¡Enfréntate a Ted Waller, que no era Ted Waller!».

Ahora Bryson sabía al menos eso. Aún tenía sus viejos contactos de la antigua KGB, el antiguo GRU, gente que vivía retirada o que había explorado nuevas formas de trabajo en un mundo mercenario tras el fin de la guerra fría. Hizo averiguaciones, revisó documentos, confirmó datos. Realizó algunas llamadas, usó nombres falsos, utilizó frases que parecían sin sentido pero que de hecho eran muy significativas. Contactó con gente que conocía de una vida anterior, una vida que estaba seguro de haber dejado atrás. Un comerciante de diamantes de Amberes; un abogado y hombre de negocios de Copenhague; un «asesor» y «mediador» en comercio internacional de Moscú. Alguna vez fueron fuentes clave, ex oficiales del GRU soviético que entre tanto habían emigrado y abandonado el mundo del espionaje del mismo modo que Bryson pensaba que lo había hecho. Todos ellos conservaban documentos en cajas fuertes, guardados en cintas magnéticas cifradas, o archivados simplemente en sus formidables cabezas. Todos ellos se sorprendieron, algunos se sintieron desconcertados, intimidados incluso, porque un hombre que había sido una leyenda en el negocio que les unía ahora contactase con ellos; un hombre que alguna vez había pagado con creces por su información y su asistencia. Por distintos caminos, le suministraron identidades que él revisó y confirmó varias veces.

Gennady Rosovsky y Edmund Waller eran una y la misma persona. No había ninguna duda al respecto.

Ted Waller —el padrino de Bryson, jefe, confidente y patrón— era en efecto un agente encubierto del GRU. Una vez más el hombre de la CIA, Harry Dunne, estaba en lo cierto. ¡Era una locura!

Al llegar al vestíbulo de entrada, advirtió que habían quitado el tablero del interfono en el que debía marcar una secuencia codificada de cifras que variaban constantemente; en su lugar, en una vitrina, había una lista de los bufetes de abogados y organizaciones de lobby que se encontraban en el edificio. Debajo de los nombres de cada empresa figuraban sus principales directivos con los respectivos números de teléfono. Se sorprendió al ver que la puerta de entrada se abría sin necesidad de anunciarse, sin trabas ni barreras de ninguna especie. Cualquiera podía entrar o salir.

Detrás de las puertas de vidrio, que ahora tenían el aspecto de ser de un vidrio corriente para ventanas, ya no blindado, el vestíbulo del interior había cambiado poco: un área destinada a la recepción, con un guardia de seguridad/recepcionista sentado detrás de un mostrador de mármol en forma de media luna. Un joven negro de chaqueta azul y corbata roja lo miró con poco interés.

—Tengo una cita con… —vaciló por una fracción de segundo mientras le venía en mente un nombre de la lista que había en el vestíbulo de entrada— John Oakes, del Comité Americano de la Industria Textil. Soy Bill Thatcher, de la oficina del congresista Vaughan. —Bryson fingió un acento ligeramente tejano; el congresista Rudy Vaughan era un representante de Tejas con mucho poder, cuya opinión, por el hecho de presidir comisiones, sin duda significaba mucho para el comité textil.

Los preliminares del caso dieron resultado. El guardia telefoneó al director del comité del lobby; a su asistente ejecutiva no le constaba que tuviera una cita con el principal asesor legislativo del congresista Vaughan, pero estaba más que dispuesta a hacer un sitio a una figura tan importante. Bajó una animada joven de pelo rubio esmerilado que acompañó a Bryson al ascensor, mientras le pedía incesantemente disculpas por la confusión.

Bajaron en la tercera planta, y un joven rubio, que tenía el pelo algo «vigorizado» le esperaba junto al ascensor en su traje elegante y de aspecto en exceso refinado. El señor Oakes vino de inmediato a su encuentro, con los brazos abiertos.

—¡Estamos agradecidos por el apoyo del congresista Vaughan! —exclamó el directivo, al tiempo que estrechaba la mano de Bryson con ambas manos. Y con voz segura agregó—: Sé que el congresista Vaughan comprende la importancia de mantener una América fuerte, libre de productos importados baratos y por debajo de su precio. Me refiero a las telas de Mauritania, ¡nuestro país no está para esas cosas! Sé que el congresista Vaughan lo comprende.

—El congresista Vaughan está interesado en saber más acerca del proyecto para las normas internacionales del trabajo que usted apoya —dijo Bryson, mirando a su alrededor mientras los dos iban por el pasillo que alguna vez había sido tan familiar. Pero no había nadie del antiguo personal, ni Chris Edgecomb ni nadie más de los que Bryson conocía sólo de vista. No estaban los módulos ni las centrales para las comunicaciones, tampoco los monitores de satélites globales. Ya nada era lo mismo, ni siquiera los muebles de oficina. Hasta la distribución de la planta había cambiado, como si hubieran destruido el interior de toda la planta. Había desaparecido la antigua despensa de armas de mano, y en su lugar había una sala de conferencias con paredes de vidrio ahumado y mesas y sillas de ébano de aspecto elegante.

El directivo demasiado bien vestido condujo a Bryson a su oficina, que estaba en el ángulo, y le invitó a sentarse.

—Entendemos que el congresista Vaughan volverá a presentarse a las elecciones del año que viene —dijo el hombre con aire confiado—, y consideramos vital apoyar a aquellos miembros del Congreso que comprenden la importancia de mantener fuerte la economía americana.

Bryson asintió distraídamente, mientras miraba a su alrededor. Era la oficina que una vez perteneció a Ted Waller. Si aún le quedaba una sombra de duda, ahora se había esfumado. Ésa no era una organización ficticia, una máscara.

El Directorate había desaparecido. No había rastros de Ted Waller, el único hombre que podría confirmar, o negar, la veracidad del relato que había hecho Harry Dunne, el hombre de la CIA, sobre la verdad acerca del Directorate.

«¿Quién miente? ¿Quién dice la verdad?».

¿Cómo podría encontrar a sus patrones si habían desaparecido de la faz de la tierra como si nunca hubieran existido?

Bryson estaba en un callejón sin salida.

Veinte minutos después, Bryson regresó al parking, a su vehículo alquilado, y pasó por todos los controles que alguna vez habían sido parte de su vida. El pequeño filamento sensible a la presión que puso en funcionamiento junto al pomo de la puerta del conductor estaba aún en su sitio, al igual que el filamento del lado del acompañante; si alguien hubiera intentado forzar el seguro o entrar al coche, habría activado los indicadores sin saberlo. Se hincó rápidamente de rodillas e inspeccionó brevemente la parte de abajo del automóvil para cerciorarse de que nadie hubiera colocado algún dispositivo. No había notado que nadie le siguiera a la calle K ni al parking, pero ya no se convencía de tales esfuerzos para no ser vigilado. Cuando arrancó el coche, sintió ese viejo nudo en el estómago que le era tan familiar, un ganglio tenso que no había sentido hacía años. El momento de la verdad pasó sin incidentes, no hubo detonación alguna al encender el motor.

Subió a través de varios niveles hasta llegar a la salida del garaje, donde insertó la tarjeta magnética en la máquina que controlaba la barrera. La tarjeta salió despedida hacia atrás, no la aceptaba. Demonios, se dijo entre dientes. Era casi gracioso (casi, pero no mucho) que a pesar de todas las precauciones que había tomado, ahora se demorara por un simple fallo técnico. Volvió a insertar la tarjeta; tampoco esta vez activó la barrera. El empleado del parking, con aire aburrido, salió de su caseta, se dirigió a la ventanilla abierta de Bryson y le dijo:

—Déjeme probar, caballero.

La insertó en la máquina, pero de nuevo fue rechazada. Le echó un vistazo a la tarjeta, asintió como si hubiera comprendido en el acto y se aproximó a la ventanilla del coche.

—Caballero, ¿es la misma tarjeta que le dieron al entrar? —preguntó el empleado mientras se la devolvía a Bryson.

—¿Qué quiere decir? —dijo Bryson irritado.

¿Acaso cuestionaba el empleado que aquél fuera en efecto el coche de Bryson, por si intentaba apropiarse de uno que no fuera suyo? Se volvió para mirar al empleado y hubo algo que le molestó de inmediato, el aspecto que tenían sus manos.

—No, caballero, no me malinterprete —dijo el empleado que se inclinaba sobre él.

Bryson sintió de repente el acero frío de un cañón sobre la sien izquierda. ¡El empleado empuñaba una pistola de pequeño calibre sobre la sien de Bryson! ¡Era una locura!

—Lo que digo, caballero, es que ahora quiero que ponga las dos manos sobre el volante —dijo el empleado con voz firme y baja—. Preferiría no tener que usar esto.

¡Santo cielo!

¡Eso era! Las manos, las uñas cuidadas, eran las manos suaves y bien tratadas de un hombre que se preocupa desmesuradamente por su aspecto, que probablemente se movía en círculos exclusivos y adinerados, y debía estar a la altura. No correspondían a las manos de un empleado de parking. ¡Pero se dio cuenta demasiado tarde! El empleado abrió de golpe la puerta de atrás y se metió en el coche, otra vez con la pistola apuntada en la sien de Bryson.

—¡Vámonos! ¡Hágalo andar! —gritó el falso empleado cuando se abrió la barrera—. No quite las manos del volante. Sería una lástima que me resbalara y apretara el gatillo por error, ¿no cree? Vamos a dar un paseo, usted y yo. A tomar aire fresco.

Bryson, que había guardado su arma en la guantera, no tenía más remedio que salir del garaje a la calle K y seguir las indicaciones del falso empleado. Cuando el coche se incorporó al tráfico, Bryson sintió que el cañón de la pistola le apretaba aún más la sien izquierda, y oyó la voz baja y firme del hombre que iba detrás.

—Usted sabía que este día iba a llegar, ¿o no? —dijo el profesional—. Es probable que nos ocurra a todos en algún momento. Se pasa un poco de la raya, va demasiado lejos. Empuja cuando debería de haber jalado. Mete las narices en algo que ya no es asunto suyo.

—¿Le importa decirme adónde vamos? —dijo Bryson, tratando de que su voz sonara firme. El corazón le palpitaba, la cabeza iba a toda velocidad. Y añadió, como un comentario al margen—. ¿Le molesta si pongo las noticias…?

Estiró la mano derecha con aire despreocupado hacia el interruptor de la radio, luego sintió que el cañón de la pistola le golpeaba la sien, al tiempo que el hombre bramaba:

—¡Maldito sea, vuelva a poner las manos sobre el volante!

—¡Joder! —exclamó Bryson por el dolor—. ¡Tenga cuidado!

El asesino no tenía idea de que Bryson llevaba la Glock pegada a la espalda, en la funda de la cintura. Pero no iba a correr ningún riesgo.

¿Cómo sacarla, entonces? El asesino a sueldo —porque sin duda alguna era un asesino a sueldo, supo Bryson, un profesional que trabajaba para el Directorate o un empleado contratado— insistió en que Bryson mantuviera las manos todo el tiempo a la vista. Ahora tenía que seguir sus instrucciones y esperar un momento de distracción por parte de su raptor. Sus marcas distintivas eran evidentes: el plan de acción firme; los movimientos rápidos y efectivos; incluso la labia.

—Digamos que vamos a algún lugar fuera del sistema de autopistas, donde dos tíos puedan hablar tranquilamente. —Pero hablar, comprendió Bryson con aire lúgubre, era lo último que el asesino a sueldo tendría en mente—. Dos tíos del mismo oficio que se encuentran por casualidad en los dos extremos de la pistola, eso es todo. Nada personal, estoy seguro de que comprenderá. Estrictamente profesional. Un momento pone el ojo en la mira, y un minuto después lo pone en el cañón. Sucede. La rueda gira todo el tiempo. Estoy seguro de que fue muy bueno en su época, por lo que no tengo dudas de que lo afrontará como un hombre.

Bryson, al considerar las alternativas que tenía, no respondió. Había estado innumerables veces en circunstancias similares, pero nunca, salvo al principio de su época de adiestramiento, al otro extremo de la pistola. Sabía lo que pensaba en aquel preciso instante el hombre que tenía detrás, la manera en que trazaba su plan mental: si A, entonces B… Cómo un movimiento súbito de Bryson, una indicación no acatada, el volante que girara en la dirección equivocada, daría inicio a una medida en contra. El asesino a sueldo haría lo posible por no apretar el gatillo mientras estuvieran metidos en el tráfico, por temor a que el vehículo perdiera el control y pusiera en peligro a otra gente. Ese conocimiento de las opciones de que disponía el enemigo era una de las pocas cartas que Bryson tenía para jugar.

Pero al mismo tiempo, era muy consciente de que aquel tipo no vacilaría en dispararle directamente a la cabeza si había de hacerlo, abalanzándose sobre el volante para no perder la dirección. Bryson no estaba conforme con su suerte.

Cruzaron el Key Bridge.

—Izquierda, —gritó el hombre, indicando hacia el aeropuerto nacional Reagan.

Bryson obedeció, hizo un esfuerzo por parecer sumiso y resignado, lo mejor para coger al otro desprevenido.

—Ahora tome esta salida —continuó el asesino.

La salida los llevaba a la zona más próxima al aeropuerto, donde casi todas las agencias de alquiler de coches tenían sus oficinas.

—Podría haberme liquidado en el parking —murmuró Bryson—. Debería haberlo hecho, en realidad.

Pero el asesino a sueldo tenía demasiados recursos como para meterse en una discusión táctica o para permitirle a Bryson que pusiera en duda su competencia. Obviamente habían informado en detalle al experto sobre la naturaleza mental de Bryson y sobre cómo reaccionaría en una circunstancia así.

—Ah, ni siquiera lo intente —dijo el profesional con una risa entre dientes—. Habrá visto todas las cámaras de vídeo, los testigos potenciales. Usted comprenderá. Apuesto a que usted tampoco lo habría hecho. No si he de basarme en lo que he oído acerca de su talento.

Un desliz, pensó Bryson. El tío era evidentemente un empleado contratado, alguien de fuera, lo cual quería decir que no contaba con apoyo. Probablemente operaba por cuenta propia. Un miembro de el Directorate estaría protegido por otros. Era un dato valioso que guardaría para cuando llegara el momento.

Bryson condujo el coche hacia un aparcamiento vacío, al final de lo que había sido un espacio para coches usados. Aparcó como le ordenaban. Giró la cabeza a la derecha para dirigirse al hombre, luego sintió cómo el cañón de la pistola se le incrustaba en la sien: el profesional no ocultaba su disgusto.

—No se mueva —dijo la voz acerada.

Bryson volvió a mirar al frente y preguntó:

—Al menos podría hacerlo ahora mismo.

—De este modo siente lo que han sentido los otros —dijo el profesional, divertido—. El miedo, la impotencia y la desesperanza. La resignación.

—Se está poniendo demasiado filosófico para mi gusto. Apuesto a que ni siquiera sabe quién le firma sus cheques.

—Con tal de que tengan fondos, el resto no me importa.

—No importa quiénes sean, ni lo que hagan —dijo Bryson con calma—. No importa si trabajan en contra de Estados Unidos o no.

—Como dije, con tal que los cheques tengan fondos. No hago política.

—Ésa es una manera de pensar a muy corto plazo.

—Nuestro oficio es a corto plazo.

—No tiene por qué serlo. —Bryson dejó pasar un momento de silencio—. No si llegamos a un acuerdo mutuo. Todos ganamos algo; es lo que se espera de nosotros. Cuentas secretas, gastos reembolsados y exagerados, se entiende. Guardamos un porcentaje de nuestros viáticos, dinero lavado e invertido en el mercado. Ponga a trabajar el dinero. Yo estoy dispuesto a poner a trabajar una parte ahora mismo.

—Comprarse su propia vida —dijo el profesional con aire solemne—. Pero parece olvidarse de que mi sustento va más allá de una transacción. Puede que usted tenga una cuenta, pero está todo el maldito banco. Y uno no apuesta contra la banca.

—No, no se apuesta contra la banca —concedió Bryson—. Bastará con decir que el objetivo era mejor de lo que había pensado, más hábil. Que consiguió escapar, joder, qué bueno es ese tío. No dudarán de usted sobre eso; es lo que quieren creer de todos modos. Usted se queda con el anticipo, con el depósito, y yo le pago el doble de lo que le pagan ellos. Es una norma de la profesión, amigo.

—Las cuentas se vigilan con mucho cuidado en estos tiempos, Bryson. Ya no es como cuando usted estaba activo. El dinero es digital, y las transacciones digitales dejan huellas.

—El dinero en efectivo no deja huellas, no si los billetes no son de la misma serie.

—Hoy en día todo deja huellas, y usted lo sabe. Lo siento, tengo un trabajo que cumplir. Y en este caso es facilitar un suicidio. Tiene un historial depresivo, como usted sabrá. No ha tenido una vida privada digna de mención, y las arboledas de la academia no se pueden comparar con las emociones del trabajo de espía. Un psiquiatra y psicofarmacólogo de renombre le diagnosticó una depresión clínica…

—Lo siento, los únicos psiquiatras que he visto eran del gobierno, y eso fue hace años.

—Hace unos días, según los informes de su seguro médico —replicó el asesino con una sonrisa lúgubre en la voz—. Ha estado viendo a un psiquiatra durante más de un año.

—¡Gilipolleces!

—Con bases de datos computarizadas, todo es posible en los tiempos que corren. Los informes farmacéuticos también: antidepresivos que le recetaron, que usted compró, junto a ansiolíticos y somníferos. Todo estará allí. Además de una nota de suicidio en su ordenador, me han dicho.

—Las notas de suicidio casi siempre se escriben a mano, nunca a máquina ni en ordenador.

—Vale. Usted y yo hemos tendido trampas para que parecieran suicidios, estoy seguro. Pero créame, nunca nadie llegará tan lejos en la investigación. No habrá autopsia para usted. No tiene familia que la requiera.

Las palabras del profesional, si bien indudablemente ensayadas, herían lo mismo porque eran verdad: no tenía familia, desde que Elena le había dejado. Desde que el Directorate asesinó a mis padres, agregó con amargura para sus adentros.

—Pero déjeme decirle que me siento honrado de que me hayan dado esta misión —continuó el asesino a sueldo—. Dicen que, después de todo, usted era uno de los mejores agentes.

—¿Por qué cree que le dieron la misión? —preguntó Bryson.

—No lo sé, y tampoco me importa. Un trabajo es un trabajo.

—¿Y usted espera seguir con vida? ¿Cree que le querrán contando historias por ahí? ¿Quién sabe cuánto le he contado? ¿De veras cree que sobrevivirá a este último trabajo?

—La verdad es que no me importa un carajo —dijo el hombre sin mucha convicción.

—No, no creo que sus patrones hayan pensado ni por un instante en dejarle con vida —continuó Bryson con aire lúgubre—: ¿Quién diablos puede saber lo que yo le he contado?

—¿Qué está tratando de insinuar? —preguntó el asesino a sueldo tras un momento incómodo de silencio.

Pareció vacilar por un instante; Bryson sintió que la presión de la pistola en la sien había disminuido un momento. Era todo el margen que necesitaba, este segundo o dos de auténtica indecisión por parte del supuesto asesino. Lentamente, apartó la mano izquierda del volante y la deslizó por detrás de la espalda. ¡Tenía la Glock! Con la velocidad del rayo apuntó contra el respaldo de su asiento y, disparando a ciegas, apretó el gatillo una y otra vez en una secuencia al hilo. Tres explosiones rápidas llenaron el interior del coche, las balas de grueso calibre perforaron el asiento y el ruido fue ensordecedor. ¿Había alcanzado al hombre? En un instante obtuvo la respuesta, cuando el cañón de la pistola cayó rozándole la nuca. Bryson se dio la vuelta, apuntando ahora con su pistola, y vio que el hombre estaba muerto, le había volado la mitad de la frente.

Esta vez se encontraron en Langley, en la oficina de Dunne, en la séptima planta del nuevo edificio de la agencia. Se evitaron los procedimientos corrientes de seguridad; Bryson fue admitido al cuartel general de la CIA con un mínimo de ceremonia.

—¿Cómo es que no me sorprende que los chicos del Directorate le declararan perdido para su causa? —dijo Harry Dunne con una risa áspera que se convirtió en una sostenida tos de fumador—. Me parece que han debido de olvidar con quién estaban tratando.

—¿Qué quiere decir?

—Que es mejor que cualquiera de los que ellos pueden mandar tras usted, Bryson. Por el amor de Dios, uno pensaría que a estas alturas esos puñeteros vaqueros ya lo sabrían.

—Lo que también saben es que no me quieren en esta oficina, en este edificio, hablando hasta por los codos.

—Ojalá tuviera algo que contarnos —replicó Dunne—. Pero sabían muy bien cómo manteneros aislados, atomizados. No conoce los verdaderos nombres, sólo nombres falsos, y eso no nos sirve de mucho. Nombres falsos que son, o eran, del dominio del Directorate y de los que no aparece nada en nuestra búsqueda interna de datos. Como ese «Próspero» que usted menciona todo el tiempo.

—Ya le he dicho, no le conozco por otro nombre. Además, fue hace más de quince años. Y ese tiempo en acción es como una era geológica. Próspero era, según creo, de origen belga. Un agente de muchos recursos.

—Los mejores retratistas de la agencia han hecho un dibujo basado en su descripción, y estamos intentando comparar la imagen con fotografías y retratos de archivo, con descripciones verbales. Pero el software de inteligencia artificial no está aún muy desarrollado. Es arduo, es un trabajo azaroso. Hasta ahora tenemos un sólo hallazgo. Un tío con el que usted dice haber trabajado en Shanghai en un caso particularmente sensible de abducción.

—Sigma.

—Ogilvy. Frank Ogilvy, de Hilton Head, Carolina del Sur. O quizá debería decir, era de Hilton Head.

—¿Se mudó? ¿Le trasladaron?

—Una playa repleta, un día de calor. Hace siete años. Al parecer se desplomó de un fuerte ataque al corazón. Causó una pequeña conmoción en el paseo marítimo aquel día, nos dijo un testigo, a pesar de que había tanta gente.

Bryson se quedó en silencio un instante, examinó las paredes sin ventanas de la oficina de Dunne y pensando:

—Si busca hormigas, encuentre usted su pícnic —dijo de pronto.

—¿Cómo dice? —Dunne había vuelto a distraerse y a hacer trizas un cigarrillo.

—Era un dicho de Waller. «Si busca hormigas, encuentre usted su pícnic». En vez de buscar dónde estaban, lo que hemos de descubrir es dónde están. Pregúntese: ¿Qué necesitan? ¿Qué tienen ganas de comer?

Dunne apoyó el cigarrillo deshecho y de pronto levantó la vista, atento.

—Armamento, se dice. Parece que están tratando de acumular un arsenal. Creemos que van a instigar alguna especie de turbulencia al sur de los Balcanes, aunque su objetivo final está en otra parte.

—Armamento. —Algo se le estaba ocurriendo a Nick.

—Armas y munición. Pero material sofisticado. —Dunne se encogió de hombros—. Cosas que saltan por la noche. Cuando las bombas y las balas empiezan a volar por los aires, hasta nuestros generales empiezan a parecer más atractivos. No importa lo que estén tramando, hemos de ponerle fin. Cueste lo que cueste.

—¿Cueste lo que cueste?

—Usted y yo lo entendemos. Si bien el honesto Richard Lanchester nunca lo hizo. Un montón de buenas intenciones, ¿pero adónde va uno a parar con tanto idealismo? Fíjese que todos los santos han muerto. —El venerable y adorado Richard Lanchester era director del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca—. Dick Lanchester cree en normas y reglamentos. Pero el mundo no se atiene a las reglas. En todo caso, a veces hay que violarlas para salvarlas.

—No se puede jugar con las Reglas de Queensbury, ¿no es así? —dijo Bryson, recordando las palabras de Ted Waller.

—Dígame cómo hacía para conseguir el armamento. No creo que usara las requisas del gobierno estadounidense. ¿Recoge armas por la calle o qué?

—En realidad, siempre fuimos puntillosos con nuestros instrumentos, como los llamábamos. Las municiones. Y tiene razón. A causa de las restricciones, el secreto confidencial, debíamos reunir el material nosotros mismos. No podíamos simplemente ir a un almacén del ejército con una orden de transferencia. Por ejemplo, una operación bastante típica de artillería intensiva, como en las Comores, en el ochenta y dos, en que la idea era impedir que una banda de mercenarios tomara el poder.

—Eran de la CIA —intervino Dunne, casi fatigosamente—. Y todo lo que querían era liberar a una docena de ingleses y americanos que un coronel chiflado llamado Patrick Denard había secuestrado para pedir rescate.

Bryson se estremeció, pero continuó hablando.

—Primero, unos cientos de fusiles de asalto Kaláshnikov. Son baratos, fiables, ligeros y se hacen en unos diez países, de modo que son difíciles de rastrear. Se necesitaría un pequeño número de rifles para francotiradores con miras de visión nocturna, preferentemente BENS 9.304 o una mira nocturna Jaguar. Plataformas de lanzamiento para cohetes y granadas, en particular CPAD Tech. Los misiles Stinger pueden ser muy útiles. Los griegos los fabrican en grandes cantidades y con licencia, además son fáciles de conseguir. Después está la guerrilla kurda, el PKK, que junta fondos vendiéndolos a los tigres tamiles, el LTTE.

—No le sigo.

Bryson suspiró con impaciencia.

—Cuando se envían armas ilegalmente, siempre hay una cantidad importante que se extravía. De alguna manera se pierden unas cuantas en cada cargamento.

—Se caen del camión.

—Es una manera de decirlo. Después, claro, necesitará acumular municiones. Allí es donde los aficionados siempre se equivocan: acaban siempre con más armas que municiones.

Dunne lo miraba extrañado.

—Usted era bueno, entonces.

No era una pregunta, y tampoco era una queja.

Bryson se puso de pie enseguida, con los ojos bien abiertos.

—Sé dónde encontrarlas. Por dónde empezar, digamos. Exactamente en este momento del año —miró la fecha en su reloj digital—, diablos, en unos diez días habrá un bazar flotante de armas que tiene lugar todos los años en la Costa da Morte, en aguas internacionales frente a la costa de España. Es una institución que ya lleva unos veinte años, un acontecimiento tan regular como el desfile del Día de Acción de Gracias de Macy’s. Un enorme buque contenedor, repleto de municiones de primer orden y los mayores traficantes de armas para hacerles compañía. —Bryson hizo una pausa—. El nombre registrado de este buque es Armada española.

—El pícnic —dijo Dunne con una sonrisa astuta—. Donde se reúnen las hormigas. Claro. No es una mala idea.

Bryson asintió, sus pensamientos volaban muy lejos. La idea de volver a su antiguo estilo de trabajo —sobre todo ahora, que se daba cuenta de cómo le habían engañado— lo llenaba de asco. Pero además había algo, otra emoción: la rabia. El deseo de venganza. Y otra emoción más, más sosegada: la necesidad de entender, de hurgar en su propio pasado. De sacar a relucir todos los secretos y mentiras hasta dar con la verdad. Una verdad con la que pudiera vivir en paz.

—Así es —agregó Bryson con aire fatigado—. Para cualquier grupo, ya sea fuera de la ley o en trabajo clandestino para el gobierno, que esté interesado en adquirir armamento sin escrutinio oficial, el Armada española siempre es un pícnic.