XVIII

UN HOMBRE DE MALA SUERTE

Efectivamente, al anochecer, el abate se presentó en mi casa. Había encendido yo la chimenea de leña y tenía sobre la mesa una merienda con pan, queso y café con leche.

El abate, después de merendar, se sentó en el único sillón del cuarto, y hablamos largamente.

Me contó cómo vivía y cómo le habían engañado comerciantes honrados, robándole a él, pobre hombre sin recursos, sus fórmulas y descubrimientos.

—Soy un loco, hablo demasiado —me dijo—; expongo mis ideas, mis conocimientos, y esto produce en unos desconfianza y en otros la idea de explotarme. Y así vivo.

Le hablé yo de la curiosidad que había producido en Bayona su paso y de las mil versiones que se habían hecho acerca de la duquesa y de él.

Girovanna sonrió.

—Dígame usted, ¿qué era la duquesa de Catalfano?

—Era una loca.

—¿Y qué pretendía de usted?

—Pretendía que yo le hiciera un elixir, para rejuvenecer, con sangre de niño.

—¿Y usted qué hizo?

—Yo le di largas al asunto, hasta que tuvimos que reñir, y nos separamos.

—Pero usted en Bayona hablaba como si creyera en esos elixires.

—¡Hablaba! Claro es. Cuando se está representando una comedia, vale más representarla siempre en todos los momentos para no olvidar el papel.

—¿Sabe usted lo que me decía este español con quien hemos comido?

—¿Qué le decía a usted?

—Que un hombre del talento y de la cultura de usted, que anda tan derrotado, debe tener algún vicio muy fuerte y muy innoble.

—¡Vicio yo! El único vicio que creo que he tenido ha sido el de dejarme arrastrar por la imaginación.

El abate tomó un aspecto triste y pensativo.

En Nápoles

—Ha debido usted llevar una vida bien azarosa —le dije yo.

—Sí, es verdad; todo el mundo me dice lo mismo viéndome tan decrépito, tan usado.

—¿Y no es verdad?

—En parte, sí. He sido principalmente un hombre de mala suerte… ¿Conoce usted Nápoles?

—No.

—¿Pero habrá usted oído hablar de Strada de Santa Lucía?

—Sí.

—Pues cerca he nacido yo. Mi padre era herbolario. A pesar de su condición humilde, era hombre culto y conocía la literatura, la Historia y, sobre todo, la botánica. Éramos varios hermanos; yo, el más pequeño. Mi padre, un buen hombre, había hecho grandes esfuerzos para colocar a sus hijos, y a mí, creyéndome chico listo, me hizo estudiar para cura. Mi padre tenía un hermano frutero, en la misma Strada de Santa Lucía, rico, sin hijos, que le ayudaba.

»Entré en el Seminario, donde aprendía todo con gran facilidad. Mi ilusión era la carrera eclesiástica; todas mis esperanzas estaban en ella. Era un buen latinista y comenzaba a estudiar el griego. En esto traen al Seminario un profesor de Palermo, un sabio, pero un hombre de costumbres depravadas, y me empieza a perseguir.

»¡Oh! Era un sucio personaje, desagradable, repugnante.

El abate puso una cara del sátiro que contempla a una ninfa.

—Una noche lo encuentro en mi cuarto, y armamos un escándalo.

»Me quejo al director del Seminario; no me hacen caso, y me escapo.

»Esto era precisamente cuando entraron los franceses y establecieron en Nápoles la República Partenopea. El pueblo estaba entusiasmado.

»El arzobispo, Zurlo Capaze, anunció desde el púlpito que, días antes, la sangre de San Jenaro se había liquidado. El pueblo se entusiasmó con el milagro y consideró que San Jenaro veía la República con benevolencia.

—¿Usted había oído hablar del milagro de la sangre de San Gennaro?

—No.

—Pero, hombre, ¿dónde ha vivido usted? Pues la sangre de San Gennaro todos los años se líquida…

El abate tomó una expresión alegre e irónica al decir esto.

—Le diré a usted que la supuesta sangre de San Gennaro, que se guarda en dos vasos en la catedral, es una mezcla de una solución etérea de la Ancusa, la Alkanna tinctoria y la Radix alkannae en sperma ceti, y que se liquida fácilmente al calor de la mano o de un cirio.

»Mi padre fue de los entusiastas de la República. A nuestra tienda iba un militar francés, y me convenció de que debía alistarme en el ejército. Yo estaba dispuesto a ello cuando llegó mayo; entró el cardenal Ruffo en Nápoles; los franceses tuvieron que marcharse y comenzaron las venganzas de los realistas.

»Aunque yo era sospechoso, no tenía importancia y me dejaron en paz. Por este tiempo entro en una farmacia y me dedico a estudiar Botánica y Química. La hija del farmacéutico, una chiquilla entonces, fue mi novia.

»¡Era una bambina, más bonita, más simpática!»

Al hablar de la muchacha, la cara del abate se iluminó, tomó una expresión de entusiasmo, de admiración y de candor.

—El padre era un bruto —siguió diciendo Girovanna—, un estúpido animal, un mascalzone, y la casó a disgusto con un viejo rico. La pobrecilla murió dos años después.

El abate tomó una expresión como si algo muy dasagradable y repugnante tuviera delante de los ojos.

—Entristecido con ese matrimonio, estaba decidido a no enamorarme. Por entonces logro entrar de preceptor en una casa rica de Nápoles. Había en la casa una gran biblioteca, que me venía muy bien, y una solterona que me perturbaba.

»Esta solterona, sabiendo que yo era químico, me pide pomadas y aguas para rejuvenecer. Luego me propone que me escape con ella. Le digo que no. ¿Y qué hace la vieja loca? Dice a su hermano que yo la he querido violentar. El hermano se indigna, y me pega unos cuantos bastonazos, y me echa de su casa.

A Girovanna le brillaron los ojos como si le fueran a echar chispas.

—Yo le espero una noche, y le doy una tanda de palos que me pareció suficiente. Tomo un vetturino, voy al puerto y me escapo a Argel.

Rodando por el mundo

»En Argel me anuncio como médico y botánico, y vivo dos años bien; aprendo el árabe. Uno de los bajás me llama un día; me dice que le dé algo para la frialdad. Le doy una poción sencilla de pimienta, jengibre y nuez vómica, cosa inofensiva, y al día siguiente, horas después de tomarla, el bajá tiene una congestión cerebral, y se muere.

»Me acusan de envenenador, y echo a correr al puerto sin bagaje ni nada; me meto en un místico, y llego a Génova.

»De Génova voy a Suiza; y en Basilea me encuentro con un intrigante, que se hacía llamar el conde de Montgaillard. El conde de Montgaillard me protege y me envía con una carta de recomendación para el general Moreau a París. Allí conozco al abate Marchena, que era secretario de Moreau.

»En casa de Moreau me dedican a escribir cartas; y un día, al llegar a la oficina, me prenden y me llevan a la prisión del Temple. Estoy tres años encerrado con un bávaro y un fanariota, a los que acusaban de espías, y con quienes aprendí el alemán y el griego moderno.

»Pensé que quizá no volvería a salir nunca de la prisión, porque los presos políticos durante el Imperio se eternizaban en las cárceles, tuvieran o no culpabilidad, y cuando salían era por el capricho de la Policía o porque necesitaban sitio para otros presos.

»Al fin nos dejan libres, y voy a Alemania. Estoy en Berlín y en Viena dando lecciones, hasta que se me ofrece una plaza de preceptor en Rusia, en una ciudad cerca de Moscú, en una casa católica. Tenía que decir misa todos los días. Era una obligación para mí desagradable; creí que había dado en el puerto; pero vienen los franceses, saquean la aldea y voy yo huyendo a la buena ventura a Constantinopla; de Constantinopla, a Egipto, y de Egipto a Italia.

»Cambio de nombre, voy a Roma y entro de secretario en casa de un príncipe. Ganaba poco y cumplía mi misión y, al mismo tiempo, estudiaba. Mis estudios despiertan la envidia de un abate rival, y este me denuncia a la Inquisición, y tengo que escaparme de Roma y marcharme a Nápoles.

»Era la época del carbonarismo. Me afilio a una Venta carbonaria, y me envían a España con el general Pepe. Vivo en Barcelona y en Madrid, me relaciono con el Gobierno liberal, y llego a pensar si España será mi patria adoptiva, cuando entran los Cien mil hijos de San Luis, y tengo que huir con mis amigos a refugiarme a Gibraltar.

»Un absolutista me ofrece su protección si quiero volver a Madrid; pero yo considero que no debo abandonar a mis amigos.

»De Gibraltar voy a Londres. Allí vivo con los españoles, y conozco y trato a Hugo Foscolo, aunque era hombre intratable.

»En Londres me encargan varios diccionarios y un atlas de Botánica. Paso seis años estudiando y amontonando datos, y, al cabo de este tiempo, se muere el editor, interviene la justicia, y se apoderan de mis manuscritos y de mis estampas.

De charlatán

»Entonces ya perdí la moral: me entregué a la mala suerte. Todos los emigrados se habían marchado a Francia; yo hice lo mismo. Me recogió un charlatán, y me hice, como él, charlatán de plazuela y algo saltimbanqui.

»Había perdido mis esperanzas; había llegado a creer que el único ideal del filósofo es tener un rincón donde dormir, protegido de la intemperie, y algo caliente y substancioso que meter en el estómago.

»Eché mi primer discurso en París, en la plaza del Instituto. Me decidí, pensando que había que ponerse el mundo por montera. Le daré a usted una muestra de mi elocuencia.

Girovanna se engalló, y miró a derecha e izquierda.

—Señores —dijo—: Muchos de vosotros, por lo menos algunos de vosotros, porque nos ven en la vía pública dirigiéndonos a un concurso popular modesto, aunque culto e ilustrado, nos motejarán de impostores y charlatanes.

»Si nos vieran en la sala de este viejo edificio, adornados con medallas y con cintajos, nos tomarían por sabios. Es achaque muy viejo juzgar a la gente por su indumentaria y por sus condecoraciones. No debéis juzgarnos por nuestros trajes, sino por nuestros conocimientos; no antes de oírnos, sino después de oírnos.

»Un charlatán decía: “Mi bálsamo se compone de simples, y mientras haya simples en este pueblo, no me iré de él”. Aceptemos que haya muchos simples en la vía pública. ¿Pero es que vosotros creéis que son menos simples los que forman el auditorio de las academias e institutos?

¿Es que creéis que son menos charlatanes los de los salones que los de las plazuelas? ¿Qué quiere decir charlatán? ¿Me queréis decir? ¿Qué significa esto, sino una palabra despreciativa que se puede emplear contra todos los espíritus originales y de talento?

»Charlatán se puede llamar al hombre que marcha a la plaza, al ágora, a convencer a sus semejantes de la verdad que se ha encendido en su alma.

»Charlatán se le llamó a Sócrates cuando hablaba de su demonio familiar; charlatán, a Alejandro el Magno cuando se decía que era hijo de un rayo; charlatán, a Escipión el Africano cuando se tenía inspirado por los dioses; charlatanes, a Pitágoras, a Empédocles, a Alberto el Magno, que hablaban de sombras y de diablos; charlatán, a Bacon, que afirmaba tener una cabeza de acero que hablaba; charlatán, a Miguel Scott, que desde su caverna de Escocia hacía sonar, con una varita mágica, las campanas de Nuestra Señora de París.

»Y entre los innovadores, ¿a quién no se le ha motejado de charlatán? Charlatán se le ha llamado a Copérnico, a Paracelso, a Miguel Servet, a Colón, a Watt, a Stephenson…

»Y, en fin, señores: si llegara a tanto vuestra obcecación, podríais llamar charlatán impunemente a nuestro Señor Jesucristo…

La cara de Girovanna tomó de pronto un aire de desagrado, y dijo:

—Ya en la pendiente del charlatanismo tuve éxito: aguas maravillosas, elixires de amor y de juventud, filtros de belleza. Mi destino ha sido este: estudiar…, aprender seriamente…, no poder llegar a ser nada más que un histrión.

»Ya ve usted cómo el amigo de usted, que cree que yo debo tener algún vicio muy grande y muy fuerte, que me empuja a la miseria, se engaña. No se quiere creer ciego al destino; se supone que es, a lo más, tuerto; conmigo ha sido ciego de los dos ojos.

—¿Y nadie le ha querido a usted, abate?

—Nadie…, nadie… Sólo aquella pobre bambina…

Ofrecimiento

Girovanna me explicó después sus sufrimientos y me habló de lo solo que estaba en París. Luego me dijo que le gustaría vivir conmigo y que me cedería sus trabajos gramaticales y sus procedimientos y recetas químicas, para que yo los explotara.

—Sí; pero yo tengo que volver a España —le dije.

—Lo comprendo. Usted es un hombre de mundo, tiene usted otros planes. Además, ¿quién se amarra a un barco viejo, como yo, que va al fondo?

Le miré al abate con tristeza. Realmente, no era más que un pobre hombre con una imaginación exaltada.

Antes de marcharse, Girovanna me dio dos frascos: uno de un narcótico y otro de un perfume. Al día siguiente tomé yo el camino para Bayona, a donde llegué con cinco francos.