XIII

DE BIRIATU A ERLAIZ

Volví a Hendaya, y me dijeron allá que la gente de Muñagorri estaba acampada en un grupo de casas llamado Lastaola, del camino de Irún a Vera, y que los carlistas vigilaban de cerca a los muñagorrianos.

Me aseguraron que para comunicarse con ellos lo mejor era ir por la orilla del Bidasoa, hasta enfrente de Lastaola.

Lastaola

Conocía yo el camino perfectamente: fui de Hendaya a Behovia francesa, y de Behovia, por la orilla del río, pasando por debajo de Biriatu, hasta llegar frente por frente de la vieja casa de Lastaola.

Al acercarme a este sitio vi unas barcas en el río y un cable fijo que iba de un lado a otro del Bidasoa.

Me encontré allí con una muchacha joven que discutía con el barquero porque quería cruzar a la otra orilla.

—¿Es que no se puede pasar? —le pregunté yo al barquero.

—No.

—¿Por qué? ¿No está Muñagorri?

—No.

—¿Está Altuna?

—Tampoco.

—¿Quién está?

—El capitán Janáriz.

—Bueno. No le conozco; pero le hablaré.

Le di dos pesetas al barquero, y entré en la barca. La muchacha entró conmigo. Entonces la reconocí. Era Pepita Haramboure, la chica de la tienda de Sara, a quien había conocido por Cazalet.

—¿Usted también viene al campamento de los soldados de Muñagorri? —la pregunté.

—Sí.

La chica me dijo que era novia de uno de los soldados de Muñagorri, un muchacho francés, de Biriatu, a quien había conocido en Sara.

Era Pepita una chica bonita, de ojos negros; hablaba vascuence con gracia, y tenía, al hablar, como un sobrealiento muy característico de su pueblo. Me dijo que llevaba ropa para su novio.

Pasamos la chica y yo a la orilla española y saltamos a tierra. Había entre el río y el fuerte de los muñagorrianos una distancia de trescientos o cuatrocientos metros de campos de maíz, con cañaverales, que servían para esconderse los contrabandistas, pues el sitio era estratégico para el contrabando.

Fuimos andando hasta llegar a Lastaola. Esta era una casa vieja, probablemente una antigua ferrería, con muy pocas ventanas.

Tenía en los alrededores una explanada fortificada con una muralla de palos y tierra, ocho tiendas de campaña y dos piezas de artillería.

El centinela nos dio el alto, e hizo llamar al oficial de guardia, el capitán Jauáriz, a quien expliqué yo el objeto de mi visita y el de la muchacha. El oficial nos recibió de mal humor, y me dijo que nos iba a detener.

—Bueno; haga usted lo que quiera.

—Aquí están viniendo a cada paso agentes para provocar la deserción de nuestros soldados.

Yo le dije que era amigo de Muñagorri y de Altuna y partidario de la empresa de Paz y Fueros.

El hombre no se convencía, cuando vino el capitán Brunet, que mandaba los muñagorrianos que estaban acampados en las inmediaciones de Lastaola, y me dio la razón.

—¿Qué quería usted? —me preguntó.

—Quería visitar las obras de defensa y dar un informe al Gobierno.

—Pues vea usted lo que se ha hecho aquí, y luego pida usted un caballo y suba usted al fuerte de Pagogaña.

Curioseé por los alrededores de Lastaola, y me chocó que el campamento estuviera tan abandonado. Aquello no tenía aire militar ninguno. Los soldados charlaban y jugaban a las cartas; los centinelas fumaban.

Pagogaña

Tomé algunas notas, y al soldado que me había indicado el capitán Brunet le pedí el caballo. Lo trajo.

—¿Por dónde se sube a ese fuerte de Pagogaña? —le pregunté.

—Por ahí, por esa regata que se llama de Charodi.

—¿No me puede acompañar nadie?

—Yo, por lo menos, no.

La chica de Sara se enteró de que su novio estaba en el alto de Pagogaña, y vino conmigo.

Montamos a caballo; ella, a la grupa, comenzamos a subir el monte por un sendero estrecho, hasta llegar a la media hora, a una explanada con un caserío. Vimos a una mujer y a un muchacho, que al vernos echaron a correr.

—¿Cómo se llama ese sitio? —les pregunté.

—Erlaiz.

—¿Dónde está ese fuerte Pagogaña?

—Ahí arriba.

Nos habíamos desviado un poco y teníamos el fuerte encima. Hablamos la mujer y yo de los muñagorrianos, a quien ella tenía por unos holgazanes, y nos mostró cerca del caserío, como la única curiosidad del lugar, una piedra antigua, llena de musgo, con este letrero:

Le di al muchacho unas monedas para que nos acompañara al fuerte.

El fuerte era muy sólido; tenía la figura de un polígono, de muchos lados, y dentro de su perímetro había un almacén de pólvora, un gran barracón de madera y varias tiendas de campaña.

Habían trabajado en esta obra los zapadores ingleses, bajo la dirección del coronel Colquhoun y del comandante Vicars, de los ingenieros reales. En las paredes se veían escritos muchos nombres ingleses.

La pequeña guarnición del fuerte tenía el mismo aire de indisciplina que la de Lastaola. Había muchos visitantes, que andaban por el fuerte mirándolo todo. Llegaban, sin duda, del lado de Irún, mujeres y hombres a ver a sus hijos, maridos y hermanos que estaban allí acampados, y hablaban y revolvían como si estuvieran en su casa. Se veía claramente que la empresa de Muñagorri marchaba mal. Pepita, la de Sara, encontró a su novio, que era un jovencito con aire de niño, y estuvo hablando con él.

Yo, cuando me cansé de andar de arriba y abajo, avisé a la muchacha que iba a bajar, y se reunieron conmigo la Pepita y su novio.

Como me pareció que bajar a caballo desde el fuerte a la orilla del río sería difícil y peligroso, marchamos a pie.

El novio de la Pepita nos acompañó un rato.

Pepita me contó que su novio era hijo del sacristán de Biriatu, y había sido seminarista. Sus hermanos eran contrabandistas y atrevidos, pero a su novio le gustaban más los libros, cosa que le parecía absurda a Pepita.

Al ir descendiendo sonó un tiro a lo lejos, entre las ramas; no sé si de algún carlista o de algún cazador.

Llegamos a Lastaola, pasamos a la orilla francesa, y Pepita se fue a Biriatu y yo marché a Hendaya, donde comí en el hotel del Comercio.

Unos días después supimos que el Bidasoa había subido repentinamente y que se llevó las tiendas del campamento de Muñagorri, dejándolo todo inundado, los cañones en el fango y sin comunicaciones con Fancia.

Un par de semanas después, el capitán Jauáriz, que tanto miedo tenía a los que fomentaban la deserción, desertaba del campo de Muñagorri con sus soldados y se pasaba a los carlistas de Vera, y estos incendiaban el campamento muñagorriano.

El antiguo escribano de Berástegui tenía mala suerte.