Las casas seguían incubándose bajo el calor del sol, blancas figuras en forma de gota sobre el verde prado, las hierbas se mecían al viento, algunos pétalos se desprendían de los macizos de flores y caían revoloteando, ligeros como plumas. Más arriba se extendía la profundidad azul del cielo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Al.
—¡Y ahora qué, y ahora qué! —le remedó Don—. Seguiremos adelante. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—¿Y adonde nos dirigiremos?
—Hacia el centro, como es lógico. ¡No hemos venido aquí a divertirnos!
—Hemos entrado en el edificio cuando menos lo esperábamos —le replicó Al sin inmutarse—, y hemos vuelto a salir sin saber tampoco cómo. Supongo que los habitantes de esta ciudad debían venir a pasar el rato en estos edificios, se acomodaban en la gran sala, detrás de la pared frontal que desde fuera parece opaca, se sentaban en las tumbonas, dormían, comían, bebían y se hacían dar masajes; mientras tanto contemplaban las imágenes de la pantalla luminosa. Seguramente el panorama de las colinas era su espectáculo preferido, pero es probable que de vez en cuando también quisieran ver algo distinto. Supongo que también debe de haber algún mando para proyectar películas u obras de teatro. En el teatro y en el cine aparecen hombres, o lo que fueran esos seres. Deberíamos estudiar detenidamente ese aparato. Tal vez no nos falte mucho para lograr el objetivo de nuestra misión.
Don había echado a andar en dirección al centro. Miró a Al por encima del hombro y le gritó:
—¿Quieres que te rocíen otra vez? ¿Te gustaría que te dieran otro masaje? ¿Quieres echarte a dormir de nuevo? —Arrancó un puñado de flores de la rama de un pequeño matorral y lo arrojó con furia—. ¿Quieres que Jack se nos adelante?
Katia se había detenido indecisa y miraba a Al sin saber qué hacer. Él le devolvió la mirada.
—Vamos —le dijo resignado.
Comenzaron a avanzar entre los edificios, procurando mantenerse prudentemente en el centro del pasaje. Todas las construcciones tenían la misma forma de gota tumbada con la punta hacia atrás, todas estaban hechas del mismo material blanco o marfileño. Frente a ellos seguían alzándose las fachadas con su brillo de madreperla, en las que se reflejaban unos soles borrosos. Sólo de tarde en tarde se alzaba entre ellas algún edificio gris de forma cúbica. Al hubiera deseado poder examinarlos más detenidamente.
De pronto Al advirtió que Katia comenzaba a cansarse, y le rogó a Don que les permitiera detenerse un momento.
—Por mí haz lo que quieras —gruñó Don, a quien en realidad tampoco le molestaba la idea de descansar un poco.
Al había divisado cerca de allí un curioso edificio gris cuya forma difería de las demás; se aproximó con cuidado. No pudo distinguir ninguna puerta, pero ahora ya sabía que ello no era necesariamente una señal de que no las hubiera. Empezó a dar lentamente la vuelta alrededor del edificio. No quedó demasiado sorprendido cuando a su lado se abrió de pronto una escotilla y una fuerza lo agarró, lo empujó sobre un asiento y se lo llevó de allí.
Nuevamente avanzó acompañado de la luz amarilla, pero esta vez el recorrido duró sólo un par de metros. Al entró directamente en un cuartito, que parecía una versión en miniatura de la sala anterior. Se detuvo frente a una pantalla circular de la altura de un hombre; la superficie se iluminó acto seguido y sobre ella apareció una imagen: los familiares edificios blancos de esa parte de la ciudad. Al comprendió al instante que la imagen era una reproducción del panorama que se divisaba desde esa construcción cuadrada. Miró a su alrededor y descubrió lo que buscaba: un tablero con un par de palancas y botones. Tras un instante de vacilación, apretó el botón del extremo superior izquierdo. Una sacudida apenas perceptible, y la imagen que tenía ante los ojos comenzó a moverse. Las sensaciones que le transmitía su sentido del equilibrio y las imágenes que veía se fundieron en una impresión general razonable: se movía. No sabía cómo ni en qué dirección, pero se movía. Las figuras de Don y Katia aparecieron brevemente ante sus ojos, vio crecer los rostros atemorizados, oyó sus gritos; luego ambos agacharon la cabeza, Al se deslizó sobre sus figuras y siguió avanzando entre los edificios. Con muchísimo cuidado, intentó accionar los botones y palancas e ir tomando nota de los efectos suscitados por cada uno. Así descubrió la manera de ampliar y reducir las proporciones de la imagen, de acelerar y aminorar la marcha, o —lo que era más probable— el vuelo, y por fin también aprendió a detener el aparato. En el extremo inferior había un botón aislado que servía para hacer salir a los pasajeros de la manera consabida. Al observó el vehículo desde fuera: era un cilindro gris, redondeado por el extremo y sin ningún saliente.
Miró a su alrededor con la intención de orientarse, pero no halló ningún punto de referencia. Se acercó a la puerta, se dejó conducir otra vez hasta el sillón de mando y volvió a examinar el tablero. Junto a los botones y las palancas descubrió un dibujo, recubierto de un reticulado circular. Tres puntos aparecían especialmente señalados sobre el mismo. Dos de ellos, uno azul y el otro verde, parecían fijos sobre el dibujo. El tercero era una plaquita roja que podía desplazarse sobre las líneas.
Al tuvo una intuición. Puso otra vez en marcha su aparato y comprobó que no andaba errado: el punto azul comenzó a moverse. Deslizó la plaquita roja por encima de la mancha azul hasta situarla sobre la señal verde. Aguardó con atención. Ya creía haberse equivocado, cuando el aparato dobló una esquina y el puntito azul reprodujo la misma maniobra sobre el plano, pues de eso se trataba: un plano de la ciudad con una red de recorridos superpuesta. Al desconocía aún la posible relación entre el vehículo y los recorridos marcados, pero en cualquier caso estaba condicionado a ellos. Y puesto que ahora había colocado la plaquita roja —que a todas luces servía para fijar el punto de destino— sobre el lugar de partida, hacia allí se dirigió otra vez el vehículo. Una juguetona alegría invadió a Al a medida que iba comprobando cómo aumentaba poco a poco su dominio sobre el organismo técnico, con qué soltura obedecía éste al menor gesto de su mano. Aceleró más y más la marcha, frenando de vez en cuando sin sacudidas ni patinazos; el aparato doblaba elegantemente las esquinas, contorneaba los bloques de edificios y recorría a toda velocidad las rectas más largas.
No habían transcurrido ni diez minutos desde que dejara a sus compañeros de viaje cuando volvió a vislumbrar sus figuras. Al se detuvo frente a ellos y apretó el botón de salida. El asiento se movió bajo su cuerpo y de inmediato se encontró al lado de la puerta, como transportado en la cresta de una ola.
—¡Entrad! —les llamó—. Ya no tendremos que andar.
—Vaya susto nos has dado, cuando te has lanzado sobre nosotros y luego has desaparecido. ¿Dónde has estado?
Al tenía el rostro radiante.
—¡Sólo quería hacer un pequeño recorrido de prueba! —exclamó—. Ya podéis subir. ¡La cosa no puede ser más sencilla!
Don fue el primero en cruzar la puerta y desapareció en el interior. Katia le siguió a continuación y detrás de ellos entró Al. Explicó el funcionamiento de los mandos a Don y éste puso en marcha el vehículo… rumbo al centro de la ciudad.