Todavía no se había puesto el Sol, sus reflejos recubrieron las partes más elevadas de las fachadas orientadas hacia el oeste con una capa de terciopelo rojo dorado. Debajo se extendieron las sombras azul noche como un oscuro líquido inmóvil. Ese líquido parecía llenar las calles, adhiriéndose a las paredes, hasta que acabó por cubrir toda la ciudad bajo una capa de penumbra. Y encima colgaba el cielo cual dosel en llamas. El azul se fundió con el violeta, y por el oeste comenzó a alzarse una corona de haces de rayos anaranjados bordeados de amarillo. En ciertos puntos lucían ya algunas estrellas.
Don echó a correr movido por una idea fija, y sus acompañantes le siguieron a trompicones. Volvieron a encontrar casas adosadas a la muralla, desde cuyos tejados planos hubieran podido mirar al otro lado, pero ya no era necesario. Tenían un nuevo objetivo intermedio al alcance de la mano: cruzar el puente y penetrar en el centro de la ciudad.
Pronto perdieron de vista la muralla, pero continuaron avanzando siempre hacia la izquierda, de manera que no pudiera pasárseles por alto el acceso al puente.
Escasos minutos después se encontraron atravesando un estrecho pasaje —tan estrecho que se vieron obligados a avanzar en fila india— y luego desembocaron en una gran plaza. El espacio se extendía ante sus ojos como un lago en calma, con su empedrado irregular; las capas de piedras resultaban curiosamente transparentes y reforzaban la impresión de que iban a perder pie, pero era sólo un efecto del reflejo lechoso de las estrellas, apresado entre la capa de polvo que recubría las piedras. En medio del óvalo, como una isla, se alzaba un pedestal con un círculo de columnas cubiertas por un tejado.
—Un pozo —aventuró Kat.
—O un cadalso —sugirió Al.
La plaza se estrechaba hacia la izquierda, y en ese punto se abría la negra ojiva de una puerta. No cabía la menor duda: el puente debía de estar allí detrás.
Los tres se habían detenido un momento y ahora volvieron a ponerse en marcha presurosos. Algo amenazador flotaba en el ambiente; involuntariamente comenzaron a avanzar pegados a las casas.
—¡Chissst! —siseó Don, y escuchó atentamente un instante—. ¿No habéis oído nada?
Katia se disponía a contestarle, pero en ese momento lo oyeron los tres: el tenue rumor de algo que retrocedía arrastrando los pies… Luego otra vez el silencio.
—Parecía venir de allí delante —dijo Al, y describió vagamente un cuarto de círculo con el brazo.
—Ha sonado muy lejos de aquí —dijo Don, y siguió avanzando con cautela; una suave advertencia de Al le hizo detenerse otra vez.
—¡Alguien ha pasado por aquí!
Al señaló una raya que surcaba el polvo en línea oblicua hasta la puerta. Don se agachó ante la huella e intentó descubrir algún detalle.
Katia, que había retrocedido un par de pasos, se apoyó en un saliente de la muralla, inmersa en sus pensamientos.
—Los jinetes… —balbuceó—. ¡Los jinetes con sus horribles látigos!
—¿Qué podrían hacernos? —la tranquilizó Al—. No debes tener miedo. No tienes más que pensar…
Don se incorporó en ese momento.
—Algo mucho peor —dijo pausadamente y con voz llena de rencor—. Jak y su grupo. —Y volviéndose a Al añadió—: ¡Observa esa huella!
Al examinó el lugar y encontró marcas de suelas de goma que confirmaban la impresión de Don.
—¡Han estado aquí antes que nosotros! —susurró Don—. ¡Se nos han adelantado!
Al se le acercó. Su amigo casi le inspiraba lástima en ese momento.
—No te desanimes tan pronto. De acuerdo, han estado aquí antes que nosotros, pero con eso no han cumplido su misión. ¡Todo está todavía por resolver!
—¿De verdad lo crees así? ¿No lo estarás diciendo para que me tranquilice? —Parecía como si Don intentara darse nuevos ánimos—. ¿Crees que aún tendremos problemas una vez hayamos logrado penetrar en el centro?
—Lo más probable es que entonces empiecen los verdaderos problemas —dijo Al.
Eso no era en absoluto un hecho positivo para él, pero Don así lo interpretó.
—¡En marcha, no pueden estar muy lejos!
Katia, a quien Jak, Rene, Tonio y Heiko le inspiraban muchísimo menos miedo que los misteriosos habitantes de la ciudad, volvió a respirar tranquila y se unió a sus compañeros, que ahora seguían la huella. Sin embargo, continuó manteniéndose un poco rezagada, como medida de prudencia.
Pronto cruzaron la puerta. Era exactamente igual a como uno se imagina la puerta de una ciudad medieval. Junto al gran paso para carros, bestias de carga y jinetes montados, en la vieja muralla se abría otro más pequeño destinado a las personas, separado del primero por gruesas pilastras. Las huellas seguían en línea recta por el centro.
Después de cruzar la puerta llegaron a un pequeño espacio abierto, con dos hileras de bancos de piedra, separado del agua por una barandilla sobre la cual se alzaban varias figuras que parecían mirarles desde lo alto.
Don se acercó a una de ellas.
—Sólo son encapuchados —dijo, y regresó junto a Al y Katia.
—¡Cuidado! ¡No destruyas las huellas! —le advirtió Al.
—¿Para qué te interesan esas huellas? —preguntó Don, con el tono de suficiencia que le era habitual—. Se dirigen hacia el puente. ¡Lo sé sin necesidad de comprobarlo!
Al no se dejaba disuadir tan fácilmente cuando ya había tomado una decisión. Siguió examinando las huellas de pasos sin inmutarse, lo cual sólo consiguió acentuar la impaciencia de Don. La luz era mejor allí que entre las casas, y ello facilitaba su tarea.
—Tú siempre crees saber más que los demás —dijo Al, con el rostro vuelto hacia el suelo y dudando de que Don ni tan sólo le escuchara—, pero no lo sabes todo. Aquí hay una maraña de huellas que se separan en todas direcciones. ¿Cómo interpretas esto?
Don ya estaba sobre el puente.
—Deben de haberse detenido aquí… Igual que nosotros.
—Pero nosotros tenemos un motivo para hacerlo —siguió diciendo Al— y ellos no, o al menos el suyo es muy distinto del nuestro. Sería interesante poder averiguar qué han hecho aquí.
—Interesante —masculló Don—. ¡Interesante!
Katia se había acercado a la barandilla de piedra por su parte oeste, apenas visible como un contorno de sombras, y se había quedado de pie bajo una figura de piedra; tenía la impresión de que la estatua podía bajar en cualquier momento de su pedestal y ejecutar cualquier acto terrible, en funciones de juez, de verdugo o de torturador. Apartó enérgicamente la mirada de la muda figura y la fijó en los últimos resplandores del Sol que ya se había hundido bajo el horizonte, aunque sus rayos seguían brillando tras las siluetas de las casas. Nada obstaculizaba la mirada en esa dirección; el canal corría directamente hacia el oeste y sobre sus aguas se reproducía la imagen de la ciudad como un parpadeante y apagado mundo gemelo: los contrafuertes de las murallas que la flanqueaban, convergentes en la distancia, las negras siluetas escalonadas de las casas que se alzaban a derecha e izquierda, el amarillo anaranjado del cielo con sus rebordes rojo sangre y marrón sucio.
Katia se sintió de pronto extrañamente sola, desamparada y en peligro. Miró a sus compañeros, que gesticulaban y se arrastraban por el suelo, pero no comprendió lo que se proponían hacer. Contempló el puente que se perdía en la noche sobre la superficie del agua, observó los techos salientes escalonados en forma de terrazas que cubrían los contrafuertes, con una protuberancia más alta que se alzaba como una torre justo encima de la puerta, los centenares de aberturas negras de las ventanas, los curiosos artefactos montados sobre los techos planos, tal vez antiguas y temibles armas que sólo esperaban el momento de volver a propagar la muerte y la destrucción. Sentía que miles de ojos la espiaban desde las esquinas, y en todas las ventanas veía retorcerse rostros en mudas sonrisas y blandir puños amenazadores.
«¿Para qué has venido realmente hasta aquí? —preguntaba una voz interior—. ¿Qué buscas en esta ciudad?»
También Don estaba hecho un amasijo de confusos sentimientos, esperanzas, temores, preocupaciones, impaciencia, orgullo, voluntarismo, razón. Tenía la impresión de que la pedantería de su compañero le detenía, le ataba, le traicionaba cuando estaba ya a punto de alcanzar su meta. Se hubiera marchado gustoso solo, para adentrarse sin compañía en la plenitud de la experiencia y el triunfo, en la adormecedora aventura, en la poderosa muerte…
Al también se hacía sus reflexiones, al igual que Don y Katia. Su fantasía trabajaba como la de un jugador de ajedrez que pretende adivinar las intenciones del contrario por la posición de las figuras enemigas. Examinó docenas de combinaciones de los pasos que podían haber dado allí sus contrincantes, de sus movimientos e intenciones, pero ninguna de sus conjeturas parecía tener sentido.
—La huella que conduce al puente va en doble dirección —dijo meneando la cabeza—. Han vuelto atrás.
Todavía se le escapaban las consecuencias de ese dato, pero intuía su significado. De pronto se oyó gritar a Katia:
—¡Dejad de discutir ya, y vámonos de una vez! ¿Por qué nos detenemos aquí? —Su voz sonaba aguda y tensa al echar a correr en dirección al puente—. ¡Acabemos ya de una vez!
Don echó a correr tras ella en el acto y Al olvidó sus preocupaciones para seguirles a grandes saltos.
Sólo se distinguía la sombra veloz y cada vez más lejana de Katia. La oscuridad difuminaba los detalles, y por ello Al no comprendió de inmediato los inesperados sucesos que siguieron. Un crujido delante de él y un ruido atronador a sus espaldas finalmente le obligaron a aceptar como real lo que acababa de vislumbrar a la luz relampagueante de un fogonazo: un oscuro agujero de bordes irregulares se abría en medio del puente, directamente en el camino de la carrera de Katia… Vio saltar un remolino de piedras, luego el cuerpo doblado de la muchacha se deslizó por el agujero, arrastrado por el impulso de la carrera, y desapareció. Todavía resonaron otros tres truenos, pero sólo otro proyectil rozó el puente, estremeciéndolo y balanceándolo, hasta casi hacer volar por los aires a Al. En esa ocasión logró identificar la procedencia de los disparos: venían de las almenas de la torre que tenían a sus espaldas. Recuperó el equilibrio con dificultad… y echó a correr, lejos del alcance de la mortífera granizada.
Don se había quedado como paralizado sobre el puente, sólo a siete metros del lugar del impacto y Al lo arrastró consigo cuando pasó por su lado. Sólo permanecía en pie una estrecha franja del puente y aun ésta estaba llena de cascajos; lo notaron mientras atravesaban el lugar con el mayor cuidado posible, pero también tan rápidamente como lo permitían las circunstancias.
Al se detuvo e intentó descubrir algo allá abajo, en el agua.
—Kat —dijo jadeante—, tenemos que…
Don le obligó a seguir adelante sin miramientos. Su respiración también sonaba entrecortada.
—¡Déjala! ¡Le está bien empleado!
Siguieron corriendo con el cuerpo agachado, apretándose contra la barandilla para estar protegidos al menos por un flanco, pues todavía no habían logrado escapar del campo de tiro. Algo zumbó junto a sus oídos, pasó rozando la cabeza de Al y fue a rebotar contra Don. Un objeto alargado cayó con un ruido seco sobre el suelo de piedra: una flecha. Sobre ellos volvió a caer una lluvia de disparos, y entonces se oyó resonar una horrible risa, en medio de la noche.
Don se detuvo con un sobresalto. Conocía esa voz.
—Jak —murmuró.
—¿Quién podría ser, si no? —preguntó Al.
—Al, ¿te das cuenta? —La entonación de voz de Don recorrió toda una escala de emociones—. ¡Son Jak y sus hombres! —dijo en tono casi jubiloso—. Al, amigo, ¿comprendes lo que eso significa? ¡Jak está detrás nuestro! ¡Somos los primeros! ¡Llegaremos al centro antes que él! ¡Ganaremos!