Siempre se producen unos segundos de emoción tras el despertar de la conciencia en un planeta desconocido. La escena comienza a estructurarse como en un cuadro, una tras otra van emergiendo las distintas partes de la nada, uno tras otro se organizan los sucesivos detalles —a veces en suaves oleadas, a veces de forma brusca y sincopada—. Y sobre todo ello planea la cosquilleante expectativa de algo inimaginable: tal vez dotado de una fuerza sobrehumana, tal vez mortalmente cruel.
Lo primero que Al percibió fue el olor a tomillo. Estaba tendido en un prado de perfume vegetal, envuelto en un tenue murmullo y un conjunto de informes sombras. Lentamente fue adquiriendo noción de su propio peso; advirtió que algo le levantaba y lo transportaba, para dejarlo deslizarse luego otra vez hacia el suelo. Leves rumores crepitantes comenzaron a diferenciarse del murmullo general. Las sombras adquirieron una tonalidad rojo-anaranjada. Como arrastrados por el viento, se despejaron los últimos velos. Se iniciaba el despertar de los deseos y los interrogantes.
Al se incorporó. Constató satisfecho, aunque no sin un cierto dejo de decepción, que se sentía en su elemento. No hacía un calor ardiente, no había descargas eléctricas, y tampoco se veía husmear a ningún saurio por el lugar. No se divisaba ningún posible peligro. Sintió relajarse su tensión y miró atentamente a su alrededor.
Estaba sentado junto a la barraca sobre un colchón de goma espuma. A través de la puerta de la sala de máquinas le llegó el rumor de un traqueteo. Un cochecito robot rodó sobre la superficie aplanada, con un soplete de soldador entre las tenazas. La sombra de la antena del relevador caía sobre él como una red, trepaba formando curiosos dibujos sobre el mecanismo automático y volvía a bajar por el otro lado.
Al sufría aún una cierta inercia. Cada vez que intentaba incorporarse sentía un leve dolor muscular y una sorda presión le atenazaba el cerebro. Pero con cada nueva inspiración notaba crecer su capacidad de movimiento, su sensación de libertad, sus ansias de acción. Se levantó, flexionó las rodillas e irguió el cuerpo. Se abotonó el cuello de la camisa amarilla de explorador e inhaló profundamente el aire. «Un buen lugar —pensó—. Don ha sabido escoger bien.»
La barraca se alzaba unos cien metros por encima del nivel del valle. Los autómatas habían levantado un poste emisor contiguo a ella. Y unos cincuenta metros más allá, a la misma altitud, se erigía el hangar para el helicóptero. Lo primero que llamaba la atención era el cráter formado al extraer las materias primas. Se abría en el suelo como una herida no cicatrizada, con los rebordes hinchados y teñidos de rojo por el proceso de descomposición de las capas más superficiales, y el interior de un color negro grisáceo. Detrás de la barraca se alzaba la montaña, y a sus pies se extendía un paisaje con millares de colinas planas y de pequeños mares. Sobre el conjunto se cernía el resplandor rojo-anaranjado de un Sol desconocido.
La puerta deslizante de la sala de estar de la barraca se abrió para dejar salir un vehículo con el cuerpo de Katia en el asiento trasero. El coche-robot tomó a la muchacha mediante varias docenas de sensibles tenazas y la depositó en el colchón sobre el que poco antes se había despertado Al. También Katia estaba a punto de recobrar el conocimiento. Sus miembros se estremecían en repetidos y suaves estertores.
—¿Dónde está Don? —preguntó Al.
El coche-robot se detuvo.
—Todavía duerme —anunció su altavoz.
—Continúa tu trabajo —le ordenó Al, y le despidió con la mano.
Conque Don aún dormía. Y Katia se estaba despertando. La comisión de genética había admitido la solicitud de Don y Katia para formar pareja, y algún día tendrían un hijo. Ello había creado unos lazos entre los dos. Don había introducido a Katia en el círculo de sus amigos. La chica era una buena compañera y participaba con entusiasmo en todos los juegos. Sólo una cosa molestaba a Al en todo ese asunto: Don trataba a la muchacha como si en cierto modo le perteneciera, y parecía creerse con derecho a darle instrucciones. Con leve malicia, intentó imaginar la reacción de Don cuando advirtiera que había sido el último en despertarse.
—¡Hola, Don!
La voz sonó tan queda, que Al casi no la oyó.
—¡Kat! —gritó—. ¡Soy yo! ¡Al!
Se examinó rápidamente para asegurarse de que llevaba la chaqueta color caqui bien puesta y se alisó los cabellos trigueños.
Katia estaba tendida sobre el colchón e intentaba sentarse. Al se arrodilló a su lado, deslizó una mano bajo su espalda y la aupó. Ella le miró con los párpados entrecerrados.
—Esta luz es horrible —susurró.
—¿Cómo estás? —le preguntó Al.
—Lo he resistido. Creo… que estoy muy bien.
—Ya te acostumbrarás a la luz —explicó Al—. No tardarás en olvidar que es anaranjada. La verás blanca. Y todo adquirirá su tonalidad normal. Entonces el lugar no te parecerá demasiado distinto de la Tierra.
—Pero el cielo —dijo Katia—. El cielo… —También el cielo se verá azul… Espera y verás. Es un proceso automático. Algo así como un desplazamiento del punto cero de una escala.
«Es curioso —pensó Al—, a mí no me ha molestado en absoluto la tonalidad gris sucio del cielo. Seguramente las mujeres deben de tener una sensibilidad distinta.»
Observó a Katia. El viento le alborotaba los rubios cabellos. La joven estaba aún un poco pálida y su palidez subrayaba los pómulos ligeramente salientes que le daban un aire exótico. Los ojos azul oscuro estaban semiocultos bajo los párpados. Katia llevaba pantalones vaqueros rojos y una chaqueta de cuero negra encima de un jersey también negro. Se estaba recuperando rápidamente. Sus movimientos no tardaron en adquirir mayor coordinación y se le fue aclarando la mirada.
—Es estupendo, Al —exclamó—. ¡Me alegra tanto haber podido venir! Es la primera vez. No te enfades si no hago muy bien las cosas. —Sonrió tímidamente y a Al le resultó aún más simpática que antes—. Pero, ¿qué le pasa a Don?
Hizo un nuevo ademán de levantarse, pero Al la retuvo.
—¡Descansa un poquito más! —le rogó—. Yo iré a ver qué pasa.
Se dirigió a la barraca y cruzó la puerta. El lugar le pareció lóbrego por contraste con la luminosidad del exterior.
Buscó el interruptor a tientas y bajó la palanca. La luz se encendió con un blanco azulado deslumbrador. «Es un lugar increíblemente primitivo», se dijo Al, y esa impresión se acentuó después de mirar otra vez a su alrededor. Todo estaba subordinado a la necesidad de economizar espacio. Una ventana se abría sobre el valle, a su derecha; bajo la ventana había una mesa con tres taburetes. La puerta de la sala de máquinas se abría en la pared de enfrente, y el resto de la superficie estaba dividido en anaqueles con las principales herramientas. Todo lo que no se encontrara ya hecho debía ser fabricado por los propios autómatas. Adosadas a la pared de la izquierda había tres literas, una sobre otra. Don estaba acostado en la del medio. La pesada mole de su cuerpo se había hundido profundamente en el colchón de aire. La manta cubría la figura del hombre dormido hasta la altura de la boca. De las burdas facciones de Don asomaba sólo una parte con la nariz, pues un corto flequillo negro castaño le ocultaba la frente. Ya empezaba a respirar.
Al abrió la puerta de la sala de máquinas y llamó a uno de los autómatas.
—¿Cuándo estará listo Don?
—Dentro de cuatro minutos.
Fue una respuesta exacta, sin titubeos.
—Pues sácalo fuera.
El autómata obedeció. Al le abrió la puerta y salió tras él.
—En seguida estará —le dijo a Kat.
La chica ya se había recuperado entretanto. Katia le hizo muchas preguntas, mientras los dos montaban guardia junto al colchón, donde Don iba ganando acceso a la conciencia. En ese momento todo tenía su interés para ella. Las novedades que les aguardaban eran aún algo lejano e inaccesible; Katia se encontraba en una isla de origen humano y de estampa humana, pero a su alrededor acechaba lo desconocido, el misterio. Tal como le había anticipado Al, se había desvanecido la tonalidad gris del cielo y éste ahora brillaba con un azul intenso, pero ese azul le resultaba extraño a Katia y otro tanto le ocurría con el verde de las plantas y el marrón de la pared de roca que se alzaba a sus espaldas. Aunque sus ojos ya no lo notaran, ese cielo era distinto, y las plantas eran distintas, y tampoco las rocas eran como las de la Tierra. Katia podía palparlo. ¿Y los animales? Oteó a su alrededor, pero no divisó ningún animal. «Mañana —pensó—. ¡Mañana!» Una suave y tibia brisa procedente de la planicie soplaba sobre la ladera, cargada de oleadas de perfume de tomillo. Olía a tomillo, aunque probablemente debía de ser algo muy distinto; el olor se convirtió de pronto en un aliento de lo desconocido.
—¡Eh! —gritó Don, pero su voz aún sonaba débilmente. Con un gran esfuerzo logró incorporarse sobre los codos—. ¿Ya estáis recuperados? A mí todo me da vueltas todavía. Qué vergüenza. ¿Qué tal el panorama?
—Bonito —dijo Katia—. ¿Cómo te encuentras?
—Ya estoy mejor. No tiene ninguna importancia. ¿Habéis visto alguna señal de los otros?
Katia le acarició la frente.
—Ni rastro, Don. No te has perdido nada. En realidad, sólo llevamos un par de minutos despiertos.
—Estupendo. —Don soltó un gemido y se dejó caer otra vez sobre el colchón. Cruzó las manos bajo la nuca y cerró los ojos—. ¿Podéis decirme qué aspecto tiene esto?
—Bastante inofensivo —respondió Al—. Colinas verdes, montañas, lagos. El aire es respirable, la temperatura agradable. Nada de particular. ¡Espero que no resulte demasiado aburrido!
—Es muy poco probable —comentó Don, con los ojos cerrados—. Ya se cuidarán los otros de que eso no ocurra. ¡Además, también tenemos la vieja ciudad!
—¿Dónde está, ahora que lo dices? —quiso saber Katia.
Don se incorporó. Llevaba unos pantalones de pana que le llegaban hasta los tobillos y una ajustada chaqueta de terciopelo con botones dorados. Ya parecía mucho más repuesto.
—Hoy comprobaremos las existencias. Y mañana nos pondremos en camino.
Escudriñó la zona de colinas que se abría a sus pies y luego siguió inspeccionando más allá, hasta el horizonte. Estaba anocheciendo. El Sol colgaba como un disco rojo entre la bruma. Y mientras el astro se iba hundiendo lentamente, más y más, a lo lejos comenzó a reverberar una línea. Rojas chispas se encendían en lontananza para desaparecer luego otra vez.
Don levantó la mano y apuntó hacia abajo:
—Allí está la ciudad.