Pasó largo rato revolviendo los cajones de las distintas habitaciones. Su propósito era localizar entre la enorme cantidad de material aquellas descripciones capaces de ofrecerle una visión general de la historia. Intentó descubrir algún tipo de alfabeto, y observó unas formas punteadas, similares a la escritura Braille, estampadas en el ángulo superior izquierdo de todas las láminas. Tomó nota del contenido de varias docenas de láminas y no le costó demasiado descubrir un sistema. Así logró saber dónde debía buscar la información sobre materias generales, dónde estaban las transcripciones de experimentos o regulaciones, y dónde podía encontrar series de láminas más detalladas. Observó que a cada materia concreta le correspondía una habitación, y se lanzó desesperado a la tarea de sacar muestras de los grabados que figuraban en cada una de ellas. Tras constatar cuan lenta sería esa tarea, decidió conferenciar primero con Rene.
Rene estaba muy ocupado con una bola de metal líquido incandescente que mantenía suspendida en el aire.
—¿Qué tal Rene? —dijo Al—. ¡He visto a los habitantes del planeta!
Rene ajustó dos polos. Sin levantar la vista del tornillo micrométrico, respondió:
—Buen trabajo, Al. ¿Qué aspecto tienen?
—Parecen humanos.
—Tal como habíamos imaginado —murmuró Rene.
Una aplicación de las reglas fundamentales de la energía magnética le permitió poner en rotación la gota de metal del tamaño de una pelota de fútbol. Se veía claramente el achatamiento de los polos.
—Si pudiera averiguar qué otras fuerzas intervienen —se lamentó Rene—. El magnetismo solo no basta.
—Seguro que no debe ser tan difícil de averiguar —dijo Al—. ¿Has encontrado alguna otra cosa de interés?
—Un par de laboratorios —respondió Rene—. No puedes imaginarte lo que eran capaces de hacer a nivel experimental. No sólo en el terreno de la física y de la química… También en matemáticas. ¡Incluso hay un laboratorio que parece destinado al estudio de la historia!
Al manifestó un repentino interés.
—¿Podrías mostrármelo?
Rene abandonó sus instrumentos con visible reticencia. Dejó caer lentamente la bola líquida en un recipiente, donde aquélla se deshizo en una masa amorfa, y se levantó.
—Ven, te lo enseñaré.
Salieron al pasillo. Rene abrió un par de puertas y echó un vistazo a cada habitación, para luego continuar hasta la siguiente:
—Aquí está —anunció al fin.
Entraron en una habitación que se diferenciaba ante todo de las otras por su equipamiento: una mezcla de museo y laboratorio. Además de algunos aparatos indefinidos contenía tres sillones de reproducción, con los correspondientes mandos. En la pared había un par de vitrinas empotradas, con mamparas de cristal, y detrás podían verse modelos casi reales de poblados, pueblos, ciudades. En su interior se movía una serie de líneas de puntos, en número de una en los poblamientos pequeños, formando verdaderas aglomeraciones en los grandes.
—Los habitantes y sus vehículos —comentó Al.
Se acercó a un panel de mandos y movió un indicador a lo largo de una escala.
—¡Cuidado!
Uno de los modelos había empezado a transformarse de improviso. La población comenzó a extenderse, nuevos edificios brotaron del suelo como setas, desaparecieron los árboles y zonas verdes, y en su lugar surgieron fábricas con chimeneas, carreteras elevadas, aeropuertos…
Rene volvió a accionar los mandos.
Una serie de explosiones sacudió la ciudad, se desmoronaron; las casas, se abrieron grandes cráteres… El desastre asoló el lugar como una tormenta de verano, y cesó con igual rapidez. La tierra removida se cubrió de verde, modernas construcciones ocuparon los huecos entre las antiguas, el tráfico se fue haciendo más denso hasta un cierto límite máximo y luego comenzó a disminuir otra vez.
—Eso es, en efecto —dijo Al—. Historia experimental. Ya se disponía a desviar la atención de la exhibición, cuando algo le detuvo: donde había estado la población se abría ahora un cráter aplastado y sobre él flotaba un hongo de humo a listas grises y blancas. Al se estremeció.
—Francamente, no parece que nos quede mucho tiempo —dijo.
Se acercó a la otra pared, cubierta de cajones. «Tal vez esto esté organizado según el mismo principio», se dijo. Abrió el cajón que, de ser ciertas sus suposiciones, debía contener las materias generales. ¿Y qué podían ser éstas, en el caso de la historia, sino un panorama general de lo acaecido desde los tiempos más remotos hasta el momento presente?
—Tal vez aún podamos averiguar qué ha sido de ellos —musitó por lo bajo, luego señaló un sillón de reproducción y le dijo a Rene—: ¡Siéntate y observa atentamente! Ahora ya dominaba perfectamente el mecanismo; cada vez iba descubriendo nuevos detalles, que ya le eran familiares por los aparatos existentes en la Tierra. Acopló ambas sillas con un cable y conectó la transmisión simultánea. Luego introdujo una lámina en la ranura y depositó la otra sobre un plato, desde el cual se deslizaría hasta la ranura en cuanto hubiera concluido la reproducción de la primera, para continuar el relato.
Al y Rene se pusieron los cascos receptores.
Y ocurrió lo que Al había anticipado. La reproducción comenzaba con un pequeño grupo de seres primitivos, vestidos con pieles, que avanzaban por espesos bosques armados con porras de piedra. Ya habían visto imágenes parecidas, y el aspecto visual en sí no les impresionó demasiado. Pero también podían oír los gritos guturales con que se comunicaban esos seres de la edad de piedra, podían oler el sudor y la sangre, sentían picadas de bichos sobre las manos, y las espinas en las plantas desnudas. Lo más impresionante era que todo eso no lo experimentaban según sus cánones habituales, sino tal como lo vivían esos toscos seres primitivos, y además también eran capaces de sentir sus emociones. Todas esas sensaciones eran difusas y poco nítidas; todo estaba allí, y en toda su plenitud: el agua que sorbían, los árboles tras cuyos troncos se escondían, las rocas bajo las cuales se refugiaban, la carne que devoraban, las mujeres que deseaban, todo era real, pero parecía curiosamente vago, extrañamente desfigurado. Experimentaban sensaciones que aún pervivían en la actualidad, temores y alegrías, ira y afecto, pero con una fuerza desconcertante, sin posibilidad de control ni de resistencia… de un modo directo, inexorable.
Al se sacudió enérgicamente el embrujo que se había apoderado de él y apretó el botón acelerador, las imágenes se difuminaron y otras vinieron a ocupar su lugar: imágenes familiares, pero aun así novedosas, fueron surgiendo, sensaciones ancestrales y a pesar de todo desusadas.
La Edad Media. Castillos. Armaduras. Fuego de carbón de encina y rejas de hierro forjado. Supersticiones. Cultos. Persecuciones y torturas. Odio y terror. Apática regresión a fantasías infantiles. Vagas esperanzas de una recompensa en el más allá. Mugre. Enfermedades. Pompa y esclavitud. Atrocidades y remordimientos…
Era atómica. Barracas, accidentes de tráfico. Columnas en formación. Bombas. Ilusiones de poder e impotencia. Inconsciencia. Mentiras. Opresión. Sed de conocimientos. Temor ante las fuerzas desatadas de la naturaleza. Arrogancia y estimación exagerada de sí mismo. Enquistamiento en tradiciones anticuadas. Afectos e instintos. Desconfianza y descontrol. Pérdida de la fe. Miseria generalizada y muertes en masa.
Estado de la paz. Ciudades jardín. Casas ordenadas. Pantallas de proyección. Sillones de reproducción. Autómatas. Barcas flotantes. Seguridad. Ausencia de todo deseo. Satisfacción. Cultura doméstica. Arte. Contemplación. Juegos. Ilusiones. Salud y placer. Saciedad y hastío. Irresponsabilidad total. Embriaguez, ensueño, sueño…
Al redujo el ritmo de la reproducción y volvió a pasar un trozo. A partir de ese punto deseaba conocer todos los detalles. Las imágenes sincopadas volvieron a fundirse en un acontecer hilvanado, el rumor ondulante se convirtió en sonidos articulados, los fragmentos de estados de ánimo se trocaron en cambios de sensaciones con una justificación lógica.
Vio la ciudad, la antigua fortaleza sobre la colina, la nueva ciudad rodeada de fosos, el círculo de construcciones medievales, la gigantesca extensión de la gran ciudad moderna que se extendía hasta las montañas. Luego empezó a caer una lluvia de bombas y sólo quedó un monstruoso montón de ruinas. Lentamente fueron creciendo otra vez las edificaciones, más uniformes y modernas, y luego otras, aún más modernas, generaciones de edificios… Y al fin quedó formado el círculo de la ciudad jardín; a su alrededor se extendía un paisaje encantador de prados, lagos y torreones rocosos: prados sembrados, lagos hechos por la mano del hombre, rocas artificiales. Seguía la restauración del círculo interior de la ciudad histórica. En el centro se estableció la antigua ciudad amurallada, como un juego de luces e imágenes; debajo se instalaron los autómatas que se ocupaban de todo y a quienes los habitantes deseaban ver, sin embargo, lo menos posible.
El planeta topó luego con un enjambre de meteoritos y los habitantes construyeron la pantalla protectora invisible sobre la ciudad. Pese a esa seguridad recuperada comenzaron a ser muy pocos los que se aventuraban alguna vez fuera de sus casas. Pasaban la mayor parte del tiempo sentados frente a las pantallas de protección, contemplaban el paisaje circundante, se hacían proyectar cuentos y se integraban personalmente en la acción o participaban pasivamente de los hechos. Ya no tenían necesidad de moverse: el sistema de reproducción total les sugería todo lo que deseaban experimentar. Ya no tenían necesidad de comer: unas conducciones bombeaban alimentos líquidos hasta sus asientos. Los habitantes de la ciudad permanecían allí sentados, soñando o durmiendo…
Días enteros…
Meses enteros…
Generaciones enteras…
Mientras iban desarrollándose estos acontecimientos, se había producido una constante intensificación de la capacidad perceptiva de Al y Rene. Veían las cosas con más nitidez, experimentaban las sensaciones con mayor claridad, comprendían mejor los acontecimientos. Y a partir de ese estadio que habían alcanzado, volvió a caer un velo sobre las escenas, y sus reacciones perceptivas sufrieron una curiosa parálisis. Los colores palidecieron, se difuminaron los contornos, todo se fue fundiendo en una misteriosa penumbra, disolviéndose a menudo en impresiones indescriptibles, impresiones de efectos muy agradables: los ruidos sonaban a música; perdieron la sensación de su propio cuerpo; los olores se intensificaron hasta constituir un perfume embriagador… De pronto, esta trama informe comenzó a desgajarse otra vez en impresiones más y más claras: alguien se trasladaba a una barca flotante, se elevaba a doscientos metros, perdía el contacto con la vía transmisora de energía y se desplomaba.
Volvió a reinar esa penumbra que no lograban comprender. Ante sus ojos fueron deslizándose cosas imposibles de identificar: figuras fantasmagóricas sobre un escenario mágicamente iluminado. Hasta los deseos y la voluntad cedieron su lugar a algo distinto, una percepción de los objetivos sin intentar alcanzarlos, intenciones que no se concretaban. Al giró los mandos, pero no logró una transmisión más clara. Lo que ahí se describía discurría por vías de pensamiento distintas a las del cerebro humano.
Y, entonces, las manos de Al se aferraron a los brazos del asiento… Entre las sombras apareció una depresión negra, metálica, en forma de plato, más oscura que el resto: la puerta hacia las profundidades máximas, pero abierta… Por la ancha abertura fueron introduciéndose unos cilindros, uno tras otro, en una sucesión imposible de abarcar con la vista… Varias manchas grises cruzaron la escena…
La imagen se cubrió de una figura reticulada, saturada de puntos de luz, se encendió una franja débilmente iluminada, empezó a espumajear un líquido, una serie de alambres fueron bifurcándose y uniéndose de nuevo, comenzaron a girar los indicadores, se juntaron los contactos, una luz violeta impregnaba un pasillo como una niebla, el aire era húmedo y tibio, conjunto de conducciones, cables, tuberías, reflectores, lámparas, constituían unos habitáculos que hacían pensar en grandes jaulas de pájaros, a lo largo del corredor se extendía una hilera interminable de esas jaulas y en cada una de ellas había una figura rosácea, carnosa, dividida en varios lóbulos. Cada una estaba sumergida en un recipiente lleno de un líquido, todas estaban sostenidas por soportes como delicadas plantas sensibles, algunas presentaban brotes cubiertos por una envoltura, todas estaban acopladas a una serie de cables y tubos transparentes por los que circulaban líquidos incoloros, amarillos y rojos. Tenían el aspecto de orquídeas, cada una en su caja.
La reproducción se interrumpió en ese punto.
Al y Rene se levantaron de sus asientos impresionados y confusos.
—¿Has conseguido comprender algo? —preguntó Rene.
—La historia de la ciudad está clara —respondió Al—. Es una historia muy normal. Podría haber ocurrido perfectamente en cualquiera de nuestras ciudades. También aquí han pasado por su era atómica. Las bombas que arrasaron la ciudad fueron sin duda bombas atómicas. Estoy seguro de que aún deben quedar unas cuantas almacenadas en algún lugar.
—Deberíamos ir a ver si Jak ya ha conseguido desenterrarlas —sugirió Rene.
Al continuó hablando durante el trayecto de vuelta al exterior.
—Ahora sabemos también la razón de que construyeran la pantalla protectora invisible, que al principio nos dio tanta brega.
—Una nube de meteoritos —recordó Rene—. Pero, ¿por qué no eliminarían los cráteres del paisaje? No debía ser demasiado difícil, con los medios a su alcance.
—Evidentemente, aún era más sencillo suprimir los rastros de otro modo. Esas paredes transparentes que encontramos en las casas son pantallas luminosas sobre las que puede reproducirse cualquier cosa: lo próximo y lo remoto, lo actual y lo pasado, la realidad y la fantasía. Bastaba una pequeña modificación del ángulo óptico… y nadie veía ya ni rastro de los feos cráteres.
—Y el espejismo inducido también se proponía lograr un efecto de este tipo. ¡Cómo puede contentarse alguien con algo así!
—¿Por qué no? ¡Piensa cuántas cosas son sólo engaños, apariencias y adulteraciones en nuestro propio planeta!
—¡Ya! ¡Pero al menos sabemos lo que es falso!
—¿Y eso lo hace acaso menos falso?
Rene prefirió no responder. Alcanzaron la plataforma superior de observación y escudriñaron el panorama desde allí. El parque de máquinas ofrecía una imagen de desoladora destrucción. La visión no era tan despejada como antes, y tuvieron dificultades para localizar a Jak, Don y Heiko en medio de aquel desbarajuste.
—¿Entienden algo de técnica? —preguntó Al.
—Heiko sabe bastante —dijo Rene.
Pronto pudieron constatarlo. Heiko dobló una esquina y volvió a reaparecer de inmediato, montado en el asiento de un tractor. Hizo avanzar unas tenazas articuladas por una puerta abierta. Jak y Don se introdujeron en la habitación deslizándose junto a la máquina. Transcurridos dos minutos, volvió a moverse el brazo articulado y las tenazas se cerraron: entre ellas colgaba un pesado carro de dos ruedas y un cohete montado sobre la plataforma de lanzamiento. Se veía asomar claramente su nariz entre la armazón cilíndrica.
—¡Se dirigen a las afueras de la ciudad! —dijo Rene.
—¡Tal vez aún consigamos evitarlo! —exclamó Al, procurando grabarse mentalmente un plano de la distribución de los edificios y del lugar donde estaba el grupo de Jak.
Echaron a correr por las rampas inclinadas y a través de los oscuros corredores hasta la salida. Una luz cegadora les envolvió, pero siguieron corriendo, sin detenerse por nada. Continuaron siempre adelante, dejando atrás el montón de ruinas, los edificios derruidos y los cráteres abiertos. La destrucción había sido importante, pero aún quedaban también muchas cosas intactas. Los ojos de Al acariciaban aquellas construcciones incólumes, como si las contemplara por última vez.
Y las estaba contemplando por última vez.
Dieron alcance a los otros cuando éstos ya llegaban a la muralla de la ciudad.
—Un momento —gritó Al, desde lejos—. Hemos encontrado unas películas de los habitantes. ¡Podéis transmitir las imágenes a la Tierra!
—¿Qué aspecto tienen?
Al se detuvo jadeante.
—¡Puedes ir a verlo tú mismo! ¡Son unas películas estupendas!
La vacilación de Jak saltaba a la vista. Paseó la mirada desde el cuerpo del cohete con su brillo reluciente, atrapado como un pez en una red, a la figura de Al.
—¡No te pierdas esta oportunidad! —le exhortó Al, intentando hacer jugar la vacilación de Jak su favor.
—¿Vas a dejarte convencer por sus palabras? —preguntó Don—. ¿Tan fácil es hacerte cambiar de opinión?
—Tenemos tiempo —dijo Jak—. ¡Podríamos echar un vistazo a esas películas!
Don comenzaba a impacientarse otra vez.
—¡Quién sabe lo que puede ocurrir luego! ¡Los autómatas pueden presentarse en cualquier momento y llevárselo todo!
Heiko intervino en la discusión.
—Creo que hemos inutilizado la red de conexiones de la central. ¿Qué podría…?
—Sois unos verdaderos cobardes —dijo Don—. Cobardes, y además tontos. ¡Bueno, por mí ya podéis ir! —exclamó de pronto—. ¡Yo os esperaré y jugaré un poco con este aparato, entretanto! ¡A lo mejor se me dispara!
—¡Más vale que tengas cuidado! —dijo Jak, amenazador, y luego, dirigiéndose a Al—. ¿Habéis averiguado qué se esconde detrás de la tapa?
—No hemos tenido mucho tiempo —explicó Rene—. Pero también hemos visto algo de lo que ocurre en las dependencias inferiores.
—¿Qué?
—Es difícil de describir —respondió Rene, vacilante—. Hay… Bueno…, unas cosas que semejan flores, parecidas a las orquídeas. Y están metidas en unas cajas.
Don se echó a reír ruidosamente, pero no dijo nada.
Jak arrugó la frente.
—¿Eso es todo? —preguntó—. ¿Habéis visto seres vivos ahí abajo?
Rene se vio acorralado.
—Sólo las flores.
—Orquídeas en cajas. Ya comprendo —dijo Jak—. Bueno, entonces no cabe duda de lo que tenemos que hacer ahora. ¡Heiko, prepara el cohete!
Heiko seguía encaramado en el estrecho asiento de la grúa. Hizo funcionar otra vez el aparato hasta situar en la posición adecuada la rampa de lanzamiento que colgaba de las tenazas.
—Os habéis dejado engañar por unas bobadas —le comentó luego Jak a Al.
—¡Soltad el gancho! —dijo Heiko.
Don se acercó a soltar el dispositivo de seguridad. Heiko apartó el vehículo un par de metros, bajó de un salto y se acercó al carro sobre el que estaba montada la armazón con el cohete. Luego lo hizo girar y lo dejó apuntando en dirección a la colina.
—¡Todo volará por los aires! —exclamó Al—. No quedará nada de lo que tal vez aún podríamos descubrir.
Don fingió no oírle. Se acercó al proyectil, introdujo la mano entre los barrotes y golpeó el metal.
—Parece un poco pequeño este artefacto —dijo—. ¡Y pensar que contiene una bomba atómica!
Heiko tomó en serio sus palabras.
—Suficiente para lo que nos proponemos. ¡Ya lo verás!
—¿Podemos disparar ya? —preguntó Jak.
—¿Pensáis permanecer aquí mientras explota la bomba? —preguntó Rene, horrorizado.
—¿Temes algo acaso? ¿Tal vez la nube radiactiva? —dijo Don, en tono burlón.
—Jak —insistió Al, con vehemencia—, Rene tiene razón. Estamos demasiado próximos al centro de la explosión. ¡Vosotros también volaréis por los aires!
—No podemos alejarnos más —dijo Heiko—. A nuestras espaldas se alza la muralla. ¿Cómo queréis que la salte con el cohete y la plataforma de lanzamiento?
—No podemos alejarnos más —insistió también Jak—. Vamos a disparar ahora mismo, y desde aquí. Si queréis, podéis largaros. ¡Pero rápido, no esperaremos mucho!
Al meneó la cabeza.
—No tenéis la menor idea de cuan potente puede ser esa bomba. ¡Tal vez ni siquiera sea una bomba atómica!
—¿Qué podría ser si no? —preguntó Jak.
—Algo mucho peor —respondió Al, con voz siempre serena, como si estuviera hablando con unos alumnos un poco lerdos—. Debéis tener en cuenta que esta técnica es mucho más avanzada que la nuestra. ¡Recordad la pantalla protectora! Pueden haber desarrollado armas que ni siquiera somos capaces de concebir. No podéis arriesgarlo todo…
Don fue incapaz de seguir escuchándole en silencio.
—¡Deja de sermonearnos de una vez!
—Déjale terminar —dijo Jak—. ¿Qué es lo que no podemos arriesgar, Al?
—¡Todo esto! Esta posibilidad de conocer algo nuevo. ¡Pero no sólo esto! Jak, estas gentes han llegado más lejos que nosotros. Han sobrevivido a la era atómica; es la primera vez que descubrimos una cultura en tal estadio… aparte de la nuestra. ¿Hasta dónde han llegado? ¿Qué ha sido de ellos? Tengo que averiguarlo, Jak, por favor, compréndelo. ¡Aquí podemos descubrir el destino que nos aguarda también a nosotros!
Jak le miró a los ojos, pensativo.
—De acuerdo, Al —dijo—. Te he dejado hablar. Te he escuchado. Quieres saber qué ha sido de ellos. Perfecto. La verdad es que no comprendo por qué te interesa tanto, pero eso es asunto tuyo. En cualquier caso, ahora escúchame bien. Yo también quiero saber qué se esconde debajo de esa colina, y rápido. Rápido o nunca. Porque, y lo digo para que tú también me comprendas —empezó a hablar en tono tajante—, estoy harto de este sitio. Me aburro. ¡Este lugar me repugna! Intentaré volar esa tapa y ver lo que hay debajo, y después se acabó. Si no lo consigo, tanto peor. Me es totalmente indiferente lo que pueda ser de nosotros. ¡Y todavía me importa menos esta ciudad! Aunque todo vuele por los aires. Y por esto… —bajó otra vez el tono de voz—, por esto vamos a disparar ahora mismo.
Al asintió con la cabeza. Realmente, todo era inútil. Observó con la mirada perdida a Heiko, que volvía a atisbar por el visor; luego dirigió una mirada expectante a Jak: le vio levantar el brazo y volverlo a bajar; observó la mano de Heiko sobre un disparador, colgado de una larga conexión, y le vio apretar el botón.
El cuerpo metálico del proyectil, inanimado hasta aquel instante, se echó a temblar, y con él tembló también toda la armazón. Una estela de fuego salió despedida por la parte trasera, el cohete avanzó siseante un metro y pareció detenerse estruendosamente otra vez, para salir al fin disparado a gigantesca velocidad, en línea recta hacia la colina.
Transcurrió casi un segundo sin que nada ocurriera. Luego, de pronto, algo desgarró el aire. Todo ocurrió sin un ruido… Lo último que logró distinguir Al fue una pared incandescente que avanzaba sobre él.