7

Reanudaron la marcha rumbo al centro de la ciudad, pero no llegaron muy lejos. Las casas estaban cada vez más apretadas, los pasajes que quedaban libres entre unas y otras formaban complicados vericuetos. Por fin los amigos no pudieron seguir avanzando en la dirección prevista y se vieron obligados a dar rodeos que les conducían cada vez a nuevas plazas y esquinas, sin aproximarles realmente a su verdadero objetivo.

—¿Cuánto rato pensáis continuar? —preguntó Katia con voz cansada—. Ya empieza a oscurecer.

—¿Pretendes que nos volvamos ahora? —Don parecía decepcionado—. ¡Justo ahora, cuando ya estamos tan cerca de nuestra meta! ¡No sé cómo se me ha ocurrido traerme a alguien como tú!

—Sólo era una pregunta —se excusó Kat—. No tienes por qué ponerte así. Sólo pretendía advertirte. ¡Ni siquiera tenéis lámparas!

—Hará una noche clara y estrellada —declaró Don, rechazando cualquier posible inconveniente con un movimiento del brazo—. Preferiría que me dijeras cómo podemos continuar. Vaya porquería. ¡Dime cómo continuaremos a partir de aquí!

—Tengo la impresión de que debe de haber una calle más ancha un poco hacia la derecha —dijo Al—. Sería lo más indicado para llegar al centro.

—¿Qué dices? ¡Para eso tendríamos que retroceder un trecho! ¡No podemos perder el tiempo!

Sólo después de haber vagabundeado en círculos durante algún tiempo más, se avino Don a aceptar la sugerencia de Al. Avanzaron aproximadamente un cuarto de hora a través de estrechas callejuelas, sobre terreno desigual y polvoriento, entre muros agrietados y ventanas sin cristales, luego llegaron a una casa alta y estrecha adosada a una gigantesca muralla. El muro estaba hecho de piedras burdamente talladas, unidas con argamasa, sin ningún revestimiento. Lo remataba un reborde dentado que parecía tocar el cielo. Su camino seguía bordeado de casas por la derecha, pero a partir de allí lindaba con la muralla por la izquierda.

—Una muralla fortificada —dijo Katia.

—Por fin hemos llegado a la Edad Media —comentó Al.

Don seguía molesto.

—¡Tiene que haber alguna forma de atravesarla!

—Podríamos buscar una escalera —sugirió Katia.

—Este tipo de murallas suelen tener puertas —observó Al—. Los habitantes sin duda debían entrar y salir por algún sitio.

Katia se dio una palmada en la frente.

—¡A lo mejor sabían volar!

—Es muy poco probable —dijo Al—. ¡Recuerda las naves flotantes! ¿Para qué las hubieran querido? Y el resto de las instalaciones también contradice esa sugerencia.

La calle se empinaba un poco cerca de la muralla, y ésta empezaba a parecer menos infranqueable, ya que su borde superior era perfectamente horizontal.

—¿Qué aspecto debían tener los habitantes de esta ciudad? —preguntó Kat.

—No creo que fuesen muy distintos a nosotros —respondió Al.

—¿Cómo lo sabes? ¿No existen las mismas posibilidades de que fuesen como ranas, hormigas o pingüinos gigantescos?

Al rió divertido.

—El diseño de las instalaciones permite llegar a una serie de conclusiones. Hasta el momento no hemos visto gran cosa, pero incluso lo poco que hemos podido observar resulta ya muy revelador. Ten en cuenta que la forma de los asientos se adaptaba bien a nuestro cuerpo, que los tableros de mandos estaban diseñados claramente para ser accionados por manos, que las superficies de proyección ofrecían imágenes impecables para nuestra visión. El tamaño de las ventanas y de las puertas es muy parecido al de las que tenemos en la Tierra. Cierto que aquí no hay escaleras, pero podemos subir sin dificultad por las rampas inclinadas, a pesar de no estar acostumbrados a ello.

—Es increíble cuántas cosas puedes ver en esos minúsculos detalles —dijo Kat, admirativamente.

Don no tomó parte en esa conversación. No apartaba los ojos de la muralla, como si quisiera atravesarla con la mirada.

—Pero a todo ello debes añadir aún otro detalle —siguió diciendo Al—. Este planeta coincide casi en un ciento por ciento con nuestra Tierra. La gravitación es igual, la duración del día y de la noche coinciden con las nuestras, el clima es sano y primaveral, como el que puedes encontrar en los parques terapéuticos de Etiopía o del Nepal. Y podría seguir citándote innumerables detalles. Estas similitudes se concretan en una gran probabilidad de que este mundo haya engendrado unos seres iguales a nosotros, al menos en líneas generales.

—¿Quieres decir que también aquí? —preguntó Kat.

Don la interrumpió bruscamente.

—¡Basta de cháchara! Quiero echar un vistazo al otro lado de la muralla. ¡Echadme una mano!

Junto a la muralla de piedra se alzaba un montículo de escombros, que parecían un buen terreno para la vegetación, pues estaba cubierto de matorrales, entre los cuales brotaban algunas enredaderas que trepaban pegadas a las piedras hasta el extremo superior de la muralla.

Don subió al montón de escombros, dio una sacudida a las plantas trepadoras e inició la escalada. La planta debía de tener ya bastantes años, pues el tronco era del grosor de un brazo y algunas partes estaban secas, pero otras parecían aún llenas de vida y formaban, sobre todo, un conjunto de soportes ideales para trepar por ellos.

Una vez arriba, Don lanzó un grito de decepción.

—¡Subid! —les gritó—. No os servirá de nada, ¡pero el espectáculo vale la pena!

Al hizo pasar delante a Katia y trepó en último lugar. Pronto estuvieron los tres de pie sobre la ancha cornisa y pudieron contemplar el interior de la ciudad. Era la misma panorámica que ya habían visto antes —el día anterior desde su helicóptero—, pero ahora parecía mucho más próxima. Frente a sus ojos se alzaba la gigantesca construcción que recordaba una fortaleza con los anchos tejados planos de un color marrón oxidado o de un violeta intenso, las torres puntiagudas con los dibujos listados que formaban las troneras, las húmedas paredes cubiertas de una pátina plateada, los patios empedrados con cantos rodados. Una ruina con una torre desplomada y una pared que pendía de ella como un ala, varias veces perforada, coronaban el conjunto.

Ante ese espectáculo desaparecía la impresión de un mundo de juguete y una sensación de romántica grandeza ocupaba su lugar.

Tras la muralla se abría un profundo foso, y en su interior se veía parpadear el espejo verde-gris del agua. Por el otro lado también lo flanqueaba una muralla, más baja que la primera, pero lo suficientemente elevada para impedir que un nadador pudiera izarse por encima de ella.

—Seguimos sin adelantar nada —dijo Don—. A lo mejor podríamos continuar un rato por aquí arriba.

Echaron a andar por lo alto de la muralla, doblaron dos ligeros recodos y se encontraron frente a una plataforma. Estaba rodeada de un antepecho y una escalera la comunicaba con la calle.

—Habría sido más sencillo subir por aquí —masculló Al.

Don saltó por encima de la barandilla de piedra y los otros dos imitaron su ejemplo.

Parecían encontrarse sobre una plataforma de observación, pues desde ella se gozaba de una perspectiva particularmente buena sobre el conjunto. Escucharon silbar el viento, y el aire se llenó de rumores indefinidos, zumbidos, ecos y gemidos. Les pareció oír martillazos y rechinar de metales, un retumbar apenas perceptible de voces apagadas, ráfagas de imprecaciones y griterío arrastrados por la brisa.

De pronto, Don tuvo que contener un grito. Alargó los brazos y encontró los hombros de Al y Katia. Sus dedos se hundieron dolorosamente en la carne…

A sus pies comenzó a desarrollarse una escena de pesadilla: dos hileras de figuras cubiertas con una envoltura negra salieron por una puerta circular y se apostaron a la derecha y a la izquierda de un patio cubierto de densas sombras, con las caras encapuchadas mirando hacia el centro. Todas llevaban antorchas encendidas que iluminaban fantasmagóricamente la escena. Un curioso jinete cruzó entonces la puerta: llevaba el cuerpo cubierto con una armadura gris, y un yelmo del mismo color le tapaba la cabeza; el animal que montaba les hizo pensar en una gran comadreja gris. Por el otro lado se acercó un segundo jinete, que parecía ser el contrincante del anterior, todo de blanco. Los dos llevaban unos adminículos que semejaban látigos, aunque bastante más gruesos. Detuvieron un instante sus monturas y levantaron las armas en señal de saludo. Luego se abalanzaron uno sobre otro blandiendo los látigos. Cada vez que uno tocaba al otro se desprendían chispas de su armadura, y el breve chasquido tardaba unos segundos en llegar hasta los espectadores encaramados en la muralla.

—Látigos eléctricos —susurró Don.

Observaron los acontecimientos con suma atención. Las posiciones variaban con la rapidez de una centella, las monturas se movían serpenteantes, los látigos surcaban el aire, y se oían chasquear los golpes. Ambos combatientes se tambalearon varias veces en sus sillas. Los dos mostraban señales de fatiga, pero seguían lanzando sus animales a la batalla, volvían a intercambiarse latigazos; las chispas brillaban como estrellas fugaces en la creciente oscuridad. Luego acabó el duelo. El caballero gris quedó tendido en el suelo. El blanco levantó el látigo en señal de saludo y salió cabalgando por la misma puerta. Las columnas de encapuchados salieron tras él, con un paso lento y pesado. Las antorchas llamearon por última vez. Luego todo volvió a quedar sumido en la penumbra. Había concluido el aquelarre.

Los tres amigos se miraron, Don con aire triunfante, Katia llena de inquietud, Al sumido en tensas cavilaciones.

—¡Están ahí abajo! —dijo Don—. Todavía viven. Juegan a caballeros. ¡Han retornado al primitivismo! ¡No tendremos problemas con ellos! ¡Si pudiéramos haber llegado hasta allí abajo! ¿Qué te pasa ahora, Al?

Al había arrancado una piedra suelta de la muralla. Tomó impulso y la arrojó con todas sus fuerzas contra la superficie del agua. Observó atentamente su caída. Luego apartó la vista decepcionado.

—¡Qué lástima! ¡Está demasiado oscuro!

—¿Has descubierto algo nuevo, Al? —le preguntó Kat.

—Sí —respondió él—, pero no puedo demostrarlo. Al menos no de momento. ¡Vámonos, debemos seguir adelante!

Desde el lugar donde se encontraban se distinguía claramente que a partir de allí la muralla se elevaba formando escalones de algunos metros de altura, imposibles de superar. Pero un poco más a la derecha, al otro lado de un nuevo recodo, divisaron algo que les hizo latir el corazón con fuerza; un puente cruzaba el foso formando un ancho arco. Bajaron la escalera a toda prisa.