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Al tenía la espalda apoyada contra la pared, como si quisiera conservar el mayor tiempo posible ese último vínculo con el mundo normal. Don intentaba encontrar algo familiar, o al menos algo explicable, en los objetos que tenía ante sus ojos; algo que le ayudara a recuperar la serenidad. Katia buscó un lugar donde sentarse, pero en vano: los constructores de ese descampado no habían tenido en cuenta las necesidades humanas. Rene escarbó el suelo con el pie, luego se agachó y golpeó la compacta masa gris con los nudillos, se levantó otra vez y esperó paciente.

—El panorama ha cambiado bastante —comentó Don—. No queda ni rastro de la antigua ciudad, o de su reflejo.

Se quedó mirando la escalera, su único vínculo con el exterior. Colgaba lisa y tirante junto a la pared, ninguna deformación, ninguna refracción denotaba que atravesaba una zona ópticamente activada por algún procedimiento inexplicable.

—No me gusta este lugar —rezongó Kat—. Es tan… —Buscó una expresión adecuada, pero no la encontró.

—Incómodo —dijo Al en tono de broma.

Katia hizo un esfuerzo de concentración.

—Distinto —dijo—. Extraño.

—Tenemos que seguir adelante —les apremió Don.

—¿Hacia dónde quieres ir? —preguntó Rene.

—Escuchadme primero un momento. —La voz de Al sonó más fuerte y decidida que de costumbre—. Hemos decidido hacer una segunda tentativa. Estupendo… Hemos llegado al punto donde tuvimos que interrumpir nuestra exploración hace tres días. Pero ello no nos autoriza a suponer que podremos continuar tan alegremente como antes. Que bastará con lanzarnos a toda carrera hacia nuestra meta como si estuviéramos en un parque natural protegido y que lo que deseamos encontrar aparecerá automáticamente en nuestro camino. Esta aventura puede resultar peligrosa, ¡debemos tenerlo muy en cuenta! Aquí hay…

—¿Luego crees que todavía viven? —le interrumpió Katia, y empezó a retroceder discretamente hacia la escalera.

—Creo que han recorrido su camino hasta el final. Pero lo inquietante es que no sabemos cómo se desarrollaron una vez superada la etapa del dolce far niente en sus casitas con jardín. Al fin y al cabo, tampoco sabemos qué curso seguirá en adelante nuestra propia evolución. Por tanto, aquí encontraremos cosas jamás vistas hasta el momento, máquinas cuyo funcionamiento no podemos prever…

—¿Cómo quieres que funcione una máquina? —preguntó Don—. Se aprieta un botón… y la máquina hace aquello para lo cual ha sido programada.

—La cosa puede resultar más compleja en algunos casos —opinó Rene—. A veces no es preciso apretar nada… La máquina hace automáticamente lo que debe hacer.

—Lo que le indica su programa —le corrigió Al—. Pero, ¿qué ocurre si ella misma establece el programa?

La pregunta quedó en el aire. Katia se sentía incapaz de imaginar lo que podría ocurrir entonces, y tampoco le interesaba. Comenzó a preguntarse si no estaría mucho mejor en casa. Recordó las películas de aventuras, que nunca resultaban tan pesadas como esa excursión, en las que nunca se hablaba tanto, donde los héroes libraban batallas en sus naves individuales y luego ella se dejaba caer en los brazos del vencedor, donde podía bailar con los héroes de la época clásica, con Fred Astaire y Frank Sinatra, donde podía ser Cleopatra y mandar, condenar y seducir, con Julio César y Augusto postrados a sus pies. Recordó las cajas de juego operadas a distancia, incorporadas a todas las mesas, las bolas que rodaban, saltaban y se balanceaban, el campanilleo cada vez que daban en el blanco y el seco chasquido con que estallaban en los puntos negativos. Recordó las danzas de formas y de colores, la agradable sensación que tenía al flotar en las salas de plástico, las mezclas que podían obtenerse con el órgano de olores y de sabores… y curiosamente todo ello no logró seducirla. «En el fondo es bastante aburrido —se dijo. —Aquí al menos hay la posibilidad de que pase algo.» Se reclinó amodorrada y cerró los ojos.

—¿Qué ocurre si la máquina establece el programa?

Don tenía imaginación. En su fuero íntimo comenzó a ver aparecer máquinas que iban brotando y multiplicándose por todos lados, las tuberías se distendían, las columnas se doblaban, las paredes se arqueaban, un enloquecido caos de varillas, ruedas, soportes en T, émbolos, tubos, cadenas de bolas, de alambres, transistores, termoelementos, magnetos, cristales de rubidio, relevos, potenciómetros, recipientes de cristal, fibras de poliéster, lana de vidrio, caucho, escoria y gelatina, comenzó a cobrar vida. Grúas metálicas exploraban el lugar como los tentáculos de unas plantas degeneradas, un conmutador dotado de voluntad propia electrocutaba a sus víctimas cual refinado instrumento de tortura, una pálida masa apelmazada se desperezaba como un pólipo y extendía veloces tentáculos adherentes. Robots enloquecidos se abalanzaban sobre hombres indefensos, pegados a sus sillas. Ejércitos enteros arrasaban los edificios aplanados de los pacíficos poblados en una inmensa oleada de odio y destrucción…

Estas imágenes le provocaron una excitación misteriosa, le inspiraron náuseas y temor, pero también sensibilizaron su instinto de defensa, su capacidad de rebelión, de venganza…

La fantasía desapareció. Ante los ojos de Don se extendía otra vez la limpia superficie de una técnica desconocida impregnada de un orden incomprensible, pero imposible de negar. Don frunció los labios con desdén y se volvió hacia sus compañeros.

—¿Qué ocurre si la máquina misma establece el programa?

Rene tenía una relación muy especial con las máquinas. Las comprendía, como otros captan una composición musical; sabía mucho de ellas, del ensamblaje de los engranajes, de la conjunción de los conmutadores, de las fuerzas ocultas en la materia, el aire y el vacío, y donde no llegaba su comprensión comenzaba la convicción de que los miles de impulsos y movimientos, de efectos y contraefectos, de giros, corrientes, vibraciones, de acciones y resultados, tenían todos un sentido. La máquina que se fija su propio programa representaba para él el ideal de funcionalidad, el símbolo de la perfección, la supresión de la arbitrariedad, el arte por el arte elevado a su máxima, insuperable expresión. ¿Tal vez esos objetos que tenía ante sus ojos…? No estaba de acuerdo con Al. Podían ser producto de una inteligencia extraordinaria, pero desde luego no eran máquinas que hubieran aparecido allí por sí solas. Claro que no funcionaban. No detectó ningún movimiento en ellas, y tampoco percibió ese extraño fluido que se desprende de las conducciones cargadas de electricidad, de la pulsación de los electrones, de la vibración de los campos magnéticos…

Su reflexión desembocó en un desengaño.

—Tus conjeturas me deprimen —dijo Don—. ¿Qué te propones en realidad? ¿Crees que alguien puede atacarnos aquí abajo?

Al se disponía a responder. Miró a Don, a Katia, a Rene; ninguno había comprendido lo que quería decir. Optó por callarse.

—Pues eso es lo que nos interesa saber —dijo Don—. ¡Debemos pensar con realismo! No podemos permitirnos el lujo de perder nuevamente el tiempo. Seguro que Jak ya ha estado aquí. Nos lleva tres días de ventaja. Tendremos suerte si no ha llegado ya a la meta. Jak representa el mayor peligro para nosotros. Vamos, Al, habla de una vez. ¿Qué significa todo este juego de magia?

—En mi opinión, la ciudad antigua constituye un espectáculo, junto con las figuras y sus evoluciones. Seguramente debe de haber otras plataformas de observación en distintos puntos de la muralla, desde las cuales se presencian escenas parecidas. En realidad, el centro de la ciudad está ocupado por las máquinas que efectúan todo eso, pero estas máquinas tienen también otras tareas muy distintas: se encargan de producir la energía que necesitan los habitantes de la ciudad, para alimentarse, para estar cómodos y para divertirse, y poca cosa más, tal como siguen haciendo en nuestro planeta.

—Repito mi pregunta —dijo Don, impaciente—. ¿Qué peligro pueden representar para nosotros estas máquinas?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —le replicó Al, un poco molesto—. Ya te he dicho cuanto sé. Ahora saca tus propias conclusiones…

Rene avanzó un paso.

—¿Qué clase de peligro puede haber? Estas instalaciones han sido construidas pensando en seres inteligentes… Cuanto más perfectas sean, más se adecuarán a sus deseos.

—No es ésa la impresión que yo tengo —dijo Kat, incorporándose—. Ni siquiera hay bancos en este lugar. Si tuvieras razón, como mínimo debería aparecer un taxi a recogernos. Todo este parloteo me está poniendo los nervios de punta.

Katia se alejó un par de metros de la muralla, salió del círculo horizontal sobre el que habían aterrizado y comenzó a adentrarse por un ancho pasaje, flanqueado de construcciones reticuladas.

Cruzó un cierto límite…

—¡Oh, mirad! —exclamó Rene.

Una forma gris inclinada se deslizó sobre Kat: la cara frontal surcada por múltiples grietas se detuvo a escasa distancia de la muchacha. Luego el fantasma dio media vuelta y le dio la espalda. Entonces los bordes se separaron y pudieron ver el interior: una depresión recubierta por un tejado transparente que recordaba el interior de una barca, flanqueado de bancos bien acolchados. Una plancha salió proyectada y se desdobló hasta cubrir el espacio entre la entrada y el suelo de la calle.

—Estupendo. ¡Justo lo que deseaba! —exclamó Kat, y entró de un salto—. ¡Venid!

—¡Un momento, tened cuidado! —gritó Al.

Pero Don se rió y también entró en el artefacto. Tras constatar que Rene les seguía sin vacilar, Al acabó por decidirse a montar también en la barca. Don se había dirigido a la parte delantera, desde donde se podía contemplar la trayectoria del vehículo a través del cristal de la cara frontal.

—¿Dónde está el timón? —preguntó.

No había timón. No había absolutamente nada que se asemejara ni remotamente a un volante.

—¿Cómo saldremos de aquí? —preguntó Don.

La rampa se deslizó hacia dentro y se cerró la puerta corredera. El vehículo se puso en movimiento.

—¡Alto! —gritó Don—. ¿Hacia dónde se dirige?

Buscó un freno, pero sin resultado. Buscó la manija de alguna puerta, un pomo, una cerradura. Sólo encontró la lisa pared, la tapicería de los bancos y la superficie de cristal.

—Me parece que hemos quedado atrapados —dijo Al.