Allá arriba el sol quemaba mucho más que antes abajo, en el valle, pero el viento también era más fuerte y en cuestión de segundos enfriaba todos los puntos situados a la sombra, hasta la congelación. A ratos arrastraba nubes de arena, una arena fina que pronto se metía en los ojos, los oídos y la boca, que crujía desagradablemente entre los dientes, impregnaba los vestidos y rascaba la piel con cada movimiento de los miembros.
Al y Rene estaban de pie sobre unas costras y escorias como de cristal. Contemplaban la planicie que se extendía cien metros más abajo. El aire continuaba impregnado de un embriagador olor a tomillo, cuya procedencia resultaba aún más enigmática que antes, puesto que habían desaparecido todas las plantas.
Era ya la tercera vez que se despertaban en aquel planeta. En esta ocasión habían tenido que esperar más, pues las anteriores instalaciones habían desaparecido por completo. No sabían si la explosión lo había aniquilado todo o si la transformación se había producido en el curso de los sucesos inexplicables que debían de haber seguido.
La ciudad ya no estaba allí, y tampoco se veía una zona llana, ni valle alguno. Sólo había un desierto, que se extendía en el fondo de la hoya como un mar, a dos buenos kilómetros por debajo del nivel del antiguo fondo del valle. Gran parte de la superficie estaba cubierta de arena, aunque la capa no podía ser muy profunda; en efecto, las rocas afloraban a la superficie en varios puntos. No eran peñascos o bloques rocosos, sino masas ventrudas, a veces también con plataformas lisas. Parecía como si alguien hubiera vertido cera líquida y ésta se hubiera solidificado rápidamente, antes de que su superficie llegara a nivelarse por completo. Ese desierto se extendía de manera ininterrumpida hasta la cordillera opuesta, cuyos picos formaban una línea oscura en el horizonte.
—Creo que de nada servirá ya —dijo Rene.
—¿Quieres decir que todo debe de haber quedado destruido? —preguntó Al.
—En todo caso, nada queda de la ciudad.
Al le miró de reojo, como si quisiera calibrar sus intenciones.
—Me pregunto si te has olvidado ya de los espejismos.
Rene rió desconcertado.
—Desde luego, eso podría explicarlo todo. ¿Cómo no se me ha ocurrido? ¿Crees que las piedras y la arena pueden ser un espejismo?
—En seguida lo comprobaremos.
Habían establecido el campamento en un lugar desde el cual podían descender sin mayor esfuerzo a lo largo de un barranco. Inmediatamente después comenzaban a elevarse las paredes montañosas en inclinada pendiente. Habían tallado una abertura en forma de cuña sobre la roca a fin de conseguir una superficie plana para las construcciones y como pista de aterrizaje para el helicóptero.
Incluso a aquella altura se distinguían aún los efectos de la onda térmica. Los salientes rocosos estaban redondeados, unas protuberancias formadas por el flujo de minerales fundidos subían por las paredes rocosas como plantas trepadoras, y cuando Al y Rene comenzaron a descender fueron desprendiendo bajo sus pies finas láminas quebradizas de materia solidificada. También se hundieron un par de veces en agujeros rellenos de arena, y por tanto imposibles de distinguir a primera vista.
—El suelo es real —constató Rene al llegar abajo.
Se agachó, recogió un puñado de arena y dejó escurrirse la blanda masa entre los dedos. Al avanzó un par de metros y comenzó a arrastrar los pies. Al cabo de un rato invitó a Rene a acercarse a su lado.
—¿Qué opinas de esto?
Rene se arrodilló y tocó la superficie lisa que había aparecido bajo una capa de arena.
—Plástico —dijo—. La misma sustancia plástica de que estaban hechos los antiguos picos rocosos y el paisaje de los prados y los lagos.
—Me parece que tiene sentido, a fin de cuentas —dijo Al, pero Rene se lo quedó mirando sin comprender—. Creo que tiene sentido explorar un poco por aquí. En este planeta subsiste aún algo que provoca transformaciones. Es evidente que estas masas de plástico no son un hecho natural.
—Ahora lo comprendo —dijo Rene, y volvió a incorporarse, sacudiéndose las manos contra los pantalones—. Continúan aquí. Viven y han rellenado el valle con esta sustancia. Pero, ¿por qué?
—Tal vez para proteger algo que se esconde debajo.
—Una tarea increíble —comentó Rene—. ¡Y lo han hecho en sólo dos semanas! ¡Nos hemos perdido todo un acontecimiento!
Se arrastraron lentamente hasta las montañas.
—Qué arena tan molesta —se quejó Rene, y entonces algo llamó su atención—. ¡Repámpanos, Al! ¿De dónde debe haber salido?
—¡Es fácil de adivinar! —Al sonrió divertido—. Son cenizas radiactivas caídas del hongo atómico después de la explosión.
Rene se asustó, echó a correr a toda prisa y trepó de un salto sobre las rocas.
Al le siguió reposadamente.
—Ahí no estás más seguro, no creas. Apostaría que toda la superficie está contaminada. —Se quedó mirando a Rene con sorna, luego dijo—: ¿Qué pueden importarnos las radiaciones? ¡Recuerda que ahora ya no hay reglas del juego que valgan!
Rene emitió un sonoro suspiro.
—Todo resulta tan extraño —dijo—. Aún no me he acostumbrado.
—También a mí me resulta raro —dijo Al, que había dado alcance a su amigo, y comenzaron a trepar juntos por la pendiente—. Aunque la cuestión de la radiactividad aún es de las más sencillas. Al fin y al cabo, tampoco se nota. Basta con prescindir de ella. Pero mirándolo bien, nada nos obliga a regirnos tampoco por las sensaciones corrientes que nos transmiten nuestros órganos sensoriales. ¿Qué puede hacernos el frío, por ejemplo? ¡No tienes más que desconectarlo, si te molesta! En cambio, no te aconsejaría que hicieras lo mismo con el calor.
Rene estaba desconcertado, pero no quería que se le notara.
—Claro, el calor podría ser perjudicial. En todo caso, podríamos desplazar un buen trecho el umbral del dolor. ¿Y qué me dices de la vista? ¿No podríamos ampliar el espectro visible?
¿Hasta el ultravioleta, por ejemplo?
—Posiblemente, pero no creo que eso nos sirviera de gran cosa.
—Puesto que no tenemos que atenernos a las reglas, ¿por qué no utilizar modelos más eficientes? ¿Capaces de oír y de ver mejor?
—No disponemos de otros. Los antiguos del tiempo de los cohetes dejaron de funcionar hace tiempo. Además, la traducción era muy poco precisa, aunque el campo de percepción fuese más amplio. Habríamos tenido que inventar algo nuevo… y eso habría requerido tiempo. Aunque es posible que aún tengamos que hacerlo.
—Sin embargo, existe también otra razón para no hacerlo. Ese tipo de modelos captan cualidades muy distintas de aquellas a las que están habituados nuestros sentidos. ¿Cuánto tiempo crees que necesita el cerebro humano para adaptarse? Mientras sólo tengamos que elaborar sensaciones conocidas, conseguiremos reaccionar con rapidez y sin titubeos. Y creo que lo necesitaremos.
Ya estaban nuevamente en su plataforma artificial. El territorio que se extendía a sus pies parecía indescriptiblemente solitario y vacío, y a esa impresión se había sumado algo amenazador desde que sabían que allí abajo, en algún lugar, tal vez se escondía una fuerza cuyos impulsos e intenciones no podían comprender.
Al había guardado silencio durante algunos minutos. El viento le adhería las ropas al cuerpo. Se subió el cuello temblando de frío.
—Tengo frío —dijo—, pero me pasa una cosa curiosa: el frío no me molesta. Mientras no sea necesario, lo dejaré todo tal como está.
—A mí me ocurre lo mismo —dijo Rene—. Me parece estupendo poder hacer algo serio. Tener la verdadera posibilidad de conseguir algo. Enfrentarme con un contrincante de verdad.
—Aún tendremos que acostumbrarnos a ello —dijo Al—. De hecho, es una casualidad increíble que justamente aquí hayamos descubierto algo que difiere de todo lo hallado hasta ahora.
—Tal vez otros ya han encontrado otras veces cosas parecidas, pero no les han prestado atención. Han renunciado a examinarlas, como Don, Jak y Heiko.
Al tuvo una extraña sensación: de pronto le pareció no vivir ya en un mundo comprensible, sino rodeado de una serie de intrigantes misterios y enigmas.
—¿No podría ser que…? —dijo—. Quiero decir: ¿no habrá muchas otras cosas desconocidas en el espacio? ¿Muchas cosas a las que valiera la pena… dedicar un esfuerzo?
Rene era incapaz de responder a esa pregunta, pero por primera vez logró comprender las inusuales reflexiones que se hacía su compañero.