II

PETULANCIA CONTRA PETULANCIA

La señorita de Taboada me hizo efecto, y dispuse emprender su conquista.

Al día siguiente de comer con ella en San Pedro de Irube la volví a ver en casa de la Falcón, y hablamos. Ella estaba conmigo siempre en guardia.

María Luisa, por lo que me dijo la Falcón, era una mujer original, de una vida poco corriente, con una extraña juventud.

Había vivido en Francia, en Italia y en España; había séguido con su padre a las tropas de Zumalacárregui, montando a caballo, andando entre breñales y descampados, recibiendo la lluvia y el sol; sabía historias libertinas, que las contaba con mucha gracia, y pasaba de contar estas verduras a hablar de sus ideas religiosas, que en ella se hallaban muy arraigadas.

Era muy devota, y al mismo tiempo, en su conversación, muy atrevida, cándida y maliciosa, intrigante y simple, y siempre muy novelera. Bromeé con ella preguntándole acerca de sus amores en Bayona.

Para ella, en Francia no había gente que le interesara. Los franceses le parecían muñecos que no le preocupaban; para ella no había más que los españoles.

Era un caso de arbitrariedad parecido, aunque contrario, al de madama D’Aubignac.

Conocí a una de sus amigas, hija de un coronel carlista, que era una solterona fea y rencorosa, que no podía soportar la importancia de María.

—María Luisa es una loca —me dijo—. Se figura que ha de cumplir grandes misiones en el mundo; sueña con ser una Juana de Arco o una Santa Teresa de Jesús.

—¿Es ambiciosa, entonces?

—Sí, pero sin base. Es muy superficial. No tiene talento alguno. Ha aprendido aquí y allá frases de efecto, y las baraja en la conversación.

—Sin embargo, dicen que Zumalacárregui la consultaba a menudo.

—¡Ca! A su padre; a ella, no. En muchas cartas que Zumalacárregui dirigió a su padre, en donde ponía: Querido amigo, ella cambió las oes en aes y puso: Querida amiga.

—Dicen que el general Villarreal la atiende mucho.

—Si ha sido su querida.

—¿Cree usted?

—Eso dice todo el mundo. Es verdad también que han pensado en casarse, pero él está preso y tísico, y no se pueden casar.

La amiga me dio estos detalles con fruición.

Me enteré de la vida de Villarreal. Entonces el caudillo carlista tendría unos treinta y cinco años.

Gozaba fama de hombre valiente, recto y de carácter. Se le consideraba como sencillo, modesto y ordenancista. Debía ser, sin embargo, un fanático, a juzgar por la orden de fusilar al viejo médico don Francisco Manzanares, en Escoriaza, sólo porque este no tenía ideas religiosas.

Aquellos datos me servirían en mi lucha contra María.

A los pocos días de conocerla estaba casi enamorado de María Luisa; tenía por ella una pasión de vanidad, de amor propio y de algo de rencor.

Mis relaciones con madama Laussat habían sido un amor tan físico, que no me dejaron ningún recuerdo en el espíritu; mis amores con la marquesa Redensky fueron una fantasía vaga y corta, como una borrachera de champaña; a Corito la seguía queriendo, pero su recuerdo me daba la impresión de algo vago, ideal, como celeste.

En cambio, por María Luisa tenía una pasión erótica de malos instintos, un fondo de rencor, una necesidad de dominarla, de humillarla, y una antipatía profunda por sus inclinaciones, sus ideas y sus amistades. Tenía en esta época una petulancia y una impertinencia donjuanesca. Me creía capaz de todo y de vencer cualquier dificultad que se me presentase. Estaba convencido de que vencería y sometería a María Luisa.

Además, me atraía; había en ella algo ardiente y seco que me gustaba. Era como un paisaje castellano tostado por el sol.

Cuando supe que María Luisa, aceptando la peligrosa comisión que le daba Aviraneta, iba a entrar en España, la dije:

—La voy a acompañar a usted.

—¡Ca!

—Ya verá usted. Pienso hacer su conquista. Tengo que quitar la novia al general Villarreal.

—¡Qué ilusión!

—¿Usted me deja acompañarla?

—Bueno. No tengo inconveniente.

—Usted, naturalmente, no me denunciará a los carlistas. Sería una mala acción.

—Yo no le denunciaré. Usted tampoco intentará intervenir en mis asuntos.

—No, señora.

—Ni intentará ninguna violencia contra mí.

—Ninguna.

María Luisa empezaba a tenerme miedo.

—Nada; iremos juntos. Diré que es usted un pariente mío.

Le agarré la mano.

—Tiene usted una mano fuerte, de hierro. Podría estrangular a uno.

—¡Vaya un cumplimiento!

—Es una mano que me enamora.

Se la besé.

—¡Qué estúpido es usted! —exclamó ella.

—Es posible, pero usted me llegará a querer.

—¡Nunca!

—Tengo la mala suerte de que todo lo que quiero al fin lo consigo.

—¡Qué alabancioso! ¡Qué tonto!

—Usted lo verá.

—Sí, usted es el emperador, su alteza real.

—No se ría usted todavía; al final veremos quién tenía razón.

Cuando Aviraneta supo mis propósitos de acompañar a María, me quiso disuadir del proyecto.

—Deje usted —le contesté yo—; yo creo que habrá algo interesante que ver en ese viaje.

Mi vanidad me hacía creer en esta época que vacilar, abandonar una acción cualquiera por pereza o por blandura de espíritu, era una cobardía indigna de un hombre de acción, de un discípulo de Aviraneta, que, con el tiempo, tenía que eclipsar a su maestro.

Había tomado como norma de conducta no estar en la indecisión, pensando el pro y el contra de las cosas por hacer, sino decidir, y, después de decidir, ya no volver sobre mi acuerdo hasta que un obstáculo fuerte me impidiera seguir adelante, y entonces ver de vencerlo o de soslayarlo, según su importancia.

Una de las cosas que podría llamar sobre mí las sospechas en mi viaje era mi aire de juventud.

Para remediarla, fui a casa del peluquero y le pregunté si no habría medio de pintarse canas. Le chocó la pregunta, e hizo algunas pruebas, hasta que eligió un líquido, que me dio en un frasco.

—No creo que el efecto dure mucho tiempo; tendrá usted que darse cada dos o tres días.

—Está muy bien —le dije—. Me envejece lo menos diez años.

—Y, además, le da a usted un aire muy distinguido.

Me preparé para el viaje. No llevaba más que algunos billetes de Banco cosidos en distintos puntos de la ropa, un gabán y un impermeable. En el bolsillo del pecho guardaba el frasco de narcótico del abate Girovanna.

Aviraneta dio largas instrucciones a María, escritas con tinta simpática, acerca de lo que tenía que hacer y decir al verse con Maroto y con los generales carlistas del bando exaltado. Le dio también diez onzas de oro para el viaje, que María cosió en el corsé.

Al final de enero, con los papeles en regla, María Luisa y yo tomamos la diligencia, bajamos en San Juan de Luz, alquilamos dos caballerías, pasamos por Vera, y llegamos por los montes a Oyarzun, donde dormimos.

El segundo día cruzamos las filas carlistas, y el tercero estábamos en Tolosa.

María Luisa escribió desde allí a don Eugenio diciéndole que la mayoría de la gente con quien hablaba era partidaria de los presos, ya libertados, de Arciniega. Villarreal no tenía mando aún y esperaba para obtenerlo a que el padre Cirilo subiese al Poder.

El 3 de febrero llegamos a Vergara, y presenciamos la entrada del Pretendiente. Después fuimos a una misa de gala muy decorativa. En la iglesia, en el sitio de honor, estaban Don Carlos y su hijo, vestidos de uniforme; la duquesa de Beira, con traje de cola muy lujoso, y luego la corte: galones, penachos, plumeros, levitas; el general Uranga, doña Jacinta la Obispa, la camarista señorita de Arce, el obispo de León, etc., etc.

Yo me coloqué al lado de María Luisa, que me indicaba cuándo tenía que arrodillarme y levantarme.

—La verdad es que estaría gracioso que ahora me adelantara yo e intentara dirigir todos estos movimientos místicos y ceremoniosos de la etiqueta cortesana —le dije a María.

—Usted está malo de la cabeza —me contestó ella.

María Luisa me iba tomando cierto respeto, lo que yo consideraba como un buen síntoma para mis propósitos. Mi petulancia antirreligiosa y antimonárquica y manía de impiedad le producían a ella verdadero espanto.

Al salir de la iglesia le dije a María Luisa:

—¿Sabe usted que encuentro a su rey cierto aire de carnero?

—No, pues no tiene usted razón; es un hombre guapo.

—Guapo, no. Por mucho fervor monárquico y borbónico que sea el suyo, no puede usted decir que es guapo. ¡Con esa quijada, y ese labio belfo, y ese aire tristón y ridículo! La verdad es que estos Borbones, desde el punto de vista estético, no valen gran cosa.

—¿Y María Cristina, es mejor? —preguntó ella con sorna.

—¡La excelsa Cristina! Es una italiana guapetona, basta; pero esta brasileña de ustedes es peor. Chata, fea, displicente, herpética… Eso es un perro de presa. Yo no la tomaría ni de cocinera.

—¡Ah, claro! Usted, no. Usted necesita una hada, una hurí de Mahoma.

—Ya ve usted que usted me gusta, y no es usted ninguna hurí.

—Usted tampoco es muy galante.

—Es verdad; nunca lo he sido.

En Vergara, María Luisa fue a visitar a Maroto y le habló. Maroto parece que le dijo que estaba cansado de ver que el rey favorecía a los enemigos suyos, y que iba a tomar una determinación grave y que haría época.

Corrió por Vergara que entre el Pretendiente y su general en jefe se habían cruzado estas palabras:

—Señor —le había dicho el general—, la irresolución de Su Majestad compromete la autoridad que en mí ha depositado. Si Su Majestad no castiga a los generales y palaciegos que trabajan sediciosamente contra mi honor y mi vida, me veré en el caso de fusilarlos.

—¡De fusilarlos! ¿Te atreverías?

—Me atreveré, aunque Su Majestad después tenga el disgusto de mandar separar mi cabeza de los hombros.

—No lo harás —replicó Don Carlos.

—Eso ya lo veremos —murmuró Maroto al cesar la entrevista.

Aquello fue un desafío entre el rey y el general, y todos los palaciegos se mostraron indignados de la soberbia de Maroto.

Antes de salir de Vergara, María Luisa tuvo una segunda conferencia con el general. A mí no me dijo de qué habían tratado, pero debía de ser de algo grave, porque María Luisa volvió muy preocupada.