XI

OTRA VEZ VINUESA

Seguía malo y febril, no podía dormir. A la mañana siguiente de llegar tomé la diligencia. Me metí en un rincón de la berlina, y estaba con los ojos cerrados, cuando oí una voz conocida. Era Vinuesa.

—¿Qué le pasa a usted? —me dijo—. ¿Está usted enfermo?

—Sí; tengo una herida —contesté—. Usted tampoco tiene buen aspecto.

—Estoy acatarrado, y no puedo con mi alma. Estaba el hombre desconocido, flaco, macilento, con el pelo blanco.

—Vengo muerto —me dijo entre dos estornudos—. He pasado en el campo de Don Carlos unas semanas, y vuelvo ansiando descansar. Aquello es un manicomio.

—¿Sí, eh?

—¡Un horror! Ya le contaré a usted.

Partió la diligencia. No íbamos en la berlina más que Vinuesa y yo, y el hombre se puso a hablar.

—Pues, sí —me dijo—; mientras he estado allá, no he tenido un día tranquilo. Llegué el 7 de febrero a Villarreal, y el señor me hizo alojar en una de las mejores casas del pueblo. Al día siguiente tuve mi primera audiencia con Su Majestad. ¿Usted no es carlista?

—No.

—¿Le molesta a usted que yo le dé este título de majestad a Don Carlos?

—No, no; de ninguna manera.

Lo que me molestaba era el dolor de cabeza, cada vez más creciente, que tenía.

—Pues bien: Su Majestad —siguió contando Vinuesa— me dijo que el objeto de llevarme al Real no era otro que nombrarme ministro de Estado, en una combinación pensada, de acuerdo con el general Maroto. «Me honra Su Majestad, le dije, pero no creo que sirva para tan alto cargo». «¡Sí, sí! ¿No has de servir?, me contestó. Eres inteligente, culto y fiel». Luego me dijo que el ejército carlista mejoraba; que Maroto había conseguido restablecer la disciplina por completo y que tenía la esperanza de poner sus tropas en un estado brillante, al que no habían llegado nunca.

—¿Así que Don Carlos estaba contento con Maroto? —pregunté yo, aunque en aquel momento no me interesaba nada la cosa.

—Mucho. «A Maroto le da por la organización», me dijo Don Carlos.

—¡Le da por la organización! —repetí yo—. ¡Qué frase más poco napoleónica!

—A los tres o cuatro días, el señor me encargó que hiciera un proyecto de arreglo para la Secretaría de Estado, que fuera económico y sencillo; lo hice a la carrera, y, para recompensarme de los servicios que, según él, le había prestado, me nombró conde de Gracia Real.

—¡Gracia Real! Es bonito —murmuré yo.

—¿Le parece a usted?

—Muy bonito. Sí.

En la confusión de mi cerebro, Gracia Real me parecía que debía ser algún pájaro de muchos colores.

—Su Majestad me ha tomado afecto —siguió diciendo Vinuesa—. Tuve que seguir, con el Real, andando de acá para allá, y el día 20 de febrero, ¡a mí me parece que han pasado, no días, sino años desde esa fecha!, una mañana de lluvia y de frío se nos presentó, yendo por el monte, el oficial don Joaquín Sacanell con un pliego, de parte de Maroto. «Léelo», me dijo el señor. Yo empecé la lectura. Había un preámbulo largo, en que Maroto se quejaba de la indiferencia del rey, que Don Carlos escuchó como absorto. Luego venían estas palabras, que se me han quedado grabadas en la memoria: «Es el caso, señor, que he mandado pasar por las armas a los generales Guergué, García, Sanz, al brigadier Carmona y al intendente Uriz…». «¿Qué dices?, exclamó Don Carlos. Eso no puede ser. Entremos aquí, en esta casa». Pasamos a un caserío que se hallaba cerca del camino real, nos sentamos, y leí yo todo el parte de Maroto. «¡Jesús! ¡Jesús! ¡Dios mío!, exclamó el señor. Estoy perdido. Maroto se ha vuelto loco o me hace traición. No digas nada, y vamos pronto a Villafranca. Estoy sofocado. Necesito descansar. ¡Dios mío, qué disgusto me están dando!». Llegamos a Villafranca, y tuvimos una conferencia con el rey, Arias Teijeiro, el brigadier Montenegro y yo, y acordamos redactar una proclama declarando traidor al general Maroto, que comenzaba así: «Voluntarios, fieles vascongados y navarros».

Arias Teijeiro hizo observar que Maroto sentía gran odio por Balmaseda, y que sería capaz de fusilarlo, teniéndole preso en el castillo de Guevara, y, para evitarlo, Don Carlos mandó al momento una esquela dirigida al gobernador del castillo de Guevara, que decía así: «Gaviria: Pondrás en libertad inmediatamente a Balmaseda, porque así te lo manda y es voluntad de tu rey. —Carlos». Volvimos con el Real a Villafranca el 23, y se encontró Don Carlos con la dimisión del Ministerio.

—¿Qué harías tú? —me preguntó.

—Yo llamaría al brigadier Montenegro.

Lo hizo así, y se constituyó el Ministerio. Unos días después, el señor se encerró conmigo en un gabinete y me dijo que su causa marchaba muy mal.

—Pero ¿por qué, señor? —le pregunté yo.

—No hay que hacerse ilusiones; esto va mal. El paso lamentable que ha dado Maroto fusilando cuatro de mis jefes mejores, es el principio del fin. Aquí hay alguna trama oculta contra el carlismo.

Maroto ha hecho la guerra en el Perú, y Espartero y él se han debido de conocer. No me chocaría nada que los dos sean masones. La masonería nos ha perdido. Dicen que Fulgosio, Urbiztondo, Lasala y otros jefes son también francmasones y están de acuerdo con Espartero y Maroto para vender mi causa. Yo no lo creo, ni lo dejo de creer, pero me lo temo; no me asombraría nada que fuera cierto. Cometí la grave falta de recibir a los castellanos y de preferirles a los fieles navarros y vascos, que no me han faltado nunca. Ya la cosa no tiene remedio, y es preciso conformarse con la voluntad del Señor.

—Pero todavía hay un ejército carlista, fuerte bien organizado —le dije yo.

—¡Sí!, pero le obedece a Maroto más que a mí. Él es el dueño de los batallones, y no es sólo eso, sino que todos mis verdaderos amigos y consejeros fieles me los arranca de mi lado y me los expatria a Francia.

—¿Y no puede Su Majestad destitutir a Maroto?

—Por ahora, imposible, imposible. Hay que disimular. ¡Ah! ¡Si tuviera pruebas claras de su traición!

—Y no las hay, claro.

—No las hay. Y ellos son muchos, y yo voy estando solo. ¿Tú, amigo Vinuesa, no conocerías en Madrid o en Bayona algún hombre activo, inteligente y sagaz, que pudiera atraer a mi lado?

—Entonces, yo pensé en usted y en Aviraneta.

Yo había oído esta relación dominado por el dolor de cabeza y el ruido de la diligencia.

—¡En Aviraneta y en mí! —exclamé yo, verdaderamente asombrado.

—Sí, en Aviraneta y en usted. Conozco —le dije al señor— dos hombres de un talento extraordinario. El uno, es un hombre ya hecho, avezado a las revoluciones; el otro, es un joven activo, fuerte, lleno de inteligencia y de energía. A este le encontré en Bayona y le conté que estaba denunciado, perseguido. En un momento lo arregló todo, y al día siguiente estaba en Vera.

—¿Y qué hacen esos hombres? ¿A qué se dedican? —me preguntó Don Carlos.

—El más viejo debe de estar empleado; el joven es un comerciante rico.

—¿De dónde son?

—Creo que vascos.

—¿Y son tan inteligentes?

—Son dos cabezas privilegiadas. Han viajado, saben idiomas, conocen a los hombres…

—Gentes así, de arrestos, de energías, me convendrían. Consultaré el caso con el padre Gil. Vuelve mañana, a las nueve.

Al día siguiente me presenté a Su Majestad, quien me dijo:

—Tengo confianza en ti. Vuelve inmediatamente a Bayona, y trae a los dos amigos tuyos. Le ofrecerás a cada uno, desde luego, diez mil duros, que te entregará el marqués de Lalande, con una libranza mía, y les dirás de mi parte que, si satisfacen mis deseos, seré para ellos, no el rey, sino un amigo; y que, llegado a Madrid, y colocado en el trono de mis padres, haré lo que pidan y deseen.

Así, que ponte en camino cuanto antes.

Me despedí de Don Carlos, pasé por Vera el mismo día en que se esperaba que el general Urbiztondo llegara con el convoy de los desterrados a Francia, de orden de Maroto, y aquí estoy.

Todo esto me parecía una fantasía de sueño.

No comprendía cómo Vinuesa podía tener tanta influencia sobre Don Carlos para darle un consejo y convencerle.

Por otra parte, el consejo no era malo, porque Aviraneta y yo, en el Real de Don Carlos, hubiéramos hecho algo trascendental.

—¿Qué me contesta usted? —me preguntó Vinuesa.

—Amigo Vinuesa —le dije, haciendo un esfuerzo—, es usted más bueno que el pan. Yo le agradezco a usted mucho lo que ha hecho por Aviraneta y por mí y los informes que ha dado usted a Don Carlos. Si yo creyera en el triunfo de la causa carlista y tuviera alguna simpatía por ella, aceptaría con entusiasmo esa misión; pero no tengo simpatía ni creo en el triunfo del carlismo. Para mí, hoy por hoy, la causa carlista está perdida. Maroto, indudablemente, está de acuerdo con Espartero. Querer hacer revivir el carlismo es querer resucitar a un muerto.

—Pero a ustedes les convendría, aunque no fuera más que por hacer su carrera, unirse a Don Carlos.

—Yo no puedo, y creo que Aviraneta tampoco; pero pregúnteselo usted a él.

—Y usted, ¿por qué no puede?

—Porque soy… masón.

—¿Y Aviraneta es también masón?

—Sí.

Al decirlo me reía por dentro. Toda esta conversación me hacía el efecto de un sueño.

—¡Ah!… ¿Es usted masón?

—Sí.

—Entonces, lo comprendo. El hacer traición a los francmasones le podría costar la vida.

—Es cierto.

—¿Y usted cree que Aviraneta no querrá?

—Desde luego, no.

—¿Y qué piensa usted que yo debo hacer ahora? ¿Cómo le contestaría a Don Carlos?

—Pues le escribe usted que ha venido a Bayona, que nos ha hablado, que hemos dicho que somos masones y que estamos comprometidos con los liberales. De paso le devuelve usted la libranza de los veinte mil duros, y le dice usted, con relación a usted mismo, que se va usted a quedar una temporada en Bayona hasta restablecerse. Porque usted, como yo, necesita reposo.

—Muy bien, muy bien. Es usted un verdadero amigo. Yo no estoy para nada con este catarro.

Tengo la cabeza como un bombo. ¿Quiere usted redactarme esa carta?

—Bueno; cuando lleguemos a Bayona.

En el escritorio del hotel, y con grandes trabajos, redacté la carta.

—Es usted mi salvador —me dijo varias veces Vinuesa—; voy ahora a casa del marqués de Lalande para que encamine mi carta al Real de Don Carlos.

Yo comencé a subir la escalera de mi hotel para llegar a mi cuarto. En la cabeza sentía unos golpes como de un martillo. Al llegar, me desnudé como pude y me metí en la cama; luego llamé a la criada y la dije que avisara a don Eugenio de Aviraneta, en la calle de la Moneda, 11, que había llegado.