En la costa cantábrica
Este libro, comenzado en verano en un valle de los Alpes, voy a terminarlo en otoño, a orillas del Cantábrico.
Estoy en casa de un amigo, en un pueblo de la costa vasca, uno de esos pueblos un poco industrial, un poco pescador, un poco agrícola, con una playa de bañistas. La casa donde vivo da por delante a una callejuela y tiene por detrás una galería que mira al mar. Desde esta galería suelo ver el puerto con sus vaporcitos, sus pailebotes y sus goletas, que cargan cemento y descargan carbón. A la entrada de la ría hay un puente gris, por donde corren raudos los automóviles y pasan coches y bicicletas; más lejos, otro puente, por donde cruza el tren, dejando nubes de humo negro; y estos diversos medios de locomoción, el tren, el «auto», los carros, las bicicletas, los vapores y los barcos de vela, dan al paisaje un aire pedagógico e instructivo de lámina de libro de lectura para niños.
Por la mañana paseo en la playa con mi amigo. Los veraneantes se van; las casetas de lona desaparecen; algunos chicos juegan todavía en el arenal haciendo agujeros; el mar se muestra más azul que nunca; el sol, amarillo y templado.
Por las tardes vamos por la carretera que bordea la costa. Es la época del equinoccio. El mar está irritado; las olas se erizan de espuma y rompen en las rocas; los pedregales de la costa resuenan como descargas, en la resaca; las gaviotas revolotean; la espuma espesa va llevada por el viento en copos, no tan blancos como los de la nieve, y, a lo lejos, el cabo de Machichaco, misterioso y fantástico, se destaca en el mar sombrío y hostil.
De noche oigo el rumor lejano de las olas, y cuando no puedo dormir pienso en mis Memorias y escribo alguna página de ellas.