LA ENCERRONA
Volví a entrar en casa y me metí en la cocina, iluminada por la luz de un candil. El soldado de Cigales seguía cantando y cuidando del rancho. Hablamos del asunto del día.
Charlaba con el soldado cuando vino la patrona, conmovida por el suceso ocurrido en la vecindad: la prisión del general García. La mujer del general García había suplicado a su marido que se fuera y que se fuera de Estella; pero él no quiso; luego había estado en su casa el cura de San Pedro, que le convenció, le dio su sotana, el manteo y la teja, y García fue a casa del cura y estuvo allí una hora, hasta que quiso escapar saliendo por el portal de San Nicolás, donde le detuvo el centinela.
Se decía que lo iban a fusilar, y que lo iban a fusilar vestido de cura. En esto entró una vieja preguntando por mí y me dio una carta. La abrí. Decía lo siguiente:
A María Luisa la han llevado engañada a una casa de la calle del Chapitel dos hombres del 5° batallón, y la tienen allí presa. Avísele usted a Bertache, que está alojado en el callejón sin salida de la calle de la Calderería, en la casa del fondo, a la derecha, y entre los dos, y mejor si llevan algún compañero, pueden salvarla. Quémeme usted esta carta.
Un Amigo.
—¿Y la vieja que ha traído esta carta? —le pregunté a la patrona.
—Pues se ha marchado.
—¿La conoce usted?
—No.
Me hubiera gustado hacerle algunas preguntas; pero yo había estado muy lento, o ella muy rápida, porque aunque me asomé corriendo a la calle, no la vi.
Quemé la carta en el fuego de la cocina, subí a mi cuarto y me metí una pistola en el bolsillo. Me eché el impermeable sobre los hombros y me dispuse a buscar a Bertache.
No llovía, la noche estaba húmeda. Al pasar por el puente del Azucarero estuve un momento contemplando la luna, que asomaba por encima de los tejados y se reflejaba en el río.
El pueblo estaba desierto. Se habían cerrado todas las tiendas y las puertas de las casas. Fui a la plaza. Allí había grupos y corrillos de militares y de algunos curiosos. Los militares decían que había que fusilar a García, a Guergué y a sus amigos y seguir el mismo procedimiento con los traidores del Cuartel Real.
Me alejé de la plaza y me metí en el callejón sin salida de la calle de la Calderería.
Avancé hasta el fondo y vi a mano derecha una puerta entornada.
Llamé, dando unas palmadas. Apareció una vieja, la que me había entregado la carta, alumbrándose con un candil. Era una vieja bruja, encorvada, de ojos negros, nariz afilada y boca sumida.
—¿Está aquí Bertache? —le pregunté.
—Sí; pase usted.
Avancé en el portal y me sentí de pronto que me taparon la boca y que me agarraron por los brazos y la cintura.
—Otro que ha caído en la trampa —dijo una voz.
Me registraron, me quitaron la pistola, abrieron una puerta y me hicieron bajar las escaleras de una bodega iluminada por un candil. Allí, sentados en un banco, con los pies y las manos atados, estaban María Luisa Taboada y Salvador, el espía del hotel de Bayona.
Hice un movimiento de sorpresa.
—¡Parece que te asombras! —dijo una voz burlona.
No contesté, y me dejé atar brazos y pies.