8

Momentos más tarde Don arrojaba su arma de fuego contra la pared y comenzaba a despotricar en voz baja, aunque sin inhibiciones. Cuando por fin advirtió que los demás no se unían a sus imprecaciones, los cubrió también de improperios, aunque sin lograr ningún efecto visible. Rene se había subido al travesaño inferior de la escalera y se balanceaba con aire ausente. Katia tenía el puñal en la mano y se hurgaba las uñas con él. Al se había quedado mirando fijamente a Don y sonreía.

—Pareces divertirte una barbaridad con estos múltiples fracasos —le increpó Don.

—¡Estábamos a punto de alcanzar nuestra meta y otra vez hemos tenido que renunciar! ¡Condenados autómatas! ¿Por qué tienen que meterse en todo? ¡Están ayudando a Jak! ¡Quién sabe cómo lo habrá logrado!

—No creo que hayan tomado partido —dijo Al—. Las máquinas no hacen tal cosa.

—¡Pero esos tres han estado manoseando los conmutadores! Tal vez Jak haya conseguido programar a los autómatas de otra forma: para que le ayuden a él.

—Jak y Heiko se han quedado tan sorprendidos como nosotros —dijo Rene desde lo alto de la escalera.

—¿Cómo te explicas, pues, que se lanzaran sobre nosotros?

Al levantó la mano y la agitó negativamente.

—No nos han hecho nada. Su intervención no estaba dirigida personalmente contra nosotros, sino contra el atacante. En cuanto se han dado cuenta de que nos proponíamos hacer algo destructivo, han intervenido para impedírnoslo.

—Y han permitido que Jak y los suyos toquetearan las conexiones. ¿Cómo te lo explicas? ¿Recuerdas con qué rapidez actuaron cuando Rene tapó ese ojo?

—¿Por qué tengo que ser precisamente yo el que lo explique? Seguramente no hay ninguna acción programada contra las manipulaciones en la central; de lo contrario, los habitantes de la ciudad no habrían podido introducir ninguna innovación.

Katia apartó a Don con la mano.

—Yo me voy a la tienda —anunció—. ¿Vendrás pronto, Don? —Luego, dirigiéndose a Rene—: Déjame pasar, por favor.

Rene saltó de la escalera y Katia comenzó a trepar poco a poco. Notaba perfectamente la tensión de la tela del pantalón contra su piel, cómo se aferraba con cada uno de sus movimientos, e imaginó complacida el efecto plástico que debía producir vista desde abajo. Rene soltó un suave silbido. Los tres hombres no le quitaron ojo de encima hasta que desapareció al otro lado de la barrera.

Don dio unos cuantos pasos al azar sin acabar de decidirse.

—Creo que ya he tenido bastante por hoy —dijo y carraspeó; luego comenzó a subir presuroso por la escalera.

—Buena suerte —dijo Rene, y se puso a pasear por la plataforma, mientras contemplaba la ciudad.

—Hay momentos en que empiezo a dudar de que sea real —dijo.

Al procuraba no pensar en Katia, y acogió complacido el comentario de su compañero. Comprendió en el acto lo que quería decir Rene. El paisaje de la ciudad se extendía ante sus ojos como un incomprensible cuadro abstracto, una imagen que nada decía a sus sentidos, muda y estática, una sinfonía en gris plomo, plata y marfil.

—Me pregunto si la ilusión no debe tener mayor alcance del que suponemos —dijo Rene, y de súbito añadió en tono desusadamente apremiante—: Al, ¿estás seguro de que realmente existe algo…? A nuestro alrededor, quiero decir.

—Claro que sí —respondió Al, tranquilizador—. Lo que percibes tiene que existir forzosamente, y también todo lo que ves y lo que oyes. ¿Y el resto? Tal vez sea un poco distinto de como te lo imaginas, pero aun así seguro que ha de haber algo allí. Y lo más bonito es que ese algo, sea lo que sea, no sólo existe, sino que también actúa sobre su medio y el medio reacciona a su vez, sobre ello, determina el futuro y, a su vez, es una consecuencia del pasado. Contiene fuerzas, encierra posibilidades, guarda energías, hasta que les llegue el momento de ser liberadas. Y con frecuencia, tal vez mucho más a menudo de lo que logramos percibir, tiene una cierta vida… No necesariamente en el sentido en que estamos vivos nosotros. —Al hizo una pausa y luego prosiguió—: Y fíjate bien, Rene. Seguramente por eso este planeta me atrae mucho más que cualquier otro de los que he visitado hasta el momento. Aquí se nos ofrece la oportunidad, ¡una maravillosa oportunidad!, de aprender un poco más sobre lo que existe en el mundo, fuera de nosotros mismos. Desde luego, jamás podremos comprobar si las cosas son realmente como las percibimos… Nuestra vista, nuestro oído, nuestro tacto, estarán mediatizados siempre por ondas, oscilaciones e impulsos… No podemos romper esta barrera, pero siempre nos queda la posibilidad de investigar en otras direcciones. Jamás comprenderemos el absoluto, sino sólo las relaciones. Para nosotros no hay nada absoluto, y tal vez el absoluto no sea en el fondo más que un anhelo, una ficción… Pero existen las relaciones: éstas constituyen nuestra realidad.

Rene no acababa de comprender lo que le estaba diciendo su amigo, pero tuvo la impresión de que no le hacía ninguna falta comprenderlo y que podía darse por satisfecho de que las cosas fuesen tal como eran.

—¿Qué podemos hacer ahora? —preguntó—. Lo que has dicho sobre los autómatas me ha dado una idea, pero, ¿permitirán aún que sigamos investigando?

—Seguro, mientras no hagamos uso de la fuerza. Rene se encogió de hombros. Aunque comenzaba a anochecer, hacía tan buen tiempo como de costumbre, el aire estaba perfumado y la temperatura era templada también como de costumbre. «Este clima no tiene ya nada de natural», pensó Rene. Se volvió otra vez hacia Al.

—En realidad es inquietante tener que enfrentarse con estas fuerzas indeterminadas e imprevisibles.

—En el fondo no son tan indefinidas como sugieres —dijo Al—. Incluso opino que deben ser bastante fáciles de comprender, si uno posee la clave para comprenderlas… No desde el punto de vista de su técnica, sino en su comportamiento. Yo al menos pienso… —su voz se convirtió en un murmullo y por fin calló.

—¿Quieres decir que se limitan a seguir instrucciones? ¿Algo así como las cuatro normas clásicas de los robots? Las recitó:

—Primera norma: El robot debe proteger al hombre e impedir que el hombre sufra ningún daño.

—Segunda norma: El robot debe obedecer al hombre. —Tercera norma: El robot debe procurar no sufrir tampoco ningún daño.

—Cuarta norma: El robot debe actuar de manera que su medio le oponga los mínimos obstáculos.

—En realidad, mi idea era un poco diferente —respondió Al—. Quería decir que… No sé muy bien cómo expresarlo. Quiero decir que ahí no acaba todo. Que detrás se esconde algo más, algo que aún no hemos descubierto… —Era evidente que le costaba un esfuerzo abandonar esas poco fructíferas divagaciones—. Pero, de todos modos, tu sugerencia de las normas es acertada. Estoy convencido de que los autómatas que fueron construidos, o siguen construyéndose en algún lugar, deben seguir esas normas. Quien haya evolucionado hasta el punto de ser capaz de construirlos, también será bastante razonable como para protegerse contra ellos. Pero justamente a partir de este punto es cuando comienzan a plantearse una multitud de interrogantes. ¿Qué ocurre una vez extinguidos los seres que construyeron los robots? ¿Pueden seguir modificando éstos sus programas por su cuenta a partir de entonces? Tal vez los seres de este planeta tenían una escala de valores éticos distinta de la nuestra… Para citar sólo un ejemplo, tal vez tenían el mandamiento de proteger todo aquello dotado de vida, como aditamento entre nuestro primer y segundo mandamientos.

—No lo creo —le replicó Rene—, pues nos consta que han exterminado a todos los animales.

—Es posible —dijo Al, sin entrar en el asunto—. A fin de cuentas, también podría ser que poseyeran una normativa más complicada que la nuestra. Pero, en mi opinión, esto no es en absoluto lo decisivo, pues en principio la única finalidad tiene que haber sido dar a los autómatas la misión de proteger a sus constructores, de obedecerles fielmente y de no hacerse daño a sí mismos ni a ninguna otra cosa. Pero ahora llegamos al punto que no veo claro: ¿en qué medida se diferenciaban de nosotros los seres inteligentes de este planeta? O, dicho de otro modo, ¿el mecanismo de los robots nos considera sus amos y señores? Y aún existe otra posibilidad no demasiado dispar: ¿nos consideran otros robots? Colegas, como si dijéramos…

Rene chasqueó los dedos estupefacto.

—Eso es lo más probable, en realidad.

—Exactamente —dijo Al—. Nos examinaron detenidamente. Pero, ¿de qué medios disponen para distinguir entre un ser vivo inteligente y un robot? Sin duda han comprendido que debemos ser lo uno o lo otro… por nuestras reacciones racionales ante los tests. Pero, ¿a qué resultado llegarían a continuación? No comprendemos la lengua de este lugar. No podemos darles órdenes. Y, sobre todo, ¡también nos diferenciamos físicamente de sus constructores!

—Desconocemos su técnica. Y ellos la nuestra. Ahí está la cuestión —dijo Rene—. Nos consideran unos robots y nos tratan como tales. ¡Deberíamos alegrarnos de que no nos hayan aniquilado! ¿Qué línea de actuación debemos adoptar?

—Mientras no empleemos la fuerza, nada tenemos que temer. Pero no creo que consigamos gran cosa. Su principal tarea es proteger a los habitantes de este planeta y cumplirán su misión, aunque éstos hayan muerto hace ya tiempo. Sin duda esa misión estará por encima de la regla de mantener intactos los organismos robotizados. Es decir, que a partir del momento en que comencemos a aproximarnos al verdadero secreto no debemos esperar más consideraciones.

—Al —dijo Rene—. ¿Aún te interesa llegar antes que Jak?

Al le miró fijamente y escudriñó su rostro. «Ahora me comprende —se dijo—. Ahora, por fin, me ha comprendido.»

—Jak me es absolutamente indiferente, y tanto me da que perdamos como que ganemos la apuesta. Incluso el aspecto físico de los habitantes no me importa gran cosa. Quisiera averiguar algo muy distinto, y nunca había anhelado tanto saber una cosa. —Bajó la voz como si se dispusiera a confiarle un secreto a Rene—. Quiero saber qué ha sido de ellos. Porque, en realidad, su destino será algún día también el nuestro.

Permanecieron algunos minutos en silencio contemplando las superficies de vidrio y material sintético que el manto del crepúsculo iba cubriendo de un misterioso y prometedor resplandor. Detrás de todo aquello, que aparecía claro y transparente ante sus ojos, se escondía el enigma. Se quedaron mirando, y de pronto comprendieron las gigantescas dimensiones que había adquirido su tarea.

—¿Cómo nos lo arreglaremos? —volvió a preguntar Rene—. ¿Existe realmente una salida para nosotros…, desamparados como ahora estamos? ¿Se te ocurre alguna solución?

—Cabe la posibilidad de renunciar de una vez a la conducta infantil y mentecata, de olvidarnos de estas reglas y compromisos deportivos, que tal vez sean adecuados para otros lugares y otros fines, pero que de nada sirven aquí. Podríamos aplicar de una vez todos los medios que tenemos a nuestra disposición. Será difícil, pues hace ya siglos que nadie emprende una tarea de este tipo. Hemos llegado a creer que se habían acabado las tareas que cumplir, o éstas han dejado de interesarnos. Pero no sólo será difícil, sino que también requerirá mucho tiempo.

Luego calló. Se conmovió ligeramente al comprobar cuan esperanzado le miraba Rene.

—¡Tal vez exista otro camino! —dijo.

—¿Cuál? —preguntó Rene.

—Podríamos llegar a un acuerdo con los autómatas —dijo Al.

—Entonces podríamos conocerlo todo… sin esfuerzo —susurró Rene, renovada su confianza.

—Es una posibilidad —puntualizó Al, pero esas palabras encerraban la máxima esperanza de su vida.