Un gran silencio había invadido el lugar después de que se marcharan sus compañeros. Una sensación de muerte y soledad inundaba los corredores. Les hubiera gustado hablar un poco, aunque sólo fuera para romper ese silencio, pero no tenían gran cosa que decirse. Rene deseaba echar un vistazo a los laboratorios, así que subieron al piso inmediatamente superior por las rampas ascendentes.
—No nos queda mucho tiempo para intentar averiguar algo —dijo Al, abatido.
Rene intentó consolarle.
—Tal vez no encuentren ninguna bomba.
—Confiemos que así sea —dijo Al, sin asomo de esperanza.
Entraron en uno de los laboratorios y Rene perdió de inmediato todo sentido de la realidad. Acercó el ojo a los microscopios, comenzó a hacer girar las ruedecillas, probó las balanzas, examinó las manecillas en movimiento de los indicadores, proyectó espectros sobre escalas graduadas, su atención paseaba de un instrumento a otro mientras iba apretando, girando, desplazando…
—Entretanto iré a echar un vistazo a los archivos —dijo Al, pero le quedó la duda de si Rene había escuchado realmente sus palabras.
Asomó la cabeza en un par de habitaciones y por fin se detuvo en una que contenía un aparato muy parecido a un sistema de transmisión total. Sabía que el manejo de ese aparato era peligroso, pues su acción repercutía sobre los procesos cerebrales, aunque tampoco alcanzaba a comprender cómo podrían actuar los impulsos inducidos en aquel caso concreto. Primero examinó los paneles de mandos montados en la base de los brazos. Suponiendo que tuvieran la misma función que en la Tierra, ello significaba que el orden y magnitud de las cualidades transmitidas tampoco podían diferir mucho de las habituales. Probó un par de manecillas, examinó detenidamente todos los elementos a su disposición, y por fin estableció una hipótesis de funcionamiento, todavía por comprobar, si bien le parecía francamente probable. Siempre subsistía cierto riesgo, pero quería captar todo cuanto pudiera y lo más rápidamente posible, conque no le daría más remedio que correr ese riesgo. Se instaló en la silla, acomodó los tobillos y se cubrió el cráneo con el casco, que tenía un desconcertante parecido con los de la Tierra y se adaptaba perfectamente a su cabeza. Luego apoyó los antebrazos en los soportes del sillón y puso las manos sobre los botones de control. El espacio destinado a los brazos le resultaba un poco estrecho, pero le bastó doblar un poco los codos hacia atrás para adaptarse perfectamente a los soportes ligeramente inclinados con su hendedura estriada.
Apretó un botón con el pulgar izquierdo. Había comprobado de antemano que bastaba apretarlo por segunda vez para volver a desconectarlo, razón por la cual mantuvo la yema del dedo en contacto con la superficie ligeramente cóncava del botón. Aguardó impaciente…
La luz fue apagándose paulatinamente…
Al hubiera querido observar las bandas tragaluces, pero no pudo mover la cabeza ni los ojos. No le quedó más remedio que mantener la vista fija hacia delante y observar cómo se iban difuminando los contornos de los objetos, hasta que todo desapareció fundido en una masa gris. Luego, el sentido de la vista se veía afectado de manera normal. ¿Qué ocurría con el oído? Pronunció un par de palabras y contó en voz alta:
—Un, dos, tres, cuatro… ¿Me oyes?
Su lengua y sus labios se movían, pero no conseguía oír nada; siguió hablando:
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco…
Y, de pronto, comenzó a dudar de si realmente estaba pronunciando esas palabras o sólo era una idea suya. El silencio no era total, podía oír un ligero rumor, pero sus esfuerzos por decir algo continuaron resultando infructuosos. Sintió un súbito estremecimiento de temor. ¿Y si tampoco pudiera mover el pulgar? Se apresuró a apretarlo…
De inmediato se encendió la luz, los objetos se diferenciaron entre la masa gris.
—Cuatro, cinco, seis…
Al dejó de contar, y sólo entonces advirtió que aún seguía pronunciando los números.
Se quitó el casco y se levantó de la silla. Podía darse por satisfecho: no le había ocurrido nada. Pero, por otra parte, el aparato parecía no funcionar. Luego sonrió nervioso… ¡Se había olvidado de poner un disco! Buscó el plato, pero no lo encontró, aunque descubrió una pequeña hendedura. Miró a su alrededor en busca de algo que pudiera adaptarse a esa hendedura… Sus ojos se detuvieron sobre unas delgadas láminas de metal, flexibles pero resistentes, ordenadas en una estantería. Escogió una al azar y la introdujo por la ranura. Luego se instaló otra vez en la silla, se puso el casco y apretó el botón del tablero izquierdo… Aguardó…
La luz fue apagándose y luego volvió a encenderse otra vez, más y más intensa; ¡demasiado intensa! Varios soles verdes comenzaron a girar, se difuminaron… Los dedos de Al palparon febrilmente los botones…
La luz disminuyó: se separaron los colores, las bandas se estremecieron, se desplazaron bruscamente, se organizaron…
Ni un sonido. «¡Tienes que conectar el botón!»
Un estrépito: «¡Alto, te has pasado!»
Un botón: un penetrante olor a heno… Se le llenaron los ojos de lágrimas, estornudó…
Otro botón: el olor se atenuó… Los colores se hicieron más pálidos… Sintió disminuir su peso…
«Aja, por aquí se regula la intensidad de la experiencia, basta girar esta manecilla… Así me gusta: un poco por debajo de lo normal…»
Podía ver y oír, oler, saborear, palpar… Lucía el Sol… La hierba acariciaba sus pies y crujía suavemente… Junto a él se extendía un pequeño lago… Al se deslizó hacia delante; vio asomar la bola roja detrás de una aguja de roca. ¡Al la había visto primero! ¡Ahora tenía que darle en el lado adecuado! Sabía que miles de espectadores le estaban observando por sus telepantallas y al bajar el tirador se situó procurando presentar el perfil a la cámara. Apuntó cuidadosamente, el dardo surcó el aire… ¡Blanco! La bola subió en línea recta, con una inclinación de cuarenta y cinco grados exactos con respecto a la horizontal —¡un tiro admirable!— y no comenzó a caer hasta haber recorrido doscientos metros. Resonaron los aplausos…
Al volvió a desconectar, la escena se difuminó, se encontró sentado otra vez en la semipenumbra del archivo, recostado en su asiento. Respiró hondo. Recordó admirado la exactitud de la transmisión, el colorido de las imágenes. Era una novedad para él que el aparato transmitiera también los pensamientos y las decisiones: otra muestra de la superioridad de esa técnica. Pero lo más notable era que lograba captar las señales. Sus órganos perceptivos y su modo de pensar eran tan similares a los de los antiguos habitantes de aquel planeta que no sólo era capaz de revivir sus impresiones, ¡sino que también lograba comprenderlas! Debían de haber sido seres humanos, o muy parecidos a los humanos. Si seguía proyectando esa lámina o introducía otras más, pronto lograría vislumbrar sus rostros. Más aún: podría observar sus movimientos, escuchar su lenguaje, experimentar incluso sus penas y alegrías. Evidentemente, podía haber pequeñas diferencias en la magnitud de las percepciones, pues los mandos le permitían un cierto margen de variación que le servía para adaptar los estímulos recibidos a sus umbrales de excitación y de dolor. Pero la gran similitud en líneas generales demostraba que los valores óptimos caían dentro del campo de su sintonía.
En realidad, acababa de resolver la misión que se habían propuesto con su expedición; incluso la había resuelto mejor de lo que dictaban las normas. Pero todo eso le era indiferente a esas alturas.
Extrajo la lámina de metal de la ranura e introdujo otra. Volvió a instalarse en la silla del aparato de reproducción y la accionó con gestos considerablemente más seguros que la primera vez. Estuvo de suerte: pudo ver a los seres del planeta. Todo un grupo estaba reunido en semicírculo en torno a una máquina. Dos de ellos ajustaban unos cables a unos ganchos que asomaban de una plancha perforada como una criba, con ayuda de unos instrumentos en forma de horquillas. El proceso parecía formar parte de un importante acto festivo, pues todos los demás observaban sus gestos con profunda atención.
Por su aspecto, no se diferenciaban mucho de los hombres. Si Al no hubiera tenido la certeza de que esos seres eran habitantes de un planeta que giraba alrededor de un sol desconocido, a varios miles de millones de años luz de la Tierra, hubiera dicho que eran hombres. Tal vez tenían la piel ligeramente más grisácea, eran bajos y fornidos, con las cabezas desmesuradamente grandes y las facciones curiosamente desfiguradas, pero por lo demás tenían apariencia humana y sus gestos eran humanos. Aunque ya se lo esperaba, Al se conmovió al comprobar que esta forma de seres inteligentes podía desarrollarse en cualquier punto del universo, dadas las mismas condiciones ambientales.
Esta vez no pudo participar activamente en los hechos: tenía la sensación de encontrarse personalmente ante el aparato, pero sólo como espectador pasivo.
Los dos actores terminaron de fijar todos los cables al suelo y dieron un paso atrás. Uno comenzó a hablar en una lengua incomprensible, de sonido nasal, luego el otro le respondió. Por sus ademanes y la entonación que daban a determinadas palabras, Al dedujo que se trataba de una especie de declamación festiva en forma de diálogo. Ante la imposibilidad de comprender el significado de sus palabras, optó por concentrarse en la contemplación de sus gestos. Llevaban ropas muy ajustadas de color marrón y verde oliva; algunos sostenían botellas en la mano. Todos contemplaban a los dos oradores, pendientes de cada una de sus palabras. Por fin, uno de ellos retrocedió, el otro cogió una manija que sobresalía de la pared lateral del artefacto, y se abrió un paraguas del que colgaban los alambres hasta el suelo. Los cables quedaron verticales y tensos. De momento no ocurrió nada más, pero Al comprendió, por el interés que demostraban los espectadores, que éstos esperaban ver aparecer algo, y justamente del suelo, entre los alambres. La espera no fue muy larga; pronto comenzó a asomar algo por los agujeros: unos brotes amarillos se alargaron vacilantes, como si quisieran palpar su camino, y así fueron avanzando de trecho en trecho, como a empellones. Cuando hubieron alcanzado un palmo de altura, una de las personas situadas en su espacio visual pulsó el tablero de mandos… y todos los brotes se bifurcaron. Siguieron creciendo. Otra pulsación de un botón, y de todos ellos los tallos comenzaron a brotar hojas. Poco a poco se fue formando toda la planta de acuerdo con las instrucciones, como si todo el proceso de crecimiento se hubiera concentrado en unos minutos de imagen, pero en realidad no era así, como lo demostraba el ritmo normal de los movimientos de las personas. No era un truco óptico, sino un experimento zoológico: el desarrollo dirigido de una planta. Los dos hombres situados en el centro reanudaron su diálogo Al desconectó el aparato. Aún permaneció un rato allí sentado, sumido en sus pensamientos. Ya había logrado averiguar mucho, pero todavía deseaba saber más. Quería conocer el pasado y, sobre todo, el futuro de esos seres.