Al otro lado del techo de cristal acusadamente abovedado iban deslizándose los objetos que ya habían divisado desde lejos, sin lograr captar su sentido.
Don se dirigió furioso hacia la puerta, pero sólo consiguió lastimarse los pies.
—¿Cómo saldremos de aquí? —preguntó Rene—. Tiene que haber alguna forma de salir.
Al se había sumido en la contemplación de Katia, que se balanceaba complacida sobre los mullidos asientos. Sintió encenderse en él una cierta envidia: la envidia del pesimista ante la bienaventurada inconsciencia.
—¿Que cómo saldremos de aquí? —repitió—. Muy fácil. Basta con decir o pensar la fórmula adecuada.
Don se volvió a mirarle sorprendido:
—¡Pero eso es justo lo que ignoramos!
—Exactamente —dijo Al.
Rene se dirigió a la proa y ordenó en voz alta:
—¡Paren! ¡Alto! ¡Stop! —Y al cabo de un rato, tras comprobar que no se modificaba la velocidad de su crucero, añadió como excusándose—: Hubiera podido resultar…
—¿Y ahora qué? —inquirió Don.
—Esperemos —sugirió Al.
Una retícula de metal pasó deslizándose junto a ellos. Blancos filamentos entretejidos dibujaban ornamentos sobre marcos negros. Se distinguía el frío brillo del cristal bajo los rayos del Sol, y reflejos luminosos circundaban las manchas de las sombras sobre el suelo gris. La barca dobló una esquina y de pronto todo dio un vuelco como en un teatro giratorio. Luego el vehículo empezó a frenar, se detuvo y comenzó a desplazarse hacia la derecha en ángulo recto con respecto a la dirección de la marcha, hasta quedar tocando la pared de un gran edificio cúbico.
Se abrió la puerta y en la pared apareció otra abertura con la misma luz.
—¡Fin de trayecto! —exclamó Rene.
Katia seguía sentada sin moverse, como paralizada.
—No tan rápido —gritó Don—. ¿Quién ha dicho que quiero bajar?
Rene se levantó del banco sin inmutarse y cruzó el espacio abierto. Se oyó un chasquido… Una pálida franja horizontal se abrió de arriba abajo, y Rene desapareció tragado por la oscuridad.
—Bueno —dijo Don, y siguió su ejemplo.
Reapareció la franja y se volvió a oír el chasquido.
Al echó un vistazo a la habitación contigua, pobremente iluminada por un resplandor de indeterminada procedencia.
—¡Rene! ¡Don! —Escuchó atentamente, pero no recibió respuesta. Volvió a gritar—: ¡Don! ¿Estás ahí?
No se oyó nada.
Al sentir el tierno roce de unos dedos sobre su cuello, se volvió: estaba frente a Katia. Sus ojos tenían una mirada inusitadamente sombría, y se agarró a él con más fuerza. Sus manos se aferraron a los hombros de Al, arrastrándole lejos del acceso a lo desconocido. Se apretó contra él, buscando protección, decidida a ahogar la impresión de misterio con otra sensación inmediata, poseída de un deseo de contacto humano, de embotamiento y de olvido aunque sólo fuera por unos segundos. Se apretó contra él, cerró los ojos, le besó y se dejó besar, ya no veía ni oía, no esperaba y no temía nada, porque no quería ver ni oír, ni esperar ni temer. Se abandonó esperanzada a todas las sensaciones agradables, adormecedoras y al mismo tiempo excitantes, en un esfuerzo por escapar a la realidad, a las oscilaciones, electrones, átomos, metales y productos sintéticos, a las conexiones, imágenes e intenciones, para hundirse en un torbellino de vertiginosas sensaciones… Y lo consiguió con toda la plenitud que había anhelado. Sin embargo, un pequeño resto de realidad se mantenía vivo en su conciencia, y en algún oscuro rincón de sus sentidos saboreó hasta la última gota precisamente lo que de excepcional, absurdo y contradictorio tenía la situación.
Cuando por fin logró sustraerse un poco a la confusión de la sorpresa y pudo abrir los ojos a los imperativos del momento presente, Al advirtió, casi con sorpresa, que nada había cambiado. Nadie parecía querer obligarles a cruzar aquella puerta, nadie parecía oponerse a que se entretuvieran tanto como quisieran. En cualquier caso, la puerta seguía abierta, tan invitadora como antes. La barca no se había movido de sitio y, en sentido estricto, ello también constituía una especie de coacción, incluso más ineludible que cualquier medida de fuerza.
—No nos quedará más remedio que entrar —dijo Al en voz queda.
Había rodeado los hombros de Katia con un brazo, y juntos pisaron el umbral y atravesaron la puerta…
La franja de luz se interpuso entre ellos como un rayo acariciante en el preciso instante en que cruzaban el umbral. Entre ellos pareció caer un muro… y se encontraron separados.
Al estaba de pie en una cabina gris. Se encendió una luz cegadora, y la penumbra cayó sobre él como un paño negro durante un breve momento, luego el suelo comenzó a moverse y avanzó hacia la pared desnuda, con Al encima. La pared se abrió cuando su cuerpo ya casi la rozaba y volvió a juntarse en el acto. Al se encontró metido en otra cabina, cuyo lado derecho estaba recubierto con una retícula tras la cual se oía un tenue rumor. Un débil chasquido y el rumor cesó por completo. El suelo se puso en movimiento… La pared se abrió para dejarle paso, volvió a cerrarse… Algo se elevó en espiral desde el suelo y pasó por encima de su cuerpo… El aire quedó impregnado de un ligero olor a productos químicos… El suelo se puso de nuevo en movimiento… La pared se abrió…
Transcurridos los primeros vertiginosos segundos, durante los cuales fue incapaz de pensar razonablemente, tan apesadumbrado estaba, experimentó un súbito cambio en su situación. Lo que le estaba pasando dejó de ser algo inmaterial y fue haciéndosele cada vez más patente una razonable certeza: «Te están cortando en pedazos, te están descomponiendo, te están desmontando por algún sistema no mecánico»… Y aquella fría seguridad resultaba más desesperante que la lucha contra algo indefinido. Sintió que se le erizaba el vello sobre la piel de las manos, la lengua parecía una bola de goma en la cavidad de la boca… De pronto se acordó de Katia y olvidó todo lo que ocurría a su alrededor para concentrarse en un grito:
—Katia, ¿me oyes?
—Sí, Al, te oigo.
—No debes asustarte.
—Claro que no, Al.
—Ahora sólo importa una cosa. ¡Tú, Katia!
—¡Y tú, Al!
El suelo se deslizó bajo sus pies, se abrió una pared, y apareció una cabina vacía… La pared derecha estaba cubierta de círculos distribuidos en forma de nido de abeja, cada círculo era una abertura, y de uno de ellos, situado en el centro del campo, salió una flecha de punta roma apuntada directamente contra él. Se aplastó contra la pared anterior… La flecha le pasó rozando por detrás y se quedó clavada en posición horizontal en la pared izquierda de la cabina… ¡Había logrado escapar! Todavía no: en la pared apareció una segunda flecha, a la altura de la rodilla, horizontal como la primera… Al se hizo a un lado, la flecha pasó de largo. De inmediato la siguió una tercera, a la altura del pecho… Al se agachó… Dos salientes reducían ya el limitado espacio de la habitación, y a "ellos se vino a sumar un tercero… Una cuarta flecha se introdujo en la cabina, ni veloz, ni lentamente, con una regularidad de autómata. Se quedó clavada en el estrecho espacio, también a la altura del pecho, justo por encima del cuerpo doblado de Al, que ya tenía dificultades para agacharse a causa de las varas. Otra flecha pasó rozándole la cabeza seguida inmediatamente de otra más. Al cayó al suelo, atrapado en una red tridimensional… Intentó escapar, tiró de las varas y las sacudió, pero todo fue inútil, ya no tenía escapatoria. Rodó por el suelo, se volvió de espaldas al dardo cada vez más próximo… Aguardó… Una presión sorda bajo el omóplato… Un desmembramiento… Una espina que se hundía en la piel… Un agudo dolor…
Todas las flechas volvieron a su lugar de origen como si obedecieran a una señal, el lugar quedó vacío en un par de segundos… Sólo quedaron los círculos que horadaban el lado derecho, en recuerdo de la tortura.
El suelo se puso en movimiento… La pared se separó y se cerró… una tobera se proyectaba por la derecha en el interior del cuarto… Empezó a sisear…
—¡Katia, contéstame!
—Ya te contesto, Al.
—¡No me hagas esperar!
—No, no, Al.
—¿Eres feliz?
—¡Sí, mucho! Me basta pensar en ti.
Se movía arrastrado por una cinta transportadora. En cada etapa le ocurría algo distinto: cosas extrañas, terroríficas, no tanto por el dolor que causaban como por la incertidumbre en cuanto a su posible finalidad.
Parada…
Se encendió una luz, primero pálida, luego cada vez más intensa, hasta bañarlo todo con un insoportable y penetrante resplandor. Al se apretó los puños contra los ojos y siguió rodeado por aquella llameante marea…
Parada…
Lentamente fue aumentando la temperatura, luego el calor se intensificó con rapidez, el aire bullía, le ardía la piel, le palpitaba el corazón, sus pulmones se sofocaban… Al se revolvió jadeante, empezó a dar puñetazos contra las paredes.
Parada…
Primero se oyó un suave zumbido apenas audible, luego fue tomando cuerpo, llenó todo el cuarto, intenso, poderoso; resonaba amenazador, bramaba, rugía… Al levantó los hombros y se dejó caer de rodillas, apretándose las manos contra el cráneo dolorido…
—Katia. No podría soportarlo si tú no…
—Tranquilízate, Al. ¡Por favor! Hazlo por mí.
—Estoy tranquilo, Kat. ¿Dónde estás ahora?
—He dejado de pensar en ello. ¿Para qué?
Realmente, ¿para qué?
En lo alto de la cabina parpadeó un objetivo, el ojo de la máquina. Se desplomó la pared de la derecha, se abrió un foso…
Un reptil de ocho patas se arrastraba por el suelo… Se le acercó zumbando un avión… Mostró los dientes… Sacó las garras…
¿Para qué pensar en ello? ¿Para qué?
Al alargó la mano para tocar un rostro, y su mano atravesó el rostro…
La pared anterior volvió a deslizarse… Se detuvo… Otra cabina… Vacía, a excepción de un botón rojo.
Al sintió un cosquilleo en la piel, cada vez más intenso. Luego se debilitó gradualmente para volver a adquirir intensidad, mucha más que antes… Miró desconcertado a su alrededor. ¿Una posibilidad de escapar? ¿Una brizna de paja salvadora? Al buscó el botón rojo… Lo apretó… La sacudida eléctrica se detuvo bruscamente.
El suelo se lo llevaba de allí… Volvió a sentir el cosquilleo… Al buscó el botón… Lo localizó, pero no estaba fijo en una montura, sino que podía desplazarse de un lugar a otro sobre una maraña de líneas talladas en la pared que formaban un laberinto. Un círculo rojo señalaba el extremo final de una hendedura que se abría hacia abajo. La vibración se fue haciendo cada vez más intensa, aminoró, volvió a aumentar… Al ya había comenzado a mover el botón rojo; sólo dos veces se equivocó y tomó una vía muerta que le obligó a volver atrás… Por fin logró abrirse paso a través del laberinto y pudo apretar el botón en el lugar señalado… De inmediato cedieron las descargas eléctricas.
La cinta transportadora se lo llevó más allá.
Nuevos ejercicios… Sus extremidades se estremecieron bajo el efecto del electrochoque. Tensa reflexión, la máxima concentración. Al había decidido tomárselo como un desafío, como una prueba de resistencia. Se esforzaba por cumplir las tareas propuestas y se enorgullecía cada vez que lo conseguía…
—¡Deja esas cosas de una vez, Al!
....
—¡Al, no tiene ningún sentido!
....
—¿Ya te has olvidado de mí?
....
—¡Déjalo, Al! ¡Déjalo, si es que me quieres!