Después de pasar otra noche en la tienda, una noche llena de sueños esperanzados, les despertó el ruido de Don al levantarse y deslizarse al exterior.
—¿Crees que podrás convencerle para que acepte nuestro plan? —preguntó Rene en voz baja.
Al se desperezó y estiró el cuerpo.
—Será difícil, pero lo intentaré.
—¿Qué cuchicheáis ahí? —murmuró Ka tía entre sueños—. ¿Qué hora es?
—Hora de levantarse —dijo Al, y salió de la tienda en pos de Rene.
Poco tiempo después se habían reunido todos al pie de la escalera.
—¿Conserváis vuestras armas? —preguntó Don.
—¿Pretendes solucionar otra vez las cosas a tiros? —preguntó Rene.
—¡Claro que sí! ¿Crees que me doy tan pronto por vencido? En cualquier caso, por lo menos ya hemos liquidado a uno. Sólo quedan dos. Naturalmente, debemos ser prudentes. Destruiremos todos los objetivos de la zona y aprovecharemos los momentos en que los autómatas no puedan vigilar lo que estamos haciendo. ¿Alguien se opone?
A hurtadillas, Rene dio un puntapié a Al.
—El plan es bueno —dijo—, pero ayer estuvimos reflexionando un poco. Hemos trazado otro plan. Haz el favor de explicárselo, Al.
Al así lo hizo, y Don le escuchó frunciendo el entrecejo. Luego interrumpió las explicaciones con un gesto ostensible de taparse las orejas.
—¡Vaya ideas raras se os ocurren en cuanto se os deja solos! —exclamó—. ¿Queréis iniciar ahora un estudio tecnológico? ¿Aplicar la teoría lingüística y las bobadas filosóficas? ¿Por qué no intentáis entender de una vez que la mejor manera de alcanzar una meta es correr directamente hacia ella? Cuando quiero una cosa, la tomo. De eso se trata.
—¿Qué has conseguido hasta ahora actuando de ese modo? —preguntó Rene.
Don adoptó entonces un tono de superioridad profesoral.
—Mirad, muchachos, mi intención no es negar en absoluto que podáis conseguir algo con vuestros procedimientos, pero éstos exigen demasiado tiempo. Y entretanto Jak y Heiko habrán llegado a la meta y tendremos que aguantar mecha.
—Pero, Don —replicó Al, preocupado—, ¿por qué no comprendes de una vez que aquí es preciso aplicar otros medios? ¡Fíjate en esto! —Le arrancó la pistola del cinto y se la puso bajo la nariz—. ¡Con semejante juguete pretendes enfrentarse a unas máquinas, a una inteligencia que no comprendes en absoluto y que ha creado todo esto! —Dejó caer el arma sobre la plataforma de material sintético, a los pies de Don, le cogió por los hombros y le hizo girar en redondo—. ¡Observa esta fábrica gigantesca, mírala bien! Y quisiera aclararte otra cosa: todo cuanto ves aún no es nada. Todo es demasiado simple. Realmente difiere de nuestras instalaciones, la construcción es distinta, el funcionamiento es distinto, pero, con todo, presenta una aterradora similitud con nuestro propio sistema. Corresponde al mismo grado de desarrollo que nuestra técnica. ¡Pero ellos ya superaron hace tiempo esta fase! ¿Comprendes? Están mucho más adelantados. En algún lugar debe ocultarse, por tanto, algo que sólo fue inventado más adelante… ¡Un mecanismo correspondiente a una fase superior de desarrollo! ¡Tiene que estar en alguna parte! Y será algo mucho más complicado y poderoso de lo que jamás puedas llegar a imaginar. ¡Tus intenciones y tus planes resultan sencillamente ridículos!
Don nunca había visto a Al tan excitado. Quedó un poco desconcertado, escuchó sus imprecaciones, pero no comprendió lo que quería decirle su compañero.
—Pero Jak… —balbuceó—. Jak y Heiko…
—¡Están como nosotros! Están jugueteando con los mandos de la central. ¡Vaya estupidez! Aún nos estropearán la última posibilidad que nos queda.
Calló bruscamente. En medio de su excitación no había prestado atención a lo que ocurría a su alrededor, pero de pronto vio algo extraño en la cara de Don… Su expresión reflejaba admiración, consternación, desengaño. Tenía la mirada fija en un punto lejano, en algo que Al no podía ver en aquel momento. Pero, incluso sin verlo, comprendió de inmediato que debía de ser algo pasmoso. Se volvió hacia la muralla.
La muralla había desaparecido. Ante sus ojos no se alzaba el anillo de viejos edificios, ni tampoco el cinturón de casitas color marfil; ya no estaban los prados, las rocas, las colinas y los lagos, no se veía ninguna pared de montañas, ni tampoco el horizonte. Estaban de pie sobre una plataforma, y ésta concluía frente a ellos. El cielo se extendía más abajo de la línea del horizonte, ya desaparecida, azul, reluciente, sin la más insignificante nube, ni siquiera una finísima franja de bruma.
Pasado el primer segundo de estupor, empezaron a hablar otra vez.
—Tiene que ser sólo un efecto óptico —exclamó Al, pero dio un paso atrás igual que los otros; tan impresionante resultaba la visión de aquel inmenso espacio ocupado totalmente por el cielo.
—No es la primera vez que nos ocurre algo así —protestó Don—. ¡Acordaos del puente!
—¡Pues adelante! —le espetó Rene—. Haz la prueba… ¡A ver si todo ha desaparecido o si en realidad continúa estando allí!
Despotricaban unos contra otros en un intento de ahogar el terror que anidaba en ellos, pero era en vano. Don dio un paso adelante, hacia el abismo azul, y de inmediato fue presa de una intensa sensación de vértigo que le hizo caer doblado en dos. Con la cabeza gacha y los brazos en alto, como un crucificado, se recostó contra la fría pared, tranquilizadora en su solidez.
—Por todos los santos —dijo Al—. ¡No podemos dejarnos acobardar así por unas cuantas ondas luminosas controladas a distancia!
—Tal vez sea algo real —sollozó Katia, corriendo al lado de Al, y ocultó la cabeza en su hombro, en la blanda hendedura entre el cuello y la articulación.
—Tenemos que comprobarlo —declaró Rene—. ¡Dadme algún objeto sólido! —Al ver que ninguno se movía, arrancó el puñal de la presilla de la chaqueta de Katia—. Al, sujétame los pies, por favor. Me arrastraré hasta el borde. ¡Ayúdame!
Al hizo a un lado a Katia y se acercó a Rene; Don se volvió lentamente, como un sonámbulo.
Rene se aproximó hasta diez metros del precipicio y luego se tendió de bruces. Al se dejó caer detrás suyo y agarró las piernas de su compañero por encima de los tobillos. Comenzaron a avanzar reptando, decímetro a decímetro. Rene alargaba primero una mano y golpeaba el suelo con el mango del puñal. A paso de tortuga fueron acercándose al desnivel… Una y otra vez se oyó repicar el mango del puñal contra la masa del suelo, dura como una piedra.
Un repentino chillido de Katia les hizo detenerse para mirar a sus espaldas. Entonces oyeron un lamento como de sirena y vieron las gruesas y amenazadoras columnas de humo negro que brotaban desde las profundidades del terreno, elevándose hasta su plataforma, para luego acabar bruscamente, como cortadas por un cuchillo. Algo incandescente, una enorme burbuja encendida se alzó luego desde algún punto situado detrás de los tejados, elevándose cada vez más, y por fin se desvaneció por los aires.
La siguió una nueva columna de humo. La plataforma que sostenía las fábricas parecía suspendida en el vacío, colgada de aquellas cuerdas bajo el cielo.
—Sigamos —insistió Rene con los dientes apretados, y comenzó a reptar otra vez, mientras Al le seguía pegado a sus talones.
Rene volvió a detenerse.
—¿Te has fijado? —comentó.
Al levantó la cabeza y se asomó por encima del cuerpo del amigo.
—El reborde se mueve —dijo.
El límite de la plataforma no se mantenía fijo, sino que oscilaba. Se ensanchaba veinte centímetros, luego se acortaba otros veinte, en una constante ondulación.
—Esto demuestra que sólo se trata de una ilusión óptica —exclamó Al.
Rene siguió avanzando.
—¡Allá voy! —gritó, y sus piernas tiraron con impaciencia de las manos apretadas de Al.
Las pulsaciones del borde se intensificaron, las ondulaciones se hicieron más acusadas en uno y otro sentido y, de pronto, el margen comenzó a retroceder en dirección a ellos, se deslizó bajo sus cuerpos…
La plataforma había quedado a sus espaldas. Era delgada como un papel. Frente a ellos, a sus lados y bajo sus cuerpos se extendía el cielo. Flotaban en ese cielo. No, no flotaban… Estaban tendidos sobre él, sostenidos por una base firme, contra la cual seguían resonando los golpes que Rene había continuado dando de manera mecánica. Al había soltado a Rene. Sus manos también tocaron, palparon, examinaron aquel suelo invisible. Y aunque fuera un efecto óptico en toda la línea… la contradicción entre las impresiones visuales y la experiencia táctil era espantosa. Tuvieron que cerrar los ojos para no enloquecer.
Oyeron a Don y Katia que gritaban sus nombres a sus espaldas.
Con los ojos todavía cerrados fueron arrastrándose hacia el lugar de donde procedían los gritos, cada vez más rápido, lanzándose presurosos en su dirección… Hubieran podido avanzar erguidos, pero entonces habrían perdido el estrecho contacto con lo único que aún les permitía conservar la razón: con la tierra firme.
De pronto cambió el tono de los gritos. Unas manos avanzaron para cogerlos y sacudieron sus cuerpos, pero todavía no se atrevieron a abrir los ojos.
—Todo ha pasado, ¿me oyes? ¡Todo ha pasado!
Al sintió el contacto de un suave rostro húmedo junto al suyo y sólo entonces levantó los párpados, preparado para volverlos a cerrar en el acto. Katia, de rodillas frente a él, le besaba. Estaba llorando. La plataforma había desaparecido. La muralla se levantaba otra vez en su antiguo lugar, y también los apretados edificios, los tejados y tejadillos manchados, cubiertos de una antigua pátina, los frontispicios, las almenas y las arcadas.
Ya no quedaba rastro del espejismo.
Pero no… Algo quedaba: el humo negro que se alzaba sobre el parque de máquinas. Pero ya no eran columnas, sino desgarradas formas retorcidas y deshilachadas que se alejaban lentamente hacia el sur.