Al día siguiente volvieron a salir con el helicóptero. Don se aproximó a la ciudad volando a ras de suelo y aterrizó en cuanto notó la primera señal de resistencia.
—Tenías razón —le dijo Don a Al—, a partir de aquí no hay ningún cráter. ¡Ojalá también resulte correcta tu impresión de que lograremos entrar sin problemas si nos movemos a nivel del suelo!
Bajaron del aparato y comenzaron a avanzar lentamente en dirección a la ciudad. Caminaban con paso inseguro, las manos involuntariamente extendidas hacia delante, como si fueran ciegos. En algún lugar sobre sus cabezas, y tal vez también frente a ellos, se cernía algo invisible pero potente, el primer obstáculo en su camino rumbo a lo desconocido, la primera señal de una fuerza ignorada, el testimonio de una gran superioridad técnica. Flotaba ahí arriba, en el aire, fuera del alcance de los sentidos, y sin embargo real, capaz de sabe Dios qué transformaciones y reacciones. Hasta ese momento no habían encontrado nada dispuesto contra ellos —la caída de meteoritos era un fenómeno natural conocido y no demasiado raro—, pero ahora, conscientes de la proximidad de su objetivo, por primera vez comenzaron a comprender con toda claridad que se encontraban en el ámbito de un mundo impenetrable, en los dominios de un espíritu ya apagado pero aún presente en sus obras. En esos momentos estaban haciendo algo distinto y más osado de lo que jamás habían intentado en su vida, y en cierto sentido todo ello les estaba causando un impacto que nunca hubieran podido imaginar de antemano.
Pequeños y vacilantes, sin ayuda de la técnica, librados a sus propias fuerzas, avanzaban sobre un terreno cubierto de hierba que no pertenecía a ningún territorio humano. El helicóptero había quedado abandonado a sus espaldas y ya se habían alejado de él mucho más de lo que imaginaban. ¡Al tenía razón! La barrera no llegaba hasta allí abajo. Cada metro que avanzaban les hacía ganar seguridad y aumentaba su confianza, hasta que por fin dejaron de palpar el aire con las manos. Los tres se miraron… y en sus bocas se dibujó una expresión de orgullo y de vergüenza a la vez.
Desde allí abajo, el paisaje resultaba muy distinto de cuando lo contemplaban a vista de pájaro. Había desaparecido buena parte de la similitud con las ciudades de la Tierra, y sólo la poco sistemática distribución de los edificios recordaba una ciudad jardín.
Pronto se detuvieron frente a las primeras construcciones; desde allí se gozaba de una buena perspectiva para examinar su forma y modo de distribución. Una inmensa mayoría de los edificios tenían fachadas lisas y redondeadas, recubiertas de un material reflectante e iridiscente, que apuntaban en sentido radial desde el centro de la ciudad. La fachada era la parte más alta de los edificios; éstos perdían altura en la parte posterior, donde también eran más estrechos. Los extremos que señalaban hacia el centro de la ciudad eran aguzados, y sobre esas puntas se erigían unos arcos de medio punto, hechos de metal reluciente, con la abertura cerrada por una red.
—Una arquitectura austera —dijo Don—. Ni una sola ventana. Parecen bunkers. ¿Tú qué opinas?
—Tal vez sean almacenes. No es fácil decirlo —comentó Al.
Katia lo miraba todo con los ojos muy abiertos.
—Tienen estilo —dijo—. Como los garajes modernos.
—Todo está muy bien conservado —dijo Al—. La periferia parece ser la parte más nueva de la ciudad. Lo que se divisa más adentro ya no se ve tan nuevo.
Avanzaron entre dos edificios alargados. La hierba estaba tan crecida como en medio de los campos, y sólo junto a las casas se extendía una estrecha franja libre de vegetación. Katia se desvió un par de pasos del centro del camino para situarse en una de esas franjas.
—Las calles no están en muy buen estado —comentó.
—Lo mismo estaba pensando —declaró Don—. Es probable que esta gente ni siquiera conociera las calles y los caminos. No sé cómo…
Calló repentinamente al oír un rumor siseante seguido de un grito de Kat. Dio media vuelta y vio a Al que corría un par de pasos y luego se detenía con brusquedad. Kat había desaparecido.
—¿Dónde está Kat? —exclamó.
Al abrió la boca sin poder decir palabra, sólo supo señalar la pared desnuda del edificio. Don se abalanzó sobre él y le dio un brusco golpe en las caderas.
—¿Qué ha ocurrido, Al? ¡Habla de una vez!
—Hace un instante todavía estaba aquí y de pronto ha lanzado un grito. He visto cerrarse una negra abertura. Eso es todo.
—¿Dónde estaba la abertura?
Los dos se acercaron al edificio y exploraron la pared. Al aún recordaba aproximadamente dónde había visto abrirse el agujero, palpó la pared, pero no encontró nada de particular.
Entonces volvió a oír el mismo silbido de antes, esta vez muy próximo, algo se abrió frente a él y Al se deslizó hacia el interior del edificio. Todos sus esfuerzos por sujetar el borde del muro resultaron en vano. Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero algo le empujó suavemente y le obligó a sentarse… Vio brillar una cálida luz amarilla, y empezó a ascender por una superficie inclinada describiendo suaves espirales, siempre precedido por el reflejo amarillo. Ante sus ojos iban apareciendo distintas imágenes como en un caleidoscopio, manchas de colores, cactus, teclados, hilos de plástico… Luego el ascensor se detuvo… Ante sus ojos se extendía la vasta llanura con las colinas, los lagos y las formaciones rocosas, detrás se alzaba el muro pardo-negruzco de las montañas y más allá se divisaba aún una reluciente corona de picos helados, glaciares y ventisqueros. Kat estaba sentada a su lado. Había hundido el rostro entre las manos.
Al perdió de vista el espléndido panorama, sólo tenía ojos para Kat. Hubiera querido levantarse, pero algo le retenía, suave y sin embargo irresistiblemente. Se inclinó tanto como pudo en dirección a Kat, puso las manos sobre las suyas y comenzó a susurrarle palabras tranquilizadoras al oído. Advirtió que ella dejaba de temblar y se inclinaba hacia él.
De pronto resonó la voz de Don:
—¡Esto ya empieza a pasar de raya, Al! ¿Te has vuelto loco? ¿Qué ocurrencias son éstas, Kat? No olvidéis que tenemos un trato… ¡Si no yo me largo!
—No te lo tomes así, Don. Kat estaba muy asustada. —No es ninguna excusa. Ella sabe perfectamente lo que estamos haciendo. ¡No necesita tus consuelos!
—Desde luego, Don. Pero no ha sido con mala intención.
Al se había recostado otra vez. Los tres estaban sentados uno al lado del otro sobre plumosos asientos de bordes redondeados y miraban a lo lejos con ojos iluminados. Frente a ellos, casi al alcance de la mano, se extendía el paraíso de colinas y lagos, la majestuosidad de las montañas. Las formas aparecían en una perspectiva increíble, como si aparentemente nada las separara de los observadores. El Sol arrancaba relucientes destellos a las crestas, toda la tierra resplandecía bañada en una armonía de luz y color. El arco azul del cielo parecía casi real al tacto y… sobre ese cielo se distinguían las estrellas. Pero el espectáculo que se les ofrecía no era sólo visual: la hierba murmuraba quedamente al arrullo del viento, un agradable calor les acariciaba los miembros, y un tenue olor a tomillo llenó el espacio con un soplo embrujador de inmensidad, intemporalidad y libertad…
Los tres humanos miraban fijamente, incapaces de ver, oír ni sentir nada. Estaban separados de todo ello por mucho más que una extraña pared de cristal, por más que numerosos millones de años luz, por más que varios milenios de progreso.
Al fue el primero en recobrar el dominio. Recuperó el equilibrio, pero sin alcanzar la serenidad de aquellos que con toda probabilidad debían de haberse sentado allí alguna vez, muchísimo tiempo atrás, en una época inconcebiblemente remota. Miró a su alrededor y declaró:
—Son las tierras que se extienden al pie de las montañas. La pared iridiscente es una ventana.
—Es más que una ventana —dijo Katia—. No sólo se contempla el paisaje… También se oye y se huele.
Don intentó incorporarse, pero sus esfuerzos resultaron tan inútiles como las anteriores tentativas de Al.
—No es una ventana, sino más bien la pantalla de un cine, un lienzo con imágenes. ¡Preferiría que me dijerais cómo podemos salir de aquí!
Mientras intentaba levantarse había extendido una mano hacia un lado, y un tablero de mandos brotó del suelo a su lado. Don apretó el botón… Katia dio un chillido… Los respaldos de los artefactos que les servían de asiento se inclinaron lentamente hacia atrás, arrastrando sus torsos y sus cabezas hacia la nueva posición. Los tres permanecieron allí tendidos de cara al techo, incapaces de incorporarse. Don volvió a tocar los mandos, y húmedas gotas de tibia niebla les rociaron el rostro y las manos con un agradable cosquilleo; un intenso olor más estimulante sofocó el perfume de tomillo. Don probó otro botón, y se apagó la luz…
—Basta —gritó Al, pero ya era demasiado tarde… Sintió el contacto de algo muelle, pero potente, que se aferró a sus músculos, amasándolos, golpeándolos y frotándolos, algo comenzó a describir un movimiento circular sobre su frente con una presión apenas soportable… Imposible moverse… Intentó zafarse a manotazos y puntapiés, pero las manos invisibles se negaban a soltarle, le apretaban, se movían ágiles sobre su cuerpo, le masajeaban…
Al fin desapareció el fantasma. Se hizo una tenue claridad violácea… Al se sentía cansado, increíblemente cansado. Se abandonó a la fatiga y a las masas que se mecían bajo su cuerpo…
—¡Al!
Otra vez:
—¡Al!
Con gran esfuerzo consiguió deshacerse de unos sueños indescriptibles.
—¡Despierta, hombre! ¡Tenemos que salir de aquí!
Al volvió la cabeza: Don estaba tendido a su lado. La giró hacia el otro lado: allí estaba Kat.
—Sí, claro, tenemos que salir.
«Es una lástima —pensó—, hubiera preferido no moverme de aquí. No hacer nada, no anhelar nada… Soñar…»
—Tenemos que salir de aquí.
«Tal vez no nos suelten nunca. ¿Para qué salir si cada cual es prisionero de sí mismo? Pero tenemos una misión que cumplir…»
—Don, tiene que haber algún botón que permita salir. Pero, por favor, no conectes otro de esos masajes.
Seguramente también debía de haber botones para recibir alimentos, escuchar música y hablar a distancia.
—¿No ves ningún botón aislado en el extremo inferior del panel?
Lo más agradable era sin duda el profundo sueño lleno de indeterminadas fantasías, un sueño que no disipaba el cansancio. Al, con los ojos aún entrecerrados, observó que Don alargaba otra vez la mano hacia el tablero de mandos…
Nuevamente la luz amarilla corría delante suyo… Al fue deslizándose poco a poco hacia abajo… Un rectángulo de luz se abrió frente a él, y la fría luminosidad cegó sus ojos…
Al se encontró nuevamente de pie frente al edificio. Katia se apoyaba contra la pared junto a él. Oyó un zumbido a sus espaldas… Don también salió del edificio y se les acercó tambaleante.