—Volvemos a estar en el lugar de antes —dijo Don.
—Todo continúa igual —observó Katia.
—¿Esperabas que hubiera cambiado algo? —preguntó Al.
Habían salido del campamento por la mañana y era alrededor de mediodía cuando llegaron junto a la muralla. Rene les acompañaba. Se detuvieron otra vez en el punto de donde partía la escalera que llevaba a la plataforma de observación.
—¿Crees que por aquí lo conseguiremos? —preguntó Rene.
—Es un lugar tan bueno como cualquier otro —fue la respuesta de Al—. No creo que exista ningún obstáculo.
Katia se quedó perpleja.
—¡Acuérdate del puente!
—He estado reflexionando mucho al respecto —dijo Al—. El puente se acaba, es cierto. Pero la razón estriba en que no hay nada de interés al final de un puente antiguo como ése.
—No te entiendo —masculló Don.
—Podemos hacer un experimento —sugirió Al—. ¡Venid conmigo!
Comenzó a subir las escaleras con un bulto que se había traído del campamento bajo el brazo. Se detuvo a esperar a sus compañeros antes del último peldaño y aprovechó para examinar el antepecho de piedra. Por fin hizo un gesto de satisfacción con la cabeza.
Señaló un punto a su derecha, con un diminuto botón gris reluciente allí incrustado. Al siguió buscando a su izquierda y descubrió otro botón igual situado a la misma altura!
—¡Ahora, atención! —rogó a sus compañeros.
Se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo. La luz era algo distinta a la del otro día al atardecer: los rayos del Sol caían casi perpendiculares sobre el suelo. Una luz cegadora iluminaba los tejados, pero las profundidades de los patios y pasajes resultaban aún más oscuras por contraste. La ligera inclinación de los rayos solares era suficiente para que la luz quedara atrapada en las partes superiores, en los aleros salientes, en las cornisas colgantes, en los bordes dentados de las almenas, en los miradores y balconcillos suspendidos como nidos de pájaros, en todos los añadidos y ornamentos que recubrían cualquier lugar disponible sin que pareciera existir un motivo lógico para ello. Todos esos adornos rompían la nítida línea de los contornos y quitaban majestuosidad a la imponente imagen del bloque de edificaciones.
El patio donde se había desarrollado el extraño duelo se abría a sus pies como un negro abismo. Al igual que la vez anterior, todos fueron presa de una extraña sensación. El aire se llenó de rumores indefinidos, zumbidos, ecos y gemidos, y les pareció oír martillazos y rechinar de metales, un retumbar apenas perceptible de voces apagadas, ráfagas de imprecaciones y griterío arrastrados por la brisa…
Y entonces volvieron a aparecer las negras sombras, con sus r antorchas, que ahora relucían como cansadas estrellas fugaces, y a continuación entraron los dos caballeros…
Todo se desarrolló como la primera vez que lo había contemplado, el duelo a latigazos, el triunfo del jinete blanco, su mudo saludo, la salida de los encapuchados…
Después, todo volvió a quedar solitario y en silencio, como antes. No se divisaba ni un ser vivo, no corría ni un soplo de aire…
Rene, que contemplaba el fenómeno por primera vez, tardó un rato en reponerse de su sorpresa.
—No lo entiendo —murmuró Katia.
—¡Igual que la otra vez! ¡No ha variado ni un solo gesto! —exclamó Don—. ¿Es una comedia, Al?
—Algo por el estilo —dijo Al—. Una especie de película. La ilusión total lograda con medios técnicos. El público sube al estrado, una célula de selenio lo registra —señaló los dos botones de la barandilla— y transmite la información; entonces comienza la comedia.
—¿Cómo lo has descubierto? —quiso saber Don.
—Gracias a un viejo recuerdo. Una vez vi algo parecido en un antiguo programa de televisión. Unas figuras móviles acopladas a un reloj. Cuando tocaban las doce, las figuras se movían sobre un raíl y representaban una breve danza, con curiosos gestos inanimados de marioneta. Luego volvían a desaparecer.
«Naturalmente, la ilusión es aquí mucho más perfecta. Sin embargo, el hecho de que todo comenzara justo en el momento en que pisamos la plataforma… Entonces recordé la danza de esas figuras, y encontré la respuesta.
—¿Y por qué no nos dijiste nada? —preguntó Don con desconfianza.
—No hubiera podido demostrarlo.
Miraron otra vez hacia la hondonada, hacia el lugar donde se alzaba la colina con la ruina.
—¿Qué hay de real en todo esto? —preguntó Rene.
—Nada —respondió Al—. Yo creo que nada es real.
Sus compañeros le miraron incrédulos. Al se metió la mano en el bolsillo y sacó un par de piedrecitas:
—¡Fijaos bien!
Lanzó una piedra tomando mucho impulso. El proyectil describió una perfecta trayectoria parabólica, y desapareció bajo la superficie del agua. A Rene le pareció que algo fallaba, pero no hubiera sabido decir qué. La piedra surcó el aire y desapareció. Ahí faltaba algo. ¡Claro! No habían oído ningún chapoteo, no se había levantado ni una gota de agua, no la había rodeado ninguna onda concéntrica.
—Ahí no hay agua —dijo Rene—. El agua forma parte de la comedia.
—Y las casas, y las calles, y las colinas… —dijo Al.
—Un decorado —dijo Rene.
Don se hizo un hueco entre Al y Katia. Tenía una mirada de animal acosado.
—Pero, ¿qué hay detrás?
—Eso ya no lo sé —respondió Al.
Abrió el maletín de plástico que había traído consigo y sacó una escalera enrollada en un apretado ovillo. Los travesaños eran de acero ligero y las cuerdas de alambre de duraluminio. Luego extrajo también un trocito de cuerda, con un par de anillas en los extremos. Le dio tres vueltas en torno al borde superior de la barandilla, formado por una especie de viga horizontal, y aseguró las anillas a unos ganchos que remataban la escalera. Cuando hubo fijado así un extremo allá arriba, dejó caer el otro. La escalera se fue desenrollando al caer y se hundió en el agua sin topar con la menor resistencia. Se balanceó todavía un par de veces y luego quedó suspendida allí, quieta.
—Yo bajaré primero —dijo Don, y se volvió a mirar a los demás con expresión interrogante.
En vista de que nadie se oponía, trepó por encima de la barandilla y comenzó a bajar. Fue descendiendo travesaño a travesaño, tocó la superficie del agua, pero su figura no se reflejó en su espejo, se hundió bajo la superficie, pero no tuvo ninguna sensación de humedad. El agua le cubrió la cabeza, pero seguía respirando sin dificultad. Quiso gritar, pero entonces miró a su alrededor y se quedó sin palabras…
Sus dos compañeros bajaron tras él, primero Al y luego Rene. Katia tuvo una sensación de indescriptible soledad. Se disponía a saltar también la barandilla, pero en el último momento se quedó como clavada. Hizo un esfuerzo, pero no logró decidirse. Tenía la mirada fija en el castillo, pero no observaba las murallas y los torreones, veía a través de ellos. Con todos sus sentidos, se esforzó por penetrar el velo, por deslizar la mirada detrás del telón, pero sólo consiguió evocar imágenes de terror surgidas de su fantasía, de cuya inverosimilitud era perfectamente consciente, y que a pesar de todo la atemorizaban.
Entonces oyó una voz que gritaba unas palabras allí abajo. No logró comprenderlas muy bien: su nombre y alguna frase tranquilizadora. En el acto recuperó la capacidad de obrar. Fue bajando por los travesaños y vivió la experiencia que habían tenido los demás pocos minutos antes. Estaba suspendida en el agua o, mejor dicho, en lo que desde fuera parecía agua, hundió los ojos bajo la superficie… y entonces algo relució y se difuminó, algo dio un vuelco, un objeto vacilante se concretó…
Ya no se veía ni rastro del agua. Katia se encontró de pie junto a los demás, sobre una superficie mate de metal, directamente adosada a la muralla… Donde antes había palpitado un fragmento de la Edad Media, se alzaban ahora ingrávidos edificios con techos de vidrio, sustentados por finísimas columnas, se extendían paredes de hilos trenzados, serpenteaban tuberías que parecían fundidas en largos tramos paralelos, se levantaban altas antenas y espejos parabólicos montados sobre armazones de varillas, y aparecían distintos objetos de metal y de productos sintéticos y de vidrio, sin nombre conocido.
Ése era el verdadero centro de la ciudad. Un misterioso cuerpo de reluciente maquinaria.