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Ciudad de Washington

Cinco semanas después

El paciente, en un avión fletado para la ocasión, fue trasladado a una pista privada de aterrizaje, a unas veinte millas al noroeste de Washington. Aunque el paciente era el único pasajero en todo el avión, nadie habló con él a no ser para determinar cuáles eran sus necesidades inmediatas. Nadie sabía su nombre. Todo lo que sabían era que se trataba de un pasajero extremadamente importante. La llegada del avión no constaba en ningún diario de vuelo, ni militar ni civil.

Luego, el pasajero sin nombre fue transportado por un utilitario sin matrícula al centro de Washington, y pidió que le bajasen cerca de un parking en el medio de una calle insignificante en la zona de Dupont Circle. Llevaba un traje gris que no llamaba la atención y unos mocasines de piel con borla que se habían pelado y lustrado demasiadas veces, y tenía el aspecto de uno más entre miles de burócratas y miembros del lobby de nivel medio, empleados sin rostro ni color de un Washington que nunca cambia.

Nadie se fijó en él cuando salió del parking y echó a andar, algo tieso y con una marcada cojera, hacia un edificio opaco de cuatro plantas en el 1324 de la calle K, cerca de la calle veintiuno. El edificio, de hormigón y cristal teñido de gris, apenas se distinguía de los demás, amorfos y de poca altura, que se extendían en la parte noroeste de Washington. Eran las oficinas que invariablemente pertenecían a grupos del lobby y organizaciones de comercio, agencias de viajes y juntas industriales. Junto al portón de entrada había dos placas de bronce que anunciaban las oficinas de EMPRESAS INNOVADORAS Y COMERCIO AMERICANO INTERNACIONAL.

Solamente un ingeniero de carrera y con conocimientos muy sofisticados habría notado algunos detalles anómalos: el hecho, por ejemplo, de que todos los marcos de ventanas estuviesen equipados con un oscilador piezoeléctrico, con lo cual cualquier intento de vigilar desde el exterior con un sistema acústico de láser era del todo inútil. O el «cerco» de ruido blanco de alta frecuencia que envolvía el edificio en un cono de ondas de radio, suficientes para neutralizar casi todas las formas de espionaje electrónico.

Ciertamente, nunca nada atrajo la atención de los vecinos de la calle K, los abogados de calva incipiente en las juntas de granos, los contables de rostro adusto que llevaban corbata y camisas de manga corta en la empresa consultora para negocios que decaían poco a poco. La gente llegaba al 1324 de la calle K por la mañana, se iba a última hora de la tarde y dejaba la basura en el vertedero del callejón en los días indicados. ¿Qué más le importaba saber a la gente? Eso era lo que le gustaba al Directorate: esconderse a plena luz del día.

El hombre casi sonrió al pensar en ello. ¿Pues, quién sospecharía alguna vez que la agencia secreta más confidencial del mundo tendría su sede en un edificio de oficinas de aspecto corriente en medio de la calle K, a la vista de todos?

¡La Agencia Central de Inteligencia en Langley, Virginia, y la Agencia de Seguridad Nacional en Fort Meade, Maryland, ocupaban fortalezas rodeadas de fosos que proclamaban su existencia! «¡Aquí estoy! —parecían decir—, ¡aquí mismo, no me presten atención!». Era como si desafiaran a sus oponentes a romper el cerco de seguridad, cosa que inevitablemente había de ocurrir. El Directorate hacía que estas así llamadas burocracias clandestinas parecieran tan retraídas como el servicio de correos.

El hombre estaba en el vestíbulo del 1324 de la calle K e inspeccionó el panel de bronce lustroso, sobre el cual había un auricular de teléfono de aspecto perfectamente convencional debajo del dial que tenía toda la apariencia de ser un dispositivo como el que se encuentra en los vestíbulos de los edificios de oficinas en todo el mundo. Descolgó el auricular y marcó una serie de números, un código preestablecido. Dejó apoyado por unos instantes el índice en el último botón, el del signo #, hasta que oyó una distante señal indicando que su huella digital había sido reconocida, analizada y comparada electrónicamente con una base de datos preexistente y aprobada de antemano que contenía las huellas digitalizadas, y que era aceptada. Luego escuchó en el auricular hasta que sonó exactamente tres veces. Una voz de mujer, mecánica e incorpórea, le ordenó que indicara a qué venía.

—Tengo una cita con el señor Mackenzie —dijo.

En cuestión de segundos, sus palabras se convirtieron en fragmentos de información y fueron hechas coincidir con otra base de datos que contenía marcas vocales ya establecidas. Sólo entonces un tenue zumbido en el vestíbulo indicó que las primeras puertas de vidrio del interior podían abrirse. Colgó el auricular y empujó las pesadas puertas a prueba de balas, tras lo cual entró a una diminuta antecámara, donde permaneció por algunos segundos hasta que tres cámaras de vigilancia de alta resolución examinaran sus rasgos faciales y los compararan con modelos previamente guardados y autorizados.

La segunda serie de puertas se abrió a un área de recepción pequeña y anodina, de paredes blancas y alfombrado industrial de color gris, equipada con mecanismos ocultos de monitorización que eran capaces de detectar cualquier arma oculta. Sobre una cómoda con encimera de mármol que había en un rincón, se veía una pila de folletos con el membrete del Comercio Americano Internacional, una organización que existía sólo como un conjunto de documentos y registros legales. El resto de los folletos estaba dedicado a la declaración ilegible de una misión, llena de clichés sobre comercio internacional. Un guardia que no sonreía hizo pasar a Bryson a través de otras puertas, esta vez a un vestíbulo elegante con revestimiento de nogal sólido y oscuro, donde había una docena de empleados, con aspecto de oficinistas, sentados ante sus escritorios. Podría haber sido una gran galería de arte de las que se encuentran en la calle 57 de Manhattan, o quizás un próspero bufete de abogados.

—¡Nick Bryson, mi hombre número uno! —exclamó Chris Edgecomb, saltando de su asiento frente a un ordenador.

Nacido en Guyana, era un hombre ágil y alto de piel color café y ojos verdes. Hacía cuatro años que estaba en el Directorate, y trabajaba en el equipo de comunicaciones y coordinación; encauzaba señales de peligro y buscaba modos de pasar información a agentes en acción cuando fuera necesario. Edgecomb le dio la mano a Bryson con calidez.

Nicholas Bryson sabía que era una especie de héroe para gente como Edgecomb, que ansiaban ser operarios de campo. «Súmate al Directorate y cambiarás el mundo», solía bromear Edgecomb en su inglés melodioso, y a quien tenía en mente cuando lo decía era a Bryson. Sucedía rara vez, como sabía Bryson, que el personal lo viera cara a cara; para Edgecomb, ésta era toda una ocasión.

—¿Alguien te hirió? —La expresión de Edgecomb era compasiva; veía a un hombre fuerte que hasta hacía poco había estado en el hospital. Enseguida siguió hablando, sabiendo que las preguntas estaban de más—. Rezaré para que san Cristóbal te proteja. Estarás al cien por cien en menos que canta un gallo.

La filosofía del Directorate, por encima de todo, era la segmentación y la compartimentación. Ningún agente ni empleado podía saber nunca demasiado, para no poner en peligro la seguridad de todos. El organigrama se aplicaba incluso a un veterano como Bryson. Conocía a algunos de los empleados, claro. Pero el personal de campo trabajaba siempre aislado, a través de sus propias redes. Si había que trabajar con alguien, sólo se conocían por el nombre de guerra, un alias transitorio. Esta regla era más que simple procedimiento, era Sagrada Escritura.

—Eres un buen hombre, Chris —comentó Bryson.

Edgecomb sonrió con humildad, luego señaló con un dedo hacia arriba. Sabía que Bryson tenía una cita (¿o era una citación?) con el pez gordo, Ted Waller. Bryson sonrió, le dio una amistosa palmada en el hombro a Edgecomb y se dirigió al ascensor.

—No te levantes —dijo Bryson cordialmente al entrar en la oficina de Ted Waller en la tercera planta. Waller se levantó de todas maneras, con toda su humanidad de casi dos metros y ciento cincuenta kilos.

—Santo Cielo, pero qué aspecto tienes —dijo Waller, mirando alarmado a Bryson—. Pareces recién salido de un campo de prisioneros.

—Así queda uno cuando pasa treinta y tres días en una clínica del gobierno estadounidense en Marruecos —dijo Bryson—. No es lo que se dice el Ritz.

—Quizás soy yo el que debería tratar un día de que un terrorista loco le destripe. —Waller se dio unos golpecitos sobre el amplio cinturón. Estaba aún más gordo que la última vez que lo vio Bryson, aunque tenía el sobrepeso elegantemente envuelto en un traje de cachemira azul marino, y el ancho cuello de su camisa Turnbull & Asser le quedaba bien con su cuello de toro—. Nick, he estado atormentándome desde que ocurrió esto. Me dijeron que fue un puñal dentado Verenski de Bulgaria. De lance y giro. Terriblemente primitivo, pero eficaz. En qué negocios andamos. Nunca te olvides, es lo que no se ve lo que ha de jugarte siempre una mala pasada. —Waller se sentó pesadamente en la silla de cuero repujado detrás del escritorio de roble. El sol de primera hora de la tarde se filtraba por el cristal polarizado a sus espaldas. Bryson se sentó frente a él, era una formalidad poco habitual. Waller, que solía tener un aspecto rojizo y aparentemente robusto, ahora se veía pálido y con profundas ojeras—. Dicen que has tenido una recuperación excepcional.

—Unas semanas más y estaré como nuevo. Al menos eso es lo que me dicen los médicos. Dicen también que ya no hará falta que me operen del apéndice, un efecto colateral en el que nunca había pensado. —Mientras hablaba, sentía un dolor sordo en la parte inferior del abdomen.

Waller asintió distraídamente con la cabeza.

—¿Sabes por qué estás aquí?

—Un niño que recibe una nota diciendo que ha de ver al director de la escuela, se espera una reprimenda. —Bryson fingió alegría, pero tenía el ánimo tenso y sombrío.

—Una reprimenda —dijo Waller misteriosamente. Se quedó unos instantes en silencio, mientras recorría con la mirada una hilera de libros con tapa de piel que estaban en los estantes cerca de la puerta. Luego se volvió y dijo con voz suave y apenada—: El Directorate no hace particularmente públicos los organigramas, pero creo que tienes una vaga idea de la estructura de orden y control. Las decisiones, sobre todo las que conciernen al personal clave, no siempre pasan por mi escritorio. Y por importante que sea la lealtad para ti y para mí, diablos, para la mayoría de la gente en este maldito sitio, lo que rige hoy en día es el pragmatismo puro y duro. Ya lo sabes.

Bryson había tenido un sólo empleo serio en su vida, y había sido éste; con todo, distinguía los matices de un discurso de despido. Luchó contra la necesidad que sentía de defenderse, pues no era el procedimiento del Directorate; parecía indecoroso. Recordó uno de los lemas de Waller.

—Lo que bien acaba bien está —dijo Bryson—. Y acabó bien.

—Casi te perdimos —dijo Waller—. Yo casi te pierdo —agregó arrepentido, como un maestro que se dirige a un alumno modélico que lo ha decepcionado.

—Eso no es relevante —dijo Bryson con calma—. Como quiera que sea, no se pueden leer las reglas mientras se está en el campo; lo sabes muy bien. Tú me lo enseñaste. Hay que improvisar, seguir el instinto, no tan sólo el protocolo establecido.

—Perderte habría significado perder Túnez. Hay un efecto avalancha: cuando intervenimos, lo hacemos lo suficientemente temprano como para que haya una diferencia. Las acciones se calculan cuidadosamente, se calibran las reacciones, se toman en cuenta las variables. Y así estuviste a punto de comprometer muchas otras operaciones clandestinas, en el Magreb y en otros sitios alrededor del desierto. Has puesto otras vidas en peligro, Nicky; otras operaciones y otras vidas. La leyenda del Técnico estaba íntimamente conectada a otras leyendas que nosotros creamos; y lo sabes. Sin embargo, quedaste al descubierto. ¡Se han comprometido años de trabajo clandestino por tu culpa!

—A ver, un momento…

—Darles «munición defectuosa», ¿cómo pensaste que no sospecharían de ti?

—¡Maldita sea, se suponía que no era defectuosa!

—Pero lo era. ¿Por qué?

—¡No lo sé!

—¿La revisaste?

—¡Sí! ¡No! No lo sé. Nunca se me pasó por la cabeza que la mercancía no fuera lo que parecía.

—Ése fue un grave error, Nicky. Has puesto en peligro años de trabajo, años de planificación de operaciones de incógnito, el cultivo de elementos valiosos. ¡La vida de algunos de nuestros más valiosos elementos! Por el amor de Dios, ¿en qué estabas pensando?

Bryson se quedó callado por un momento.

—Me tendieron una trampa —dijo por fin.

—¿Cómo que te tendieron una trampa?

—No estoy seguro.

—Si te «tendieron una trampa», eso quiere decir que ya sospechaban de ti, ¿vale?

—No… no lo sé.

—¿«No lo sé»? No son palabras que inspiren mucha confianza, ¿no crees? No es lo que me gusta oír. Eras nuestro mejor agente en el campo. ¿Qué ha ocurrido contigo, Nick?

—Quizá, de alguna manera, la cagué. ¿No te parece que le he dado vueltas y vueltas en la cabeza?

—No escucho ninguna respuesta, Nick.

—Quizá no las haya; por ahora, aún no.

—No nos podemos permitir esas cagadas. No podemos tolerar este tipo de descuidos. Y esto vale para todos nosotros. Nos permitimos un margen de error. Pero no podemos pasarnos del límite. El Directorate no tolera errores. Tú lo sabías desde el primer día.

—¿Crees que hay algo que yo habría podido hacer de otro modo? ¿O quizá piensas que otra persona lo habría hecho mejor?

—Nunca tuvimos a nadie mejor que tú, lo sabes muy bien. Pero como te he dicho, estas decisiones se toman a nivel de consorcio, no en mi escritorio.

Bryson sintió un escalofrío en la espalda al oír la jerga burocrática, que le indicaba que Waller ya se había distanciado de las consecuencias de la decisión de despedirle. Ted Waller era el mentor, el jefe y el amigo de Bryson, y quince años antes había sido su maestro. Había supervisado su aprendizaje, le había informado en persona acerca de las operaciones en las cuales había trabajado en los primeros años de su carrera. Era un inmenso honor, y Bryson así lo sentía hasta el día de hoy. Waller era el hombre más brillante que había conocido. Podía resolver ecuaciones diferenciales parciales en la cabeza; poseía enormes cantidades de un conocimiento enigmático de la geopolítica. Al mismo tiempo, su pesada complexión encubría una destreza física extraordinaria. Bryson lo recordaba en un campo de tiro, haciendo un centro tras otro con aire ausente a veinte metros de distancia, mientras charlaba sobre la triste decadencia de la ropa hecha a medida en Gran Bretaña. La pistola de calibre 22 parecía enclenque en su mano enorme, rolliza y suave; estaba tan bajo su control, que podría haber sido un dedo más.

—Hablas en pasado, Ted —dijo Bryson—. Lo que das a entender es que piensas que metí la pata.

—Simplemente pienso lo que he dicho —contestó Waller con calma—. Nunca he trabajado mejor con nadie, y dudo que encuentre a alguien más preparado.

Por temperamento y por entrenamiento, Nick sabía cómo permanecer impasible, pero ahora el corazón le daba golpes secos. «Nunca tuvimos a nadie mejor que tú, Nick». Sonaba como un homenaje, y el homenaje, lo sabía, era un elemento clave en el ritual de la separación. Bryson nunca se olvidaría de la reacción de Waller la primera vez que dio muestras de su talento durante una operación: frustrar el asesinato de un candidato moderadamente reformista en Sudamérica. Fue un taciturno «No ha estado mal», Waller apretó los labios para no dejar escapar una sonrisa, y para Nick fue el mayor halago que recibiría de él. Es cuando se dan cuenta de lo valioso que eres, había aprendido Bryson, que sabes que te echarán a pastar.

—Nick, nadie más habría conseguido lo que tú en las islas Comores. El sitio habría pasado a manos de aquel loco, el coronel Denard. En Sri Lanka, es probable que haya miles de personas que están con vida, en ambos bandos, gracias a las rutas del tráfico de armas que descubriste. ¿Y lo que hiciste en Bielorrusia? El GRU sigue sin darse por enterado, y nunca se enterará. Deja que los políticos se encarguen de colorear entre las líneas, porque son las líneas que nosotros hemos trazado, que has trazado. Los historiadores nunca lo sabrán, y la verdad es que es mejor que así sea. Pero nosotros ya lo sabemos, ¿no?

Bryson no respondió; no había necesidad de responder.

—Y en otro orden de cosas, Nick, la gente se sale de las casillas por el asunto del Banque du Nord.

Se refería a la infiltración de Bryson en un banco de Túnez que canalizaba dinero lavado para financiar el intento de golpe de Abu y Hezbollah. Una noche, durante la operación, más de mil quinientos millones de dólares sencillamente desaparecieron, se esfumaron en el espacio cibernético. Meses de investigación no habían logrado dar con el activo desaparecido. Era un cabo suelto, y el Directorate detestaba los cabos sueltos.

—No estarás sugiriendo que tengo las manos en la masa, ¿no?

—Por supuesto que no. Pero comprenderás que siempre existirán sospechas. Cuando no hay respuestas, las preguntas persisten; ya lo sabes.

—He tenido un montón de oportunidades de «enriquecimiento personal» que habrían sido mucho más lucrativas y considerablemente más discretas.

—Te hemos puesto a prueba, sí, y has salido airoso. Pero pongo en duda el método de desvío, el dinero transferido a los colegas de Abu bajo bandera falsa para comprar información comprometedora de fondo.

—Eso se llama improvisación. Es para lo que me pagas: usar mi poder de discreción cuando y donde lo crea conveniente. —Bryson se detuvo al darse cuenta de algo—. ¡Pero a mí nunca me pidieron un informe completo sobre esto!

—Tú mismo pusiste los detalles en evidencia, Nick —dijo Waller.

—Estoy completamente seguro de que no lo hice —oh, Dios, eran sustancias químicas, ¿o no?

Waller vaciló una fracción de segundo, pero lo suficiente como para que la pregunta de Bryson quedara contestada. Ted Waller podía mentir, alegremente y con facilidad, cuando la necesidad se lo imponía, pero Bryson sabía que a su viejo amigo y mentor le parecía desagradable mentirle a él.

—Dónde obtenemos nuestra información es algo compartimentado, Nick. Tú lo sabes.

Ahora entendía a qué se debía una estancia tan prolongada en una clínica de Laayoune con personal americano. Había que administrar las sustancias químicas sin que el paciente lo supiera, preferentemente inyectadas por vía intravenosa.

—¡Maldita sea, Ted! ¿Cuál es la consecuencia?, ¿que no me teníais confianza como para permitirme hacer un informe completo y dejarme decir la verdad por voluntad propia? ¿Que sólo un interrogatorio ciego podría deciros lo que queríais saber? ¿Teníais que dormirme sin que yo lo supiera?

—A veces el interrogatorio más fiable es el que se lleva a cabo sin que el sujeto especule por interés propio.

—¿Quieres decir que pensabais que mentiría para cubrirme las espaldas?

La respuesta de Waller fue serena y escalofriante.

—Una vez que la evaluación de un individuo indica que no es cien por cien de fiar, se supone lo contrario, al menos provisionalmente. Tú lo detestas, y yo también, pero ése es el hecho cruel de una burocracia de la inteligencia. En especial de una tan retraída como ésta, aunque quizá paranoica sea el término más preciso.

Paranoica. De hecho, Bryson había aprendido hacía mucho tiempo que para Waller y sus colegas del Directorate era un artículo de fe que la Agencia Central de Inteligencia, la Agencia de Inteligencia para la Defensa y hasta la Agencia de Seguridad Nacional estaban plagadas de topos, paralizadas por regulaciones y enfangadas en una carrera armamentística de desinformación con sus homologas enemigas en el extranjero. A Waller le gustaba llamar a estas agencias, cuya existencia estaba asegurada en proyectos de ley del Congreso con asignaciones y organigramas, los «mamuts lanudos». En sus primeros días con el Directorate, Bryson preguntó inocentemente si no sería conveniente cooperar con las otras agencias. Waller no pudo contener la risa.

—¿Quieres decir que les hagamos saber a los lanudos mamuts que existimos? ¿Por qué no enviar mejor un comunicado de prensa a Pravda?

Pero la crisis de los servicios de inteligencia americanos, en opinión de Waller, iba mucho más allá de los problemas de infiltración. El contraespionaje era la verdadera jungla de espejos. «Le mientes a tu enemigo, y luego le espías —había señalado Waller una vez—, y de lo que te enteras es de una mentira. Sólo ahora, de alguna manera, la mentira se ha vuelto verdad, puesto que la han categorizado como “inteligencia”. Es como ir en busca de los huevos de Pascua. ¿Cuántas carreras se han construido, en ambos bandos, a partir de gente que ha desenterrado huevos con la misma meticulosidad con que sus colegas los habían enterrado? Unos huevos de Pascua coloridos, bellamente pintados, y sin embargo falsos».

Pasaron aquella noche conversando en la biblioteca subterránea bajo la sede central de la calle K, una habitación adornada con alfombras kurdas del siglo XVII, óleos antiguos con escenas de caza en Inglaterra, en que los perros fieles sostienen un ave en sus bocas de raza.

—¿Te das cuenta de la genialidad? —continuó Waller—: Todas las aventuras de la CIA, chapuceras o no, tarde o temprano serán de dominio público. No será así con nosotros, por la sencilla razón de que no estamos en el radar de nadie. —Bryson recordaba aún el tintineo de los cubitos de hielo en el pesado vaso de vidrio, mientras Waller bebía un sorbo del bourbon añejo que más le gustaba.

—Pero operar fuera del circuito, casi como proscritos, no es precisamente la manera más práctica de hacer negocios —protestó Bryson—. Para empezar, está la cuestión de los recursos.

—De acuerdo, no tenemos los recursos, pero así tampoco tenemos la burocracia, las limitaciones. En conjunto, es una ventaja positiva habida cuenta de nuestro objetivo particular. Nuestro historial es prueba de ello. Cuando trabajas de modo especial con grupos en todo el mundo, cuando no huyes de intervenciones extremadamente agresivas, todo lo que necesitas es un pequeño número de elementos altamente cualificados. Sacas partido de las fuerzas en el terreno. Consigues lo que te propones cuando diriges los acontecimientos y coordinas los resultados deseados. No necesitas los inmensos gastos generales de las burocracias del espionaje. Todo lo que realmente necesitas es cerebro.

—Y sangre —dijo Bryson, quien para entonces ya la había visto en carne propia—. Sangre.

Waller se encogió de hombros.

—Ese gran monstruo de Iósiv Stalin una vez lo expresó con propiedad: no puedes hacer una tortilla sin romper unos huevos.

Habló del siglo americano, de los problemas del imperio. Sobre la Gran Bretaña imperial del siglo XIX, cuando el Parlamento debatía durante seis meses si debía enviar una fuerza expedicionaria para rescatar a un general que había estado sitiado durante dos años. Waller y sus colegas del Directorate creían en la democracia liberal, ferviente e inequívocamente, pero sabían también que para asegurar el futuro no podían jugar, como le gustaba decir a Waller, con las reglas de Queensbury. Si tus enemigos operaban con malas jugadas, mejor que tú también te armaras de las malas jugadas de toda la vida.

—Somos el mal necesario —le dijo Waller—. Pero nunca te hagas el chulo. La palabra es «mal». Somos súper legales. Nadie nos supervisa, ni nos regula. A veces ni yo mismo me siento seguro sabiendo que andamos por aquí. —Hubo otro ligero tintineo de cubitos de hielo cuando bebió las últimas gotas de bourbon.

Nick Bryson había conocido a fanáticos —de los amistosos y los hostiles— y halló consuelo en la misma ambivalencia de Waller. Bryson nunca sintió que habría tenido la talla de Waller en cuanto a su inteligencia: la brillantez, el cinismo, pero sobre todo el idealismo intenso y casi tímido, como la luz del sol que entra por el borde de las persianas bajas.

—Amigo mío —dijo Waller—, existimos para crear un mundo en el que no seremos necesarios.

Ahora, en la luz cenicienta de la tarde, Waller extendió las manos sobre el escritorio, como preparándose para la desagradable tarea que le aguardaba.

—Sabemos que lo has pasado mal desde que Elena se marchó —empezó a decir.

—No quiero hablar de Elena —espetó Bryson.

Sentía una vena que le latía en la frente. Había sido su esposa durante tantos años, su mejor amiga, su amante. Hacía seis meses, en el curso de una llamada telefónica secreta que él hizo desde Trípoli, ella le dijo que lo dejaba. Pelearse no serviría de nada. Evidentemente ya lo había decidido; no había nada que discutir. Sus palabras le habían herido mucho más que el puñal de Abu. Unos días después, durante un viaje a Estados Unidos para entregar un informe —fingiendo un viaje para comprar armas—, Bryson llegó a casa y vio que ella se había ido.

—Mira, Nick, tú has hecho probablemente más cosas buenas en el mundo que ningún otro en los servicios de inteligencia. —Waller hizo una pausa, y luego habló lentamente, con gran determinación—. Si dejo que sigas, empezarás a restar de lo que has hecho.

—Quizá metí la pata —dijo Bryson con voz apagada—. Una vez. Estoy dispuesto a concederlo. —No tenía sentido discutir, pero no podía evitarlo.

—Y la meterá de nuevo —replicó Waller sosegadamente—. Hay cosas que llamamos «hechos centinelas». Signos tempranos de alarma. Has sido extraordinario durante quince años. Extraordinario. Pero quince años, Nick. Para un agente en activo, se cuentan como los años de un perro. Tu concentración está flaqueando. Estás consumido, y lo peor de todo es que ni siquiera lo sabes.

¿Lo que pasó con su matrimonio fue también un «hecho centinela»? Mientras Waller seguía hablando en su estilo calmo, sensato y lógico, Bryson sintió una ráfaga de emociones diversas, y una de ellas era la rabia.

—Mi capacidad…

—No hablo de tus capacidades. En lo que se refiere al trabajo de campo, no hay nadie mejor que tú, ni siquiera en este momento. De lo que hablo es del control. De la capacidad para no actuar. Es lo que primero desaparece. Y nunca la recuperas.

—Entonces lo que hace falta quizás es una excedencia. —En su voz había un deje de desesperación, y Bryson no lo soportaba de sí mismo.

—El Directorate no da sabáticos —dijo Waller secamente—. Lo sabes muy bien. Nick, has pasado una década y media haciendo historia. Ahora te puedes poner a estudiarla. Voy a devolverte a la vida.

—La vida —repitió Bryson con voz anodina—. Entonces que hablas de jubilarme.

Waller se recostó en la silla.

—¿Conoces la historia de John Wallis, uno de los grandes espías británicos del siglo XVII? Era un mago descifrando mensajes realistas para los parlamentarios hacia 1640. Jugó un papel importante en el establecimiento de la Cámara Negra Inglesa, la Agencia de Seguridad Nacional de la época. Pero cuando se retiró de la vida activa, usó sus talentos como profesor de geometría en Cambridge y ayudó a inventar el cálculo moderno, ayudó a encauzar la modernidad. ¿Quién fue más importante: Wallis el espía o Wallis el erudito? Retirarse de la vida activa no significa necesariamente que te pongan a pastar.

Era una réplica típica de Waller, una parábola misteriosa; Bryson casi se rió del absurdo.

—¿Qué tenías en mente que hiciera? ¿Trabajar de poli de alquiler en un gran almacén, vigilando las cámaras de circuito cerrado con un revólver y una porra?

Integer vitae, scelerisque purus non eget Mauris jaculis, neque arcu, nec venenatis grávida saggittis pharetra. El hombre íntegro, libre de pecados, no necesita la jabalina de los moros, ni el arco, ni el pesado carcaj de las flechas de caza. Horacio, como sabes. Al final, ya está todo arreglado. El Woodbridge College necesita una clase de historia de Oriente Próximo, y acaban de encontrar al candidato estelar. Tus estudios de doctorado y tus conocimientos de lingüística hacen de ti el mejor partido.

Bryson se sintió extrañamente alejado de sí mismo, del modo que a veces lo hacía en acción, flotando sobre la escena, observándolo todo con una mirada fría y calculadora. Con frecuencia pensó que le matarían en acción: era una eventualidad que podía incluir en el plan, tomar en consideración. Pero nunca pensó que le despedirían. Y el que fuera un querido mentor quien le despedía lo hacía aún más doloroso: era una cuestión personal.

—Todo es parte del plan de jubilación —prosiguió Waller—. El ocio es donde opera el diablo, según dicen. Algo que hemos aprendido a fuerza de experiencia. Dale a un agente una suma global y nada que hacer, y puedes estar seguro de que se meterá en líos. Necesitas un proyecto. Algo real. Y eres un maestro por naturaleza, una de las razones por las que eras tan bueno en el terreno.

Bryson no dijo nada, mientras trataba de disipar un recuerdo doloroso de una operación en una pequeña provincia latinoamericana: el recuerdo de ver un rostro en su mira de francotirador. El rostro pertenecía a uno de sus «estudiantes», un chico llamado Pablo, un indio de diecinueve años al que había entrenado en el arte de desactivar y desplegar potentes explosivos. Un chico rudo pero honesto. Sus padres eran campesinos en una aldea de las montañas que acababa de ser tomada por rebeldes maoístas: si se difundía la noticia de que Pablo trabajaba para el enemigo, la guerrilla mataría a sus padres, y muy probablemente de la manera más cruel e ingeniosa, ésa era su marca. El chico dudaba, a duras penas podía con sus lealtades, y decidió que no tenía más alternativa que pasarse de bando: para salvar a sus padres, le contaría a la guerrilla cuánto sabía del adversario, los nombres de quienes habían cooperado con las fuerzas del orden. Era un chico rudo, un chico honesto, atrapado en una situación en la que ninguna respuesta era la correcta. Bryson estudió el rostro de Pablo en la mira —el rostro de un joven afligido, infeliz y asustado— y tan sólo apartó la vista después de apretar el gatillo.

Waller le miraba fijamente.

—Tu nuevo nombre es Jonas Barrett. Un erudito independiente, autor de media docena de artículos con reseñas muy favorables de sus colegas en revistas de prestigio. Cuatro de ellos en la Revista de Estudios Bizantinos. Trabajo de equipo: les damos algo que hacer a nuestros expertos de Oriente Próximo en su tiempo de inactividad. Algo sabemos sobre cómo montar la leyenda de un civil.

Waller le alcanzó una carpeta. Era de color amarillo canario, lo cual quería decir que las tarjetas estaban entrelazadas con cintas magnéticas y no podían desprenderse de las premisas. Contenía una leyenda, una biografía ficticia. Su biografía.

Hojeó las páginas que estaban impresas con densidad: detallaban la vida de un erudito solitario, cuyos talentos de lingüista estaban a la altura de los suyos, y cuyos conocimientos podía dominar en corto tiempo. Los parámetros de su biografía eran fácilmente asimilables, la mayoría de ellos, al menos. Jonas Barrett era soltero. Jonas Barrett nunca conoció a Elena. Jonas Barrett no estaba enamorado de Elena. Jonas Barrett no se moría de ganas, incluso ahora, de que Elena regresara. Jonas Barrett era una ficción: para Nick, hacerlo real significaba asumir la pérdida de Elena.

—Aceptaron el nombramiento hace unos días. Woodbridge espera que su nuevo profesor adjunto llegue en septiembre. Y me atrevería a decir que son afortunados de contar con él.

—¿Mi decisión vale de algo en este asunto?

—Oh, te podríamos haber encontrado un puesto en una de las tantas compañías multinacionales de consultoría. O quizás en una empresa monstruo de ingeniería o petrolífera. Pero éste está bien para ti. Siempre has tenido una mente que podía tratar abstracciones con la misma facilidad que hechos. Solía preocuparme al pensar que sería una desventaja, pero resulta ser uno de tus puntos más fuertes.

—¿Y si no quiero retirarme? ¿Qué sucede si no quiero pasar dulcemente a la vida pasiva? —Por alguna razón, volvió a asaltarle la imagen borrosa del acero, del brazo tenso que arremetía con el puñal contra él…

—No lo intentes, Nick —dijo Waller con una expresión opaca.

—Por Dios —dijo Bryson suavemente.

Había dolor en su voz, y se arrepintió de mostrarlo. Bryson sabía cómo era el juego: lo que le había afectado no eran las palabras que había estado escuchando, sino el hombre que las decía. Waller no había explicado los detalles, tampoco lo necesitaba. Bryson sabía que no le estaba ofreciendo una alternativa, y sabía lo que le esperaba al que desobedeciera. El taxista que gira bruscamente, atropella a un peatón y desaparece. La pequeña molestia que apenas siente el sujeto cuando se pone en camino a un centro comercial atestado de gente, seguido de la diagnosis obvia de un fallo cardíaco. Un atraco común que sale mal, en una ciudad que todavía tiene uno de los índices más altos de criminalidad de todo el país.

—Ésta es la línea de trabajo que hemos escogido —dijo Waller con suavidad—. La responsabilidad que tenemos supera todos los lazos de parentesco y afecto. Ojalá fuera distinto. No sabes cuánto lo deseo. En mi época, hube de… sancionar a tres de mis hombres. Buenos tíos que se echaron a perder. No, ni siquiera a perder, simplemente fueron poco profesionales. Eso me persigue todos los días, Nick. Pero lo haría de nuevo en un abrir y cerrar de ojos. Tres hombres. Te lo ruego: que no sean cuatro. —¿Era una amenaza? ¿Una súplica? ¿O ambas? Waller exhaló lentamente el aire—. Te ofrezco la vida, Nick. Una buena vida.

Pero lo que Bryson tenía por delante no era la vida, no de buenas a primeras. Era una especie de estado de fuga, una media muerte sombría. Durante quince años, dedicó todo su ser —cada neurona, cada fibra muscular— a un esfuerzo particularmente arriesgado y agotador. Ahora ya no hacían falta sus servicios. Y Bryson no sintió nada, sólo un vacío profundo. Marchó a casa, a la elegante casa de estilo colonial de Falls Church que ya apenas le resultaba familiar. Se puso a contemplar la casa como si fuera la de un extraño, vio los Aubusson de buen gusto que había elegido Elena, la habitación en colores pastel y llena de esperanza de la segunda planta, para el niño que nunca tuvieron. El sitio estaba vacío y lleno de fantasmas al mismo tiempo. Luego se sirvió un vaso lleno de vodka. Sería la última vez que estaría completamente sobrio durante algunas semanas.

La casa estaba llena de Elena, de su fragancia, su sabor, de su aura. No podía olvidarla.

«Estaban sentados en la terraza de su cabaña junto a un lago en Maryland, mirando el velero… Ella le sirvió una copa de vino blanco frío, y al alcanzárselo le besó.

»—Te echo de menos —dijo ella.

»—Pero si estoy aquí, cariño».

»—Ahora sí. Mañana te habrás ido. A Praga, a Sierra Leona, a Jakarta, a Hong Kong… ¿quién sabe adónde? ¿Y quién sabe por cuánto tiempo?

»Él le cogió la mano, sintió toda su soledad, y fue incapaz de hacer nada. Pero siempre regreso. Y ya conoces el dicho, la ausencia hace aumentar el cariño.

»—Mai rarut, mai dragut —musitó ella con dulzura—. Pero ya sabes, en mi tierra, dicen algo diferente: Celor ce duc mai mult dorul, le pare mai dulce odorul. La ausencia agudiza el amor, pero la presencia lo fortalece.

»—Me gusta.

»Ella alzó el índice y lo meneó ante la cara de él.

»—También dicen otra cosa: Prin departare dragostea se uita. Cómo se diría: ¿ausente mucho tiempo, pronto se olvida?

»—A rey muerto, rey puesto.

»—¿Cuánto pasará hasta que me olvides?

»—Pero siempre te llevo conmigo, amor. —Se dio una palmada en el pecho—. Aquí dentro».

No le cabían dudas de que el Directorate lo tendría bajo vigilancia electrónica; apenas le importaba. Si le consideraban un riesgo para la seguridad, seguramente lo sancionarían. Quizá con bastante vodka, pensó con aire lúgubre, hasta les ahorraría el trabajo. Pasaron los días, y no vio ni oyó a nadie. Tal vez Waller intercedió en el consorcio para dejarle inactivo, porque sabía que no era sólo el despido lo que había causado su desmoronamiento. Era el abandono de Elena. Elena, el ancla de su existencia. Los conocidos solían decir lo calmado que Nick parecía siempre, pero Nick raras veces se sentía calmo: la calma venía de Elena. ¿Cuál era la frase de Waller con respecto a ella? «Una serenidad apasionada».

Nick no sabía que era capaz de amar a alguien tanto como la había amado a ella. En el torbellino de mentiras en que se desarrollaba su carrera, ella era lo único verdadero que tenía. Al mismo tiempo, ella también era espía: tenía que serlo si querían construir una vida juntos. En efecto, tenía prácticamente acceso a la cúpula, pues trabajaba en la división criptográfica del Directorate, y nunca se sabía con lo que se encontraban por el camino. Lo que se interceptaba al enemigo solía contener bocados de información sobre Estados Unidos; y descifrarlos implicaba la posibilidad de exponerse a los secretos más confidenciales del propio gobierno, una información a la que la mayor parte de los jefes de división de la agencia no tenían acceso. Los analistas como ella llevaban una vida atada al escritorio, su única arma era el teclado del ordenador, y sin embargo su inteligencia vagaba por el mundo con la misma libertad de cualquier agente. ¡Dios, cuánto la amaba!

De algún modo, Ted Waller los había presentado, aunque de hecho se habían conocido en la menos prometedora de las circunstancias, como resultado de una misión que Waller le había asignado a Bryson.

Era un transporte de rutina, que en la jerga del Directorate se llamaba a veces la «carrera del coyote», haciendo referencia al contrabando de seres humanos. Los Balcanes estaban que ardían a fines de los años ochenta, y había que sacar de Bucarest a un brillante matemático rumano con su mujer y su hija. Andrei Petrescu era un verdadero patriota rumano, un académico de la universidad de Bucarest especializado en las misteriosas matemáticas de la criptografía. Había sido obligado a entrar en servicio por el célebre servicio de seguridad de Rumania, la Securitate, con el fin de diseñar los códigos que se usaban en los círculos más íntimos del gobierno de Ceausescu. Escribió los algoritmos criptográficos, pero rechazó la oferta de empleo: quería permanecer en la academia, como maestro, y estaba desquiciado por la opresión que la Securitate ejercía sobre el pueblo rumano. En consecuencia, Andrei y su familia estaban prácticamente bajo arresto domiciliario, tenían prohibido viajar, vigilaban cada uno de sus movimientos. Se decía que su hija, Elena, no era menos brillante que su padre y hacía el doctorado en matemáticas en la universidad, con la esperanza de seguir los pasos de aquél.

Cuando Rumania llegó a su punto álgido en diciembre de 1989 y empezaron a estallar las protestas populares contra el tirano Nicolae Ceausescu, la Securitate, su guardia pretoriana, tomó represalias con arrestos y asesinatos en masa. En Timisoara, una inmensa multitud se reunió en el Boulevard el 30 de diciembre, y los manifestantes allanaron la sede central del Partido Comunista y comenzaron a arrojar retratos del tirano por las ventanas. El ejército y la Securitate abrieron fuego contra la multitud exaltada durante todo el día y la noche; los muertos fueron apilados y enterrados en fosas comunes.

Indignado, Andrei Petrescu decidió poner su grano de arena en la lucha contra el tirano. Tenía las claves para las comunicaciones más secretas de Ceausescu, y se las pasaría a los enemigos del tirano. Ceausescu ya no podría comunicarse en secreto con sus esbirros; sus decisiones y sus órdenes serían conocidas en el instante que las pronunciase.

A Andrei Petrescu le costó tomar una decisión. ¿Acaso pondría en peligro la vida de su amada Simona, de su adorada Elena? Una vez que descubrieran lo que había hecho —y lo sabrían, puesto que nadie más fuera del gobierno conocía los códigos—, Andrei y su familia serían arrestados y fusilados.

No, no le quedaría más remedio que irse de Rumania. Pero para ello necesitaba confabularse con algún poderoso forastero, preferentemente de una agencia de inteligencia como la CIA o el KGB, que tuviera los recursos para sacar a la familia del país.

Aterrorizado, hizo averiguaciones veladas y con sigilo. Conocía a algunas personas; sus colegas conocían a algunas personas. Hizo su oferta y su demanda. Pero tanto los ingleses como los americanos rehusaron participar. Habían adoptado una política de no intervención con respecto a Rumania y rechazaron su oferta.

Más tarde, una mañana muy temprano, contactó con él un americano, un representante de otra agencia de inteligencia, no de la CIA. Estaban interesados; le ayudarían. Tenían el coraje que les faltaba a los otros.

Los detalles de la operación habían sido diseñados por los arquitectos de logística del Directorate, y afinados por Bryson tras consultar con Ted Waller. Bryson había de sacar subrepticiamente de Rumania al matemático y a su familia, junto a cinco personas más, dos hombres y tres mujeres, todos ellos elementos de la inteligencia. Entrar a Rumania era lo más fácil. Desde Nyírábrány, al este de Hungría, Bryson cruzó la frontera en tren hacia Rumania por Valea Lui Mihai, llevando un auténtico pasaporte húngaro de un conductor de camiones de larga distancia; apenas se fijaron en él gracias a su mono sobrio y sus manos callosas. A pocos kilómetros, en las afueras de Valea Lui Mihai, encontró el camión que un contacto del Directorate había dejado para él. Era un viejo camión rumano de panel que escupía diesel. Había sido ingeniosamente modificado en el país por los elementos del Directorate: cuando se abría la parte posterior del camión, el interior parecía repleto de cajas de vino rumano y tzuica, un licor de ciruelas. Pero las cajas sólo tenían una hilera de profundidad; ocultaban un amplio compartimento, que ocupaba casi todo el interior y en el que podían esconderse siete de los ocho rumanos.

Se había instruido al grupo de modo que pudieran encontrarse en el bosque de Baneasa, cinco kilómetros al norte de Bucarest. Bryson los localizó en el sitio indicado para el encuentro, dispuestos para un pícnic como si se tratara de una extensa familia de excursión. Pero Bryson veía el terror en sus rostros.

El cabecilla del grupo era obviamente el matemático, Andrei Petrescu, un hombre diminuto de más de sesenta años, acompañado de una mujer sumisa y con cara de luna, al parecer su esposa. Pero fue la hija quien llamó la atención de Bryson, pues nunca había visto a una mujer tan hermosa. Elena Petrescu tenía veinte años y el cabello negro azabache, era chiquita y ágil, y los ojos oscuros brillaban y se encendían. Llevaba una falda negra, un jersey gris perla y un echarpe de colores atado a la cabeza. Estaba callada y lo miraba con hondo recelo.

Bryson los saludó en rumano.

Buna ziua —dijo—. Unde este cea mai apropiata statie Peco? —¿Dónde está la estación de servicio más cercana?

Sinteti pe un drum gresit —respondió el matemático—. Ha cogido el camino equivocado.

Lo siguieron en dirección al camión, que había aparcado al amparo de un bosquecillo de pinos. La bella joven se sentó junto a él en la cabina, tal como se había previsto. Los demás se acomodaron en el compartimento oculto, en el que Bryson había dejado bocadillos y botellas de agua para el largo viaje a la frontera húngara.

Elena no dijo palabra durante varias horas. Bryson intentó entablar conversación, pero ella permaneció callada, aunque él no podía decir si era por timidez o porque estaba nerviosa. Pasaron por el distrito de Bihor y se aproximaron al puesto fronterizo de Bors, desde donde cruzarían a Biharkeresztes, en Hungría. Habían viajado toda la noche e hicieron un buen tiempo; todo parecía ir bien, demasiado bien, pensó Bryson, para los Balcanes, donde mil detalles pueden salir mal.

Por eso no se sorprendió al ver las luces titilantes de un patrullero y a un policía de uniforme azul que inspeccionaba el tráfico en dirección contraria, a unos ocho kilómetros de la frontera. Tampoco le sorprendió cuando el policía les hizo señas de que se detuvieran a un costado del camino.

—¿Qué diablos es esto? —le dijo a Elena Petrescu, fingiendo un tono de indiferencia mientras se acercaba el policía de botas altas.

—Es sólo una inspección de rutina del tráfico —contestó ella.

—Espero que estés en lo cierto —dijo Bryson, bajando la ventanilla.

Hablaba un rumano fluido, pero su acento no era de allí; el pasaporte húngaro lo explicaría. Se preparó a reñir con el policía, de la misma manera que lo haría cualquier camionero de larga distancia molesto por un pequeño inconveniente.

El policía le pidió los papeles y el registro del camión. Los inspeccionó; todo estaba en orden.

¿Había algún problema?, preguntó Bryson en rumano.

Meticuloso en el cumplimiento de su deber, el policía hizo un gesto con una mano hacia los faros delanteros del camión. Uno estaba quemado. Pero no les dejaría ir tan fácilmente. Quería saber qué había en el camión.

—Productos de exportación —replicó Bryson.

—Ábralo —dijo el policía.

Bryson suspiró molesto, bajó de la cabina y fue a abrir el portón. Llevaba una pistola semiautomática enfundada en la espalda, oculta debajo de su chaqueta de muselina gris para el trabajo; sólo la usaría en caso de necesidad, porque matar al policía era inmensamente arriesgado. No sólo existía la posibilidad de ser visto por un automóvil que pasara por allí, sino que, si el oficial había enviado por radio el número de matrícula del camión mientras hacía que se detuvieran, al otro lado de la línea esperarían que siguiera la comunicación. Si se interrumpía, llamarían a más policías y detendrían al camión en el puesto fronterizo. Bryson no quería matarle, pero comprendía que quizás no tendría alternativa.

Al abrir la puerta trasera, vio cómo el policía miraba con avidez las cajas de vino y de tzuica. A Bryson le pareció tranquilizador: quizás un soborno de una o dos cajas de licor sería suficiente para que el hombre, satisfecho, diera por concluida la inspección. Pero el policía empezó a manosear las cajas como si hiciera un inventario y no tardó en llegar a la pared falsa, que estaba a tan sólo a medio metro de profundidad. Entornó los ojos con recelo; luego dio unos golpecitos en la pared y vio que era hueca.

—¡Eh!, ¿qué coño es esto? —exclamó.

Bryson deslizó la mano derecha en busca de la pistola, pero en ese momento vio a Elena Petrescu que se paseaba tranquilamente alrededor del camión, con una mano puesta descaradamente en la cintura. Mascaba un chicle y estaba muy maquillada, demasiado lápiz de labios, rímel y colorete; se lo debió de haber puesto mientras esperaba en la cabina. Parecía una vampiresa, una prostituta. Abriendo y cerrando la mandíbula, se acercó al policía y le dijo:

Ce curu’ meu vrei? —¿Tú qué coño quieres?

¡Fututi gura! —dijo el policía. ¡A tomar por el culo!

Estiró ambas manos detrás de las cajas y las corrió a lo largo del fondo falso, buscando evidentemente una manija o un pomo para abrirlo. Se le hizo un vacío en el estómago a Bryson cuando el hombre asió la muesca que abría el compartimento secreto. No había manera de explicar qué hacían escondidos los siete pasajeros; había que matar al policía. ¿Y qué diablos hacía Elena, provocándolo aún más?

—Déjame preguntarte una cosa, camarada —dijo ella con voz calma e insinuante—. ¿Cuánto vale tu vida?

El policía giró vertiginosamente y la miró.

—¿De qué coño hablas, puta?

—Te pregunto que cuánto vale tu vida. Porque no sólo estás a punto de acabar con una gran carrera. Estás a punto de comprar un billete de ida a la prisión psiquiátrica. O a la fosa de un pobre diablo.

Bryson estaba horrorizado: ella estaba destruyéndolo todo, ¡había que pararla!

El policía abrió la pequeña bolsa de tela que le colgaba del cuello y sacó un viejo teléfono de campaña, abultado y viejo, en el que empezó a marcar.

—Si vas a hacer una llamada, te sugiero que la hagas directamente al cuartel general de la Securitate y que pidas hablar con Dragan.

Bryson la miraba sin dar crédito a sus ojos: el general Radu Dragan era el segundo jefe de la policía secreta, conocido como corrupto y del que se decía que era sexualmente «disoluto».

El policía dejó de marcar, mientras estudiaba el rostro de Elena.

—¿Me estás amenazando, bruja?

Ella hizo reventar el chicle.

—Eh, no me importa lo que hagas. Si quieres interferir con un asunto confidencial de la Securitate y al más alto nivel, allá tú. Yo me limito a hacer mi trabajo. A Dragan le gustan sus vírgenes magiares. Y cuando ha acabado con ellas, siempre acompaño a mis chicas del otro lado de la frontera, como de costumbre. Quieres interponerte en mi camino, vale. Quieres ser el héroe que hace pública la pequeña debilidad de Dragan, tú mismo. Pero ni por todo el oro del mundo querría estar en tu lugar, ni tener nada que ver contigo. —Elena puso los ojos en blanco—. Venga, llama a la oficina de Dragan. —Luego recitó un número con el prefijo de Bucarest.

Despacio y aturdido, el policía marcó el número y después se puso el auricular en el oído. Abrió los ojos confirmando lo que temía y enseguida colgó: obviamente se había comunicado con la Securitate.

Dio media vuelta y se alejó del camión a grandes zancadas, mascullando disculpas profusamente, mientras entraba al patrullero y se iba de allí.

Más tarde, cuando los guardias fronterizos les hicieron señas de pasar, Bryson le dijo a Elena:

—¿Era realmente el número de la Securitate?

—Por supuesto —dijo ella indignada.

—¿Cómo lo…?

—Soy buena para los números —dijo—. ¿No te lo han dicho?

En la boda, Ted Waller fue el padrino de Nick. Los padres de Elena habían sido trasladados a Rovinj, en la costa de Istria en el Adriático, con una nueva identidad y bajo protección del Directorate; por razones de seguridad, a ella no se le permitía visitarles, prohibición que aceptaba, con pesar, como una terrible necesidad.

Le habían ofrecido un empleo como criptógrafa en la sede central del Directorate, para descifrar códigos y analizar cómo interceptar señales. Tenía in gran talento, quizá era la criptógrafa más sofisticada que habían tenido nunca, y a ella le encantaba el trabajo. «Te tengo a ti, y tengo a mi trabajo. ¡Y si además tuviera a mis padres aquí, mi vida sería perfecta!», había dicho una vez. Cuando Nick le contó por primera vez a Ted que la cosa iba en serio entre los dos, sintió casi como si le estuviera pidiendo permiso para casarse. ¿El permiso de un padre? ¿El permiso de un patrón? No estaba seguro. Una vida en el Directorate implicaba que no había límites definidos entre la vida privada y la profesional. Pero había conocido a Elena por un encargo del Directorate, y le pareció indicado informar a Waller. Waller parecía genuinamente feliz. «Has encontrado por fin a tu pareja», dijo, con una sonrisa de oreja a oreja, y de inmediato sacó una botella helada de Dom Pérignon añejo, como un mago que extrae una moneda de la oreja de un niño.

Bryson se acordó de su luna de miel, en una islita verde y casi desierta del Caribe. La playa era de arena rosa; en el interior había arboledas casi mágicas de tamariscos junto a un arroyo. Salieron a explorarlas con el solo objeto de perderse, o de hacer que se perdían, para entregarse después uno al otro. Era un tiempo fuera del tiempo, había dicho ella. Cuando pensaba en Elena, recordaba cómo se pusieron en marcha hasta perderse —era un pequeño ritual de los dos—, al tiempo que se decían que mientras se tuvieran uno al otro, nunca estarían perdidos.

Pero ahora la había perdido de veras, y se sentía él mismo perdido, desarraigado, sin una base. La inmensa casa vacía estaba en silencio, pero oía la voz dolida de ella en la línea secreta del teléfono, mientras decía sin perder la calma que le dejaría. Fue como un rayo, aunque no tenía por qué haberlo sido. No, no era por los meses de separación, insistió ella; era mucho más profundo que eso, mucho más elemental. Ya no te reconozco, le había dicho. No te reconozco y no confío en ti.

La amaba, por el amor de Dios, la amaba: ¿no era suficiente acaso? Le suplicó con pasión, clamorosamente. Pero el daño ya estaba hecho. La falsedad, la dureza, la frialdad eran rasgos que mantenían con vida al agente, pero también eran rasgos que él había empezado a traer a casa, y no había matrimonio que pudiera sobrevivir a eso. Le había ocultado cosas (un incidente en particular) y él sentía una culpa inmensa.

Así que ella estaba a punto de irse, de reconstruir su vida sin él. Pidió el traslado de la sede central. Su voz en la línea secreta sonaba tan cercana como si estuviera en la habitación contigua, y al mismo tiempo parecía estar a una distancia espeluznante. Ella no se acaloró, y era precisamente esa falta de expresión lo que era tan difícil de soportar. Aparentemente, no había nada que discutir o debatir: era el tono de alguien que señalaba un hecho evidente, que dos más dos era igual a cuatro, que el sol salía por el Este.

Recordó la sensación de aflicción que le asaltó. «Elena —dijo—, ¿sabes lo que significas para mí?».

Su respuesta, pesada, más allá del dolor, aún resonaba en su memoria: «No creo que sepas siquiera quién soy».

Cuando regresó de Túnez y descubrió que se había ido de casa, con todas sus cosas, trató de localizarla, imploró la ayuda de Ted Waller con todos los recursos que tuviera a su disposición. Había mil cosas que quería decirle a Elena. Pero era como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra. No tenía intenciones de que la encontraran, y no la encontrarían, y Waller no haría nada por impedirlo. Waller tenía razón con respecto a ella; había encontrado a su pareja.

El alcohol, en cantidad suficiente, es novocaína para la mente. El problema es que, cuando se disipa, el dolor palpitante retorna, y el único remedio es más alcohol. Los días y semanas que siguieron a su regreso de Túnez no eran más que esquirlas, imágenes fragmentadas. Imágenes en sepia. Sacaba la basura y notaba el sonido, el vivo tintineo de las botellas de vidrio. Sonaba el teléfono; él nunca atendía. Una vez tocaron el timbre: Chris Edgecomb estaba en la puerta, violando todas las reglas del Directorate.

—Estaba preocupado, tío —dijo, y así lo parecía.

Bryson no quería ni pensar cómo se vería él a los ojos de una visita, atormentado, descuidado, sin afeitar.

—¿Te han enviado ellos?.

Bryson supuso que era lo que se denominaba una intervención. No podía acordarse de lo que le dijo a Edgecomb, sólo que habló con énfasis y determinación. El chico ya no regresaría.

Sobre todo, Bryson recordaba cuando se despertaba después de una borrachera, parpadeando y con convulsiones, y sentía sus nervios a flor de piel; tenía el hedor a vainilla del bourbon, la acritud de enebro del gin. Al mirarse la cara en el espejo, era toda capilares inflamados y profundas ojeras. Se obligaba a comer unos huevos revueltos, y sólo el olor ya le producía arcadas.

Unos cuantos sonidos aislados, unas cuantas imágenes aisladas. No un fin de semana perdido: tres meses perdidos.

Sus vecinos de Falls Church mostraron poco interés, quizá por cortesía o indiferencia. ¿Qué era, un ejecutivo contable para una compañía de suministros industriales, o no? Le han de haber despedido al tío. O bien saldrá del apuro, o no. Las víctimas entre los directivos y profesionales del cinturón económico rara vez invitan a la compasión; además, a los vecinos no les daba por hacer preguntas. En los suburbios, lo mejor es guardar las distancias.

Hasta que un día de agosto algo cambió en él. Vio que las margaritas moradas empezaban a florecer, eran las flores que Elena había plantado el año anterior, y se abrían paso desafiantes, como criadas en el abandono. Él haría lo mismo. Las bolsas de la basura ya no tintineaban cuando las arrastraba contra el bordillo. Empezó a comer de verdad, tres veces por día incluso. Seguía moviéndose a tumbos al principio, pero unas semanas después se alisó el cabello, se afeitó con esmero, se puso un traje y se dirigió al 1324 de la calle K.

Waller trató de disimular su alivio con distancia profesional, pero Bryson lo notó en sus ojos centelleantes.

—¿Quién dijo que no hay segundos actos en la vida de un americano? —dijo Waller en voz baja.

Bryson le devolvió la mirada fijamente, con calma. A la espera, en paz consigo mismo al menos.

Waller sonrió apenas (había que conocerle bien para notar la sonrisa) y le alcanzó la carpeta amarillo canario:

—Llamémosle el tercer acto.