Al día siguiente por la mañana ya habían superado toda la lasitud. Salieron corriendo de la barraca y vieron nacer el nuevo día. Nuevamente les envolvió el embriagador perfume de tomillo. Dirigieron la mirada a lo lejos, más allá de la zona de colinas, y fueron presa de la fuerte atracción surgida de los amplios espacios inexplorados.
—¿A qué esperáis todavía? —exclamó Don—. Venid, vamos a despegar. ¡No tenemos tiempo que perder!
—¿Visitaremos directamente la ciudad? —preguntó Kat.
—Desde luego, eso sería lo más bonito —dijo Al—, pero es más aconsejable atenernos a las viejas y ya probadas normas. Primero debemos hacer algunos análisis. La composición del aire. Las sustancias químicas del suelo. El espectro de las ondas electromagnéticas. La zoología y la botánica…
—Pero, ¿para qué? El aire es respirable; no necesito análisis químicos para saberlo. No se ve el menor rastro de animales. ¿Tienes acaso intención de coger flores?
—No seas pesado, Al —suplicó Kat—. Ya tendrás tiempo de ocuparte de las plantas. Ven con nosotros… a la ciudad.
—¡Ya conoces la situación, Al! —gritó Don—. ¡Tenemos que llegar antes que los otros! ¡Tenemos que ser los primeros!
Se dirigieron al helicóptero y montaron en el aparato. Don se instaló en el asiento del piloto y puso en marcha el motor. Katia y Al se acomodaron detrás. El zumbido de las hélices se convirtió en un ruido ensordecedor y el aparato despegó del suelo. Se elevaron a una altura de quinientos metros.
La cabina transparente ofrecía una amplia panorámica en todas direcciones. El paisaje que se extendía a sus pies parecía de juguete y su belleza recordaba las imágenes de los libros de cuentos. Hubiera podido ser un parque natural de Finlandia, excepto por las sombras de las gigantescas montañas que se alzaban a su alrededor. Desde su privilegiada atalaya podían identificar perfectamente los picos y crestas en la oscura línea quebrada que surcaba el soleado valle.
—¿Cómo se presenta la situación? ¿Encontraremos algo por aquí? —quiso saber Kat.
—Eso —comentó Al—, hasta el momento no nos has aclarado gran cosa. ¡Déjate ya de misterios!
Don orientó la proa del helicóptero hacia su objetivo, rumbo a la ciudad. Apretó el acelerador a fondo y las colinas comenzaron a correr bajo sus pies.
—Atención ahora —dijo Don—. Jack y yo… descubrimos juntos el planeta. Los dos juntos. Nuestra intención era inspeccionar la zona de las nubes de Magallanes con el espejo de rayos sincrónicos. No sé cómo sucedió, es posible que Jack calculara mal la distancia, pero el caso es que nos encontramos mirando al fondo de un hueco, y cuando ya nos disponíamos a dar media vuelta descubrimos un pequeño Sol aislado. A su lado gravitaba un planeta gigante parecido a Neptuno, en vista de lo cual decidimos aproximarnos más al sistema. Y… ¡esto es lo que encontramos!
Don señaló las cadenas de colinas que se iban deslizando unas junto a otras bajo sus pies, como cintas transportadoras.
—¿La otra vez también descubristeis en seguida la ciudad? —preguntó Kat.
—Hay varias. No fue difícil localizarlas. El planeta está cubierto en un noventa por ciento de montañas. El restante diez por ciento de zonas verdes destaca claramente entre el gris y el pardo. Todas las ciudades están en la zona baja, en las regiones onduladas de los valles. Pero esa de ahí —señaló hacia delante con la barbilla— es la más grande.
Una colina se alzaba ahora sobre el horizonte justo delante de sus ojos. Era una colina bastante distinta de las demás: se recortaba contra el azul del cielo con un reborde escalonado, surcado de muescas y salientes en forma de torres. Las siluetas de las otras montañas y cumbres tenían, en cambio, un suave trazado ondulado y liso.
—¿Y no podría quedar aún algún ser vivo dotado de inteligencia? —preguntó Katia.
—Pamplinas —respondió Don—. El período de la evolución orgánica es tan reducido en relación con el tiempo de desarrollo de un planeta que las posibilidades son prácticamente nulas. Nadie ha encontrado seres inteligentes hasta el momento. Aunque abundan rastros. La ciudad está deshabitada con toda seguridad. Parte de los edificios están en ruinas.
Al había levantado los prismáticos enfocándolos sobre la colina cubierta de construcciones. Tuvo que darle la razón a Don. Tan importante y fantástico como resultaba visto desde lejos, aquello que el día anterior les había parecido una recreación de la ciudad dorada bajo la caricia de la luz del Sol encendido, evocando recuerdos de viejas sagas y sueños, resultaba ser sólo un conjunto de edificios desiertos, varias veces destruido.
Kat se volvió otra vez hacia Don:
—Pero, ¿qué ocurre con las criaturas inteligentes una vez alcanzada la fase superior de evolución?
—Se aniquilan entre sí —explicó Don—. En ello nuestra cultura se diferencia de todas las demás. De hecho, algo así comenzó a ocurrir también entre nosotros, con las guerras bacteriológica y atómica; pero logramos frenarlas a tiempo.
Ahora ya se divisaban algunas construcciones a simple vista: torres sobre las que se dibujaban los cuadrados de las aberturas de las ventanas; puentes tendidos sobre los abismos de las calles; armazones de construcciones y mástiles. Buena parte de ello, sin embargo, estaba derrumbado, retorcido, en descomposición…
Al bajó los prismáticos.
—¿Por qué no has vuelto en compañía de Jack?
Don rió.
—¿Crees que me interesan los trastos viejos? ¿Estudiar el grado de desarrollo tecnológico? ¿Los problemas de la arqueología espacial? Todo eso son bobadas. Yo busco nuevas experiencias, ¿comprendes? Quiero una aventura divertida y arriesgada; y lo mismo desea Jack.
—Y por eso…
—Por eso cada uno de nosotros ha organizado su propia expedición. Has acertado. Quien descubra primero cómo eran esos seres, habrá ganado. Cada grupo investigará por su cuenta, sin interferirse en el trabajo del otro. Pero conozco a Jack… Si teme que le arranquemos el triunfo de las manos, hará todo lo posible por impedirlo. Conque debemos proceder con cautela. Concentrad vuestras fuerzas… ¡La tarea que nos espera no será fácil!
La superficie a sus pies seguía siendo sólo una alfombra de azules y verdes. Las formas lobuladas de los lagos salpicaban los prados como hojas caídas. Entre ellos se alzaban macizos aislados de roca. Sólo unos cuantos matorrales dispersos jalonaban el conjunto.
—¿Qué son esos puntitos? —exclamó Katia—. ¡Al, dame los prismáticos!
Al se los alcanzó y fijó la atención, concentrada hasta ese momento en la contemplación de la ciudad, hacia la franja de terreno que se extendía a sus pies. Prados recién crecidos recubrían la superficie ondulada. El verde no era absolutamente uniforme. Al observó que algunas partes parecían tener un color más pálido, y que su distribución parecía seguir una pauta más o menos uniforme; en general, esas zonas formaban unas líneas rectas más claras, aunque a veces también se torcían o se bifurcaban. Recordó uno de los recursos empleados por los astrónomos, consistente en observar la estructura de las sombras que se proyectan sobre la superficie del terreno para identificar así las transformaciones introducidas artificialmente en el relieve natural. Pero el sol ya estaba demasiado alto y no pudo detectar nada claramente significativo.
Los puntos que habían llamado la atención de Katia formaban una salpicadura de manchitas de color, algunas de un negro intenso, otras recubiertas de verde.
—Son agujeros en el suelo —exclamó la muchacha.
Al volvió a coger los prismáticos y comprobó que Katia estaba en lo cierto.
—Parecen huellas de proyectiles, como cráteres de granadas. ¿Creéis que podrían ser reminiscencias de una guerra?
—Es probable —dijo Don—. De alguna forma tienen que haberse matado unos a otros.
Al hizo un gesto negativo con la cabeza. No le gustaban las suposiciones y hubiera preferido examinar esos problemas en profundidad. Pero procuró apartar ese pensamiento de su mente. «A fin de cuentas tampoco hemos venido para eso», se dijo.
Volaban directamente por encima de la ciudad. Las líneas de un verde más claro fueron incrementándose hasta formar una trama reticulada. Ello ratificó a Al en su idea de que debían de ser caminos y carreteras. «Pero, ¿cómo se explica que estén cubiertos de vegetación —se preguntó Al— y que en cambio los cráteres de granadas estén aún pelados?»
A sus oídos llegó una maldición procedente del asiento del piloto. Kat y Al miraron a Don interrogadoramente.
—¡Algo falla en la dirección! —refunfuñó Don—. El aparato no cesa de torcer el rumbo.
—¡Justo ahora que estábamos llegando a la ciudad!
Katia miró perpendicularmente hacia abajo a través del suelo transparente de la cabina: a sus pies se alzaban las primeras construcciones, blancos puntos regularmente distribuidos sobre las verdes superficies.
Al no apartaba los ojos de Don. Era algo realmente extraño. El aparato se desviaba una y otra vez hacia un costado, como un coche sobre una carretera con un fuerte peralte. Cuando Don intentaba torcer demasiado violentamente el rumbo, el helicóptero se ladeaba en dirección contraria.
—No es un problema de la dirección —declaró Al.
Don resopló furioso.
—¿Qué demonios es, entonces?
—Prueba a volar un poco en posición tangencial, describiendo un círculo en torno a la ciudad… Ahora no hay ningún problema… ¿Te das cuenta?
—¡Es verdad, tienes razón!
Katia observaba sus tentativas sin comprender nada.
—¿Qué ha pasado?
—Algo nos obliga a desviarnos de la ciudad —dijo Al—. ¡Conecta el piloto automático, Don!
Don apretó un botón que llevaba una lucecita roja; la luz cambió a verde. Luego hizo girar ligeramente el indicador de dirección. Todos contuvieron el aliento… El rumbo se mantuvo estable.
—Ahora funciona —dijo Don.
—No, tampoco funciona —replicó Al.
Don miró inquieto a su compañero.
—¡Mira allí abajo! —le sugirió Al.
—Bueno, ¿y qué?
—No nos movemos.
—¡Maldita sea! ¡Es verdad!
Desde arriba no se notaba a primera vista, pero después de mirar durante un rato resultaba evidente que no había variado la posición del aparato. El paisaje permanecía inmóvil; estaban suspendidos sobre él, como paralizados en el mismo lugar.
Don apretó el acelerador.
—¿Crees que podría ser una corriente en sentido contrario?
El aparato consiguió avanzar un poco.
Don hizo zumbar el motor, la hélice rugía y el helicóptero logró moverse otro par de metros. Luego se detuvo durante unos segundos y, de pronto, comenzó a vibrar violentamente como un taladro de madera cuando de súbito topa con un trozo de metal.
El fuerte balanceo estuvo a punto de hacerles perder el equilibrio a los tres.
Don aligeró la presión sobre el acelerador, se interrumpió el vaivén y el aparato retrocedió algunas docenas de metros alejándose del centro de la ciudad, con la popa por delante.
Don empezó a despotricar furioso. Desconectó el botón del piloto automático… y el helicóptero dio de inmediato un giro de ciento ochenta grados. Al y Kat quedaron aplastados contra la pared lateral, Don tuvo que agarrarse a la palanca de mandos. Dio gas y se alejó un poco del lugar; luego describió un círculo y volvió a lanzarse a toda marcha sobre la ciudad.
—¡No, alto! —gritó Al, pero el aparato ya se encabritaba…
Resbaló lateralmente; entró en barrena. Don volvió a apretar el acelerador y describió un semicírculo.
—¡Pasaré, aunque todo salte en pedazos!
La fuerza centrífuga les dio otra fuerte sacudida.
—¡Por favor, no hagas eso, Don! —gritó Katia.
Don no la escuchaba y el aparato se detuvo nuevamente como frenado por un almohadón de plumas. La estructura metálica chirrió de un modo inquietante, luego empezaron a elevarse como cogidos por un torbellino… y por fin el helicóptero dejó de deslizarse hacia el costado. Don recuperó el control de la máquina.
Kat había apoyado la cabeza en el hombro de Al y sus párpados se abrían y cerraban sin cesar. Don puso rumbo al campamento sin decir palabra.