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Cinco años más tarde

Woodbridge College, en el oeste de Pennsylvania, era una pequeña universidad, pero rezumaba una sensación de tranquila prosperidad, de exclusividad fuera de lo común. Se notaba en el verdor cuidadísimo de aquel sitio: el césped color esmeralda y los perfectos arriates de flores de una institución que podía pagar con holgura los detalles estéticos. La arquitectura era en estilo neogótico, de ladrillo y hiedra, típico de tantos edificios universitarios de los años veinte. A la distancia, habría pasado por uno de los antiguos colegios universitarios de Cambridge u Oxford, si se lo sacaba de aquellas ciudades moderadamente industriales y venidas a menos, para ponerlo en el corazón de Arcadia. Era un establecimiento protegido, seguro y conservador, un lugar al que las familias más ricas y poderosas de América no vacilaban en mandar a sus impresionables vástagos. Las tiendas del campus abrían hasta tarde y los restaurantes hacían muchas ganancias con el café con leche y los bocadillos de focaccia. Incluso a fines de los años sesenta, la universidad siguió siendo, como una vez había dicho el presidente en una broma que se hizo famosa, un «semillero de reposo».

Jonas Barrett, para su sorpresa, resultó ser un profesor dotado, sus cursos eran mucho más populares de lo que las asignaturas que enseñaba habrían hecho pensar. Algunos alumnos eran brillantes, y casi todos más estudiosos y mejor educados de lo que había visto nunca en sus tiempos de estudiante. Uno de sus colegas, un físico irónico y criado en Brooklyn que había enseñado en el City College de Nueva York, le había hecho la observación, poco después de que se hubiera instalado, de que el sitio le hacía sentir a uno como un profesor particular del siglo XVIII, responsable de la educación de los hijos de un aristócrata inglés. Se vivía en el esplendor, pero no era exactamente el de uno.

Con todo, Waller había dicho la verdad: era una buena vida.

Ahora, Jonas Barrett tenía ante él a un auditorio repleto, cien rostros llenos de expectación. Le pareció divertido que el Campus Confidential le llamara, tras su primer año enseñando en Woodbridge, un «profesor fríamente carismático, más Profesor Kingsfield que el señor Chips», e hiciera un comentario sobre su «semblante pétreo y astutamente irónico». Sea como fuere, su curso sobre Bizancio estaba entre las clases más populares del departamento de Historia.

Miró el reloj: era hora de resumir la clase y pasar a la próxima.

—El Imperio Romano ha sido el logro político más extraordinario en la historia humana, y la cuestión que ha obsesionado a tantos pensadores es, claro está, por qué cayó —entonó de un modo altamente profesional y con un deje de ironía—. Todos ustedes conocen la triste historia. La luz de la civilización vaciló y se apagó. Los bárbaros estaba a las puertas. La destrucción de la mayor esperanza de la humanidad, ¿no es cierto? —Hubo un murmullo de aprobación—. ¡Gilipolleces! —exclamó de repente, y a las risitas de sorpresa siguió un silencio repentino—. Disculpen mi macedonio. —Miró a su alrededor en el salón de conferencias, con las cejas arqueadas en señal de desafío—. Los romanos, supuestamente, perdieron el control sobre la moral ejemplar antes de que perdieran el control del imperio. Fueron los romanos quienes se vengaron de una anterior pelea contra los godos al tomar a niños godos como rehenes, y los hicieron marchar a las plazas públicas de una cantidad innumerable de aldeas para matarles uno por uno. Lenta y dolorosamente. En cuanto pura y calculada sed de sangre, nada de lo que hicieron los godos se le podría comparar. El Imperio Romano de Occidente era un teatro de la esclavitud y los deportes sangrientos. En cambio, el Imperio Romano de Oriente fue mucho más benigno y sobrevivió a la llamada caída del Imperio Romano. «Bizancio» es el nombre por el que lo conocen los occidentales. Los bizantinos siempre se consideraron el verdadero Imperio Romano, y salvaguardaron la erudición y los valores humanos que hoy apreciamos. Occidente sucumbió no a sus enemigos de afuera, sino a su propia corrupción interior, al menos esto es cierto. Y así la civilización no vaciló ni se apagó. Sólo se trasladó al Este —hizo una pausa—. Ahora pueden pasar y retirar sus ensayos. Y que tengan un buen fin de semana, tanto cuanto lo estimen prudente. Sólo recuerden a Petronio: moderación en todo. Incluso en la moderación.

—¿Profesor Barrett? —Era una joven rubia y atractiva, una de esas estudiantes que atiende con seriedad y siempre se sienta en las primeras filas. Había guardado sus apuntes de clase y estaba ajustando las correas de su vieja cartera de cuero. Él apenas la escuchaba mientras se quejaba por una nota que le había puesto, con tono urgente y palabras banales, en extremo familiares: «He trabajado tanto… Siento que di lo mejor de mí… De veras que lo intenté…».

Le siguió mientras se dirigía a la puerta, luego al aparcamiento junto al edificio de las clases, hasta que llegó al coche.

—¿Por qué no hablamos de esto mañana en las horas de visita? —sugirió él amablemente.

—Pero, profesor…

Algo anda mal —dijo.

—Supongo que lo que me parece es que la nota es injusta, profesor.

Él no se dio cuenta de que había hablado en voz alta. Pero las antenas le zumbaban. ¿Por qué? ¿Por una paranoia repentina y sin fundamento? ¿Acabaría como uno de esos veteranos traumatizados de Vietnam que brincan cada vez que oyen petardear un coche?

Un sonido, algo decididamente fuera de lugar. Se volvió hacia la estudiante, pero no para mirarla. En cambio, miró tras ella, más allá de ella, para ver lo que había titilado en su campo de visión. Sí, había algo que no andaba bien en los alrededores. Hacia él venía un hombre de espaldas anchas en traje de franela negra, camisa blanca y una corbata de pana perfectamente anudada, que se paseaba con demasiada soltura, como si disfrutara del aire de primavera y del entorno ajardinado. Ése no era un atuendo académico de Woodbridge, ni siquiera para la administración, y hacía demasiado calor para llevar franela. Era sin duda un forastero, pero que fingía —trataba de fingir— que era de allí.

El instinto de agente de Bryson le dio la alarma. Sintió que su cuero cabelludo se tensaba, y los ojos empezaron a moverse de lado a lado, como un fotógrafo que busca diferentes puntos de foco en una rápida sucesión: eran los viejos hábitos que volvían, espontáneos y de algún modo atávicos, bruscamente fuera de sitio.

«Pero ¿por qué?». Ciertamente no había motivos para alarmarse por una visita en el campus: un padre, un funcionario de la burocracia educativa de Washington, quizás un vendedor de alto rango. Bryson hizo una veloz evaluación. La chaqueta del hombre estaba desabotonada, y entrevió unos tirantes marrones que sostenían el pantalón. Pero también llevaba cinturón y el pantalón era largo, con lo que sobresalía mucha tela sobre los zapatos negros con suelas de goma. Un aumento súbito de la adrenalina: él también había llevado un atuendo similar en una vida anterior. A veces había que ponerse cinturón y tirantes porque se llevaba un objeto pesado en uno de los bolsillos o en ambos, un revólver de grueso calibre, por ejemplo. Y era preciso que las piernas del pantalón fueran un poco más largas de lo normal para ocultar la funda de la pistola que llevaba junto al tobillo. «Vestirse para triunfar», solía ser el consejo de Ted Waller, quien explicaba cómo un hombre vestido de gala podía ocultar un verdadero arsenal si la tela estaba bien adaptada.

«¡Me he retirado! ¡Déjenme en paz!».

Pero no había paz; nunca habría paz. Una vez que habías entrado, ya no conseguirías salir, por más que ya no te pagaran y el seguro médico hubiera caducado.

Había grupos hostiles en todo el mundo que estaban sedientos de venganza. No importaban las precauciones que se tomaran, lo elaborado que fuera el alias, ni lo intrincada que fuera la extracción. «Si realmente quisieran encontrarme, me encontrarían». Pensar de otro modo habría sido de ilusos. Ésta era la tácita certeza entre los agentes del Directorate.

¿Pero quién podía asegurarle que no se trataba de alguien del mismo Directorate, que venía a hacer una completa esterilización, con esa frase tan cínica: «quitar las astillas, hacer limpieza»?. Bryson nunca había conocido a nadie que se hubiera retirado del Directorate, aunque seguramente existían esos retiros. Pero si a alguien a nivel de consorcio en el Directorate se le ocurría dudar de su lealtad, él también sería víctima de la esterilización completa. Era prácticamente una certeza.

«¡Estoy fuera, lo he dejado todo atrás!».

¿Pero quién le creería?

Nick Bryson —porque ahora era Nick Bryson, pues Jonas Barrett acababa de quedar a mitad de camino, desechado como una muda de serpiente— miró detenidamente al hombre de traje. Tenía el pelo canoso y bien peinado, el rostro ancho y rojizo. Bryson se puso tenso cuando el intruso se acercó, devolviéndole la sonrisa que dejaba unos dientecitos blancos a la vista.

—¿Señor Barrett? —dijo el hombre a medio camino sobre el césped esmeralda.

El rostro del hombre era una máscara que infundía tranquilidad, y ése era el signo revelador, la marca del profesional. Un civil haciendo de forastero siempre mostraba al fin cierta indecisión.

«¿Directorate?» —se preguntó—. «El personal del Directorate era mejor que esto, más tranquilo y menos obvio».

—Laura —le dijo despacio a la estudiante—, quiero que me dejes y que regreses a Severeid Hall. Espérame arriba en mi oficina.

—Pero…

—¡Ahora! —dijo bruscamente.

Enmudecida y morada, Laura dio media vuelta y regresó deprisa al edificio. El profesor Barrett había sufrido un cambio —como le explicaría esa noche a su compañera de cuarto—, de repente le pareció diferente, temible, y decidió hacer rápidamente lo que le decía.

Se oyeron pasos de la dirección opuesta. Bryson se giró. Otro hombre: pelirrojo, pecoso, más joven que el otro, con una chaqueta de sport azul marino, pantalones de algodón marrón claro y botas. Era más plausible como vestuario de campus, excepto por los botones de la chaqueta, que eran demasiado brillantes y metálicos. La chaqueta tampoco le quedaba bien sobre el pecho: se veía una protuberancia donde se esperaría encontrar la bandolera.

«Si no es el Directorate, ¿entonces de quién se trata? ¿De enemigos extranjeros? ¿Otros miembros de las agencias más visibles de Estados Unidos?».

Ahora Bryson identificó el ruido que le había alarmado al principio: el sonido de un coche en punto muerto, suave y constante. Era un Lincoln Continental con vidrio polarizado, y no estaba en el aparcamiento sino en el carril donde él había dejado su coche, que ahora estaba bloqueado.

—¿Señor Barrett? —El más corpulento de los dos le miró, y acortó distancias entre ambos con su andar largo y ligero—. Necesitamos realmente que nos acompañe.

Tenía un acento soso, del medio oeste. Se detuvo a medio metro de él e hizo un gesto en dirección al Lincoln.

—¿Oh, de veras? —dijo Bryson fríamente—, ¿le conozco?

El forastero reaccionó sin palabras: con las manos en la cintura, sacando pecho para exhibir la silueta de su pistola enfundada bajo la chaqueta del traje. El gesto sutil de un profesional a otro, uno armado, el otro no. De repente el hombre se dobló de dolor y se llevó las manos al estómago. A la velocidad de un rayo, Bryson había clavado la plumilla de acero de su delgada estilográfica en el vientre musculoso del hombre, y así el profesional respondió con un movimiento no profesional, aunque del todo natural. «Busca el arma, no la herida»: uno de los tantos axiomas de Waller, y si bien significaba revocar un instinto natural, le había salvado varias veces la vida a Nick. Ese hombre no era de primera.

Mientras éste agitaba las manos con violencia sobre la carne maltrecha, Bryson hundió las suyas en la chaqueta del hombre y extrajo una Beretta azul acero, pequeña pero potente.

«Beretta, entonces no es un asunto del Directorate; ¿de quién, pues?».

Le dio un golpe con la culata en la sien —oyó el crujido asqueroso del hueso contra el metal y vio cómo el viejo agente se desplomó al suelo— y, apuntando con la pistola, giró para enfrentarse al pelirrojo de la chaqueta azul.

—Le he quitado el seguro —le gritó Nick, apremiante y acusador—. ¿Y tú?

La confusión y el pánico que exhibió la cara del joven delataron su falta de experiencia. Tuvo que haber calculado que Nick habría podido fácilmente disparar el primer tiro no bien oyó el clic del seguro. Mala suerte. Pero los inexpertos podían ser aún más peligrosos, precisamente porque no reaccionaban de manera lógica y racional.

La hora del amateur. Su pistola apuntaba con firmeza al agente pelirrojo, Bryson retrocedió lentamente hacia el vehículo en punto muerto. Las puertas estarían sin llave para acceder de inmediato, por supuesto. En una sola secuencia, sin dejar de apuntar ni por un instante con la Beretta al novicio pelirrojo, abrió la portezuela del coche de un tirón y pasó al asiento del conductor. De una ojeada supo que las ventanillas y el parabrisas del vehículo eran blindadas, como debía ser. Lo único que hubo de hacer Bryson era quitar la palanca de cambio de la posición de aparcar, y el coche salió de un brinco hacia adelante. Oyó que una bala golpeó la parte trasera del coche, la matrícula, a juzgar por el estrépito. Y luego otra dio en la ventanilla de atrás, dejando una marca pero sin mayores daños. Disparaban a los neumáticos, con la esperanza de detener su huida.

En cuestión de segundos, pasó bramando por el portón alto y ornamental de hierro forjado del campus. Dejó atrás la alameda de la entrada principal, un asaltante caído y el otro que disparaba a lo loco pero sin efecto, y sintió que la mente se le aceleraba. Pensó: «Es el momento». Y: «¿Ahora qué?».

Si realmente hubieran tenido intenciones de matarme, ya estaría muerto.

Bryson aceleró por la carretera interestatal, con la mirada puesta simultáneamente hacia los carriles y hacia atrás para ver si le seguían. «Me cogieron desarmado y por sorpresa, deliberadamente. Lo cual quería decir que tenían un plan. ¿Pero cuál? ¿Y cómo hicieron para encontrarme, para empezar? ¿Alguien habrá accedido a la base de datos clasificada como 5-1 del Directorate?». Había demasiadas variables, demasiadas incógnitas. Pero Bryson ahora no sentía miedo, sólo la calma fría del agente experimentado que alguna vez había sido. No iría a ningún aeropuerto, donde seguramente le estarían esperando; en cambio, iría directamente a su casa en el campus, el sitio previsiblemente menos lógico al que ir. Si eso provocaba otro enfrentamiento, pues que así fuera. Un enfrentamiento significaría exponerse a una duración limitada: la fuga podría seguir de modo indefinido. Bryson ya no tenía la paciencia para una huida prolongada: Waller había tenido razón al respecto, al menos.

Al girar por el camino del campus rumbo a su residencia de Villier Lañe, primero oyó y luego vio un helicóptero rastrillando el cielo, en dirección al pequeño helipuerto del campus en la terraza del edificio de ciencias, donado por un multimillonario del software, y que era con mucho el edificio más alto del campus. Solía usarse tan sólo para los principales donantes, pero este helicóptero tenía distintivos de los federales. El aparato era parte del plan; había de serlo. Bryson se detuvo frente a su casa, una vivienda destartalada de estilo reina Ana, con una mansarda y fachada de yeso. El sitio estaba vacío, y gracias al sistema de alarma que él mismo había instalado sabía que nadie había entrado a la casa desde que salió aquella mañana.

Al entrar, se cercioró de que no hubieran intentado forzar el sistema. Por la ventana del salón se filtraba la luz fuerte del sol sobre las tablas anchas de pino del suelo, que producía un aroma perenne a resina. Ése había sido el principal motivo por el que compró la casa: el aroma le recordaba el año que vivió feliz en una casa de madera en las afueras de Wiesbaden, cuando tenía siete años y su padre estaba estacionado allí en una base militar. Bryson no era el típico mocoso del ejército; después de todo, su padre era general, y a la familia solían asignarle una vivienda cómoda y personal doméstico. Con todo, su infancia había girado en torno a aprender cómo recoger estacas y ponerlas de nuevo en alguna otra parte del mundo. Las transiciones resultaban más llevaderas debido a su don natural para las lenguas, algo por lo que los demás solían maravillarse. Hacer nuevas amistades no le salía con la misma facilidad, pero con el curso del tiempo desarrolló también una capacidad para ello. Había visto a demasiados mocosos del ejército que se la daban de hoscos forasteros como para querer ser como ellos.

Ahora estaba en casa. Aguardaría. Y esta vez el encuentro sería en su territorio, bajo sus condiciones.

No hubo de aguardar mucho tiempo.

Pasaron tan sólo unos minutos antes de que un Cadillac negro del gobierno, con la banderita estadounidense que ondeaba en la antena, llegara al camino de entrada a su casa. Bryson lo observaba desde el interior y comprendió que el carácter público de aquella maniobra debía tranquilizarle. Bajó el conductor en uniforme oficial y abrió la portezuela de atrás, por donde apareció un hombre bajo y nervudo. Bryson ya lo había visto: un rostro furtivo de C-SPAN. Una especie de funcionario de la inteligencia. Bryson salió a recibirle al porche.

—Señor Bryson —dijo el hombre con voz ronca y acento de New Jersey. Tenía más de cincuenta años, según estimó Bryson, y un mechón de pelo blanco, la cara estrecha y arrugada; llevaba un traje marrón sin estilo—. ¿Sabe quién soy?

—Alguien que ha de dar muchas explicaciones.

El hombre del gobierno asintió con la cabeza y alzó las manos en gesto de arrepentimiento.

—La hemos jodido, señor Bryson, o Jonas Barrett si prefiere. Me hago responsable de todo. La razón por la que he venido hasta aquí es para pedirle disculpas en persona. Y también para darle una explicación.

A Bryson le vino en mente una imagen de la televisión, letras blancas debajo de un busto que habla.

—Usted es Harry Dunne. Director adjunto de la CIA. —Bryson lo recordó mientras declaraba una o dos veces a un subcomité del Congreso.

—Debo hablar con usted —dijo el hombre.

—Yo no tengo nada que decirle. Ojalá pudiera ayudarle con su señor Breyer o como quiera que se llame, pero busca en vano.

—No le pido que diga nada. Lo único que le pido es que escuche.

—Ésos eran sus matones, supongo.

—Así es —admitió Dunne—. Se extralimitaron. Además le han subestimado. Pensaron erróneamente que usted se habría ablandado tras cinco años fuera de servicio. Encima les dio un par de lecciones tácticas que sin duda les servirán de mucho en sus carreras. Sobre todo a Eldridge, después de que le pongan los puntos, claro. —Cuando se reía hacía un ruido seco en la garganta—. Así que ahora se lo pido por las buenas. Sin tapujos.

Dunne fue lentamente hacia el porche, donde Bryson estaba apoyado en una columna de madera, con los brazos doblados a la espalda. Tenía la Beretta pegada a la espalda, y podía echar mano de ella en un instante de ser necesario. Por televisión, en los programas de entrevistas del domingo por la mañana, Dunne imponía una presencia de algún modo autoritaria; en persona, parecía casi encogido, como si la ropa fuera para un talle más grande que el suyo.

—No tengo ninguna lección que dar —protestó Bryson—. Todo lo que he hecho fue defenderme de un par de tíos que estaban en el sitio equivocado y no parecían desearme lo mejor.

—El Directorate le ha entrenado muy bien, es todo cuanto puedo decir.

—Ojalá supiera de lo que está usted hablando.

—Lo sabe perfectamente. Su reticencia no me sorprende.

—Creo que se equivoca de persona —dijo Bryson sin alterarse—. Un caso de identificación errónea. No sé a qué se refiere.

El hombre de la CIA exhaló ruidosamente y después tosió.

—Por desgracia, no todos sus ex colegas son tan discretos como usted, o quizá la expresión correcta sería tan de principios como usted. El juramento de fidelidad y secreto tiende a perder peso cuando hay dinero de por medio, y hablo de mucho dinero. Ninguno de sus ex colegas ha sido una ganga.

—Ahora de veras que no le sigo.

—Nicholas Loring Bryson, nacido en Atenas, Grecia, único hijo del general George Winter Bryson —recitó el de la CIA con voz casi monótona—. Se licenció por la escuela de St. Alban en Washington, D. C., Stanford y la escuela de servicio exterior de Georgetown. Reclutado mientras estaba en Stanford por una agencia de inteligencia que operaba a cielo abierto, conocida entre las contadas personas que saben de ellos como «el Directorate». Entrenado en el trabajo de campo, quince años de servicio altamente exitosos y condecorados en secreto, con operaciones que van desde…

—Bonita biografía —interrumpió Bryson—. Ojalá fuera la mía. A los académicos a veces nos gusta imaginarnos cómo sería llevar una vida activa más allá de los claustros y los muros de hiedras. —Hablaba con cierta bravuconería. Su nueva identidad debía eludir sospechas, no resistirlas.

—Ninguno de los dos tenemos tiempo que perder —dijo Dunne—. En todo caso, espero que comprenda que no quisimos hacerle daño.

—Yo no comprendo tal cosa. Ustedes los de la CIA, por lo que he leído, tienen una larga lista de maneras para hacer daño. Una bala en la cabeza, por un lado. Doce horas con un goteo de escopolamina, por otro. ¿Hemos de hablar del pobre Nosenko, quien cometió el error de pasarse a nuestro bando? Recibió un trato de excepción de caballeros como ustedes, ¿no es cierto? Veintiocho meses en una cripta aislada. No veían la hora de acabar con él.

—Eso es historia antigua, Bryson. Pero entiendo y acepto su recelo. ¿Qué puedo hacer para apaciguarlo?

—No hay nada más sospechoso que la necesidad de apaciguar mi recelo.

—Si de veras quisiera acabar con usted —dijo Dunne—, no estaríamos conversando en este momento, y usted lo sabe.

—Puede que no fuera tan simple como usted cree —dijo Bryson con tono altivo. Sonrió fríamente para que el de la CIA registrara la amenaza implícita. Había dejado de fingir; no tenía mucho sentido.

—Sabemos que es muy hábil con las manos y los pies. No hace falta que lo demuestre. Todo lo que le pido es que me escuche.

—Entonces, hable. ¿Cuánto sabía la agencia realmente de él, de su carrera en el Directorate? ¿Cómo es que abrieron una brecha en el muro de contención de la seguridad?

—Oiga, Bryson, los secuestradores no suelen suplicar. Supongo que usted sabrá que yo no soy una persona que hace todos los días visitas a domicilio. Tengo algo que decirle, y no le será fácil escucharlo. ¿Conoce nuestras instalaciones de la Blue Ridge?

Bryson se encogió de hombros.

—Quiero llevarle allí. Necesito que escuche atentamente lo que tengo que decirle, que vea lo que tengo que mostrarle. Después, si quiere, puede regresar a casa y no volveremos a molestarle —hizo un gesto en dirección al coche—: Acompáñeme.

—Lo que me propone es una locura. Usted se da cuenta, ¿no es así? Dos matones de cuarta aparecen a la salida de mi clase e intentan llevarme por la fuerza a un coche. Luego, un hombre que sólo he visto en los noticiarios de la televisión (un alto cargo en una agencia de inteligencia de mala reputación, sinceramente) aparece en el jardín de mi casa y trata de atraerme con una combinación excitante de amenazas y engaños. ¿Cómo espera que reaccione?

Dunne no parpadeó.

—Sinceramente, espero que venga de todos modos.

—¿Qué le hace estar tan seguro?

Dunne guardó silencio por un instante.

—Es la única manera que tiene de matar la curiosidad —dijo por fin—. Es la única manera que tiene de conocer la verdad.

Bryson resopló.

—¿La verdad sobre qué?

—Para empezar —dijo en voz baja el de la CIA—, la verdad sobre usted mismo.