El juicio se había celebrado en una habitación rectangular de dieciséis metros de largo por ocho de ancho y cuatro de altura, formada al retroceder las paredes de la celda donde estaban prisioneros. Toda la estructura se componía de los habituales bloques de construcción. Además de Al y Rene, también habían ocupado la habitación las tres unidades autónomas que hacían las veces de presidente del tribunal, fiscal y abogado defensor. Todas tenían la misma forma cúbica y las tres habían desaparecido a través de la pared una vez leída la sentencia. Los dos amigos se quedaron solos.
—Me parece estar soñando —dijo Rene—. Es simplemente imposible que todo esto sea cierto.
—¿Por qué no iba a serlo? —preguntó Al—. A mí todo me ha parecido muy lógico. Y lo cierto es que realmente fuimos culpables de lo que se nos ha acusado.
—Y ahora van a asfixiarnos con gas —dijo Rene.
Al captó un ligero temblor en la voz de Rene.
—No tendrás miedo, ¿verdad?
—Es una sensación un poco curiosa. Es la primera vez que me condenan a muerte.
Las paredes comenzaron a juntarse, empujando a Al, que estaba recostado en una esquina. Rene se apartó instintivamente de ellas. El espacio libre se fue estrechando hasta quedar reducido a una sección de un metro cuadrado. Los dos se vieron obligados a permanecer incómodamente de pie en el alto y estrecho pozo que se había formado. Luego también comenzó a descender el techo; y no se detuvo a la altura de sus cabezas, sino que siguió bajando hasta situarse a un metro del suelo.
—¡Maldición, parece que tienen intención de comenzar en seguida! —exclamó Rene, preocupado.
—Es una verdadera infamia que nos compriman de este modo —despotricó Al.
Se sentaron en cuclillas uno al lado del otro.
—Creo que ya empieza —susurró Rene, olfateando la pared—. ¿No notas el olor de almendras amargas? Es gas cianhídrico. Sale de unos tubos.
Al oyó el leve siseo y notó el olor, que al principio no le pareció desagradable, pero luego a la débil sensación olfativa comenzó a sumársele una leve sensación de malestar. Transcurrieron aún algunos segundos y luego, de golpe, se produjo la conjunción de ambas sensaciones: el olor se transformó de pronto en algo nauseabundo, repulsivo, insoportable. Comenzaron a sentir una sorda palpitación en la cabeza y el suelo empezó a dar vueltas bajo sus pies; vieron bailotear manchas negras ante sus ojos.
—¡Desconectemos! —gritó Al.
Rene se había estado preparando para el momento en que tuviera que desconectar a toda prisa, pero cuando quiso hacerlo se sintió presa de una inexplicable lasitud. Sabía perfectamente que en sus manos estaba el poder interrumpir a placer cualquier tipo de sensación por intensa que ésta pareciese, y también sabía que aunque se olvidara de desconectar o se viera en la imposibilidad de hacerlo, tampoco sufriría ningún daño físico. Lo más terrible que le podía ocurrir era que la intensidad de percepción superara el umbral del dolor y le hiciera desmayarse, con el consiguiente choque psíquico; pero el mismo hecho de saberlo convertía el efecto del shock en algo inofensivo. Ya había hecho varias veces la experiencia. La última ocasión había sido en el patio de la antigua fortaleza, junto a la puerta de acceso al puente, cuando un disparo de Jak había destrozado su cuerpo. Pero entonces todo se había desarrollado con una rapidez casi imperceptible.
¿Y ahora? Por primera vez sintió que el suelo se le escapaba bajo los pies y la red de seguridad que le proporcionaba la confianza en su propia invulnerabilidad, que hasta entonces había actuado como una última barrera capaz de garantizar la forzosa inocuidad de todas sus aventuras, comenzó a parecerle débil y llena de desgarraduras. De pronto perdió la osadía de pensar que pudiera engañar a esa inteligencia superior a la cual se habían entregado. Y el temor a que alguien pudiera acorralarle de forma imperceptible, a pesar de todas las previsiones y medidas de seguridad, y sobre todo a pesar de la increíble distancia que separaba a ese planeta de la Tierra, fue cuajando repentinamente en la certeza de que así sería. Se dejó inundar por la oleada de malestar, ahogo y miedo a la muerte, sin hacer nada para evitarla, y se desplomó sin fuerzas sobre la pared iluminada. Su conciencia se había apagado, pero su cuerpo se rebeló desconcertado contra aquella mezcla de ilusión y realidad a la vez.
Hacía rato que Al había perdido la serenidad, pese a sus intentos de engañarse a sí mismo y a su compañero. Sin embargo, había logrado desconectar el olfato, el gusto y el sentido del dolor en el momento justo, todo y que la ejecución le había cogido por sorpresa. En el acto se liberó del malestar, el mareo y el dolor, pero a cambio de ello adquirió esa serenidad que hace a la persona tan sensible a los sufrimientos ajenos. Allí, encerrado en la estrecha celda con su compañero, no tenía la menor posibilidad de rehuir el espectáculo que tenía ante los ojos, y los estremecimientos, temblores y retortijones de su amigo, el rechinar de dientes y los gemidos que brotaban de la boca entreabierta, le afectaron como si los sufriera en carne propia. También él había sentido hasta entonces una indiferencia absoluta ante la vida y la muerte, pero en ese momento advirtió por primera vez el misterio que esconden tanto una como otra.
También él se arrojó al suelo, para no prolongar la agonía de esos interminables minutos, y cuando el cuerpo de Rene dejó de agitarse, también él se quedó inmóvil.
Al esperó. Esperó pacientemente que Rene volviera en sí, pero también estaba a la expectativa de los acontecimientos que sin duda se producirían a continuación. Primero escuchó cómo iba atenuándose el siseo hasta desaparecer, para luego reanudarse otra vez. Al cabo de un rato conectó el sentido del olfato al nivel de sensibilidad más bajo y constató satisfecho que el aire volvía a ser respirable. Aún dejó transcurrir un rato, luego reguló otra vez los sentidos del olfato, el gusto y el dolor, sin los cuales le parecía estar vivo sólo a medias. En cuanto advirtió que Rene comenzaba a respirar de nuevo, se incorporó para ayudarle. Sabía muy bien que la comedia no podría durar mucho, suponiendo que hubiera llegado a surtir efecto.
Rene abrió los ojos con un sollozo ahogado.
—Bueno, amigo, más auténtico no podía ser —dijo Al, bromeando para animarle—. ¿Por qué no has desconectado? Rene tardó un rato en recuperar el habla.
—No lo sé… —dijo con voz ronca—. De pronto… me he quedado paralizado.
—Bueno, todo ha terminado —le consoló Al—. ¿Cómo te sientes?
—Regular —respondió Rene—. ¿Ha ocurrido algo entretanto? —Han desconectado el gas y luego han vuelto a insuflar aire fresco… Eso es todo.
Rene seguía respirando con dificultad.
—¿Y ahora qué? —preguntó al cabo de un rato.
—Intentaré hacer un trato con ellos —dijo Al. Luego comenzó a gritar, aunque en el acto comprendió que hubiera podido hablar perfectamente en voz baja: —¡Hola, quiero hablar con mi abogado! Inmediatamente comenzó a ensancharse otra vez la habitación hasta alcanzar la antigua forma de cubo de cuatro metros de lado.
—Alabado sea Dios —susurró Rene, cuando por fin comenzó a elevarse el techo y pudieron incorporarse otra vez.
Después se produjo un nuevo desplazamiento de las paredes y el agregado automático que se hacía llamar abogado defensor penetró en la habitación.
—Habéis abusado de la complacencia del tribunal —dijeron las membranas—. ¿Realmente creéis poder eludir así vuestra responsabilidad?
—Hemos demostrado que en algunos aspectos decisivos somos superiores a vosotros —dijo Al—. ¿Aún no comprendes que si seguimos estando a vuestra merced es por propia voluntad?
—No tengo pruebas de ello. ¿Habéis hecho trampa?
—¿Insinúas que no os informamos correctamente sobre las funciones corporales de los hombres en la Tierra? ¿Que os hicimos creer en un código penal inventado? ¿Que os presentamos como sistema de ejecución un proceso que en realidad no es perjudicial para los hombres?
—No…, no es eso. La información que nos disteis era cierta. Se comprobó con el detector de mentiras. Hay que reconocer que no sé en qué puede consistir vuestra trampa.
—¡Ahora escucha! —dijo Al, a quien el robot burlado casi le inspiraba una cierta lástima—. Sólo hemos accedido a colaborar con todo el proceso para así demostraros nuestra superioridad, pero también nuestras buenas intenciones. Sin embargo, a partir de ahora seremos nosotros quienes tomemos las decisiones. Es cierto que cometimos algunas acciones reprobables en este planeta. Estamos dispuestos a acatar vuestro veredicto y a aceptar el castigo, desde luego convenientemente modificado. Incluso estamos dispuestos a revelaros de qué manera llegamos a este planeta, aunque sin entrar en detalles técnicos, pues nosotros mismos los ignoramos. Entonces descubriréis la manera de poder alejarnos realmente de aquí, y comprenderéis que sin nuestra buena voluntad y nuestro consentimiento jamás lograréis eliminarnos de manera definitiva. Sin embargo, no estamos dispuestos a ofreceros todo esto sin una contrapartida. Nos habéis juzgado porque decís que herimos y matamos a varios hombres. Hasta el momento no hemos visto ningún ser vivo autóctono, y desde luego ningún ser humano autóctono. Creo que es justo y normal que exijamos poder ver a los hombres que deben estar ocultos en algún lugar. Queremos saberlo todo con respecto a ellos. Nuestra superioridad es tan evidente que estamos dispuestos a revelaros el sistema que nos permite atravesar el espacio y visitar cualquier punto del mismo a voluntad, antes de recibir vuestra información. A pesar de que en el fondo no tenéis otra salida, quiero preguntaros: ¿estáis de acuerdo?
Por primera vez, la respuesta no fue inmediata. Transcurrieron unos treinta segundos antes de sonar la voz del defensor:
—Aceptado.