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La distribución del espacio parecía obedecer a leyes distintas allí abajo; también el tiempo transcurría de otro modo. Cuando hicieron otra pausa y Al echó un vistazo a su reloj, pudo constatar que apenas llevaban veinte minutos en el subsuelo. En cambio, tenían la impresión de que ya había transcurrido medio día.

De pronto Al levantó la mano en señal de atención.

—¿No notas algo tú también?

Rene concentró todos sus sentidos… Golpeó los escalones sobre los que se habían tendido para comprobar su solidez.

—Esto parece más firme… Lo desconocido se ha calmado. ¿A esto te refieres?

—Sí.

—Bueno, eso sólo puede facilitarnos las cosas.

Rene no parecía intranquilo. Miró atentamente a su alrededor, e hizo el gesto de encogerse.

Al también lo había visto. Toda una hilera de cubos había empezado a moverse. Comenzaba a avanzar abriéndose paso entre las demás…

—Allí —gritó Rene.

Los cubos situados inmediatamente a su lado habían entrado también en movimiento. No era un simple desplazamiento, sino una serie de complicadas reagrupaciones, que sin embargo se lograba a base de deslizamientos de unos cubos junto a otros, de desplazamientos a lo largo de su superficie, siempre paralelamente a las aristas.

Incluso en esos momentos de máxima inquietud, Rene seguía experimentando una cierta admiración ante semejante sistema, capaz de transformarse por sí mismo, ante ese principio que permitía construir cualquier forma a través de un conjunto de elementos móviles de una máxima simplicidad.

Pero pronto los acontecimientos comenzaron a crearle mayores preocupaciones, sin darle tiempo de admirar la riqueza de la técnica. Los cubos se situaron directamente alineados, alteraron la forma de las paredes, formaron un suelo plano y un techo horizontal. Había aparecido una pequeña habitación en forma de cubo hueco, de unos cuatro metros de lado, y Al y Rene estaban de pie en el centro, bajo las miradas de millares de relucientes y despiadados ojos esféricos que les observaban desde el suelo, desde el techo y desde los cuatro costados.

Al cabo de un rato, transcurridos ya los primeros momentos de pánico, se dedicaron a examinar su prisión. No había mucho que ver, sólo seis superficies cuadriculadas. Cada cuadrado estaba igualmente provisto de instrumentos y líneas incrustadas, y todos tenían una superficie de veinticinco por veinticinco centímetros. La pared estaba formada por dieciséis filas de dieciséis cuadrados iguales. Eso era todo.

Una vez hubieron palpado y golpeado las paredes, después de aporrearlas y pegar el oído a ellas, no supieron ya qué hacer. Se sentaron en el suelo y esperaron…

Estuvieron esperando durante siete semanas.

Naturalmente no resistieron tanto tiempo seguido en su prisión. Uno u otro desconectaban de vez en cuando, para darse un respiro, pero siempre se quedaba uno de guardia. Desarrollaron una capacidad de resistencia que a ellos mismos les parecía increíble, pero no claudicaron. Con frecuencia hacían planes para acelerar los acontecimientos, pensaron en la posibilidad de volver a entrar por segunda vez, pero siempre llegaban a la conclusión de que sólo había una posibilidad: esperar. Y se armaron de paciencia.

Permanecieron largas horas sentados los dos juntos, discutiendo, contándose cosas, charlando y también estuvieron muchas horas callados, o acostados sobre el suelo, durmiendo.

Cuando entraban ya en la octava semana, por fin ocurrió algo. Su sorpresa fue tan grande que al principio no daban crédito a sus ojos y oídos. Primero comenzó a moverse una de las paredes: se desplazó lateralmente hacia la izquierda, lo cual en realidad no alteraba nada, pues los cuadrados que iban apareciendo por la derecha eran idénticos a los que desaparecían por la izquierda. Pero luego una sección de su mazmorra, de un metro de ancho, comenzó a proyectarse hacia atrás, hasta formar un cubo de un metro de arista.

—Soy vuestro defensor —dijo el cubo.

Al y Rene estaban tan desconcertados que no lograron pronunciar ni una palabra.

—Soy vuestro defensor —volvió a repetir la voz.

Parecía una voz humana normal, aunque sonaba con cierta vaguedad, que Rene sólo logró explicarse más tarde: se debía a que las ondas sonoras no procedían de una membrana, sino de sesenta y cuatro membranas distintas. El cubo estaba situado de manera que quedaban al descubierto sesenta y cuatro caras de los cubos que lo componían, y cada una iba provista de su vibrador, y cada vibrador iba modulando las mismas palabras al mismo ritmo.

Volvió a oírse la voz, la cual incluso logró comunicar algo tan humano como podía ser una cierta vacilación:

—¿No es ésa la palabra? ¿Defensor?

Rene por fin consiguió recuperar el habla.

—Todo ha comenzado —te dijo a Al.

—Sí, ahora empieza todo —ratificó su amigo.

—¿Eres un mensajero? —preguntó Al—. ¿Alguien desea ponerse en contacto con nosotros por tu mediación?

—Perdona —respondió el cubo—. Todavía no consigo comprender todo lo que decís. ¿Qué es un mensajero? Nadie quiere ponerse en contacto con vosotros. Yo soy el defensor.

Al miró a Rene, perplejo. Luego preguntó:

—¿Qué significa esto de que eres el defensor? No estamos en un juicio.

—Pronto seréis juzgados —declaró el cubo—, y yo me encargaré de vuestra defensa.

—¿Por qué van a juzgarnos? —preguntó Rene.

Las membranas expresaron sorpresa.

—¿No habéis vuelto para responder de vuestras faltas?

—No —dijo Rene—. No se nos había ocurrido.

—Teníamos entendido que ése era uno de vuestros principios éticos: el que comete una falta debe aceptar su responsabilidad. Es posible que no lo hayamos comprendido todo. Pero no importa. Seréis juzgados.

—¿Por qué, si puede saberse? —preguntó Al, aún sin comprender.

—Por vuestros delitos, como es lógico. —La voz volvió a sonar sorprendida—. Amenaza a la seguridad pública, destrucción de propiedad ajena, entrada ilegal, manejo de armas de fuego, contrabando, alteración del orden público, violación de la ley de protección contra la contaminación radiactiva, y sobre todo ciento veinte casos de lesiones graves y otros cuarenta y dos de asesinato, o tal vez sólo de homicidio. Eso aún está por dilucidar. A lo cual debemos sumar…

—¡Calla! —gritó Rene—. Es horrible. Cómo se os ha podido ocurrir…

Al le interrumpió.

—Rene, me temo que tiene razón. Todo lo que dice ha ocurrido sobre este planeta. Si se aplican las leyes terrestres…

Guardó silencio.

—Os ha sido concedido el derecho de ser juzgados según vuestras propias leyes, pero yo sugeriría que discutiéramos un poco esa acusación, caballeros.

—¿Cómo es que conocéis nuestro idioma?

—Hemos tomado nota de vuestras expresiones verbales, junto con los correspondientes gestos y microgestos, y las hemos estudiado detenidamente. Ésa es la razón de que se haya retrasado tanto la confección del sumario. Creo que ahora dominamos bastante vuestra lengua. Por desgracia, han aparecido algunas curiosas discrepancias en vuestra conducta que quisiéramos aclarar un poco.

—Humm. ¿Y cómo es que conocéis nuestras leyes?

—Sólo las conocemos de un modo fragmentario… Justamente en la medida en que han aparecido en vuestras conversaciones. Si queréis acogeros al derecho de ser juzgados según vuestras normas de justicia, tendréis que darnos mayores detalles. Luego comprobaremos la coherencia lógica de lo que nos hayáis dicho… y entonces podrá comenzar el proceso.

Al contemplaba fijamente los dieciséis ojos del autómata que miraban en su dirección.

—¿Quién nos asegura que podemos confiar en ti?

—Podéis examinar mis conexiones —respondió el cubo.

Una hilera de cubitos externos se desplazó y otra hilera de cubitos internos ocupó su lugar. Rene se inclinó a observarlos intrigado: algunos de los cubos interiores eran distintos de los exteriores. Tenían múltiples divisiones; las superficies laterales no llevaban ojos, ni membranas, ni otros órganos, sino que estaban divididas en diminutos cuadrados, algunos negros como los restantes, pero otros también blancos.

—Si quieres, puedo mostrarte una ampliación de los distintos conmutadores —dijo el autómata—. El blanco significa circuito abierto, el negro circuito cerrado. A lo mejor te gustaría hacer algunas pruebas. Dime qué capacidad de dispersión tiene la óptica de tus ojos.

—No te molestes —murmuró Rene, y parpadeó desconcertado en dirección a Al.

—No desconfiamos de tu mecanismo —dijo Al—, pero nos siguen observando —y señaló los círculos luminosos sobre las paredes que les rodeaban.

El autómata se movió. La hilera de cubitos del interior regresó a su antiguo lugar, la hilera exterior se acomodó sobre ellos, quedó recompuesta la lisa figura geométrica. Entonces volvió a oírse la voz difuminada pero clara: —En seguida lo arreglo.

Casi en el acto se apagaron todas las luces de las paredes. Sólo quedó el resplandor que desprendía el visitante automatizado. Éste parecía flotar ahora en el vacío, y el efecto era tan impresionante que Rene soltó un grito: —¡La luz, por favor!

—Perdón —dijo la máquina, y volvieron a encenderse los círculos de luz—. Todo está desconectado excepto la luz. ¿Listos para empezar?

—¿Podemos solicitar unos minutos para reflexionar a solas? —preguntó Al.

—Volveré dentro de cinco minutos —respondió el autómata, y desapareció de la forma habitual en aquel lugar: a través de la pared.

—Ahora sabemos cuál es nuestra situación —dijo Al—. Ello ofrece una explicación lógica de muchas cosas.

—¿Piensas seguir esta comedia? —inquirió Rene—. ¿Aún crees posible llegar a la meta en las presentes circunstancias? Al le dio una palmada en el hombro.

—Lo más importante es el contacto. Y ahora se nos ofrece. Primero podemos intentar sonsacarle algo al defensor. Y seguro que el juicio nos ofrecerá algunas experiencias interesantes. Y luego… Tengo un plan; escúchame bien. Participaremos sinceramente en el asunto. Nos informaremos exactamente sobre los artículos, las penas habituales y el procedimiento judicial, y se lo comunicaremos todo al defensor. Le diremos todo lo que quiera saber, sin faltar z la verdad…, excepto en un pequeño punto: ¡ni una palabra sobre el rayo sincrónico y todo lo relacionado con él! Es una suerte que no hayamos hablado de eso hasta ahora, al menos que yo recuerde; y, aun suponiendo que lo hayamos hecho, que no nos hayan comprendido. Aprovecharemos esta ventaja. Posiblemente sea la última oportunidad que nos quede.

—Es una locura —dijo Rene—. Pero colaboraré.

A los cinco minutos justos volvió a moverse la pared y apareció el defensor.

—¿Habéis tomado una decisión?

—Sí —dijo Al—. Nos someteremos a vuestra justicia. Os agradecemos que estéis dispuestos a juzgarnos conforme a nuestras leyes. Y aceptamos que tú te encargues de nuestra defensa. Pero aún tengo una pregunta: ¿hasta cuándo estarás a nuestra disposición?

—Hasta que acabe el juicio —respondió la voz membranosa.

—¿Y luego ya no? —preguntó Al.

La contrapregunta fue automática:

—¿Me necesitaréis también después?

—Podría haber una apelación. O más adelante podrían surgir nuevos elementos que modificasen la situación y exigiesen un nuevo juicio. Conque también te necesitaremos después.

—De acuerdo —respondió el defensor—. Estaré a vuestra disposición todo el tiempo que me necesitéis. Aunque me temo que no podré seros muy útil una vez dictada la sentencia.

Al permaneció aparentemente impertérrito, pero por dentro saltaba de alegría. Había ganado la primera baza. Desde luego, debía confiar en la rectitud del autómata. Y los autómatas suelen ser dignos de confianza.

—En ese caso, no hay ningún problema —dijo.

El defensor guardó unos segundos de silencio, como cuando había tenido que recomponer sus piezas. Luego dijo:

—Entonces me encargaré de vuestra defensa. Procuraré defenderos honradamente y haré todo lo posible por conseguir vuestra libertad… Aunque debo reconocer que vuestra situación es apurada. A partir de este momento no comunicaré ninguna información que me confiéis, a menos que cuente con vuestra autorización. Podéis confiar en mí. Decidme cuanto sepáis. Cuanto más sepa de vosotros, más posibilidades tendré de ayudaros. ¡Adelante!

La conversación duró ciento once horas, sin contar las pocas interrupciones. Después se dispusieron a presentarse a juicio.