Don también aprendió a manejar la dirección sin dificultad.
—Me alegro de que no os haya ocurrido nada… —dijo Al— cuando he pasado por encima de vuestras cabezas. ¿Qué aspecto tiene desde fuera el aparato cuando está en movimiento?
Don tenía concentrada toda la atención en el rumbo a seguir, a pesar de que el aparato conservaba automáticamente la dirección. Cuando por fin le respondió, lo hizo con la mirada fija en la pantalla.
—No se desplaza sobre el suelo. Vuela; mejor dicho, planea aproximadamente a tres metros de altura. Como un dirigible, aunque muchísimo más veloz. No me preguntes cómo lo hace.
—Es estupendo que hayas descubierto este vehículo, Al —comentó Kat.
Estaba sentada frente a él y detrás de Don. No paraba de volverse a derecha e izquierda, tanto como se lo permitía su asiento, empeñada en no perderse ninguna de las cosas dignas de atención que iba descubriendo a cada momento.
—Caminar es aburrido, ¡pero esto tiene su gracia!
—Pienso que debe de haber una guía enterrada bajo el suelo; tal vez el aparato esté conectado a ella por un sistema de radar.
Y es posible que ésta le suministre también la energía necesaria. Sea lo que sea, es imposible desviarse de la ruta prefijada.
Su comentario incitó a Don a probar otra vez todas las palancas y botones, pero por fin tuvo que reconocer que el dictamen de Al estaba justificado. Tras acelerar, frenar y volver a acelerar varias veces, Don renunció por fin a sus tentativas.
—Bueno, tendremos que dejar que el aparato siga su camino. De todas maneras, ya no falta mucho. Ésa parece ser la parada final.
—La verdad es que esta forma de transporte sin caminos resulta ideal —comentó Al—. Nuestro proceso de desarrollo se orientó en otro sentido. Toda la Tierra está cubierta de calles y carreteras. Con frecuencia he lamentado este hecho, que nos ha dejado sin ni siquiera un pequeño trozo de terreno virgen.
Su comentario no obtuvo respuesta.
El vehículo se detuvo unos cuantos centenares de metros más adelante y los pasajeros pusieron en marcha el dispositivo que les transportaría al exterior.
—¡Qué lástima! —exclamó Kat—. ¿Tendremos que continuar a pie?
—Puedes quedarte aquí si lo prefieres —le respondió Don, mirando a su alrededor para orientarse y decidir qué camino deberían seguir a partir de allí. La realidad resultaba monótona e insulsa en comparación con la espaciosidad y luminosos colores de la imagen de la pantalla. Y el hecho de que se encontraran a todas luces en el límite del extrarradio moderno contribuía a reforzar esa impresión.
—Ahora comprendo por qué la red de guías subterráneas sólo describe un círculo y se detiene aquí.
Don trazó el círculo en el aire.
—A partir de aquí entraremos en zonas más antiguas de la ciudad; el dirigible aún no debía de haberse descubierto cuando fueron construidas.
Al asintió con la cabeza.
—La ciudad parece haber crecido radialmente hacia el exterior. Lo más probable es que fueran construyendo un anillo tras otro.
—Pero, ¿por qué no habrán modernizado las zonas interiores?
—¿Para qué? —preguntó Kat—. Construyeron sus modernas viviendas mirando hacia el exterior. Luego, les era indiferente el panorama que pudiera existir en el centro.
—Podría ser —opinó Al—. Seguro que ya habían superado mucho antes la fase de superpoblación.
—¿Por qué seguimos avanzando hacia el interior de la ciudad? —quiso saber Katia—. De lo que estáis diciendo se desprende que en los últimos tiempos no vivía nadie en el centro. ¿Para qué ir allí entonces?
Don se balanceó indeciso sobre uno y otro pie. El centro de la ciudad ejercía una poderosa atracción sobre su instinto aventurero, pero, por otra parte, también le interesaba mucho ser el primero en alcanzar la meta propuesta; por conseguirlo hubiera estado dispuesto a aceptar muchas cosas, incluso hubiera accedido a realizar una investigación minuciosa. Pero ello hubiera significado darle finalmente la razón a Al, quien ya antes se había manifestado partidario de explorar detenidamente los edificios, y ésa no era una decisión fácil para Don.
—No hemos encontrado rastro de los habitantes en las casas —dijo sin demasiada convicción.
—¿Hasta dónde habrán llegado? —preguntó Kat; por su expresión se notaba que el problema la desbordaba—. En todo caso, tu teoría no ha resultado correcta.
—¿Qué teoría? —preguntó Don, algo molesto.
—Pues la teoría de que los habitantes se habían destruido entre sí. ¡Las viviendas de la última generación están intactas!
—¿Y qué hay con eso? ¡No olvides que existen medios como el gas tóxico o las bacterias!
—¡Entonces deberíamos haber encontrado algún rastro de ellos!
—¿Tal vez se refugiaron en los sótanos?
—Es posible. No nos hemos detenido a comprobarlo —dijo Al, interviniendo por primera vez en la conversación.
Don lanzó un bufido de irritación.
—No hemos tenido ocasión de hacerlo. ¿O acaso has logrado moverte de tu asiento?
—¿De verdad creéis que encontraremos a los habitantes de este planeta momificados en los sótanos? —Katia se debatía entre el horror y la curiosidad.
—Yo creo que el problema es de un orden muy distinto —dijo Al—. ¡Deberíamos examinarlo con mayor detención!
—¿Intentas colarnos otra vez tus teorías? —preguntó Don, procurando adoptar un tono de burlona superioridad, pero en el fondo sabía que tal actitud era sólo un recurso para ocultar un anterior fallo suyo.
—El problema es el siguiente —siguió diciendo Al sin parar mientes en la ironía de Don—: ¿Qué dirección sigue la evolución de los seres inteligentes una vez superada la fase de la auto aniquilación? En el fondo, ni siquiera tú crees que sólo nosotros lo hayamos conseguido, Don.
—¿Y qué dirección quieres que siga? —Don hizo la pregunta con aire de superioridad. Luego siguió declamando con voz gangosa—: Y sí no han muerto, señal de que aún viven.
—¿Consideras que una raza que ha alcanzado un determinado grado de perfección tecnológica ya no tiene nada que temer?
—¿No podrían haberse extinguido de forma natural?
Cada vez resultaba más evidente la reticencia de Don a entrar en esa discusión. Al estaba decidido a no ceder.
—Quieres decir, tal vez, que una vez llegados al punto en que ya no les amenaza ningún peligro, en que son capaces de satisfacer todos sus deseos, en que se han acabado los problemas para ellos… que entonces ya no tiene sentido seguir viviendo. Que se limitan a esperar la muerte. ¿No te parece una explicación excesivamente simplista?
—Deja mis opiniones en paz —le espetó Don, ahora molesto de verdad—. Propongo que intentemos subir a lo alto de esa torre. —Señaló un bloque elevado recubierto de una cúpula del mismo material iridiscente que ya habían observado en las fachadas de los edificios de las afueras; la construcción se elevaba un buen trecho por encima de los demás edificios—. Desde allí podremos lograr una buena perspectiva sobre la mayor parte de la ciudad. Tal vez descubramos alguna nueva pista, y luego… —no intentó ocultar cuánto le costaba hacer esa concesión—, luego, si queréis, podemos explorar una de las casas.
—Buena idea —dijo Al, y guiñó un ojo a Kat, convencido de que también ella debía encontrar graciosa la irritabilidad de Don. Pero la chica le miró extrañada y echó a andar calladamente en pos de Don.
A partir de ese punto se acababa la zona del orden y la limpieza. Las casas se amontonaban a su derecha y a su izquierda y el espacio que quedaba entre unas y otras ahora sí que realmente merecía el calificativo de calle. Los edificios estaban construidos con materiales de distintos colores, y probablemente también de distinta clase. Los había grandes y pequeños, y cada Uno parecía tener un diseño propio, dictado seguramente por el capricho de cada arquitecto. Las construcciones no estaban intactas como las anteriores. El color de los paredes aparecía descascarado, los huecos y los rincones estaban llenos de mohosos productos de descomposición, jirones de un material transparente colgaban de unas aberturas alargadas que seguramente debían ser ventanas.
También se veían destrozos que no parecían causados por los efectos del tiempo, sino por influencias exteriores: grietas en los muros, techos hundidos, ruinas ennegrecidas. En algunos puntos se observaban asimismo algunas señales de trabajos de restauración: varias grietas aparecían tapadas con una masa similar al mortero; tejados de emergencia cubrían algunas ruinas.
Y entonces toparon con un cráter de granada.
A su alrededor ya no crecían plantas, ni hierba, ni matorrales, el sendero estaba lleno de cascotes y todo aparecía cubierto de una capa de polvo que se levantaba con el aire. El camino se interrumpía bruscamente y el suelo se hundía sin solución de continuidad; el punto más profundo visible estaba a unos cinco metros de la superficie. La depresión estaba cubierta de polvo amarillo, y las paredes de la fosa también estaban llenas de polvo. Don se arrodilló al borde del cráter, se inclinó y pasó el pañuelo por una pequeña zona para limpiar el ligero material amarillo. Debajo apareció un conglomerado de trozos de escoria rojos, pardos y negros.
—¡El cráter de un meteorito! —exclamó Kat—. ¡Y yo que había creído que la ciudad estaba protegida contra los meteoritos!
—Ahora sí —explicó Al—, pero antes no lo estaba.
—Humm —gruñó Don y sacudió su pañuelo—. Lo más probable es que no inventaran el paraguas protector hasta después de iniciada la construcción del cinturón exterior.
Al estuvo de acuerdo.
—Seguramente sólo entonces comenzaron a adquirir el dominio de la materia que caracterizó su último período. No entiendo mucho de tecnología, pero creo que aquí hay ciertas cosas que ignoramos por completo. Por ejemplo, el paraguas protector. O el mecanismo que nos ha hecho penetrar a través de las puertas y luego nos ha permitido salir otra vez al exterior.
Katia miraba inquieta hacia el cielo. No se veía ni rastro de paraguas protector y no costaba mucho empezar a dudar de la existencia de lo que no se veía. Don seguía cavilando.
—¿No podría ser consecuencia de un bombardeo por parte de un grupo político enemigo? ¿Tal vez el mecanismo protector no es automático y continúa en funcionamiento porque nadie lo ha desconectado?
Al movió negativamente la cabeza.
—No lo creo. Un grupo tan poderoso debía contar sin duda con medios más eficaces. No poseería sólo semejantes proyectiles, relativamente inofensivos.
—Entonces, en marcha —ordenó Don—. ¡Esa atalaya debe de estar por aquí!
Imposible avistarla en medio del desorden de las casas. Para orientarse aproximadamente tuvieron que ir buscando lugares desde los que pudieran descubrir de vez en cuando la silueta del alto edificio por encima de las lisas superficies de los tejados.
Doblaron aún un par de esquinas y por fin se encontraron ante la torre. También ésta mostraba rastros de decadencia, pero la estructura todavía parecía manifestarse bastante estable. A diferencia de lo que ocurría en las viviendas más modernas, las aberturas de las puertas estaban a la vista.
—Ten cuidado —le aconsejó Kat a Don, que ya estaba cruzando el umbral—. Si el mecanismo de transporte tiene algún desperfecto puedes quedar atrapado o morir aplastado.
Don descartó la advertencia con un gesto despreocupado.
—¡No te preocupes, criatura!
Realmente no parecía ocurrir nada especial. Don penetró en la habitación oscura y buscó a tientas el interruptor, sin resultado. Poco a poco fue habituándose a las desfavorables condiciones de luz y comenzó a distinguir los contornos de los objetos. Una rampa inclinada subía a su izquierda, y un aparato en forma de caja colgaba de unas guías verticales a su derecha. Don supuso que debía de ser un ascensor y se dirigió hacia un tablero de plástico provisto de botones que estaba empotrado a la altura de la cadera, a la derecha del aparato.
Katia y Al le habían seguido al interior de la habitación. Esperaron un momento para dar tiempo a sus ojos a adaptarse a la luz natural que entraba por las ventanas. De pronto contuvieron el aliento; la caja del ascensor había comenzado a elevarse en medio de una nube de polvo.
Oyeron toser a Don y vieron subir la sombra del ascensor entre la polvareda.
—Baja de ahí —le gritó Al—, ¿pretendes acaso que subamos andando?
Un nuevo chirrido sonó en lo alto, a su alrededor cayeron algunos cascajos… Un fragor apagado, el ruido de algo al romperse, un crujido, un cuerpo oscuro se desplomó frente a ellos, el suelo se estremeció y las barras verticales temblaron y rechinaron como si estuvieran a punto de quebrarse.
Al se limpió el polvo de los ojos e intentó distinguir entre la bruma; deseaba asegurarse de que los demás también habían salido ilesos.
—Saltaba a la vista que podía ocurrir algo así —se lamentó. Don emergió a su lado entre el polvo—. ¿No te has muerto?
—Me he aplastado la mano —logró mascullar Don entre dientes—. ¡Cómo he podido ser tan imbécil!
Al respiró hondo.
—Eso me pregunto yo.
—Claro, tú siempre lo sabes todo —siseó Don, y escupió algunos granitos de arena.
—¡Me irrita que seas tan corto de entendederas! —explotó Al—. ¡Si no estás dispuesto a tomarte esto en serio, búscate a otro para que ocupe mi lugar!
Oyeron gimotear a Kat en un rincón.
—Kat —llamó Don—. ¿Dónde estás?
También Al olvidó momentáneamente la discusión.
—¿Te has hecho daño?
—Sí —susurró Kat.
Los dos hombres transportaron a la muchacha al exterior y la tendieron en el suelo.
—¿Qué te ha pasado, Kat? —le preguntó Al.
Katia seguía llorando en silencio.
Don la obligó a mover los brazos y las piernas, le alzó la cabeza e intentó ponerla boca abajo, pero entonces Katia se levantó de un salto.
—Me estás ensuciando —le gritó furiosa—. ¡Suéltame!
—Chicos, chicos —sermoneó Al—. ¡Debería alegraros que no haya pasado nada! ¡Basta ya de peleas!
Don reaccionó ofendido.
—Yo pienso subir andando. ¡Vosotros haced lo que os plazca!
Dio media vuelta en dirección a la puerta y cruzó el umbral. Al se quedó mirando a Katia dubitativo; la chica estaba algo maltrecha, pero se la veía reconfortantemente indemne, conque Al decidió seguir a Don a toda prisa. Kat entró tras él, gimoteando todavía un poco al andar.
La torre tenía por lo menos treinta pisos de altura. Por fin llegaron a lo alto, jadeantes tras el inusitado esfuerzo. Don no parecía haberse equivocado demasiado con sus suposiciones. Una cúpula cubría la habitación, fabricada con el mismo material cuyas maravillosas propiedades ya conocían, reluciente e irregularmente reflectante, cubierta de reflejos de todos los colores desde fuera; transparente, desde dentro, con la característica de que acentuaba de un modo increíble los contornos y relieves de la imagen. Posiblemente antes no le habían prestado atención, o tal vez el fenómeno resultaba particularmente intenso desde esa perspectiva, lo cierto era que las estrellas colgaban alrededor de la habitación, repartidas en una serie de cascadas diferenciadas.
Estaban de pie sobre una plataforma elevada, con la frente sudorosa, las ropas llenas de polvo y el miedo que habían pasado todavía inscrito en sus rostros, pero por primera vez en el viaje se encontraban bajo el embrujo de un fenómeno prodigioso, jamás experimentado por hombre alguno, a cuyo impacto no podía escapar ni el más curtido de los tres.
Pasado un rato, Don se acercó a una cajita montada sobre un pedestal, en el centro exacto de la habitación.
—Pruébalo tú —dijo a Al.
Al hizo girar cautelosamente una de las ruedecillas y en el acto pudieron comprobar cuál era su efecto. Se modificó el ángulo de la imagen que se proyectaba sobre la cúpula, un giro de un par de segundos en la ruedecita les hizo desplazarse varios millones de años luz a través del espacio. Parecía como si estuvieran en medio de las estrellas. Las luces inmóviles formaban nebulosas de colores suspendidas en el vacío, se agrupaban en espirales, formando superficies planas, esferas; los cometas avanzaban veloces entre ellas, se veían rodar las nubes de gases. Ante sus ojos brillaban desconocidos grupos de estrellas, constelaciones jamás observadas, pero sin embargo se trataba del mismo universo que se divisaba desde la Tierra, las mismas estrellas, las mismas nubes de materia apagada o incandescente, y en algún lugar, en algún escondido rincón que ahora no tenían tiempo de buscar, pero que sin duda estaba al alcance de aquel fantástico ojo artificial, debía de encontrarse también el Sol, su familia de planetas, el mundo glacial de Neptuno, Saturno con su anillo, el desierto rocoso de Marte, el caldero brumoso de Venus, la esfera incandescente de Mercurio, y entre ellos rotaba también la Tierra, su patria, la morada del hombre, el lugar donde iba evolucionando su cultura: allí vivían y pensaban, soñaban y morían los seres de su especie. Ninguno de los tres se hubiera creído todavía capaz de maravillarse de tal manera, y en aquellos pocos segundos cada cual experimentó algo inexpresable, una sensación que reducía al absurdo la escala de valores de lo que habían anhelado, buscado y alcanzado hasta el momento, para adecuarla a nuevos significados insospechados.
Al hizo girar otra vez la ruedecilla hasta la posición anterior y volvió a rodearles el panorama del planeta, el montículo central con unas construcciones que formaban una especie de fortaleza, los distintos círculos concéntricos correspondientes a las diversas fases de desarrollo de la ciudad, la hoya sembrada de colinas y lagos y las cadenas de montañas que la cerraban en todas direcciones.
Al tocó otra palanca, y entonces el paisaje pareció caer y empezó a precipitarse sobre ellos a una velocidad vertiginosa. En el borde inferior de la cúpula, orientada un poco hacia fuera y hacia arriba, fue surgiendo paulatinamente una sección muy ampliada del panorama; casas, torres y puentes emergían como piezas de un luminoso decorado para disolverse luego en una nada puntiforme en el límite del campo de ampliación, precipitándose en la insignificancia, la bruma, la inexistencia, mientras nuevas construcciones iban asomando como bien dibujados bastidores.
—¡Alto! —bramó Don.
Su grito le sustrajo bruscamente al embrujo del momento y otro tanto les ocurrió a los demás; los tres volvieron a experimentar la realidad, después de haberse limitado a contemplarla, volvieron a oír" después de haber escuchado tan sólo, y volvieron a pensar, en tanto que antes sólo sentían. Y lo que percibieron fue un movimiento inesperado y fuera de lugar en esa ciudad, pero en cambio típicamente humano: el subir y bajar del cuerpo al andar, la flexión de las rodillas, la manera de adelantar los pies, los gestos de las manos… A sus espaldas se iban levantando pequeñas nubes de polvo amarillo como bolas de algodón. Podían distinguir claramente todos los detalles.
—¡Jak! —Don soltó un nuevo gruñido—. El que va delante es Jak, Rene le sigue un poco desplazado hacia un costado ¡Y ahí vienen también Tonio y Heiko! ¿Dónde están? ¿Podrías orientarte?
Al redujo la imagen y pudieron hacerse una idea aproximada de la distancia que les separaba del segundo grupo y la dirección por la que éstos avanzaban rumbo al centro. Luego el grupo desapareció detrás de un edificio bajo y alargado.
—¿Has visto, Al? —exclamó Don—. Ellos tampoco se han entretenido en la zona exterior. Jak tiene buen olfato. Se dirigen el centro. ¿Les falta mucho para llegar? ¿Un kilómetro? ¿Dos kilómetros? Pero ¿qué esperas, Al? Rápido, Katia, date prisa… ¡Van a llegar antes que nosotros!
Al fijó un punto en la pantalla, luego reguló lentamente el grado de ampliación, y por fin logró captar lo que le había llamado la atención.
—Pero, ¿qué haces, Al? ¡Vámonos ya!
Don retrocedió para arrancar a su amigo de allí.
—Un momento —exclamó éste—. ¡Mira aquí!
Los tres observaron el nuevo punto que Al acababa de ampliar, una panorámica de la parte más moderna y más alejada del centro de la ciudad. En medio de un grupo de los ya conocidos edificios en forma de gota, rodeado de agradables superficies verdes, se divisaba una mancha que formaba un curioso contraste con el resto del panorama: dos casas retorcidas y caídas, y junto a ellas un cilindro transportador completamente destrozado El centro de la catástrofe parecía ser una hendedura plana, sobre la que ya había vuelto a crecer hacía tiempo la hierba.
—¿Qué te sucede ahora? ¡Es el cráter de un meteorito, como cualquier otro! —dijo Don.
—En esa zona no hay cráteres de meteoritos. —Al cerró los ojos en un esfuerzo de concentración—. Es algo mucho más simple: un accidente, una explosión. —Volvió a guardar un par de segundos de silencio, luego declaró—: Conque, después de todo, el círculo exterior no representa la última fase de la historia de la ciudad. Tenías razón, Don. Debemos dirigirnos hacia el centro.