Al formó un cubo con bloques de construcción, acopló fragmentos sueltos seleccionados entre un montón de planchas de metal, reaccionó ante unas placas luminosas que se encendían y se apagaban, resolvió problemas aritméticos sencillos y más complejos…
La cinta transportadora siguió adelante, se deslizó la pared… Quedó cegado por la fuerte luz del sol… Salió tambaleándose al exterior…
Encontró a Don, Rene y Katia allí sentados; se les veía un poco fatigados, pero por lo demás no parecían haber sufrido ningún daño.
—¿Lo has resistido, eh? —dijo Don.
—¡Desde luego ha sido largo de soportar! —exclamó Rene.
Al se quedó mirando a Katia: estaba sentada contra la pared, con las rodillas levantadas. Le devolvió la mirada sin inmutarse. Tenía los labios fruncidos en un gesto de desdén y silbaba con indiferencia. Al tardó un rato en recobrar la compostura.
—¿Dónde estamos? —preguntó por fin.
Rene se lo explicó.
—En la parte trasera de la casa.
—¿En qué lugar del terreno?
Ninguno lo sabía.
Al se acercó a una construcción de travesaños, que recordaba la torre de un pozo petrolífero, y comenzó a trepar por ella. El esfuerzo físico disipó como una ducha de agua fría la lasitud y las reminiscencias del miedo que había tenido que reprimir. Siguió subiendo a toda prisa hasta superar el nivel de los tejados.
Una corriente de aire tibio acarició su cuerpo; sintió un agradable frescor. Sus compañeros se habían convertido en pequeños puntitos apenas visibles. Escudriñó los alrededores. La barca flotante les había conducido a la zona norte del centro de la ciudad. Entre los altos edificios se abrían espacios suficientes para permitirle avistar la muralla de la ciudad, que se curvaba como los rebordes de una fuente sobre la superficie horizontal encerrada entre sus límites. Los edificios con sus techos metálicos y de cristal aparecían incrustados en la depresión como las piezas de un juego de electrónica cuidadosamente empaquetado. La superficie lisa del terreno sólo se interrumpía en un punto: Al supuso que debía ser el mismo lugar donde se alzaba la colina con la ruina en imagen de la antigua ciudad: allí los edificios eran más altos. Al no logró discernir si éstos se levantaban sobre una colina o simplemente tenían más altura que los demás.
Volvió a bajar e informó a sus compañeros.
—Tengo una idea —indicó Don cuando se disponían a discutir el plan de acción a seguir—. Jak nos lleva tres días de ventaja. Podríamos intentar localizarles a él y sus hombres; así podríamos comprobar qué está haciendo ahora, y nos ahorraríamos largos rodeos.
—Buena idea —dijo Katia.
Don se volvió hacia Al.
—¿Has visto algún rastro de Jak?
Al movió negativamente la cabeza.
—No.
—No importa —declaró Don—. La zona llana no es demasiado extensa. No nos costará encontrarle. Creo que lo más interesante debe de ser la colina. Lo mejor será dirigirnos allí primero. Pero con cuidado, pues entretanto Jak puede caer en la cuenta de que ya debemos haber vuelto.
—¿Tendremos libertad de movimientos? —preguntó Rene.
—¿Por qué no íbamos a tenerla? —replicó Don—. Los autómatas nos han puesto a prueba; eso está claro. Y nos han dejado en libertad. Nos consideran inofensivos. En adelante nos dejarán en paz.
Al volvía a discrepar.
—No creo que nos dejen en paz a partir de ahora.
Señaló una columna que se alzaba en el centro de la gran plaza próxima. Había muchas iguales: estrechas figuras alargadas coronadas por oscuras bolas relucientes de un color indeterminado. Algunas tenían sólo un par de metros de altura, otras asomaban varios metros por encima de los tejados.
—¿Farolas? —preguntó Rene.
—Tal vez lo sean —respondió Al—. Pero yo estaba pensando en ojos.
Rene asintió con la cabeza.
—Objetivos esféricos.
—Ojos que nos vigilan constantemente —dijo Katia, sin que los demás pudieran discernir si se trataba de una pregunta o de una afirmación—. Miles de ojos que nos observan sin cesar.
—Es sólo una suposición —dijo Don, inquieto.
—Debemos examinar estas suposiciones —declaró Rene—. ¡No podemos descartarlas sin más!
—¡Pues examínalas! —le sugirió Don, con cara de pocos amigos.
—Eso es exactamente lo que me propongo hacer —replicó Rene, sin inmutarse.
Avanzó despreocupadamente hasta la pilastra y se quitó la chaqueta. Ató las dos mangas para formar un lazo y se colgó la prenda del brazo izquierdo.
—Voy a demostrarte en un santiamén que no eres el único que sabe trepar —le gritó a Al, que le había seguido más despacio en compañía de Don y Katia.
Rene se agarró al poste, tan alto como pudo, levantó las piernas, las cerró con fuerza en torno a la vara de material sintético, alargó el cuerpo, y así fue subiendo con una rapidez sorprendente. Le bastaron un par de movimientos para situarse con la cabeza muy próxima a la bola; una vez allí, hizo un gesto involuntario de apartarse. Aunque nada se había movido, la mirada de la esfera de cristal le pareció decididamente perversa. Con diestros movimientos, cogió la chaqueta que llevaba colgada al brazo y cubrió rápidamente el ojo esférico de cristal. Sintió una ligera angustia. Se deslizó velozmente hasta el suelo y se acercó a los demás, como si quisiera desaparecer entre ellos.
Pese a la indiscutible inocuidad de su acción, todos se sentían un poco inquietos. Comenzaron a mirar preocupados a su alrededor.
—Bobadas —murmuró Don en tono casual, pero en realidad sólo intentaba darse ánimos.
Entonces algo apareció volando con un ligero ronroneo por encima de los tejados y se quedó suspendido en el aire, frente á la bola cubierta: un pájaro de metal del tamaño de un cóndor. Alargó una zarpa… El artefacto se elevó… Arrancó la chaqueta de Jak de encima de la bola y se puso otra vez en movimiento sin ninguna sacudida por el cambio de velocidad. Se lanzó zumbando sobre Rene, que retrocedió un paso, asustado… La chaqueta cayó al suelo… El cuerpo volador desapareció sobre los tejados.
—Ya puedes ponértela —dijo Al.
Rene cogió la chaqueta aturdido. Sólo después de unas cuantas tentativas frustradas consiguió introducir los brazos en las mangas.
—En fin, ya lo hemos averiguado —comentó Don—. Bueno, qué más da. ¡Vamos, en marcha!
No tardaron en comprobar que tampoco allí existía una red de calles en el verdadero sentido de la palabra. Lo que utilizaban como calles seguramente no eran más que una sucesión más o menos casual de espacios libres y terrenos baldíos entre los distintos edificios. En muchos puntos también era imposible distinguir dónde acababa la zona de máquinas y dónde comenzaba el espacio libre. Los lugares vacíos estaban ocupados muchas veces por construcciones en forma de torre, si bien en otros casos estos artefactos estaban muy apretados unos contra otros y formaban algo muy parecido a un bosque. Para atravesarlos debían caminar como los esquiadores que avanzan en eslalom… Nadie hubiera dicho que tenían una meta concreta. A ratos se vieron obligados a deslizarse entre redes extendidas, de vez en cuando topaban con superficies sobre las cuales se alineaban apretadas filas de aquellos objetos en forma de pera que ya habían llamado antes su atención. Sólo muy de tarde en tarde encontraron algún edificio cerrado.
Al hizo todo lo posible por no perder el rumbo. Hubo momentos en que sólo lo consiguió después de comparar la posición del Sol con la hora que marcaban las minuteras de su reloj. Lo adecuado hubiera sido disponer de una brújula. Fue una reflexión casual, pero condujo sus pensamientos por derroteros fuera de toda ortodoxia: ¡qué útiles les hubieran resultado allí unas cuantas herramientas, no simples objetos de uso cotidiano, sino verdaderas herramientas adecuadas para su fin, instrumentos apropiados para una intervención decisiva en el mundo circundante, caso de que fuese necesario! Nunca había sido tan consciente de la insuficiencia de los medios a su alcance, nunca había comprendido tan claramente que estaba a merced del medio y no a la inversa. Ya el mero hecho de que el camino a seguir dependiera más del azar que de su propia voluntad, ponía perfectamente de relieve esa situación. No pudo evitar pensar en la caja de control remoto: la bola que rodaba sobre la superficie inclinada chocaba ciegamente contra los obstáculos, atravesaba agujeros y puertas, y por fin iba a parar a la caja de reserva, cualquiera que hubiera sido su trayectoria anterior.
Acababan de topar con otro obstáculo, una gigantesca construcción cuyas paredes se alargaban a derecha e izquierda en tal extensión, que dar un rodeo en torno al edificio les hubiera hecho perder mucho tiempo.
—Parece una fábrica —comentó Don.
Como la mayoría de los edificios, también éste exhibía generosamente su interior. Sólo en algunos puntos estaba cerrado por paredes, e incluso éstas eran de ese material transparente al que llamaban vidrio para abreviar. También el techo era transparente.
Rene se acercó con interés a un lugar abierto y penetró por una especie de sendero que parecía atravesar el interior.
—Tal vez podamos cruzar por aquí —sugirió.
Secretamente abrigaba el intenso deseo de examinar una de las instalaciones.
—¿Por qué no? —dijo Don, y con estas palabras dio la señal de entrar en la fábrica.
Realmente parecían ir avanzando por un sendero, pues la franja lisa formaba una línea continua de aproximadamente un metro de ancho entre las distintas partes edificadas, sin escalones, a veces inclinadas, pero nunca tanto que no les permitiera caminar con comodidad. Las pendientes eran necesarias para salvar considerables diferencias de nivel. Las máquinas —suponiendo que fueran máquinas— eran de enormes dimensiones, y muchas tenían una altura de varios pisos.
—¿Para qué deben servir? —preguntó Don.
En ese momento pasaban junto a una barandilla. En el fondo se divisaba toda una red de estrías oblicuas que conducían a unas aberturas que podrían ser puertas.
—¿Tal vez el sistema de acarreo de una mina? —sugirió Rene, incapaz de ocultar su admiración—. Sensacional. ¡Me gustaría verla en funcionamiento!
—¿Por qué dices que podría ser un sistema de acarreo? —quiso saber Don.
—Por las ranuras debe deslizarse alguna cosa —explicó Rene—. Ahí arriba parece haber una especie de sistema de selección, y allí abajo debe de ocurrir algo con los objetos elaborados. —Hablaba con grandes gestos, ansioso de hacerse comprender por los demás, totalmente ignorantes en cuestiones técnicas—. Desde luego, todo debe de estar completamente automatizado.
—Tenemos que comprobarlo —dijo Al, y antes de que nadie pudiera impedírselo arrojó en dirección a las ranuras una de las piedrecitas que aún tenía en el bolsillo. De todos modos, nadie se lo hubiera impedido, pues Don no era demasiado dado a un exceso de prudencia. Rene hubiera estado dispuesto a correr riesgos mucho mayores con tal de poner en marcha la maquinaria. Y Katia no había escuchado nada.
La piedra se estrelló contra el fondo, produciendo un sonido metálico, volvió a rebotar y por fin cayó en una ranura, rodó pendiente abajo, deslizándose en la abertura situada en el extremo inferior de la banda transportadora…
Un sonido llenó repentinamente el aire: una aguda y sonora melodía, siempre del mismo tono e intensidad… Los cuatro amigos callaron y abrieron mucho los ojos… Doce grandes bolas brillantes brotaron como pompas de jabón de doce cráteres, bolas con la trama sedosa de las descargas eléctricas, que ondularon hacia arriba y hacia abajo como surtidores bajo el viento. Se oyeron golpes de maza; ruedas de aspas comenzaron a girar en el punto donde había desaparecido la piedra; algo se estaba triturando con un ruido sordo. El movimiento se comunicó como una oleada a las distintas partes de la maquinaria: las ruedecillas giraban, crujían las junturas, rotaban los ejes, chasqueaban los conmutadores, chisporroteaban los destellos.
Katia había salido de su ensueño y de pronto gritó:
—¡Ahí está! ¿La veis?
La piedra había salido otra vez a la luz; saltó una compuerta y apareció una trama de alambre acampanada, finamente reticulada, que la cubrió como una mano, la levantó y la arrojó por encima de un foso, cuyo fondo no alcanzaban a divisar desde donde se encontraban. Echaron a correr por el sendero y se detuvieron de golpe: un aire seco, sofocante, procedente de allí abajo, les cerró el paso. Oyeron unos breves siseos ahogados; en algún punto situado a una profundidad indeterminada se encendió la suave tonalidad azulada de la radiación de Cherenkov. Luego se hizo un súbito silencio.
—Desintegración atómica —susurró Rene—. ¡Caramba! ¡Una planta atómica!