6

Ninguno de los tres miró las estrellas. Estaban cansados, agotados tras la tensión sufrida por la mala suerte de Don, y también se sentían curiosamente inseguros ahora que les faltaba la autoridad del amigo, que siempre había actuado sin vacilaciones y había arrastrado consigo a los demás. Pero, sobre todo, aún les duraba el sobresalto causado por las poderosas fuerzas que acechaban ocultas en las baterías, condensadores, alambres, tuberías y contenedores y que seguían dispuestas a reanudar sus tareas al impulso de cualquier incidente casual, indiferentes al hecho de que aquéllas tal vez ya hubieran perdido todo sentido.

Aunque la noche era tan despejada como todas las anteriores, no les resultó fácil encontrar el camino de regreso. Tardaron alrededor de media hora en alcanzar la muralla. Diez minutos más tarde, los tres yacían sobre sus colchones inflables en la tienda de campaña. Se hundieron hasta las orejas en los sacos de dormir, para no ver ni oír nada. Eran producto de millones de años de evolución de la razón, de alejamiento de la naturaleza y de adaptación a un medio artificial, y sin embargo aún conservaban el instinto animal de esconder la cabeza.

—Al…

Katia le llamó bajito para no despertar a Rene, que se revolvía inquieto en su sueño y le daba una que otra sacudida.

—¿Qué quieres, Kat?

—Ya te he pedido dos veces una cosa.

Al suspiró:

—Lo sé.

—¿Tan poca significo para ti?

—Pero, Katia, tienes que comprenderlo… Todo esto es…

—Al, no tenemos por qué seguir luchando tanto, no tenemos por qué preocuparnos y sufrir…

Al quiso interrumpirla:

—Por favor, Katia, escúchame…

Katia siguió hablando sin hacerle caso.

—Tal vez aún consiga que cambien mi ficha. Tal vez nos autoricen a formar una pareja; y entonces… ¿No quieres?

—Sí, Katia, sí, pero…

—Pues deja este estúpido planeta, estas aburridas máquinas, toda esta fúnebre ciudad…

Había alzado la voz y Al la hizo callar: —Chissst.

Rene se revolvió con un ronquido.

—Al, tú eres la única razón de que me haya quedado tanto tiempo. No sabes cómo me asusta todo esto. ¡Piensa en lo felices que podríamos ser! ¡Jugaríamos con la máquina de control remoto, flotaríamos por salones de plástico, disfrutaríamos con las sinfonías de colores y los estéreos! ¿Quieres que nos marchemos los dos juntos?

—¡Espera que esto haya terminado! ¡Si pudieras comprenderlo, Kat!

—¿Lo dejarás todo por mí? No más tarde ni después… ¡Ahora mismo!

Al no contestó.

—¿Lo dejarás? —insistió Kat.

—No —dijo Al—, pero…

—No hace falta que sigas; con eso me basta —dijo Katia con sequedad.

Se acurrucó en su saco de dormir en el rincón más apartado de la tienda y no volvió a abrir la boca.

A la mañana siguiente tuvieron un brusco despertar. Alguien levantó la cortina de la tienda, una fuerte luz inundó el interior y oyeron gritar una voz:

—¡Eh, dormilones! ¡Abajo las mantas! ¡Salid de ahí!

Katia se deslizó fuera de su saco, saltó entre los cuerpos todavía tapados de Al y Rene y se arrojó en brazos de Don.

—¡Hola, Kat! ¿Qué me dices ahora? ¡Al, Rene, holgazanes!

Al se incorporó todavía adormilado.

—¿De dónde sales?

—¡Fuera de ahí, los dos! —gritó Don, que estaba de un humor radiante—. ¡No me ha pasado nada!

Al se despojó del saco y salió muy circunspecto de la tienda. Le dio un amigable puñetazo a Don en las costillas. Todo su rencor se había disipado como por encanto.

—Venga, cuéntanos.

Rene también se había unido al grupo.

—Bueno —comenzó a decir Don—, me disponía a saltar la banda transportadora cuando apareció un gigantesco rastrillo y me arrastró a una especie de pasaje. No fue mucho peor que las pruebas que tuvimos que superar ayer por la mañana: unas cuantas paradas donde fui bombardeado con rayos, chorros de agua, corrientes de aire y algunas cosas más; luego continué pendiente abajo por una superficie deslizante. Rodé y rodé como una bola perfecta, una pala me introdujo en una especie de embudo, luego siguió un trayecto sobre una lona que me iba dando sacudidas y se me subió el estómago a la boca con la fuerza de los golpes. Y por fin una cosa me izó por los aires… y me dejó caer. Aterricé sobre algo blando, un tejido flexible… Fui cayendo suavemente en una espiral descendente, la red se distendió y me encontré sentado al aire libre. ¡Eso fue todo!

—¿Y qué has…?

Rene calló repentinamente, pero todos sabían perfectamente qué era lo que quería preguntar, lo mismo que Don intentaba ocultar bajo su ruidosa despreocupación: ¿qué había estado haciendo hasta entonces? Apartarse del grupo en el curso de una expedición colectiva era una grave infracción de las reglas, y más aún si la desaparición duraba toda una noche. No en vano Don aparecía ahora tan repuesto y de tan buen humor. Pero recordaron que también ellos se habían apartado un poco de las reglas en alguna ocasión. Y Don tenía una excusa: esa experiencia había sido sin duda algo fuera de lo común. Aún resonaban en sus oídos los gritos de espanto de Don… y ninguno dijo nada.

—Estáis muy callados —exclamó Don, en tono de reproche—. ¿No os parece increíble? ¿Cómo os lo explicáis?

—Hay al menos un par de cosas que tampoco son tan misteriosas —dijo Rene—. El lugar es una especie de planta de desintegración atómica, algo así como un transmutador de materia. Simplificando mucho, el funcionamiento es el siguiente: se introduce un material por delante y éste vuelve a aparecer por detrás, pero bajo la forma que se haya dispuesto.

—Muy práctico —comentó Don.

—La verdadera transmutación sólo comienza en la caldera atómica: la parte de la máquina con la abertura que desprende esa luminosidad azulada. Ésta procede de las radiaciones de Cherenkov. Estas radiaciones se forman cuando las sustancias son atravesadas por electrones, u otras partículas cargadas, a muy alta velocidad, como ocurre por ejemplo en la desintegración nuclear. Todo el proceso anterior está destinado a analizar y clasificar el material…

—¿No os decía yo? —le interrumpió Don.

—Los resultados de los análisis sirven para dosificar luego exactamente los efectos: partículas alfa, neutrones lentos, rayos gamma, etcétera. En la caldera se producen finalmente las reacciones nucleares necesarias para obtener el resultado deseado.

—¿Cómo te explicas que no me haya quedado convertido en oro hace rato? —le interrogó Don.

—Probablemente debe de haber un dispositivo de seguridad —aventuró Rene.

—Así debería ser —declaró Al—. También en la Tierra construimos estas supermáquinas de tal forma que nadie pueda sufrir un accidente.

—Estupendo —dijo Don—. Entonces no debemos preocuparnos demasiado por esos artefactos y concentrarnos en la persecución de Jak. Tengo un plan extraordinario. ¡Escuchad con atención!

Con breves y apresuradas palabras expuso su plan a sus compañeros.

Poco después todos avanzaban bordeando la muralla de la ciudad, recorriendo el mismo camino que ya habían hecho un par de días atrás. Producía una curiosa sensación de ambigüedad estar contemplando las construcciones de la fortaleza que se alzaban a su izquierda, plásticas, llenas de colorido, casi al alcance de la mano, y sin embargo saber, al mismo tiempo, que todo era una simple ilusión. Pero incluso prescindiendo de ese hecho, la sola yuxtaposición sin solución de continuidad de la Edad Media con los productos de una civilización tecnoide utópicamente placentera ya resultaba bastante peculiar de por sí y contribuía a reforzar la impresión de irrealidad.

Llegaron sin tropiezos hasta la plaza donde se abría la puerta que conducía al puente, atravesaron su amplio arco y se dirigieron a la puerta de la derecha que daba acceso a la parte posterior de la edificación. Rene, que ya había estado en el lugar, abría la marcha. Subieron por una escalera, dejando atrás varias puertas. Ascendieron a toda prisa los desgastados peldaños de caracol. Toparon con otra vieja puerta de madera labrada; estaba abierta y Rene se detuvo en el umbral. Habían llegado al lugar previsto. La habitación era una sala de armas, cuyo espacio central estaba lleno de armaduras; de las paredes colgaban instrumentos de tortura y todo tipo de armas, conocidas y desconocidas.

Al regresó a la escalera y subió a otro rellano. Se izó hasta el techo horizontal a través de un agujero, lo cual provocó el desprendimiento de verdaderos chorros de polvo y arena sobre la cara. El lugar estaba bordeado por ambos lados con un muro protector que le llegaba a la altura del pecho, coronado a intervalos regulares por salientes en forma de bloques cuadrados; a todas luces destinados a proteger de posibles proyectiles los flancos de los ocupantes. Junto a la balaustrada había unos cuantos cañones montados sobre ruedas, y las múltiples líneas recién marcadas sobre el polvo revelaban que debían haberlos empujado hacia allí hacía poco. Jak les había disparado con ellos la otra noche. Hacer puntería desde allí arriba era un verdadero juego. El lugar ofrecía una amplia perspectiva sobre el terreno, en todas direcciones, sobre el mar de tejados y canalones con sus dibujos de colores rojo oxidado y verde jade, sobre el perfil zigzagueante de la muralla, sobre el foso, sobre el puente, aquel puente que cruzaba el agua sin interrupción y aparecía cubierto de un alto arco de medio punto en el extremo opuesto.

Al bajó otra vez a la sala de armas. Unas cuantas siluetas blancas en la pared indicaban que algunas armas habían permanecido allí colgadas durante largo tiempo. Jak y sus hombres las habían cogido, y también Don blandía ya un sable con ambas manos.

—¡Coged lo que os convenga! —les invitó.

—Cuidad que no os toque un arma en mal estado —les advirtió Rene.

Don hurgó en un par de cajones en busca de munición. Por fin exhibió con gesto triunfal una caja de balas y una bolsita llena de pólvora.

—¿Podrías explicarme cómo funciona esto, Rene?

Rene observó detenidamente los objetos.

—Parecen armas de épocas diversas —dijo—. Yo diría que la más moderna es ésta. —Señaló un objeto que recordaba una pistola, aunque mucho más grande—. Ésta es la munición que emplea.

Sus compañeros le rodeaban sin perder ni uno solo de sus gestos. Rene introdujo una vaina cilíndrica del grueso de un pulgar por un orificio, que luego cerró con una lengüeta. Después se acercó a la ventana.

—¡Atención! ¡Voy a probarla!

El arma tenía una maza en el lugar donde suele estar el gatillo de las pistolas corrientes. Rene la sacó por la ventana y contrajo el índice…

Se oyó un fuerte estallido y luego, inmediatamente, otro.

Rene había quedado envuelto en una nube de humo, pero antes de que la humareda les nublara la vista todos habían visto ya el resultado del impacto: abajo, en el patio, se había producido un orificio circular, unos cuantos cantos rodados habían salido disparados en todas direcciones y una nube de humo blanco se alejaba arrastrada por la brisa.

—Explosivos —dijo Rene, a modo de explicación.

—Estupendo —recalcó Don—. Que cada uno coja uno de estos artefactos. Y suficiente munición. Tal vez encontremos aún alguna otra cosa que pueda sernos de utilidad.

Continuaron probando armas durante un rato. Por fin cada cual se quedó con lo que le pareció más conveniente. Don se había inclinado por las prácticas armas de tiro con munición de fogueo, a las que decidieron llamar pistolas para abreviar. Se puso una pistola al cinto, y también un instrumento semejante a un mangual. Al había cogido una pistola y Rene otras dos. Esas armas eran demasiado pesadas para Katia, quien optó al fin por colgarse en un lazo de la chaqueta un elegante puñal con incrustaciones de oro.

—Ahora sí que estamos preparados —exclamó Don—. ¡Le devolveremos a Jak todos los cañonazos que nos disparó el otro día!