LOS CONJURADOS
Al día siguiente me encontré en el mismo sitio con García Orejón, que me indicó que le siguiese de lejos. Fui tras él a una casa de la calle de la Rúa, donde tenía su alojamiento. Subimos a un cuarto pequeño, cerró bien las puertas, y luego, con mucho misterio, me dijo:
—La cosa anda mal. Estos navarros creen que van a poder contra Maroto, y Maroto es un hombre terrible. Esta gente se dedica a charlar y a decir que va a hacer, y el otro hace. En casa de Pérez Tafalla, de la viuda de Santos Ladrón y en las demás tertulias del pueblo, se dice que todos los amigos de Maroto y del justo medio van a ser presos. El general García, que está como loco, le pidió hace días un plan a Carmona para sublevar Navarra. Este plan se lo han enviado a Guergué a su casa de Legaria, con un primo de este, que se llama Lagardón y a quien la gente llama Lagartón.
Después de haberlo examinado Guergué, se lo ha vuelto a dar a Carmona, y Carmona ha mandado el proyecto definitivo a García, por intermedio de la amiga de usted, María Luisa Taboada.
María Luisa me lo ha dejado a mí antes, y yo lo he copiado.
—¿Y qué va usted a hacer con el plan?
—Se lo voy a entregar a Maroto.
Me quedé helado.
—¿Va usted a enviar eso por correo?
—No; ahora mismo me voy de Estella. Entregaré yo el plan en persona.
Salimos de su casa; yo, pensando en el peligro que corría María Luisa. Si se descubría que hacía traición a sus amigos, la iban a hacer pedazos.
Por la tarde fui a visitar a María Luisa a casa de la viuda de don Santos Ladrón. Pensaba advertirla del peligro que corría. María Luisa me presentó en la casa como legitimista de Bayona.
Conocí a los generales Sanz y García.
Don Pablo Sanz era el futuro marido de la viuda de don Santos Ladrón. Era un hombre todavía joven, de buen aspecto. Me pareció un tanto vanidoso y petulante. Me dijeron que era borracho y de un carácter desigual, como la mayoría de los alcohólicos.
El general García era más viejo que Sanz, de unos cincuenta años, de cara seria, de mal humor, flaco, de bigote corto. Era brusco, bilioso, de modales toscos, mal hablado, amigo de la clase de tropa más que de los oficiales; enemigo de los forasteros y navarrista furioso. Tenía el aire de un atrabiliario. Habló de una manera muy jactanciosa y fanfarrona, como si despreciara profundamente a Maroto.
Aseguró que Sanz y él lo que querían sobre todo era comenzar las operaciones, cosa a que se oponía Maroto, porque indudablemente, estaba de acuerdo con Espartero.
Las señoras carlistas se entusiasmaban con los desplantes de García.
—¿Y si viene aquí Maroto? —dijo uno.
—Que venga. El pueblo se levantará contra él, y aquí mismo lo fusilaremos —contestó el general carlista.
Toda aquella gente tenía una tranquilidad y una seguridad un poco absurda.
Como yo no había podio hablar a María Luisa a solas, le dije que al día siguiente fuera a mi casa.
Fue quizá creyendo que la iba a importunar con galanterías; y le expliqué de qué se trataba.
—Creo que debe usted marcharse ya —le dije.
—¿Tiene usted miedo? —me preguntó ella.
—No; tengo miedo por usted.
—Pues yo, ninguno.
—¡No sea usted pedante!
—Me está usted cargando con eso. Váyase usted; no le necesito para nada.
—Bueno, bueno. Está bien.
María Luisa se despidió muy orgullosa de su valor.
Los días siguientes hizo un tiempo muy malo de frío y lluvia. Era poco agradable andar por las calles, llenas de barro. Entré en, conversación con el fraile castellano que dormía en la alcoba inmediata y que cuidaba del oficial carlista enfermo. El oficial estaba flaco como un espectro. A cada paso tenía que levantarse de la cama. Habían llamado a un médico militar, y este contestó que iría cuando pudiera.
En Estella había tifus, como en todos los pueblos donde estaban amontonados los soldados; pero yo no tenía aprensión alguna. En la casa no se tomaban precauciones, ni se separaban los vasos y cucharas que empleaba el enfermo.
El oficial no me pareció que estaba tan grave como decía el fraile, porque hablaba, aunque de noche se ponía ya pesado y empezaba a delirar. El fraile era castellano y marotista.
Me dijo que el proyecto de transacción entre carlistas y cristinos que se atribuía a Maroto era falso, y que lo había inventado el padre capuchino Larraga para desacreditar al general en jefe.
Me contó cómo el cura Echeverría y el general García prepararon el asesinato del brigadier Cabañas, por castellano y moderado, y que los azuzó Arias Teijeiro.
Me describió a Guergué, que era un bruto violento, arbitrario, a quien movían como a un muñeco los palaciegos desde el Real; al general don Pablo Sanz, otro navarro, violento y voluble, de poco talento y entregado a la bebida; al brigadier Carmona, que era el más listo de todos, y al intendente Ibáñez, que era un fanático, de carácter siniestro, que no disfrutaba más que haciendo daño, viendo prender o fusilar a alguien.
Escuché las confidencias del fraile, y me ofrecí a él si necesitaba algo el oficial enfermo.
Le hablé luego yo de los capuchinos del convento de Vera, sobre todo del padre Gregorio, y me dijo que creía que este se encontraba de oficial en las filas de Don Carlos.