3

En las montañas Blue Ridge, en el oeste del estado de Virginia, cerca de las fronteras con Tennessee y Carolina del Norte, la CIA mantiene un área apartada de bosque de madera brava entremezclada con piceas septentrionales, abetos y pinos blancos, una superficie total de unos doscientos acres. Forma parte de la zona de Little Wilson Creek, dentro del Bosque Nacional Jefferson, y es un territorio accidentado con una amplia variedad de elevaciones salpicadas de lagos, ríos, arroyos y cataratas, muy alejado de los principales senderos de excursionismo. Los pueblos más cercanos, Troutdale y Volney, no se encuentran a corta distancia. Esta reserva natural, rodeada de una cerca eléctrica de seguridad y alambre de concertina, es conocida en la Agencia por el nombre genérico, soso y bastante olvidable de «la Sierra».

Allí, entre los afloramientos rocosos, se prueban ciertas formas exóticas de instrumentación, tales como explosivos en miniatura. Se han instalado también varios transmisores y mecanismos de seguimiento, con las frecuencias calibradas fuera del alcance del enemigo.

Es perfectamente posible que uno pase algún tiempo en la Sierra y no advierta el edificio bajo de hormigón y vidrio que sirve a la vez de sede central de la administración, las instalaciones para el entrenamiento y las conferencias, y los cuarteles. El edificio está ubicado a unos cien metros de un claro que hace las veces de helipuerto y que, debido a las peculiaridades de su altura y de la vegetación que lo rodea, es casi imposible de hallar.

Harry Dunne habló poco durante el viaje a Virginia. De hecho, la única oportunidad de entablar conversación fue el corto trayecto en limusina al helipuerto del campus; durante el viaje en helicóptero a la Sierra, los dos, acompañados del taciturno ayudante de campo de Dunne, llevaban auriculares para protegerse del ruido. Al aterrizar con el helicóptero verde oscuro del gobierno, los tres hombres fueron recibidos por un asistente de aspecto anónimo.

Bryson y Dunne, con los inseparables asistentes, pasaron a través del vestíbulo principal, de aspecto corriente, y bajaron unas escaleras hacia una cámara subterránea, espartana y de techo bajo. Sobre las paredes blancas y lisas había dos monitores grandes y planos, que parecían telas rectangulares vacías. Los dos hombres tomaron asiento en una mesa resplandeciente de acero cepillado. Uno de los silenciosos asistentes desapareció; el otro se sentó en su puesto justo afuera de la puerta cerrada de la cámara.

En cuanto Dunne y Bryson se sentaron, Dunne empezó a hablar sin ceremonia ni preámbulos.

—Permítame que le diga lo que yo creo que usted cree —comenzó—. Cree que es un puñetero héroe no celebrado. Ésa es de hecho la convicción central e incuestionable que le ha permitido soportar una década y media de tensiones tan brutales a las que cualquier hombre de menos valía habría sucumbido hace ya mucho tiempo. Cree que ha pasado quince años al servicio de su país, trabajando para una agencia ultraclandestina conocida como el Directorate. Prácticamente nadie más, ni siquiera al más alto nivel del gobierno de Estados Unidos, sabe de su existencia, con la posible excepción del director del consejo de asesores del presidente para inteligencia extranjera y un par de figuras clave de la Casa Blanca que han revisado hasta en el culo. Un círculo cerrado, o mejor, lo más cercano a un círculo cerrado que se puede llegar a conseguir en este mundo corrupto.

Bryson respiró larga y pausadamente, decidido a no delatar sus emociones con cualquier muestra de asombro. Pero estaba asombrado: el de la CIA estaba enterado de cosas que habían permanecido tapadas con extraordinaria minuciosidad.

—Hace diez años, incluso recibió una Medalla de Honor del Presidente por la excelencia de los servicios prestados —continuó Dunne—. Pero como sus operaciones eran tan secretas, no hubo ceremonia ni presidente, y apuesto a que ni siquiera le dejaron conservar la medalla.

Bryson recordó enseguida aquel momento: Waller abrió la caja y le enseñó el pesado objeto de bronce. Naturalmente, si Bryson hubiera sido invitado a la Casa Blanca para la presentación, habría puesto inaceptablemente en peligro el secreto operativo; aun así, estaba de todas maneras hinchado de orgullo. Waller le preguntó si eso le molestaba: el que hubiera alcanzado el máximo honor dado a un civil en América y que nadie lo supiera nunca. Y Bryson, emocionado, le dijo honestamente que no: lo sabía Waller, lo sabía el presidente; su obra había hecho del mundo un sitio un poco más seguro, y eso le bastaba. Lo decía en serio. Ésa era, en una cascara de nuez, la ética del Directorate.

Dunne apretó una secuencia de botones en un tablero de control empotrado en la mesa de acero, y los monitores gemelos brillaron con luz trémula antes de mostrar imágenes. Primero fue una fotografía de Bryson cuando era estudiante universitario en Stanford, no un retrato oficial, sino una foto espontánea sacada sin que él lo supiera. Luego hubo otra de él en la región montañosa del Perú, vestido en traje de faena; esa foto se disolvió en una imagen de él con la piel teñida y barba blanca, en que se hacía pasar por un cierto Jamil Al-Moualem, un experto sirio en municiones.

El asombro es una emoción imposible de sostener por mucho tiempo: Bryson sintió cómo de la sorpresa pasaba poco a poco a un profundo disgusto, y después a la rabia. Obviamente estaba atrapado en el medio de una riña entre agencias sobre la legalidad de los métodos que empleaba el Directorate.

—Fascinante —intercaló secamente Bryson, rompiendo por fin el silencio—, pero le sugiero que plantee esta cuestión para discutirla con alguien mejor ubicado que yo. Hoy por hoy, la enseñanza es mi única profesión, como supongo que ya sabe.

Dunne se inclinó hacia él y le dio una palmada cómplice en el hombro, sin duda con la intención de tranquilizarle.

—Amigo mío, el problema no es lo que nosotros sepamos. Es lo que sabe usted, y, más precisamente, lo que no sabe. Usted cree que ha pasado quince años al servicio de su país. —Dunne se volvió y clavó su mirada en Bryson.

Despacio, con voz acerada, Bryson contestó:

—Sé que ha sido así.

—Ya ve, ahí es donde se equivoca. ¿Qué me diría si le contara que el Directorate de hecho no es parte del gobierno de Estados Unidos? Que nunca lo ha sido. Todo lo contrario, joder. —Dunne se recostó en su silla y se pasó una mano por el mechón blanco desordenado—. Ah, mierda, no le será fácil oír esto. No es fácil para mí decirlo, créame. Hace veinte años, hube de traer a un tío. Pensó que estaba espiando para Israel, y era un verdadero fanático al respecto. No me quedó otro remedio que explicarle que había estado trabajando para el enemigo. Era Libia la que estaba pagando por sus servicios. Todos los contactos, controles, citas de hotel en Tel Aviv, todo era parte de la trampa. Poco sólida, por lo demás. El gilipollas de todos modos no debería haber jugado a dos bandas. Pero no pude evitar sentir lástima por él cuando se enteró de quiénes eran sus verdaderos patrones. Nunca olvidaré su cara.

La cara de Bryson era la que ahora se acaloraba.

—¿Qué diablos tiene que ver eso conmigo?

—Se suponía que al día siguiente deberíamos acusarle en una sala a puertas cerradas del Departamento de Justicia. El tío se mató antes de que pudiéramos hacerlo. —Una de las pantallas se disolvió en otra imagen—. Éste es el tío que le reclutó a usted, ¿no es cierto?

Era una fotografía de Herbert Woods, el director de estudios de Bryson en Stanford y un historiador eminente. A Woods siempre le gustó Bryson, admiraba el hecho de que hablara con fluidez un montón de lenguas y que tuviera un talento insuperable para memorizar. Probablemente le gustaba el hecho de que tampoco fuera un flojo como atleta. Mente sana en cuerpo sano. Woods creía en eso.

La pantalla se apagó, luego llameó con una foto granulada del joven Woods en una calle que Bryson reconoció de inmediato como la calle Gorki en Moscú, que tras el fin de la guerra fría volvió a ser Tverskaya, el nombre que tenía antes de la Revolución.

Bryson se echó a reír, sin temor a hacer el ridículo.

—Esto es una locura. Me va a «revelar» el hecho «comprometedor» de que Herb Woods de joven era comunista. Pues, lo siento: todo el mundo lo sabe. Por eso es que fue un anticomunista tan acérrimo: sabía de primera mano lo seductora que había sido una vez aquella retórica utópica y tonta.

Dunne sacudió la cabeza; la expresión del rostro era críptica.

—Quizá me esté adelantando. Antes le dije que lo único que quería era que me escuchara. Usted es un historiador ahora, ¿no? Bien, tenga un poco de paciencia si le doy una pequeña lección de historia. Habrá oído hablar del Trust, entonces.

Bryson asintió con la cabeza. El Trust era considerado en general la mayor red de espionaje del siglo XX, sin excepción. Fue una operación clandestina que duró siete años, invención del jefe del espionaje de Lenin, Félix Dzerzhinski. Poco después de la Revolución rusa, la Cheka, la organización de la inteligencia soviética que más tarde se convertiría en el KGB, fundó en secreto un grupo disidente falso del que participaba una cantidad de miembros de alto rango del gobierno soviético, supuestamente desencantados y que creían (o al menos corría el rumor), que el derrumbe de la URSS era inminente. Con el tiempo, el Trust atrajo a grupos antisoviéticos en el exilio; en efecto, las unidades de inteligencia occidentales se hicieron cada vez más dependientes de la información —completamente fraudulenta, claro está— que aquél proporcionaba. No sólo era un engaño brillantemente ideado para confundir a todos los gobiernos del mundo que querían el hundimiento de la Unión Soviética, sino que además era una manera extremadamente efectiva de que Moscú penetrara las redes de sus principales enemigos en el extranjero. Y funcionó a la perfección. Tan bien, de hecho, que el Trust se convirtió en un estudio de casos para la operación ideal de engaño, que se enseñaba en las agencias de inteligencia del mundo entero.

Para cuando se descubrió la naturaleza del subterfugio, a fines de los años veinte, era demasiado tarde. Los líderes del exilio habían sido secuestrados y asesinados, se destruyeron las redes de colaboradores, los desertores potenciales se ejecutaron en Rusia. Las fuerzas locales de oposición al régimen soviético nunca se recuperaron. Era, en palabras de un eminente analista de inteligencia americano, «la operación de engaño sobre la cual estaba construido el Estado soviético».

—Ahora es usted el que habla de historia antigua —dijo Bryson asqueado, mientras se movía impacientemente en su silla.

—Nunca subestime el poder de la inspiración —dijo Dunne—. A principios de los años sesenta, había un pequeño círculo de cerebros en el GRU, la inteligencia militar soviética, si es que no lo considera una contradicción en sus términos. —Se rió entre dientes—. Esos tíos llegaron a la conclusión de que sus agencias de inteligencia estaban castradas, eran ineficaces y abrevaban en la misma fuente de desinformación que cada una de ellas había creado; o, para decirlo en otras palabras, mucho ruido y pocas nueces. La manera en que esos tíos lo descubrieron (y eran genios, se entiende, con coeficientes de inteligencia fuera de lo común, lo mejor de lo mejor) fue que las agencias pasaban la mayor parte del tiempo mordiéndose la cola. Esos tíos, que se llamaban a sí mismos Shakhmatisti, los ajedrecistas o el club de ajedrez, despreciaban a sus propios agentes rusos sin tacto, y sentían el mayor desdén por aquellos americanos que cooperaban con ellos: a sus ojos, no eran más que unos pobres desgraciados. Entonces volvieron a fijarse en el Trust y trataron de ver si podían aprender algo de aquello. Querían reclutar a los mejores y más brillantes del campo enemigo, igual que nosotros, y dieron en cómo lograrlo. Igual que nosotros. Los reclutarían para una vida llena de aventuras.

—No comprendo.

—Nosotros tampoco lo comprendíamos, hasta hace muy poco. Sólo en los últimos años la CIA supo de la existencia del el Directorate. Y, más importante aún, lo que el Directorate significaba.

—Trate de ser claro.

—Estoy hablando de la mayor táctica de espionaje del siglo XX. Fue todo un elaborado ardid, ¿se da usted cuenta? Como el Trust. El golpe maestro de esos genios del GRU fue establecer una operación de penetración justamente en suelo enemigo: nuestro suelo. Una agencia supersecreta de espías que constaba de un montón de gente de talento que no tenía idea de la identidad de sus verdaderos jefes, conocidos tan sólo como el Consorcio, y que tenían instrucciones de ocultar su trabajo a todos y cada uno de los funcionarios del gobierno de Estados Unidos. Eso era puertas afuera. ¡No se lo pueden decir a nadie, sobre todo al gobierno para el que, al parecer, trabajan! Me refiero a americanos de pura cepa, que se levantaban por la mañana, bebían su café Maxwell y ponían su pan Wonder en el tostador hasta que se iban al trabajo en sus Buicks y Chevys, y salían al mundo y arriesgaban sus vidas, pero nunca sabían quiénes eran sus verdaderos patrones. Funcionó como un reloj, como una estafa clásica y a lo grande de otros tiempos.

Bryson no podía soportar un minuto más aquella letanía.

—¡Maldito sea, Dunne! ¡Basta! Son todo mentiras, un montón de malditas mentiras. Si de veras cree que me tragaré esa mierda es que ha perdido la maldita razón. —Se puso de pie abruptamente—. Déjeme salir echando leches de aquí. Estoy harto de su obra de teatro barata.

—No esperaba que me creyera. Al menos no al principio —dijo Dunne con calma, sin moverse apenas de su asiento—. Coño, yo tampoco lo creería. Pero tenga un minuto de paciencia. —Con un gesto indicó una de las pantallas—. ¿Conoce a este tío?

—Ted… Edmund Waller —suspiró Bryson.

Delante de él tenía una fotografía de Waller cuando era mucho más joven, macizo pero no obeso aún, vestido con el uniforme del Ejército ruso en lo que parecía ser una especie de ceremonia en la Plaza Roja. En el fondo se veía parte del Kremlin. Por un costado de la imagen pasaban los datos biográficos. Nombre: GENNADY ROSOVSKY. Nacido en 1935 en Vladivostok. Niño prodigio del ajedrez. Entrenado en inglés americano por un hablante nativo desde la edad de siete años. Certificados en ideología y ciencias militares. Seguía una lista de medallas y otros honores militares.

—Prodigio de ajedrez —murmuró Bryson—. ¿Qué diablos es esto?

—Dicen que le habría podido ganar a Spassky y a Fischer, si hubiera querido hacer carrera —dijo Dunne, con aspereza en la voz—. Es una pena que se haya decidido por un juego de más poder.

—Las imágenes se pueden adulterar, los puntos luminosos se manipulan por vía digital… —empezó a decir Bryson.

—¿Está tratando de convencerme a mí o a usted mismo? —dijo Dunne sin darle tiempo a continuar—. De todas formas, en muchos casos tenemos los originales, y me gustaría que les eche un vistazo. Le puedo asegurar que hemos revisado todo con microscopio. Podríamos no habernos enterado nunca de la operación. Pero después cambió nuestra suerte. Mirabile puñetero dictu, profesor, tuvimos acceso a los archivos del Kremlin. El dinero cambió de mano; se exhumaron archivos que habían estado bajo tierra. Había uno o dos pedazos de papel con unas cosas muy tentadoras. Lo cual no nos habría dicho mucho, francamente, de no haber sido por la afortunada deserción de un par de agentes de mediano rango que nos dieron cuanto tenían. En cautiverio, las sesiones informativas de ambos eran insignificantes. Pero cuando les reunimos junto a los documentos del Kremlin, empezó a surgir una estructura. Y de ese modo supimos acerca de usted, Nick. Pero no fue mucho, puesto que al parecer los círculos más íntimos mantenían la operación increíblemente fragmentada, a la manera de las células terroristas.

»Así que empezamos a preguntarnos acerca de lo que no sabíamos. Ha sido un proyecto de máxima prioridad durante los últimos tres años. Tenemos una muy vaga idea de quiénes son los verdaderos cabecillas. Excepto, claro está, su amigo Gennady Rosovsky. Tiene sentido del humor, hay que decir la verdad. ¿Sabe por quién se puso su nombre? Edmund Waller era el nombre de un poeta oscuro y extremadamente esquivo del siglo XVII. ¿Nunca le habló de la guerra civil en Inglaterra?

Bryson tragó saliva, luego asintió con la cabeza.

—Se va a reír de esto, sé que lo hará. Durante el interregno, este Edmund Waller escribió loas a Cromwell, el Lord Protector. Pero también, verá, era un conspirador secreto en un complot de los realistas. Tras la Restauración, recibió honores en la corte. ¿Eso le dice algo? El tío se llama como el gran agente doble de la poesía inglesa. Como le digo, usted se reirá a carcajadas.

—Así que usted afirma que me reclutaron en la universidad para… para una especie de organización en la que usaban a la gente, que todo lo que he hecho desde entonces fue una farsa, ¿es eso lo que me está diciendo? —dijo Bryson amargamente, con aire escéptico.

—Sí, pero las maquinaciones no dieron comienzo en aquella época. Empezaron antes. Mucho antes.

Tecleó una secuencia en el tablero de control y apareció otra imagen digitalizada en la pantalla. A la izquierda, se veía a su padre, el general George Bryson, robusto, apuesto y de mandíbulas anchas, junto a la madre de Nick, Nina Loring Bryson, una mujer dulce y amable que daba clases de piano y seguía a su marido a todos sus destinos alrededor del mundo, y que nunca exhaló una queja. A la derecha, otra imagen —una imagen granulada de los archivos de la policía— mostraba un vehículo que parecía un acordeón en un camino nevado de montaña. El recuerdo del dolor le revolvió las entrañas a Bryson; después de todos esos años, seguía siendo casi insoportable.

—Deje que le pregunte una cosa, Bryson. ¿De veras creyó que fue un accidente? Tenía quince años, era un estudiante brillante, un atleta estupendo, la flor de la juventud americana. De repente, sus padres son asesinados. Y se va a vivir con sus padrinos…

—El tío Pete —dijo Bryson con la voz apagada. Estaba abstraído en su mundo, un mundo de conmoción y dolor—. Peter Munroe.

—Ése era el nombre que se puso, claro. No el nombre con que vino al mundo. Y se aseguró de que fuera a la universidad a la que fue, y además decidió un montón de cosas por usted. Todo lo cual hizo que fuera a parar a manos de ellos. Del Directorate, quiero decir.

—¿Está usted diciendo que cuando yo tenía quince años, mataron a mis padres? —dijo Bryson boquiabierto—. Está diciendo que toda mi vida ha sido una especie de… inmenso engaño.

Dunne vaciló, hizo una mueca de dolor.

—Si le hace sentir mejor, usted no era el único —dijo con suavidad—. Había decenas de personas en su misma situación. Lo que ocurre es que usted era su triunfo más espectacular.

Bryson quería insistir, discutir con el hombre de la CIA, demostrar la esencial falta de lógica de su razonamiento, señalar los puntos débiles de su argumento. Pero en cambio se sintió abrumado por una intensa sensación de vértigo, un sentimiento horroroso de culpa. Si lo que decía Dunne era cierto, aunque fuera en parte, ¿entonces qué había en su vida que fuera real? ¿Qué había sido verdad alguna vez? ¿Sabía él acaso quién era?

—¿Y Elena? —preguntó con aire glacial, sin querer oír la respuesta.

—Sí, Elena Petrescu también. Un caso interesante. Creemos que fue reclutada por la Securitate rumana y asignada a usted para vigilarlo de cerca.

Elena… no, era inconcebible, ¡ella no era de la Securitate! Su padre era un enemigo de la Securitate, un matemático valiente que se rebeló contra el gobierno. Y Elena… él la había salvado a ella y a sus padres, habían hecho una vida juntos…

«Cabalgaban por una franja infinita de playa desierta en el Caribe. Después de un galope tendido, volvieron a trotar. La luz de la luna era plateada, la noche estaba fresca.

»—¿Esta isla es toda nuestra, Nicholas? —se regocijó ella—. ¡Siento que estamos completamente solos, que todo lo que vemos nos pertenece!

»—Es todo nuestro, mi amor —dijo Bryson, contagiado por la exuberancia de ella—. ¿No te lo he dicho? He estado desviando fondos de cuentas secretas. He comprado la isla.

»La risa de ella era musical, alegre.

»—¡Nicholas, eres terrible!

»—“Nick-o-las”, me encanta cómo pronuncias mi nombre. ¿Dónde aprendiste a cabalgar tan bien? No sabía siquiera que tuviesen caballos en Rumania.

»—Oh, pero los tienen. Yo aprendí a montar en la granja de mi abuela Nicoleta, a los pies de los Cárpatos, en un poni de Hutsul. Los crían para trabajar en las montañas, pero son tan maravillosos para montar, tan vivaces y fuertes y seguros de cascos.

»—Podrías estar describiéndote a ti misma.

»Las olas golpeaban con fuerza detrás de ellos, y ella volvió a reírse.

»—Tú nunca viste realmente mi país, querido. Los comunistas pusieron tan fea Bucarest… Pero el campo, Transilvania y los Cárpatos, tiene una belleza que no se ha estropeado. Viven aún a la vieja usanza, con carros tirados por caballos. Cuando nos cansábamos de la vida universitaria, nos quedábamos con Nicoleta en Dragoslavele, y todos los días nos hacía un mamagliga, una pasta de harina de maíz, y ciorba, mi sopa favorita.

»—Echas de menos tu país.

»—Un poco. Pero sobre todo echo de menos a mis padres. Los echo tanto de menos. Es una agonía tan grande no poder verles. Las llamadas secretas por teléfono, quizá dos veces al año… ¡no es suficiente!

»—Pero al menos están seguros. Tu padre tiene muchos enemigos, gente que le mataría si supiera dónde está. Sobrevivientes de la Securitate, asesinos profesionales que le acusan de haber entregado los códigos que llevaron al derrocamiento del gobierno de Ceausescu. Ahora son ellos los que se esconden, dentro y fuera de Rumania, y no se han olvidado. Se llaman rastreadores y trabajan en equipo, localizan a sus antiguos enemigos y los ejecutan. Y buscan revancha desesperadamente contra el hombre al que consideran el peor chaquetero de todos.

»—¡Él fue un héroe!

»—Por supuesto que lo fue. Pero para ellos fue un traidor. Y no se detendrán ante nada para vengarse.

»—¡Me das miedo!

»—Sólo es para recordarte lo importante que es que tus padres permanezcan ocultos, protegidos.

»—¡Por Dios, Nicholas, ruego que nunca les pase nada!

»Bryson tiró de las riendas e hizo que el caballo se detuviera, luego se volvió hacia Elena.

»—Te lo prometo, Elena. Haré lo humanamente posible para que estén a salvo».

Transcurrió un instante en silencio, y luego otro. Por fin Bryson, parpadeando ostensiblemente, dijo:

—Pero no tiene sentido. He hecho un trabajo de puta madre. Una y otra vez yo…

—Nos jodió bien jodidos —interrumpió Dunne, jugando con un cigarrillo pero sin encenderlo—, cada uno de sus grandes éxitos fue un revés devastador para los intereses americanos. Y digo esto con el mayor respeto profesional. Veamos. Ese «moderado candidato reformista» que usted protegió estaba a sueldo de los terroristas de Sendero Luminoso. En Sri Lanka, prácticamente destruyó una coalición secreta que estaba a punto de acordar la paz entre tamiles y cingalíes.

En la pantalla de alta resolución apareció otra imagen, a medida que los puntos luminosos cobraban forma y color. Bryson reconoció la cara cuando era aún una imagen borrosa. Era Abu.

—Túnez —dijo Bryson, respirando con agitación—. Estaba… preparando un golpe, él y sus seguidores, unos fanáticos. Yo intervine, apoyé a unos grupos de oposición, descubrí quién jugaba a dos bandas en el palacio…

Era un episodio que no se complacía en recordar: nunca olvidaría la carnicería en la avenida Habib Burguiba. Ni el momento en que Abu lo desenmascaró y casi le arrancó la vida.

—Ahora, veamos —dijo Dunne—. Usted lo denunció. Lo engañó y lo entregó al gobierno.

Era verdad. Había entregado a Abu a un grupo de confianza a cargo de la seguridad del gobierno, quienes lo encarcelaron junto a decenas de sus esbirros.

—¿Qué ocurrió después? —dijo Dunne de golpe, como si le estuviera haciendo un examen.

Bryson se encogió de hombros.

—Murió en cautiverio unos días después. No le diré que derramé una sola lágrima.

—Ojalá yo pudiera decir lo mismo —dijo Dunne, con la voz de pronto endurecida—. Abu era uno de los nuestros, Bryson. Uno de los míos, he de decir. Yo le entrené. Era nuestro principal elemento en toda la región. Hablo de todo el puñetero desierto.

—Pero el intento de golpe… —dijo débilmente Bryson, mientras la cabeza le daba vueltas. ¡Ya nada tenía sentido!

—Una mentira para encubrir la historia, para mantener a flote su buena fe entre los fanáticos. Lideraba el Al-Nahda, vale. Jugaba al borde del precipicio. Abu trabajaba clandestinamente. Tenía que hacerlo si quería sobrevivir. ¿Usted piensa que es fácil infiltrarse en una célula terrorista, especialmente Hezbollah, la flor y nata? Son tan endemoniadamente recelosos. Si no le han conocido a usted y a toda su familia de toda la puñetera vida, quieren verle derramando sangre a litros, la sangre de los israelíes, de lo contrario nunca se fiarán de usted. Abu era un cabrón de labia y un duro, pero era nuestro cabrón. Y no tenía otro remedio que ser un duro. El asunto es que estaba llegando cerca de Gadafi. Muy cerca. Gadafi pensaba que si Abu se hacía con Túnez, él podría convertirla en una provincia de Libia, más o menos. Abu se estaba ganando la confianza de Gadafi. Estábamos a punto de tener acceso a todos los grupos terroristas islámicos al norte del Sahara. Entonces fue cuando el Directorate le tendió una emboscada, colocó munición falsa, y para cuando nuestros hombres lo descubrieron era demasiado tarde, nos habían engañado. Prácticamente retrasó el estado de nuestras redes en unos veinte años. Magnífico trabajo. Hay que reconocer a esos chicos prodigio de Shakhmatisti. Brillante, de verdad que de puta madre tener una agencia de espías americanos que deshaga el trabajo de los otros. ¿Quiere que continúe? ¿Que le cuente algo sobre Nepal y lo que realmente consiguió allí? ¿Y qué me dice de Rumania, donde ustedes creían probablemente que estaban ayudando a deshacerse de Ceausescu? ¡Qué farsa! ¡Casi todos los miembros del antiguo régimen un buen día mudaron de ropa y formaron un nuevo gobierno, y usted lo sabe! Los secuaces de Ceausescu habían estado tramando el derrocamiento del cabrón durante años: arrojaron a su jefe a la boca del lobo y así ellos podían quedarse en el poder. Lo cual era exactamente lo que quería el Kremlin. ¿Qué sucedió entonces? Hay un golpe de Estado fingido, el dictador y su esposa intentan escapar en un helicóptero que de repente tiene «problemas de motor», de modo que no pueden escapar, son arrestados y sometidos a un juicio sumario a puerta cerrada: se enfrentan a un pelotón de fusilamiento el día de Navidad. Fue todo una maldita trampa, ¿y quién sacó partido? Uno por uno, todos los satélites del este de Europa iban cayendo como dóminos, expulsaban el aparato del viejo partido, se democratizaban y se escindían del bloque soviético. Pero Moscú no estaba dispuesta a perder también a Rumania. Ceausescu había de irse, era mala prensa. El tío era un dolor de huevos para Moscú, siempre lo fue. Moscú quería quedarse con Rumania, mantener el aparato de seguridad e instalar a un nuevo títere. ¿Y quién está allí para hacer el trabajo sucio? ¿Quién sino usted y sus buenos amigos en el Directorate? Por Dios, hombre, ¿cuánto quiere saber realmente?

—¡Maldita sea! —gritó Bryson—. ¡No tiene ningún sentido! ¿Tan ignorante me cree? El maldito GRU, los rusos. Todo es parte del pasado. Quizás ustedes, vaqueros de la guerra fría en Langley, no se han enterado aún: ¡la guerra terminó!

—Sí —replicó Dunne con aspereza, en una voz apenas audible—. Y por alguna razón que nos desconcierta, el Directorate está vivito y coleando.

Bryson lo miró sin decir palabra, incapaz de abrir la boca. Sentía cómo le funcionaba el cerebro, le daba vueltas, los circuitos se recalentaban, volaban chispas.

—Seré sincero con usted, Bryson. Hubo un tiempo en que quise matarle, con mis propias manos. Eso fue antes de que descubriéramos toda la historia, la manera de trabajar del Directorate. Ahora bien, seamos francos, estaría diciendo gilipolleces si le contara que estamos cerca de descubrir la historia. Apenas conocemos aún más que fragmentos aislados. Durante décadas había habido rumores, no más sustanciales que un diente de león. Una vez que termina la guerra fría, toda la operación pasa a la inactividad, de la mejor manera posible. Es como la antigua parábola del ciego y el elefante. Sentimos aquí una trompa, una cola allí, pero al más alto nivel no sabemos aún con qué clase de fiera estamos tratando. Lo que sí sabemos, y le hemos tenido bajo vigilancia durante los últimos años, es que usted era un hijo de puta engañado. Y ésta es la razón por la que le estoy hablando amablemente y no le pongo las manos al cuello. —Dunne se rió con amargura, y la risa pasó a ser una tos: era la marca del fumador—. Ya ve, ésta es nuestra especulación. Parece que tras la guerra fría la organización se distanció de sus fundadores. El control pasó a otras manos.

—¿A manos de quién? —arriesgó Bryson con cautela y hosquedad.

Dunne se encogió de hombros.

—No lo sabemos. Hace cinco años, la organización al parecer entró en una fase de relativa inactividad: usted no fue el único agente en ser despedido. Dejaron ir a un montón de gente. Quizás estaban clausurando el sitio; es imposible decirlo con certeza. Pero ahora tenemos motivos para creer que la están reactivando.

—¿Qué quiere decir con «reactivando»?

—No estamos seguros. Por eso es que hemos decidido traerle aquí. Hemos oído ciertas cosas. Sus antiguos patrones al parecer están acumulando armas, no se sabe por qué.

—No se sabe por qué —repitió Bryson con voz monótona.

—Podría decirse que están listos para fomentar una inestabilidad global, en todo caso, eso es lo que dirían nuestros analistas sabelotodos, en su jerga del Valle de las Langostas. Pero yo me pregunto, ¿para qué? ¿Qué buscan? Y no tengo una respuesta. Como digo, lo que me aterra es aquello que no sé.

—Interesante —dijo Bryson con aire sardónico—. Oye «rumores», «especula», me pasa una maldita serie de diapositivas como si fuera el asesor de una corporación, y sin embargo no tiene la menor idea de lo que está hablando.

—Por eso precisamente le necesitamos. Puede que el antiguo sistema soviético esté por los suelos, pero los generales no se han rendido. Fíjese en el general Bushalov: tiene el aspecto de ser un candidato serio en la escena política rusa. Si algo malo ocurre y él puede culpar a Estados Unidos, mi pronóstico es que lo catapultarían al poder. ¿Democracia deliberativa? Muchos rusos dirían, ¡adiós y viento fresco! En Pekín hay una facción reaccionaria con mucho poder dentro del Congreso Popular de la Nación y el Comité Central. Por no hablar del ejército chino, el ELP, el Ejército de Liberación del Pueblo, que es una fuerza en sí misma. No importa desde qué ángulo lo mire, hay mucho dinero en juego, y un montón de poder también. Existe cierta teoría según la cual los supervivientes de Shakhmatisti se han juntado con un puñado de sus colegas de Pekín. Pero la verdad es que no tenemos la más puñetera idea. Porque nadie más que los malos lo saben realmente, y ésos no hablan.

—Si de veras cree en todo esto, si en verdad piensa que he sido una especie de tontín en el mayor engaño del último siglo, ¿para qué diablos me necesita?

Los dos hombres se miraron fijamente durante unos instantes.

—Usted fue el aprendiz de uno de sus cerebros, uno de sus fundadores, joder. Gennady Rosovsky. Al parecer en Rusia le llamaban Volshebnik, «el Hechicero». ¿Se da cuenta de qué papel juega usted? —La risa de Dunne se hizo otra vez una tos de fumador—. El aprendiz de hechicero.

—¡Maldito sea! —volvió a estallar Bryson.

—Usted sabe cómo funciona la mente de Waller. Era su mejor alumno. Comprende lo que le estoy pidiendo que haga, ¿no es cierto?

—Sí —contestó sardónicamente Bryson—. Quiere que vuelva a entrar en el juego.

Dunne asintió despacio con la cabeza.

—Usted es nuestra mejor carta. Podría apelar a su patriotismo, a lo mejor que hay en usted. ¡Demonios, nos debe una!

A Bryson le daba vueltas la cabeza. No sabía qué pensar, qué decirle al de la CIA.

—No se ofenda —le dijo Dunne—, pero si hemos de seguirles el rastro, lo menos que podemos hacer es enviar al mejor sabueso que tenemos. Es decir, ¿cómo le puedo explicar? —Había estado jugando tanto tiempo con el cigarrillo aún sin encender, que las virutas de tabaco empezaban a caerse—. Usted es el único que sabe cómo huelen.