10

Rene intentó incorporarse. Katia seguía de rodillas en el suelo frente a Al. Temblaba de excitación, y le cayó de las manos el pañuelo que había sacado para secarse el sudor de la frente. Katia también mostraba señales de terror; su rostro aparecía surcado de arrugas hasta entonces inexistentes.

Don se abalanzó sobre ella y la apartó bruscamente.

—¡Ya estoy harto de esta comedia! —gritó plantándose frente a Al con el puño derecho levantado—. Ya te enseñaré a manosear a Kat con tus sucios dedos.

Tomó impulso y se disponía a dejar caer el puño sobre Al, que aún estaba de cuclillas en el suelo, pero Rene saltó sobre él y le cogió firmemente la muñeca. Don se volvió furioso. Estaba excitado, pero su rostro no denotaba que hubiera pasado una experiencia extraordinaria. Su conducta resultaba especialmente intrigante; parecía fuera de lugar después de la experiencia que acababan de sufrir.

Rene, con los ojos fijos en la cara de Don, descubrió de pronto la explicación.

—¡Has reducido al mínimo tu capacidad de percepción! ¡Canalla! —Rene se quedó mudo de indignación y tuvo que respirar profundamente antes de poder continuar—. ¡No te da vergüenza, cobarde! ¡Eso es lo que has hecho, no lo niegues! Has dejado de actuar, ¿eh? ¡Te has limitado a contemplar el espectáculo!

Don lo olvidó todo al oír esa acusación. Su rostro palideció y quiso justificarse, pero su tartamudeo no resultó demasiado convincente; así lo indicaban claramente las miradas de los demás. Rene, que por lo general era muy silencioso, continuaba aún bajo el impacto de la aventura vivida y aprovechó la ocasión para descargarse. Comenzó a desembuchar todo lo que había estado soportando y conteniendo hasta aquel momento y desató sus iras sobre Don, tan anonadado bajo la inesperada tormenta que de nada le sirvió que intentara emplear su capacidad de convicción, por lo general tan eficaz. No reconoció nada, pero todo estaba claro para los demás: les había fallado en un momento difícil.

Pero el pequeño grupo no tuvo tiempo de serenarse. En efecto, algo comenzó a agitarse otra vez entre las máquinas. Vieron aparecer una nave flotante que desapareció detrás de un edificio para reaparecer otra vez. La nave se ladeó un poco en el aire, se oyó un tintineo, como si cayera una lluvia de astillas; y eso había sido exactamente: la popa de la nave había quebrado un techo de vidrio, rajándolo de un extremo al otro. Se oyó un crujido… Dos pilastras se doblaron y cayeron con extrema lentitud, golpearon oblicuamente los tejados, como un latigazo, dejando profundas hendeduras zigzagueantes a su paso. El artefacto volante fue a estrellarse contra el muro exterior, a sólo un par de metros del lugar donde ellos se encontraban, y saltó por los aires en un surtidor blanco grisáceo de fragmentos dispersos. Inmediatamente sintieron sobre sus tímpanos el doloroso impacto de la onda sonora del choque.

—Todo el centro de la ciudad está hecho trizas —dijo Rene—. ¿Qué demonios puede haber pasado?

Hasta ese momento, ninguno había tenido tiempo de preocuparse por las causas de la conmoción. Pero, una vez formulada la pregunta, Al conectó en seguida los presentes acontecimientos con el recuerdo de sus tres contrincantes manipulando los mandos del centro de control.

—¡Venid conmigo! —exclamó—. Tal vez aún podamos salvar algo. Tiene que ser un fallo de la central.

Todos obedecieron a la invitación de Al: Rene porque ahora te preocupaba mucho más que antes la suerte que pudiera correr la ciudad; Don porque soñaba encontrar una oportunidad de recuperar su papel de jefe; y Katia porque no quería quedarse sola.

La ciudad ofrecía un aspecto completamente distinto al de los días anteriores. Rene, que había deseado ver las máquinas en funcionamiento, ahora veía cumplido su deseo, y con una amplitud que resultaba demasiado completa incluso para sus intereses de carácter técnico. Silbidos, zumbidos, chirridos y crujidos resonaban por doquier, el vapor brotaba siseante de las toberas, líquidos diversos desbordaban sus recipientes y se derramaban, columnas de gases calientes reverberaban a la luz del sol, el aire olía a dióxido de azufre y ozono, las ruedas giraban, los centrifugadores rotaban, circulaban las cintas transportadoras, rechinaban las cadenas, las grúas se balanceaban, los batientes de las puertas se abrían y cerraban, numerosas vagonetas rodaban sobre las vías, se detenían, recogían un cargamento de arena, reanudaban la marcha, se detenían, volcaban su contenido, seguían rodando en círculos, preparadas para iniciar un nuevo recorrido. Todo ello sobre múltiples niveles superpuestos. Grandes tenazas se cerraban bruscamente, se extendían hasta otro punto, dejaban su carga sobre una mesa, se doblaban, trasladaban objetos de un lado a otro en un raudo ir y venir. Las taladradoras perforaban, las sierras mecánicas cortaban, saltaban virutas en espiral, los punzones caían con un golpe seco sobre las láminas de hojalata que circulaban debajo de ellos, los martillos golpeaban, las grúas provistas de tenazas volvían a coger algo, lo transportaban más allá, enderezaban un objeto aquí, sujetaban otro allá, empujaban, arrastraban…

Sólo una mínima parte de toda esa actividad guardaba una cierta similitud con procesos parecidos realizados en las plantas químicas, los talleres de acabados técnicos, las centrales eléctricas… E incluso esa parte no parecía cumplir ninguna finalidad racional. En un lugar se perforaban primero unas planchas, se doblaban, se soldaban, se limaban, se rociaban a través de complicados procesos de trabajo, para luego ser desmontadas, cortadas, calentadas al rojo y reducidas al tamaño de granos de arena. En otro lugar se mezclaban polvos, se cernían, trituraban, filtraban, diluían, se electrolizaban, destilaban y descomponían, para empaquetarlos a continuación. Unas vagonetas transportaban nuevamente los paquetes hasta el punto de partida, donde unos cepillos de púas rasgaban las envolturas, unas escobas empujaban los restos hasta un oscuro abismo, unos morteros reducían a polvo los panes que habían quedado al descubierto y éstos sufrían de nuevo todo el proceso químico. Pero era mera casualidad, posibilitada únicamente por las paredes de vidrio, observar todas las fases de elaboración de un producto. Rene era el único que examinaba los acontecimientos con ojo crítico. En general, los procesos más importantes se desarrollaban lejos de su vista, en las profundidades de vibrantes y ruidosos artilugios, cuya función les era imposible adivinar. Incluso buena parte de lo que ocurría ante sus ojos resultaba inexplicable: había discos que giraban en sentido inverso, alambres elásticos que formaban curiosas figuras, bolas que se hinchaban, rampas de descarga que se levantaban junto a las paredes en retorcidos manojos, hilos que bailoteaban como en un telar, cintas de mallas que se deslizaban sobre rodillos.

Los cuatro humanos toparon con más de un obstáculo. Al doblar una esquina, vieron un hormigueo de vagonetas de tres ruedas y aparatos voladores que semejaban helicópteros de juguete, provistos de tenazas y mangueras, laboriosos como insectos, trabajando febrilmente en la construcción de una gigantesca pared que ya tenía unos quince metros de altura y cruzaba el sendero en diagonal. Pero no satisfechos con eso, los obreros-robot habían comenzado a derribar los edificios a derecha e izquierda a fin de ganar terreno para su pared.

En otra calle encontraron una planta química aparentemente en plena crisis de locura. Una masa viscosa de color verde amarillento fluía por cinco grandes aberturas, y ya sólo dejaba un estrecho pasillo libre para poder acceder al otro lado del sendero. Atravesaron a toda prisa el estrecho pasaje que se iba cerrando velozmente.

—¡Mirad esto! —exclamó Rene.

A través de la pared de vidrio de la derecha pudieron comprobar que el líquido borboteante también llenaba el interior de la sala y ya alcanzaba tres metros de altura.

—¡Las paredes se están doblando! —gritó Al—. ¡Corred tan rápido como podáis!

El aire se estremeció con un doloroso lamento; siguieron varios chasquidos secos.

—¡Las paredes van a estallar!

Rene no podía apartar los ojos de la superficie del cristal. Ya no era lisa y transparente, sino que estaba surcada por una tela de araña de resquebrajaduras. Las grietas se iban multiplicando, sin que pudieran ver cómo se formaban; ya eran tan abundantes que les impedían ver a través de ellas; la pared tenía un color blanco harinoso. Por fin se curvó como si estuviera sometida a una irresistible presión, en un suspiro liberador, pero también mortal. Se hinchó como una pelota de goma inflada con una mancha y luego comenzó a desintegrarse lentamente en millones de diminutas partículas. Las astillas quedaron adheridas unos segundos, como escamas, sobre una ancha protuberancia cilíndrica que se precipitaba hacia la calle, luego la masa las sepultó.

Los cuatro humanos emprendieron la carrera tan rápido como lo permitieron sus piernas. Echaron a correr pegados a la pared izquierda, corrieron como jamás lo habían hecho, pero sus piernas no fueron suficientemente veloces. Tenían la mirada clavada en la callejuela cada vez más estrecha por la que se iban adentrando, en las masas viscosas que se iban cerrando frente a ellos, en el estrecho y apretado rectángulo que aún quedaba libre e iba estrechándose cada vez más.

—¡Alto! —rugió Al, y se deslizó todavía un par de metros en una vana tentativa de detener su carrera.

La fachada del edificio que se extendía lisa y sin discontinuidades a su izquierda, presentaba allí una construcción plana adosada a la pared a modo de contrafuerte. Ya comenzaban a notar una resistencia viscosa bajo sus pies, conque no dudaron en abalanzarse sobre aquel agarradero, demasiado estrecho para darles cabida a todos a la vez. Se apretaron, tropezaron, resbalaron, sintieron hundirse sus piernas en las masas fluidas, cada vez más profundas. Levantaron los brazos en un empecinado esfuerzo, arrastrando madejas de hilos pegajosos… Don fue el primero en izarse hasta una estrecha cornisa… Al, que estaba a media altura de la columna, tendió una mano hacia Katia y contempló su rostro gris como una máscara… Rene seguía debatiéndose entre las masas viscosas, que le retenían como si fuesen goma líquida… Agitó violentamente los brazos, dando un empujón a Katia.

La muchacha emitió un agudo chillido. Al vio alejarse su rostro. Se oyó un desagradable chapoteo cuando su cuerpo cayó de espaldas en el líquido viscoso. La chica alargó las manos, impotente, y empezó a hundirse con lentitud, pero con pavorosa regularidad.

Al volvió a bajar. También Rene se había dado cuenta de lo ocurrido —en vano intentaba coger las manos de Katia—, e incluso Don abandonó su segura plataforma para prestarle ayuda.

Al se agachó profundamente; Rene comprendió que no lograría gran cosa él solo y le agarró por el cuello de la chaqueta… Todavía un poco más abajo… Katia empezó a dar brazadas, tocó la masa borboteante, su brazo derecho se quedó inmóvil, como paralizado. Hasta ese momento había sollozado quedamente, ahora sus labios ya no dejaban escapar ningún sonido. Como si de pronto hubiera perdido todas sus fuerzas, también su brazo izquierdo comenzó a deslizarse bajo la superficie ondulante. Al, que lo había visto, se inclinó hacia delante, tanto como se lo permitía la garra de hierro de Rene, y logró cogerle las puntas de los dedos. Concentró todas sus energías en sus músculos y tiró con fuerza… El cuerpo de Kat emergió un poco de las masas inertes… Al alargó la otra mano, y en el acto comprendió que ya había pasado lo peor. Aún tuvo que hacer un gran esfuerzo, pero Katia ya no se le escaparía.

Lo que lograron izar hasta la plataforma aunando todas sus fuerzas era un informe grumo esférico, suspendido de una cuchara, como una miel amarillo verdosa. Katia estaba incrustada dentro, como la larva de un insecto. Sólo su rostro, el pecho y el brazo izquierdo quedaban aún al descubierto. Aunque la nariz no había quedado sumergida bajo el líquido, y por tanto no se había cortado su respiración, Katia no respiraba. Tampoco se movía. Tenía los ojos entreabiertos, fijos y apagados. Al y Don la tendieron sobre la cornisa, y bajo su cuerpo se formó un óvalo viscoso. También ellos estaban llenos de esa pasta pegajosa. Cada paso que daban suponía un esfuerzo para despegar los pies del suelo.

Don se quedó mirando el cuerpo inerte de Katia.

—Cielos —exclamó—. Lo que nos faltaba. Se ha abandonado a su suerte.

La cornisa rodeaba todo el edificio. Los tres se alejaron de la inquietante proximidad de la materia pegajosa cada vez más henchida. Habían abandonado el cuerpo de Kat: un fragmento de materia de complicada estructura que ahora había perdido ya todo su valor.

La calle situada al otro lado del edificio aún estaba despejada. Encontraron un saliente adosado a la pared, igual al que habían utilizado para subir, y descendieron hasta el suelo.

Fueron aproximándose al centro, entre traqueteo de máquinas, hongos de humo y nubes de polvo que se iban depositando lentamente, perseguidos por las descargas que sacudían las calles con sus latigazos, amenazados por los mástiles y armazones que se iban derrumbando. Se deslizaron con gran inquietud junto a los cuerpos en forma de pera, blancos como la porcelana, que ahora proyectaban ráfagas ascendentes de aire encendido al rojo blanco.

Luego penetraron por los pasillos de la colina, y el estrépito de las máquinas quedó reducido a un rumor indeterminado. La penumbra era sepulcral. Todo lo que había quedado fuera parecía remoto y sin importancia. Actuaron según el plan previsto. Buscaron a Jak y Heiko, pero ya no obraban impulsados por una necesidad exteriormente condicionada, sino sólo para cumplir un compromiso contraído consigo mismos.

No sabían cuánto tiempo llevaban ya deambulando por los pasillos cuando por fin descubrieron a sus dos contrincantes. Estaban en un cuarto que recordaba un pulpito, muy elevado bajo el vértice de la colina, un cuarto que parecía tan idóneo para el control como el sistema instalado a mayor profundidad, sólo que en ese caso no costaba mucho identificar las funciones que le habían sido asignadas. Un cristal circular ofrecía una panorámica sobre toda la ciudad. Y cada vez que Jak y Heiko movían una palanca o apretaban un botón, a sus pies caía derribado algún edificio, se levantaba una llamarada, salían disparados proyectiles, explotaban algunas máquinas o sucedía algo por el estilo. Parecían estar entregados a un excitante pasatiempo: ¡Acciona un botón y maravíllate ante el efecto logrado!

—¡Eh! —gritó Al desde la puerta—. ¡Sois unos vulgares vándalos!

Los dos se volvieron, y Heiko les saludó con la mano.

—¡Ah, por fin habéis llegado! ¡Os hemos visto acercaros! ¿Qué habéis hecho de vuestras pistolas espantabobos?

—¿Por qué estáis destrozando toda la ciudad? —preguntó Al—. ¿Qué sentido tiene esto?

—Ninguno —dijo Jak, riendo—. ¡Pero es increíblemente divertido! ¡Fíjate! —Hizo girar un botón y a sus pies se abrió una puerta, por la que salió un cohete que comenzó a ascender en una empinada curva.

—No corras tanto —exclamó Heiko.

Se situó al lado de Jak y apretó otra palanca, que luego comenzó a mover de arriba abajo, igual que hacía Jak con la suya, como si fuera la palanca de mandos de una avioneta. Un segundo cohete salió disparado entre el metal, los reflejos y el humo, y corrió en pos del primero. Éste lo esquivó con un brusco viraje, el segundo giró en redondo, volvió a lanzarse sobre el otro… Jak hizo describir un círculo a su cohete y lo lanzó contra el de Heiko. Una lluvia de fragmentos incandescentes cayó al suelo.

—¿Qué os parece? —preguntó Jak—. ¡Venid, probadlo vosotros mismos!

A Don no parecía desagradarle la idea, pero se contuvo y preguntó:

—¿Habéis adelantado mucho? ¿Habéis conseguido el objetivo propuesto?

Jak se sentó sobre un tablero de mandos.

—Casi lo hemos conseguido —dijo—. Sólo nos falta un pequeño detalle.

Don paseó una mirada pensativa del uno al otro.

—Jak —dijo al fin—. Ya has perdido dos hombres. Estás en minoría. Quiero proponerte una cosa: ¡Acéptame en tu grupo! Continuaré la exploración contigo. Relevaré a Rene, como si dijéramos.

Jak inspiró profundamente por la nariz.

—¡Ajá! No te andas con rodeos, ¿eh? —Reflexionó un momento—. Pero no eres tonto. Por mí puedes quedarte.

Don acababa de recuperar parte de su confianza en sí mismo. Se volvió en dirección a Al y Rene:

—¿Lo habéis oído? Ahora, lo mejor será que os larguéis de aquí. Sois demasiado sensibles. Todas mis acciones han fracasado por culpa de vuestras memeces.

Al le miró de arriba abajo y luego volvió la cabeza con un gesto de desdén, para enfrentarse con Jak.

—¡Cargaréis con una buena pieza! Que no os pase nada.

Intercambió un par de palabras en voz baja con Rene.

—¡Escúchame bien, Jak! —dijo a continuación—. Rene y yo abandonamos la carrera. Te cedemos la victoria. Con una sola condición: que nos comuniques todo lo que has descubierto hasta ahora.

Jak arqueó las cejas sorprendido.

—¿Queréis decir que si conseguimos determinar su aspecto físico y exhibimos el retrato en el museo, este planeta será bautizado con nuestro nombre?

—Así es —ratificó Al—. Eso no nos interesa.

Jak saltó de la mesa y le estrechó la mano.

—Trato hecho.

—Ahora, cuenta —le apremió Al.

—¡Seguidme! —ordenó Jak.

Se adentraron nuevamente por los pasillos, cruzaron varias cúpulas, las cajas de escalera con las rampas en espiral… Siempre que se les ofrecía la oportunidad de hacerlo, tomaban el camino descendente. Mientras caminaban, Jak fue narrándoles sus aventuras.

—No hay mucho que decir —comentó—. Nuestro primer campamento está situado hacia el oeste, en las montañas. Era lo convenido. Luego nos pusimos en marcha. Primero examinamos las casas modernas, y después las más antiguas; finalmente llegamos a la muralla. La fuimos siguiendo hasta dar con el puente. Ahí tuvimos el primer desengaño. Vosotros también pudisteis comprobar lo que le pasa a ese puente. Entonces descubrimos la sala de armas y tuve la idea de animaros un poco el baile… Era de suponer que también acabaríais por encontrar el puente. ¿Os asustasteis mucho?

—Fue soportable —masculló Don, algo molesto.

Jak prosiguió su historia, divertido ante esa reacción.

—Entonces os ganamos tres días de ventaja, pero nos costó un poco descubrir el truco de los reflejos. Después bajamos por una cuerda. Habíamos llegado al centro de la ciudad y nuevamente nos encontramos ante una barrera. Los autómatas nos introdujeron casi de inmediato en una especie de planta de pruebas, pero después volvieron a ponernos en libertad y pudimos explorarlo todo sin ser molestados. Las fábricas son realmente pintorescas, pero no hallamos ni rastro de los habitantes. ¿Habéis pensado también vosotros que podrían haberse ocultado bajo tierra para huir de cualquier catástrofe, extinguiéndose luego ahí abajo?

Les miró con expresión interrogante, pero su pregunta quedó sin respuesta. Don no se había formado ninguna opinión al respecto, y Al estaba demasiado ansioso de escuchar alguna novedad para arriesgarse a interrumpir el relato de Jak con fatigosas y posiblemente inútiles explicaciones.

—Como es lógico, pensamos que esta colina debía ser el lugar más interesante. Y en cierto sentido no nos equivocamos. Es el centro de control de la ciudad. Pero hay algo más: hemos descubierto otra cosa que ahora mismo veréis.

Los pasillos no habían cambiado de aspecto, pero las habitaciones a las que conducían estaban amuebladas de manera algo distinta a las salas de los niveles superiores. En tanto que las instalaciones de arriba eran prácticamente uniformes, allí abajo había una indescriptible cantidad de aparatos de los más diversos tipos. Algunas salas parecían ser simples cabinas de mandos, otras en cambio hacían pensar en laboratorios destinados a realizar complicados experimentos físicos, químicos y biológicos; también había secciones que parecían archivos, con incontables estanterías llenas de libros, discos, pergaminos y objetos por el estilo; los sistemas habituales para conservar la documentación.

Todo ello atraía fuertemente el interés de Al, pero Jak siguió adentrándose en las profundidades con absoluta indiferencia. Por fin llegaron a una amplia sala situada en el punto más bajo, con el techo sustentado por hileras regulares de columnas. La sala estaba vacía. Allí parecían acabar los pasillos, pues no se veía ninguno de los sistemas habituales empleados por los hombres y por los habitantes supuestamente humanoides de aquel planeta para separar o unir unas habitaciones con otras: no había puertas ni ventanas, ni tampoco se divisaba la boca de ningún pasillo. En cambio se observaba algo curioso en el suelo, y esto sólo en un único punto: una depresión en forma de plato, de unos veinte metros de diámetro, surcada en su interior por otras depresiones igualmente circulares, cada vez más pequeñas y ordenadas de forma excéntrica, con las cavidades interiores siempre un poco más profundas que las exteriores. Un examen más detallado revelaba que las formas circulares tenían una pendiente escalonada, como si el conjunto estuviera construido con pequeños bloques de construcción en forma de dados.

Jak se acercó al borde de la depresión y anunció:

—Aquí lo tenéis. ¿Qué os parece?

A diferencia del material gris que recubría el resto del suelo y de las paredes —aquella masa que parecía tapizar todo el interior de la colina—, el suelo y la depresión eran de metal, un metal reflectante, pero desusadamente oscuro, casi negro.

—Parece que hay algo debajo —dijo Rene. Golpeó la masa con los nudillos, se tendió en el suelo y aplicó la oreja contra la superficie—. No se oye nada.

—Tendríamos que abrirlo —dijo Don.

—Sí, pero ¿cómo hacerlo? —replicó Heiko.

Al apoyó la mano contra el borde del anillo exterior. Lo encontró frío y sorprendentemente liso al tacto. Tuvo la sensación de que su mano le ponía en contacto con profundas corrientes y vibraciones latentes allí abajo, pero rechazó de inmediato tan absurda idea. No pudo evitar sin embargo que el corazón le diera un vuelco. Se sintió transportado por una curiosa intuición, como si una vocecita interior le susurrara: «En alguna de las salas de control debe de haber un sistema para abrir esta puerta. Tenemos que averiguar la manera de servirnos de estos aparatos, tenemos…»

Don recogió bruscamente el hilo de sus pensamientos.

—Tengo una idea —e hizo una pausa para dar a sus palabras el impacto deseado—. ¡Volaremos esta tapa!

—¿Cómo? —preguntó Jak, interesado.

Don le hizo un guiño.

—¿Con qué? Ése es el problema. Pero también tiene solución. He visto cohetes en esta ciudad, y deben ir provistos de proyectiles explosivos: bombas, probablemente atómicas. Buscaremos una… y descerrajaremos el castillo.

—Es la idea más insensata que jamás he oído —exclamó indignado Al, y dio un paso hacia Don.

Entonces sintió que una mano le retenía por el hombro. Jak le miró sonriente.

—Yo pienso que no es ninguna tontería. ¡En realidad parece una idea estupenda! Volaremos esta marmita… ¿Por qué no? —Meneó la cabeza complacido—. No tenéis que tomar parte en esto si no os gusta. —Luego, dirigiéndose a Al y Rene, añadió—: Podéis entreteneros con los mandos. Pero, sin molestarnos. ¡Nosotros vamos a buscar esa bomba!

Jak, Don y Heiko iniciaron la marcha y no tardaron en desaparecer por la espiral ascendente de la sala, por donde habían bajado antes.

Al y Rene les siguieron con la mirada.