XVII

ENCUENTRO

Un día, en la calle de Babilonia vi a un hombre raído, triste, derrotado, cabizbajo, vestido de negro, que pasó cerca de mí como una sombra: como una de esas estampas de la miseria que se ven en las grandes ciudades.

Al fijarme en él le reconocí. Era el abate Girovanna. Al principio vacilé en acercarme a él, porque tenía un aire tan derrotado y tan siniestro, que lo mejor que podía suponerse, viendo, aquella fantasma humana, era que salía de un presidio.

Venciendo el primer momento de repulsión, me decidí y le llamé. Girovanna me estrechó la mano conmovido.

—¿Y la duquesa? —le pregunté yo.

—No sé dónde está. Era una loca.

—¿Y qué hace usted aquí?

—Estoy de químico en una perfumería. ¿Y usted?

—Yo he venido con algún dinero y lo he gastado demasiado de prisa, y ahora ando mal; estoy esperando a que me envíen de casa.

—La juventud loca imprevisora —dijo el abate.

—Yo suelo comer en un restaurante muy malo. Si quiere usted venir, le convido.

—Sí, vamos.

Fuimos al Restaurant des Gourmets, donde presenté el abate Girovanna a Valdés.

Girovanna habló con la facundia que le caracterizaba, y dejó perplejo a Valdés.

Yo le fui sometiendo en preguntas al abate las cuestiones que constituían el fondo de las diferencias entre Valdés y yo, que versaban acerca de Francia, de España, de literatura y de política.

Sobre Francia

—Francia lo tiene todo —dijo el abate—; es el país privilegiado por excelencia; los dos mares principales de Europa…

—Como España —salté yo.

—Ríos como no tiene España, campos como no tiene España —replicó él—, ciudades como no ha soñado nunca tener España… Los franceses tienen de todo, material y espiritualmente… Sabios, artistas, militares, pensadores, escritores… Lo único que no tienen, aunque ellos hacen esfuerzos para creer que sí, es ese tipo de genio espontáneo que hay en otros países… Va usted al museo del Louvre: hay buenos pintores franceses; pero un Tiziano, un Tintoretto, un Velázquez o un Goya no hay entre ellos; hay buenos poetas, pero no un Dante; hay buenos dramaturgos, pero no un Shakespeare. Son, ante todo, gente fuerte y de buen sentido; pero el genio espontáneo irregular que adoran ellos, eso es precisamente lo que les falta.

Opiniones de estos días

Recordaba hoy las palabras del abate, viendo en un periódico suizo una comparación de un sabio profesor entre Baudelaire y Dostoievsky. ¡Qué incomprensión! ¿Cómo se puede comparar el poeta francés en el fondo perfectamente normal, que se violenta para ser anómalo, retórico consumado, que trabaja todos los días, que estudia el idioma, que quiere asombrar a su público, con el loco genial de Rusia, que se cree un hombre bien equilibrado y que levanta construcciones absurdas y alucinadas con la mejor buena fe del mundo?

Sí; creo que tenía razón el abate: el genio espontáneo no es cosa de Francia.

Balzac y Gavarni

—¿Usted ha leído a Balzac, abate? —le pregunté yo.

—¿Balzac, el novelista moderno?

—Sí.

—¿Qué opinión tiene usted de él?

—Es un hombre indudablemente extraordinario. Está fijando la vida de su tiempo de una manera un poco desmedida y absurda, pero con cierta grandiosidad. Es un espíritu ávido de todo, que recoge lo que ve, lo que sueña y lo que piensa, y lo va enlazando en la época. Sus héroes serán siempre menos universales que los de los creadores de los grandes tipos, como Shakespeare, Cervantes, Goethe. Don Juan y Fausto, Hamlet y Don Quijote no tienen tiempo: son sombras que se proyectan en todas las épocas, ayer como hoy, hoy probablemente, como mañana. Los héroes balzaquianos son de hoy; mañana parecerán figuras de cera vestidas; los otros, los eternos, seguirán siendo como estatuas.

—¿Cree usted? —le pregunté yo.

—Sí. ¿Usted no cree lo mismo?

—Yo, no. A mí, sin duda, me gustan más las figuras de cera que las estatuas.

—Es usted un cínico —dijo el abate, riendo.

—¿Y Gavarni? ¿Qué le parece a usted? —preguntó Valdés.

—¿Quién es Gavarni?

—Ese dibujante del Charivari y de la Moda.

—¡Bah! Eso no vale nada.

—¿No?

—Nada. Es un dibujante mediano y amanerado, que tiene algún talento literario.

Valdés, a pesar de que era partidario de Gavarni, no se atrevió a decir lo contrario.

Las grandes ciudades

—¿Y usted cree en la influencia de la gran ciudad para producir monstruos humanos en el bien y en el mal? —le volví a preguntar yo.

Esa es una idea romántica de la época —contestó Girovanna—. Yo no creo en ella. La ciudad, con uno o dos millones de habitantes, no le añade ni le quita a uno nada: ni al inteligente le hace más inteligente, ni al cretino le disipa su estupidez. Es verdad que, al menos por ahora, es necesario un cierto número de habitantes para que una ciudad tenga un espíritu de libertad y de transigencia; pero ese resultado se consigue en las ciudades italianas y alemanas que no llegan a tener medio millón. El romanticismo de las grandes ciudades pasará. Cuando París sea una ciudad limpia y clara, ya no habrá romanticismo. El romanticismo es una enfermedad, una cosa forzada, recalentada, que no produce más que fantasmas monstruosos. La salud no puede venir más que de pequeñas ciudades cultas e inteligentes.

Guitarreo

Habíamos comido; el abate se despidió de mí diciéndome que al anochecer iría a mi casa, pero, en vez de marcharse, se quedó al ver a Valdés, que traía la guitarra. Tocó Valdés unas sevillanas y un fandango; luego, en burla, le dijo al abate:

—¿Usted no sabe tocar algo?

El abate cogió la guitarra, y tocó una tarantela napolitana, en tres tiempos, con verdadera gracia y maestría.

—¡Muy bien! ¡Muy bien!

—Eso no vale nada. En mi pueblo cualquier pescador lo hace mejor que yo.

Luego cantó una canción rusa del Volga, muy melancólica, y después, una jota española, con mucho brío.

—¡Bravo! ¡Bravo! —dijimos todos.

—Hasta luego, hijo mío —murmuró el abate, dirigiéndose a mí; y salió a la calle.

—¿Qué le parece a usted este hombre? —le pregunté a Valdés.

—Este es un bandido, este es un monstruo. Un hombre como este, que con lo que sabe y con su talento vive tan miserable y tan derrotado, tiene que tener algún vicio muy fuerte y muy innoble.

—No sé; es posible.

—¿Y usted lo va a recibir en su casa?

—Sí.

—Yo, como usted, cuando viniera, tendría la pistola en la mano.