7

Entraron en un pasillo.

Un vaho tibio e impregnado de humedad les azotó la cara. Un resplandor violeta ondeaba en el ambiente formando como un vapor. A su derecha no había nada, el suelo resbaladizo se extendía en línea recta frente a ellos y se perdía en la distancia. Su vista no alcanzaba a divisar el final del pasillo. Sus pasos resonaban sobre el suelo como el chasquear de una lengua.

A su izquierda se alzaba una trama de tuberías, cables, reflectores, hilos, varas y vainas de plástico; y dentro de esa estructura reticulada, aproximadamente a una distancia de dos metros una de otra, había unas figuras rosáceas, carnosas, formadas por varias capas superpuestas, irradiadas con lámparas ultravioletas, alineadas en una interminable sucesión que se perdía en el infinito.

—La caja de las orquídeas —murmuró Al.

De vez en cuando un movimiento recorría la alineación como si la hubiera sacudido una brisa, algunos órganos foliáceos se estremecían, se estiraban, se ensanchaban y giraban. Unas varillas articuladas seguían amorosamente cada cambio de posición, los hilos se desenrollaban al compás de los movimientos, las lámparas seguían sus desplazamiento al milímetro, los soportes emergían un poco del suelo, y un líquido rojo fluía pesadamente por unas tuberías que conectaban con las blandas masas.

—Éstos son los hombres —dijo el robot.

—¿Los hombres? —preguntó Al.

—¿Los hombres? —preguntó Rene, a su vez.

—Han evolucionado —dijo el defensor.

—No puedo creerlo —dijo Rene.

—¿Cómo os los imaginabais?

—No sé… Distintos… No así… —tartamudeó Rene.

—Para nosotros es inconcebible que unos seres como nosotros hayan podido convertirse en estos cuerpos vegetales —dijo Al.

—A nosotros no nos sorprende —dijo el robot—. Hemos presenciado todo el desarrollo; fue un proceso de continua transformación. Si fueseis biólogos podríais identificar perfectamente los distintos órganos. La evolución no ha terminado ni mucho menos… aquí queda todavía un rudimento de estómago, por ejemplo. —Una de sus lucecitas se concentró hasta formar un rayo de luz que se posó sobre un ancho pliegue aplastado de un color rojo intenso; luego apuntó hacia un saco que pulsaba suavemente—. Y aquí subsiste aún el corazón, aunque ya no cumple ninguna función…, ni tampoco podría cumplirla.

Con un poco de fantasía pudieron compensar la falta de conocimientos biológicos. Al se imaginó un hombre al que le hubieran arrancado la piel, le hubieran rascado los tejidos conjuntivos, le hubieran disuelto los huesos y le hubieran separado cuidadosamente los distintos órganos. Si se montaba la masa restante sobre una especie de armazón, sin duda podría resultar algo parecido. Se estremeció de pies a cabeza, y notó que la angustia le hacía sudar por todos los poros. Una fuerte sensación de repugnancia le contrajo el vientre en un retortijón, y a punto estuvo de echarse atrás en el último momento. Por fin preguntó:

—¿Cómo es posible que todos estos órganos estén aquí al descubierto, sin ninguna protección?

—No necesitan ninguna protección —dijo el robot.

—¿Dónde están los pulmones? —preguntó Rene.

El rayo señaló dos pliegues fláccidos.

—Aquí los tienes. Ya no están incorporados al sistema circulatorio.

—No pueden moverse —constató Al.

—¿Para qué iban a moverse?

—¿Qué ha sido de sus huesos?

—No necesitan huesos.

—¿Y los brazos y las piernas?

—No necesitan brazos ni piernas.

—¿Y los ojos y los oídos?

—No necesitan órganos sensoriales.

—¿Cómo se alimentan?

—Hacemos circular su sangre a través de una bomba, donde se impregna de oxígeno y se deshace del anhídrido carbónico.

Rene prosiguió el interrogatorio.

—¿Dónde tienen el cerebro?

El rayo señaló una masa abultada formada por varias capas superpuestas, que crecía sobre una cavidad situada en la mitad superior de la figura. Finos hilos llegaban hasta ella por todos lados, rodeándola como una tela de araña, y penetraban en el interior.

—¿Qué son esos hilos?

—Nos servimos de ellos para provocar sensaciones agradables. Paz, satisfacción, felicidad… y otras cosas para las que no hay palabras en vuestra lengua.

—¿No piensan?

—¿Para qué iban a pensar? La felicidad sólo se consigue a través de los sentidos. Todo lo demás es un estorbo.

—¿Cómo se multiplican?

—No tienen que multiplicarse, puesto que no mueren.

—¿No podrían comunicarse con nosotros?

—No necesitan comunicarse… con nadie.

Los dos amigos renunciaron a preguntar nada más. Se limitaron a contemplar con ojos húmedos aquellos organismos lánguidos que parecían flores, encerrados en sus cápsulas protectoras de metal, vidrio y materias sintéticas, aquellos seres que a su manera habían alcanzado ya su meta: el paraíso, el nirvana, el Todo y la Nada: un húmedo pasillo subterráneo lleno de vaho violeta.

—Bien, ¿conque era eso? —murmuró Al—. La plena satisfacción. La paz. La inocencia. ¿Quieres preguntar algo más, Rene?

—No, Al.

Al miró por última vez las pupilas luminosas del cubo.

—Gracias por todo —dijo—. Vamos a desconectar. Podéis hacer lo que más os plazca con nuestros pseudocuerpos. Jamás regresaremos a este lugar.

Sus cuerpos se doblaron y quedaron tendidos sobre el suelo húmedo, ya sin vida. El agua fue empapando sus ropas, pero ya no lo notaron.