5

Reemprendieron la marcha en silencio. El sendero se bifurcaba en algunos puntos, y decidieron escoger la dirección que debía llevarles lo más rápidamente posible hasta el otro lado.

De improviso, Don, que iba delante, levantó la mano.

—¡Alto! ¡Quietos!

Obligó a retroceder a los demás.

—¡Qué imbéciles somos! Debimos haber contado con esto. Jak y sus hombres; no debemos dejar que nos vean.

Se ocultaron detrás de una construcción en forma de pirámide.

—Habrán oído el ruido —declaró Al.

Don se asomó por la esquina.

—Ahí están Jak y Heiko. ¡Y Tonio también les acompaña!

—¿Vienen hacia aquí? —preguntó Kat.

—Están discutiendo —murmuró Don, volviéndose—. Ahora tenemos una buena oportunidad. No debemos dejar que nos vean. Les observaremos… y luego seguiremos sus pasos.

Don volvió a sacar la cabeza.

—Cuidado, se acercan. ¡Tenemos que escondernos!

Rene señaló hacia arriba.

Saltaba a la vista que los escalones que se elevaban hacia arriba no habían sido pensados para que nadie subiera por ellos, pero ayudándose unos a otros consiguieron superarlos. Alcanzaron una superficie horizontal de unos cuatro metros cuadrados, llena de perforaciones en forma de cuadro, que desde lejos recordaba la rejilla de una alcantarilla. Allí estarían protegidos de todas las miradas procedentes de abajo.

—Al suelo —ordenó Don en voz baja.

Se dejaron caer sobre la dura superficie.

—Oh, qué incómodo —gimoteó Katia.

Rene intentó mirar por uno de los agujeros, pero dentro estaba completamente oscuro.

—Espero que no sea una chimenea de escape de gases —musitó.

—De todos modos, las instalaciones están fuera de funcionamiento —siseó Don.

Oyeron resonar unos pasos a sus pies. El segundo grupo debía estar directamente debajo. Luego oyeron también sus voces.

—Seguro que venía de aquí. ¡Lo he oído perfectamente!

—Pero, ¿qué puede haber sido?

—Tal vez Don esté por aquí escondido.

Bajaron la voz; sólo se oían trozos de frase.

—… Rastrearlo todo minuciosamente.

Don volvió a asomar la cabeza. Agitó una mano en señal de advertencia.

—No tenemos más remedio que permanecer aquí, de momento.

—¿No deberíamos…? —Al se interrumpió apenas hubo pronunciado las primeras palabras.

—¿Qué? —preguntó Don, sin demasiado interés.

—¿Llegar a un acuerdo con los otros?

—¿Cómo dices?

—Me has oído perfectamente. ¡Llegar a un acuerdo con los otros!

—¿Has perdido la razón? ¿Te has vuelto loco? —Don estaba fuera de sí.

Katia había apoyado el mentón en las manos y le escuchaba entre divertida y aburrida. Al dejó que acabara de desahogarse. Don siguió hablando todavía un rato.

—Si actuamos unidos —intentó explicar Al— podremos conseguir más…

—¿Qué conseguiremos? ¿Cómo lograremos ser los primeros? ¡Actuar unidos! ¡La locura total!

—Don, ¿es que no lo entiendes? Aquí está en juego mucho más que ganar una carrera. Aquí hay un enigma que podemos resolver; se nos brinda la oportunidad de aclarar problemas que afectan a toda la humanidad. Aquí tenemos…

—¡Calla, Al, por favor! —dijo Don muy tajante.

Al escudriñó los rostros de los otros dos. Rene olfateaba los agujeros del suelo con cierto reparo. Katia se dejó caer de espaldas con gesto deliberadamente descuidado, apoyó la nuca sobre las manos cruzadas y parpadeó bajo la luz que caía del cielo. Éste ya no tenía el azul profundo del mediodía: había comenzado a teñirse con las tonalidades del atardecer, que dibujaban manchas y arcoiris sobre la superficie.

—Ya es tarde —dijo.

—¿Tarde? —repitió Al—. Tal vez sí lo sea. Demasiado tarde…

—Bueno, ahora basta de una vez —insistió Don—. ¿Quieres continuar, sí o no? Si no quieres seguir, nadie te obliga a quedarte. ¿Qué decides?

—De acuerdo —dijo Al, con una mueca como si hubiera mordido un limón.

—Así me gusta —dijo Don satisfecho; y se arrastró otra vez hasta el borde y miró hacia abajo—. Están ahí. Discuten la jugada.

—Esta superficie me está resultando demasiado dura. Quiero bajar —dijo Katia, y con estas palabras se levantó.

Don se abalanzó sobre ella.

—¡Maldita sea! ¡Agáchate o habrá jaleo!

Katia cayó al suelo con fuerza. Gimoteó bajo el peso de Don.

—¡Al, ayúdame!

—Déjala, Don —dijo Al en tono amenazador.

Don le miró fijamente a los ojos con expresión de furor. Al estaba tan furioso como él.

—¡Déjala! —ordenó por segunda vez.

—¿Y tú por qué te metes en esto? —le espetó Don.

—¡Haz algo, Al! —suplicó Katia, retorciéndose bajo las firmes garras de Don—. ¡Deja todo esto, Al! ¡Abandónalo! Podríamos…

Don le tapó la boca con la mano. Al extendió el brazo sin incorporarse y enlazó a Don. Éste soltó a Katia y comenzó a golpear a Al, una, dos veces, sin moverse del suelo… Al blandió el puño y se volvió… De pronto algo los separó bruscamente. Rene se había interpuesto entre ambos.

—Basta. Ahora, quietos. ¡Quietos de una vez!

Hablaba con un murmullo imperioso… Oyeron pasos… y voces.

—Por aquí…

—No puedo haberme equivocado…

Los pasos se alejaron taconeando, las voces se hicieron incomprensibles…

—Vosotros y vuestra condenada pelea —les increpó Rene—. ¡Acabaréis estropeándolo todo! No sé de qué sirve que nos tomemos tantas molestias.

Don y Al se habían serenado un poco, sólo de vez en cuando se lanzaban alguna que otra mirada furibunda. Continuaron esperando durante un rato con los oídos muy atentos. Varias veces oyeron cómo se iba intensificando el rumor de pasos, para luego volver a desvanecerse.

Llegó el crepúsculo y luego la noche. La oscuridad cayó rápidamente, como ocurre siempre que hace un tiempo despejado. Se apagaron los reflejos. Las máquinas perdieron su fulgor, se suavizaron sus contornos y se embotaron sus cantos.

—Ya podemos bajar —ordenó Don—. ¡Tenemos que pegarnos a sus talones si no queremos perderles de vista!

Se ayudaron unos a otros a bajar y pronto estuvieron sanos y salvos en el suelo. Oyeron un rumor en un rincón apartado.

—¡Ahí detrás! —susurró Rene—. ¡Vamos, rápido!

Comenzaron a deslizarse de puntillas por el sendero que se extendía serpenteante entre los dormidos monstruos mecánicos, como una cinta de color gris claro.

Katia se arrastraba torpemente, pero de pronto tropezó y apenas tuvo tiempo de agarrarse a una estructura metálica vertical arqueada y retorcida. El impacto se propagó por el material elástico y éste lo reflejó: sonó una nota aguda como si alguien hubiera hecho vibrar una cuerda, luego el sonido se apagó, para después repetirse a través de ecos sucesivos, cada vez más débiles, pero aun así inquietantes en medio del silencio del cobertizo.

Voces, rumores, rechinar de zapatos sobre el metal…

Don miró frenético a su alrededor.

—¡Por aquí!

Se arrojó fuera del camino en dirección a un ancho saliente que se proyectaba frente a una superficie de metal ondulado, se arrastró sobre la superficie desigual. Una sombra en la oscuridad…

Los pasos se aproximaban rápidamente.

Al saltó la grada —sólo tenía un metro de profundidad— y alargó la mano para ayudar a bajar a Katia y a Rene. Desaparecieron tras la curva de la superficie de metal siguiendo los pasos de Don…

Dos sombras se detuvieron arriba en el sendero…

Don ya estaba bastante lejos y apresuraron el paso para no perderle de vista. Le vieron saltar sobre un pequeño muro… Entonces ocurrió lo inesperado: un rastrillo comenzó a barrer la pasarela y Don profirió un horrible chillido…

Todo el aire resonó lleno de notas tajantes, ininterrumpidas, sin el más leve temblor…

Un cegador destello azul comenzó a recorrer la superficie, los contornos, rápido como una centella, chocando con los cantos y las puntas, adhiriéndose a las líneas paralelas de los cables…

Doce bolas de luz blanquiazul iniciaron unas pulsaciones regulares, como obedeciendo al compás de un cronómetro…

Rumores de cuerpos que se despertaban, se revolvían, se agitaban, fueron propagándose como arrastrados por un golpe de aire. El martilleo de las mazas, el zumbido de las ruedas de palas, el chirrido de las cadenas, el crepitar de un fuego de artificio de chispas siseantes ahogaron los gritos de Don.

Las tres figuras, pálidas como yeso bajo la luz azulada, se detuvieron paralizadas al borde del sendero, con la mirada suspendida sobre un abismo de manchas luminosas y sombras en disolución.

—Desintegración atómica —dijo quejumbrosamente Rene.

Había echado a correr junto al pequeño muro sobre el que había saltado Don y le vio desaparecer en un negro agujero. Se izó otra vez hasta el sendero, siguió corriendo, y vio reaparecer el cuerpo de Don: una pala mecánica lo empujó sobre una hilera de cedazos, hasta que por fin se deslizó entre la ancha retícula del último de ellos… Cayó en una de las ranuras que desde el primer momento habían llamado su atención, comenzó a dar tumbos pendiente abajo, intentó frenar la caída, pero en vano, desapareció por un agujero, salió proyectado otra vez un poco más adelante, atravesó el mecanismo de eliminación de la ganga, el objeto acampanado cayó entonces sobre él, una especie de red de alambre lo izó en el aire y lo dejó caer sobre la fosa donde habían visto el resplandor azul algunas horas antes…

Rene ya había interrumpido su carrera. Se tapó la cara con las manos.

Todo terminó tan bruscamente como había comenzado. Se hizo el silencio. Un silencio de muerte.

La oscuridad tardó un rato en recubrir los objetos con su tranquilizadora tonalidad gris después de la fuerte luminosidad que lo había inundado todo.

Arriba, en el sendero, resonaron unos pasos. Jak, Tonio y Heiko se marchaban sin preocuparse por la suerte del otro grupo.

Rene buscó a Al y Katia con la mirada; vio a ambos de pie junto a la cinta transportadora, cada cual perdido en sus propios pensamientos. También ellos abandonaron el lugar sin decir palabra. Bajo el fulgor de desconocidas constelaciones, emprendieron el regreso al campamento que habían establecido al otro lado de la muralla.